1-Una enfermedad incurable; 2- Circulo vicioso; 3- Camas calientes; 4- El reportaje; 5-Gustoa y disgustos; 6-El andar de los Masais; 7-El sabor de la clandestinidad; 8- Un novio inusitado; 9- Suspicacia ; 10-El baile; 11- Problemas; 12- Parroquianos ; 13- Una noche agitada ; 14- Celos; 15- Inquietudes; 16- Un conocido desconocido; 17-Un acontecimiento absurdo; 18-Un viaje desafortunado; 19-La locura siempre acecha; 20-Sin rumbo; 21-Descalabro; 22-Estropicios; 23-Reconciliación amarga; 24-Una mujer desesperada; 25- Un regalo diminuto ; 26- Invasión; 27-Los mayores sobramos ; 28-Desahogo ;29-Un hombre esforzado; 30-Una mirada al futuro; 31-Un acontecimiento nefasto ; 32-Alboroto en el gallinero; 33-Una ocasión inesperada; 34- Homenaje ; 35- Nuevo horizonte ; 36-Cambio de rumbo ; 37-El dulce sabor de la independencia ; 38-Un acontecimiento inesperado ; 39-El escaparate de la muerte; 40-Presencia y ausencia ; 41-Escueta felicidad ; 42-Una vida llena de ilusión ; 43-Desesperación ; 44-Peligros modernos ; 45-Un amigo ; 46-Dos cazadores distraídos.
El Dos de Corazones
1-Una enfermedad incurable
En Madrid, había muchos bares, pero ninguno como El Dos de Corazones; o por lo menos eso pretendió su dueño, José Menéndez, cuando se hizo cargo del local que había pertenecido a su padre. No le apetecía, pero no tuvo elección. Tenía cincuenta años y estaba en el paro.
Con pasos apresurados una mujer pelirroja se dirigía hacía aquel establecimiento; tenía el tiempo justo de fumar un cigarrillo, tomarse un café y un par de pastelitos especiales antes de reanudar su trabajo en la asesoría Aguirre
A las diez de la mañana, el calor ya apretaba; de los oscuros portales abiertos salían bocanadas de aire más fresco.
Al caminar por la acera, Amalia echó una ojeada a su figura reflejada en el escaparate de la droguería, se alisó un mechón llameante y levantó un pie calzado con una sandalia color cereza. “Es mona... hasta no parece china”, recalcó mentalmente.
Nada mas entrar, miró con disgusto al borracho acodado en la barra; aquel tipo maloliente que a veces dormía tumbado en un banco de la plaza. Desde el extremo del local, Wilson, el camarero, la saludó con un gesto de la mano.
Se encaramó a un taburete al otro extremo del mostrador mientras José depositaba ante ella una taza de café.
− ¿Qué tomarás hoy? −, preguntó.
− Dos de amor divino, −decidió después de examinar los pastelitos debajo del cristal del mostrador.
− Amor divino. ¡Qué chorrada! No hay amor divino−, sentenció el borracho, denegando con la cabeza−¡Si la vida es una mierda!
− Puede −susurró Amalia, royendo los dulces a bocaditos como si fuera un ratón.−. Pero, es lo que hay.
−Otro whisky¾, ordenó el hombre con voz gangosa mientras iba apilando unas monedas al lado de la copa¾. Sabes lo que te digo¾, añadió, girando medio cuerpo hacía la mujer¾, la vida es una enfermedad... Y además,... una enfermedad incurable... Y acompañó la frase de una risa tonta seguida de un ataque de tos.
−Creo que vale para hoy, afirmó José molesto guardando la botella en la estantería. Las enfermedades incurables no mejoran con el alcohol. Hizo un gesto hacía Wilson para que acompañara a aquel individuo hacia la puerta.
El hombre los miró enfurecido, con sus pequeños ojos azabaches incrustados en su cara hinchada y, antes de salir, descargó un puñetazo sobre el mostrador desparramando las monedas entre las copas.
Al cerrar la fábrica, donde había
trabajado más de veinte años, José empleó el dinero de la indemnización
en reformar el establecimiento, angustiado, al mismo tiempo, con la idea
del fracaso. Para no estar solo, dado que su mujer y su hija se
quedarían de momento en el pueblo, decidió volver a Madrid a vivir en
casa de su madre, en el barrio de Salamanca.
El bar estaba situado en la calle de la Luna que, a pesar de su bonito
nombre, no era mas que una callejuela estrecha, flanqueada de edificios
vetustos. Desembocaba por arriba en San Bernardo y por abajo en la Plaza
de Santa María, y estaba poco transitada.
−Tienes que ofrecer cosas diferentes si quieres hacerte una clientela. −sugirió Ana, la hija de José, al visitar el local− ¿Qué quiere la gente? La gente necesita mimos; algo con que endulzarse la vida y un lugar agradable donde pasar el rato. Este sitio es demasiado oscuro.
Él la miró con asombro.
−No voy a abrir un local de alterne.
−No, no se trata de eso, pero podrías ofrecer tapas y pastelitos diferentes, y reformar el comedor. A nadie le apetece comer en un sitio tan tristón, con esos horribles tubos de neón en el techo.
Fue entonces cuando a Ana se le disparó la imaginación. Con la ayuda de Hefesto, el cocinero griego, inventaron toda clase de pastelitos con nombres sugestivos y pusieron en las ventanas del comedor unas cortinas a cuadros rojos y blancos.
Después de quitar los fluorescentes del techo e instalar una lampárita con pantalla en cada una de la mesa, Ana recalcó:
¾Puede que gaste más luz, pero resulta mucho más acogedor ¿No te parece?.
¾El comedor parece otro ¡Qué bonito!¾exclamó Marcela, la joven ayudante de cocina, al contemplar la obra terminada¾. Creo que así podremos cobrar un par de euros más por menú.
2- Círculo vicioso
José pasó la mano debajo de su cama. En el tercer travesaño que sostenía el colchón encontró el sitio, todavía quedaba una zona áspera que la yema de su dedo índice reconoció enseguida. Tendría unos catorce años, más o menos cuando se pasaba horas tirado encima de la misma leyendo tebeos y masticando chicles que iba pegando ahí en una bola informe. ¡Habían pasado unos treinta y cinco años! Se imaginó su vida como un círculo, los años transcurridos en Viana con su mujer y su hija, el trabajo en la fábrica, y ahora de nuevo en el punto de partida, en Madrid, en casa de su madre. Sintió un dolor en el estómago. ¡Otra vez la dichosa acidez!
Tenía que encontrar un piso; si no pasarían otros treinta y cinco años y seguiría durmiendo en la misma cama de haya, dejando colillas en el cenicero debajo de la cama. Claro que quizás estuviera muerto para entonces, era poco probable que viviera hasta los ochenta y cinco; fumaba demasiado. Se palpó el vientre; tendría que rebajar aquel buche que iba asomando encima del cinturón. ¡Otra vez el dolor! Quizás tuviera una úlcera de estómago, puede incluso que un tumor. Examinó su cara ojerosa en el espejo y decidió consultar a un especialista. Mañana mismo llamaría a un médico.
En algún rincón sonó la musiquilla del móvil. Se levantó de un salto y removió la ropa amontonada encima de la silla. Cuando, por fin, sacó el teléfono del bolsillo de su chaqueta había dejado de sonar. A las doce de la noche, tenía que ser su mujer. Marcó el número.
—¿Dónde te habías metido? —preguntó Carmen.Se oían los maullidos del gato como si estuviera en la habitación de al lado y ruidos de cacharros. Estaría en la cocina dándole de comer. Sintió añoranza.
—¿Por qué no te vienes unos días? —preguntó—. Una semanita.
— ¡Todo ese tiempo en casa de tu madre, ni pensarlo! —,había bajado la voz como si su suegra pudiera oírla—. Quizás el próximo fin de semana, aunque no sé...
De repente oyó una voz masculina. Pegó el auricular a su oreja pero no llegaba a distinguir las palabras.
— ¿Quién está ahí? — preguntó, procurando mantener un tono neutral. Se desató el botón de arriba de la camisa, sentía un calor súbito y parecía que le faltara el aire.
—Aprovecho tu ausencia. Es mi amante. No quiero perder tiempo —. Se reía— ¡Tonto, es la tele! Estaba mirando un serial; yo también me aburro.
—Hablando de televisión, mañana vendrán de Madrid insólito a hacer un reportaje en el bar, poca cosa, diez minutos supongo. Lo grabaré para que lo veas. Buenas noches cariño, no sé si conseguiré dormir: me duele el estómago. Habría querido un poco de compasión, pero Carmen se despidió con un beso como si tuviera prisa.
¡Un serial! ¿Qué serial? Más bien parecía la voz del vecino. ¡Maldito Carlos! Tres meses viviendo cada uno por su lado. No podían seguir así.
3-Camas calientes
El piso parecía una colmena. En las literas, separadas por estrechos corredores, yacían como larvas unos cuerpos dormidos. Algunos inquilinos iban y venían por los pasillos esperando turno para ocupar los lechos. Con tanto hacinamiento y el calor del mes de Julio, la atmósfera se volvía casi sólida.
Cerca de la ventana, el joven que alternaba la cama con Wilson acababa de levantarse. Tenía fiebre y olía a sudor.
—Te dejo el sitio— le dijo a Wilson.
—Si te encuentras mal quédate acostado, ya me buscaré la vida —propuso éste —, pero el enfermo no quiso aceptar.
Wilson no insistió. Estaba cansado después de trabajar casi diez horas en el bar. Dio la vuelta al colchón y sacó las sábanas que tenía guardadas en una maleta encima del armario. Cada noche repetía la misma operación. Ahuecó la almohada y le cambió la funda, pero aún así perduraba el aroma a la loción de afeitar de su compañero.
Mañana no vendré a dormir, tengo una cita —mintió Wilson— podrás quedarte en la cama todo el día y toda la noche e incluso el día siguiente si te apetece. No te vendrá mal.
— ¡Una cita! Los hay con suerte —dijo el joven—, hace por lo menos tres meses que no salgo con una chica. Ya me lo contarás. Por la noche, vigilando el almacén, sólo podría ligar con las ratas— suspiró.
Wilson puso el despertador a las seis y media. Colgó de una percha su pantalón negro recién planchado, la camisa blanca y la chaquetilla de camarero. Sacó lustre a los zapatos. El tacón y la suela estaban algo gastados, procuraría que no se notara.
Quería llegar pronto al bar de José y dejar el local impecable para el reportaje de la televisión.
Mañana pensaría donde pasar la noche.
4- El reportaje
En la calle se había formado un grupo de curiosos alrededor del furgón de la televisión. Un perro foxterrier sujeto por una correa ladraba histérico.
—Pueden callar a este animal, no ven que estamos rodando; y no pisen los cables, por favor— gritó un hombre vestido de negro que, con los brazos abiertos, intentaba hacer retroceder a la gente.
Después de filmar la fachada de la tienda, los operadores arrastraron los focos al interior del establecimiento.
—Estamos en El dos de corazones, un restaurante muy peculiar — dijo el locutor. Tiene servicio de bar y cafetería. Sujetaba el micrófono como si fuera a comérselo.
La cámara enfocó una hilera de botellas para luego hacer un zoom sobre la carta
—Aquí está José Menéndez, el dueño. Díganos, José, ¿cómo se le ocurrió ofrecer cosas tan originales? No sé si desde vuestras casas podéis leer la carta. Se puede elegir entre: amor divino, arrumacos, cariños con salsa rosa, amor con jarabe de pasión o salsa picante, enumerando sólo algunos.
En la pantalla del monitor apareció una de las mesas del comedor. Sobre un mantel rosa estaban distribuidos unos platos con diversos bocados, sándwiches y salseras y unas copas con vino tinto que, bajo la luz intensa de los focos, proyectaban llameantes destellos púrpura sobre el mantel.
José explicaba que la fábrica donde él trabajaba se había trasladado a Rumania y, a pesar de ser un obrero cualificado, a los cincuenta años nadie lo contrataba, así que tuvo que buscarse la vida. Llevaba tres meses con el negocio y no le iba mal. A los españoles nos gusta comer y beber —decía− pero tenía que ofrecer algo diferente. El establecimiento prosperaba porque tenía un buen cocinero.
—Creo que me tomaré un amor con salsa picante — dijo el locutor y guiñó un ojo a la cámara. José le indicó un pincho cubierto con lo que parecía una mayonesa verde. El hombre masticó despacio.
—Es crujiente, empieza por un sabor dulce pero luego se torna algo salado y muy picante. No sé que especias contiene pero está bueno —comentó delante del micrófono.
—Álvaro, creo que a los espectadores de Madrid insólito les gustaría que pruebes el amor divino, le pidieron desde la emisora.
Se trataba de un pastelito cuadrado con sabor a frambuesa y recubierto de una capa blanca de azúcar glaseado.
—Mucho más suave — dijo éste después de beber un trago de vino y limpiarse la boca con una servilleta de papel.
En ese instante, el cocinero trajo una bandeja de buñuelos recién hechos; conseguía mantenerla horizontal en la palma de la mano a pesar de una pronunciada cojera.
¾¿Alguien quiere besitos? — preguntó. Una sonrisa maliciosa iluminó su rostro ajado.
—Aquí tenéis a Hefesto, el artista cocinero. El toque exótico de los manjares quizás se deba a su origen griego. Es poco corriente encontrar a una persona nacida en el mismísimo monte Olimpo— explicaba el locutor—. Como él dice, es hijo de los dioses. Como podéis ver se trata de un establecimiento peculiar. Un local con encanto.
Los técnicos tomaron una panorámica del comedor, luz tamizada, techo bajo y una rosa en cada mesa; una flor recién cortada. En las paredes, fotografías de paisajes griegos. La música sonaba tan tenue como un ligero perfume.
Los focos se apagaron. Mientras los operadores recogían el material, Álvaro engulló un besito. Era un buñuelo crujiente con una cereza en el interior que derramaba un jugo fresco en la boca. Caliente y frío. No sé como lo conseguirán, pensó, pero está delicioso.
5- Gustos y disgustos
Eran las cinco de la tarde y se habían marchado del comedor los últimos comensales. Con un trapo limpio, Wilson, el camarero ecuatoriano, sacaba brillo a los cromados, los grifos del agua y la espita del barril de cerveza; apartó los vasos y secó el mostrador. Aprovechó la falta de clientes para barrer el suelo entre las mesas y recoger las últimas propinas que iba contando en la palma de su mano; tres euros al bote y cuatro a su bolsillo; incluso con esto no tendría para pagar una noche en una pensión.
De la cocina llegaban la voz ronca de Hefesto y el estrépito de platos y cubiertos que iba fregando Marcela, la chica de la limpieza. Para distraerse encendió la televisión y se encaramó a uno de los taburetes. Emitían un serial mejicano y llevaba tres días sin poder verlo. Esmeralda, la protagonista, estaba presa, llevaba meses padeciendo las peores desgracias y por lo visto, después de tener un aborto, la iban a vender como prostituta. A Wilson le gustaba Esmeralda, tenía una larga cascada de rizos negros y una boca roja en forma de corazón, pero chicas como Esmeralda no andaban por las calles, y de haberlo hecho, no habrían mirado a un muerto de hambre como él. Seguía muy atractiva con el rostro sucio asomando entre los barrotes de su celda pero tuvo que apagar el aparato cuando tintineó la puerta al abrirse. Con esto José no bromeaba y Wilson no quería perder el empleo. Al entrar una pareja de jóvenes se coló una bocanada de calor. Dentro del local, con el aire acondicionado, se olvidaba del mes de julio.
¾¡Qué bien se está aquí! — suspiró ella. Se quitó las gafas de sol y apoyó los codos en el mostrador.
—Tomaré un refresco de naranja, sin gas. Cualquier marca, pero sin gas. Ahora vuelvo —dijo. Echó una mirada a su alrededor y se dirigió a los lavabos.
—Una caña —pidió el joven.
Llevaba una camiseta negra con grandes manchas de sudor en las axilas. Encaramado encima de un taburete, con los auriculares puestos, se balanceaba al ritmo de la música.
“Estos dos, seguro que tienen donde dormir”, pensó Wilson con envidia. Colocó una copa bajo la espita del barril de cerveza. Sobre el líquido ámbar la espuma subió hasta derramarse, con una paleta de madera Wilson la enrasó, esperó a que se asentase y terminó de rellenar el vaso más despacio.
Al volver la chica, colocó los vasos en la barra y un platito con tapas. Era una chica flaca con las uñas pintadas de negro y cara de galgo.
— ¿Y esto qué es? — preguntó el joven, señalando con el dedo los bocaditos.
—Amor divino —dijo Wilson sin mirarle a la cara; procuraba mantener un tono neutral, pero no llegaba a acostumbrarse a aquellos nombres extravagantes que le producían cierta vergüenza.
—Amor divino. Déjate de tonterías, a mí dame cosas normales, boquerones, patatas fritas... Mira qué chorrada: amor divino; ¡ya no saben como llamar a las cosas!
La chica seguía absorta leyendo la carta.
—Probaré los besitos — dijo —. ¿Has visto qué cosas
más graciosas tienen aquí?—, pero el muchacho seguía
enfurruñado.—Mariconadas. Nada más que mariconadas. Para besitos, los míos y
arrimó su taburete al suyo.
“Tendré que pedir un adelanto a José”, decidió Wilson, incómodo, mientras
hacía saltar la chapa del
botellín y vertía la naranjada sobre los
cubitos de hielo en el vaso de la chica.
6-El andar de los masais
Los bares de la Gran Vía y de San Bernardo rebosaban de parroquianos casi a todas horas, pero el establecimiento de José que estaba situado muy cerca, en la calle de la Luna, una calle estrecha flanqueada de edificios vetustos, nunca se llenaba. De noche, los peatones evitaban transitar por sus angostas aceras poco iluminadas donde deambulaban drogadictos y sombras sospechosas. En todas esas callejuelas paralelas a la Gran Vía, se pasaba del espacio, del derroche de luces y del lujo de los escaparates, a un mundo oscuro y sórdido.
En medio del estruendo de las excavadoras, con el periódico debajo del brazo, José caminaba sorteando los andamios que ocupaban parte de la acera en la Plaza de Santa María. Tropezó con una lata vacía de cerveza que rebotó con un ruido metálico y fue a parar al lado de un contenedor de basura. Todavía no se había disipado el olor a fritangas de las comidas del medio día y un calor espeso se desprendía del asfalto. Por las tardes, de cinco a seis, aprovechando una relativa calma en el bar, daba un paseo. El médico le había recomendado andar, pero resultaba tarea difícil. No había parques cercanos, sólo aquella plaza en obras o la Gran Vía donde tropezaba con el gentío. En cuanto a las aceras de las demás calles, eran tan estrechas que iba rozando las fachadas, sorteando obstáculos, como una rata en el borde de una alcantarilla. Dio una última calada a su cigarrillo tragándose el humo con ansia. “Tendría que dejar de fumar”, pensó al tirar la colilla al suelo; la aplastó girando el pie hasta dejar una manchita negra en las baldosas. Al levantar la vista, vio delante de él a Doña Elvira que iba andando de forma extraña, apoyando primero el tacón para terminar sobre la punta del pie.
Ella se apresuraba, como todos los jueves, para poder ocupar su mesa favorita, la del fondo en la esquina con el escaparate. Se instalaba, oteando a través del cristal la llegada de sus tres amigas, todas señoras mayores, que venían a merendar. La alcanzó delante de la puerta del establecimiento.
— ¿Qué tal Doña Elvira? A todos nos duelen los pies con este calor —añadió compasivo mientras empujaba la puerta, haciéndose a un lado para dejarla pasar.
—Menos mal, todavía quedan caballeros, aunque son pocos — contestó ella. Esbozó una sonrisa complacida que dibujó finas arrugas alrededor de su boca—. No me duelen los pies. ¡Ando como los masai¡ Estiró la pierna para enseñarle el calzado especial que se había comprado. Deberías hacer lo mismo, estarías más sano y relajado. No sabemos andar, por eso estamos estresados. A José aquellas toscas zapatillas le parecieron horrendas.
A la mente se le presentó la imagen de unos africanos vestidos de rojo que había visto en un documental. Los Masai eran flacos, muy altos y ejecutaban brincos gigantescos. Sobre todo, recordaba dientes, grandes dientes blancos sobre fondo negro.
— ¿No pinchará la yugular de las vacas para beber su sangre?—preguntó con una sonrisa maliciosa, acordándose de las costumbres de aquella tribu.
—En este momento, me encantaría pincharle el yugular a esos dos que ocupan mi mesa — dijo ella al descubrir que su sitio estaba ocupado por una pareja de jóvenes. Una sombra de disgusto afeó su rostro. Con su extraño andar se fue acercando a la barra.
— Wilson, por favor, ¿por qué no les dijiste que esta mesa estaba reservada?
—Ya sabe, Doña Elvira, que sólo podemos reservar en el comedor.
—Anda, diles que cambien de sitio. Y le alargó un billete de cinco euros.
Wilson vaciló, hizo desaparecer el billete en el bolsillo de su pantalón y se secó el sudor de la cara con el dorso de la mano.
—No sé si lo conseguiré— murmuró.
José había entrado en la cocina, así que era el momento adecuado para intentarlo. Se acercó al hombre y le cuchicheó algo al oído señalando con el dedo a Doña Elvira. El hombre la miró y denegó con la cabeza.
— ¡Esas viejas se creen que todo les está permitido! —exclamó en voz muy alta—, ¡no ve señora que quedan dos mesas vacías! Ahí cabe usted perfectamente por muy gorda que esté.
—No hace falta ser grosero, sólo pedía un favor —rezongó ella.
Wilson estaba dubitativo, no sabía si devolverle o no los cinco euros ya que su misión había fracasado. Pero, cuando la miró, andaba como un capitán de infantería hacía la mesa del fondo.
7-El sabor de la clandestinidad
La persiana metálica del bar emitía hirientes chirridos al bajarla.
—Podríamos engrasarlo, propuso Hefesto a José, pero esté no quiso. —Así los vecinos se enterarán si roban de noche —dijo.
Se enterarán, pero nadie moverá un dedo, pensó el cocinero.
Aquel jueves, después de cerrar el establecimiento, Hefesto vio a Wilson esperándole en la acera.
¾¿No sabrás de una pensión barata? —preguntó el joven—.Es sólo por una noche.
—Por aquí por el centro va a ser difícil. Todas suelen estar abarrotadas, pero podemos preguntar.
Fueron bajando por la Gran Vía hasta Callao. A pesar de su cojera Hefesto andaba deprisa, oscilando como un barco entre el oleaje. Se metieron por unas calles estrechas en dirección a la Puerta del Sol. Era casi media noche pero seguían los espectáculos callejeros. Unos sudamericanos tocaban la flauta andina, y la melodía se elevaba en el aire como un pájaro nostálgico. Wilson habría dejado algunas monedas al hombre dorado, vestido de chaqué, pero no tenía ni para él mismo después de mandar dinero a la familia. No comprendía cómo era capaz de quedarse inmóvil tanto tiempo como una estatua. Le daban ganas de rascarse con sólo mirarlo.
—Creo que iré a urgencias, en algún hospital, en la sala de espera con los familiares de enfermos. Por lo menos estaré sentado en un sitio fresco, será más seguro que el banco de un parque. —dijo Wilson después de indagar sin éxito en varios establecimientos.
—De eso, ni hablar. Tú te vienes conmigo. La dueña de la pensión suele ver la televisión a esas horas, o duerme. Es aquí al lado, en la calle Mayor. Ya nos las arreglaremos.
A Wilson la idea le daba pánico, odiaba los escándalos pero se sentía tan cansado que aceptó.
Parecía imposible que el estrépito metálico del ascensor al subir no despertara a los inquilinos.
—El último piso lo subiremos andando —propuso Hefesto.
Una luz miserable alumbraba la pared desconchada. En la pintura marrón alguien había grabado a punta de navaja un corazón con las iniciales L y M en el interior.
Para evitar los crujidos de los escalones de madera Wilson se quitó los zapatos; avanzaba de puntillas, como un ladrón.
El cocinero giró la llave en la cerradura. En el recibidor flotaba un tufo a productos de limpieza y una luz pobre dejaba entrever un pasillo estrecho flanqueado por puertas numeradas.
—Pisaremos como si sólo fuésemos uno —murmuró Hefesto. Al joven casi le da un ataque de risa y tuvo que taparse la boca con la mano cuando vio a su compañero indicarle el ritmo con el dedo como un jefe de orquesta.
El número cuatro. Que no se me olvide, él vive en el numero cuatro, recalcó Wilson, cuando Hefesto abrió la puerta.
Era una habitación alargada, de techo alto.
El cocinero quitó del sofá un montón de revistas.
—Aquí puedes dormir —dijo— aunque es un poco estrecho, y le acercó un cojín para apoyar la cabeza.
Un anuncio luminoso proyectaba, a intervalos regulares, luces rojas y azules en la pared de enfrente por encima del armario. Al abrir la ventana para dejar entrar un poco de aire fresco, el ruido del tráfico se sumó al zumbido del ventilador.
—Necesito ir al baño —dijo Wilson.
Hefesto entreabrió la puerta y los dos asomaron la cabeza.
—La tercera puerta a la izquierda. Está indicado —murmuró Hefesto.
Justo en este momento salió del aseo una mujer joven, el pelo envuelto en una toalla. Aquel turbante le daba un aspecto oriental.
−¡Vaya par de pillos! —exclamó al pasar delante de los dos hombres y una sonrisa socarrona iluminó su rostro.
8-Un novio inusitado
A José no le hacía falta abrir la puerta del salón para saber que su madre estaba enfadada. Incluso antes de entrar en el piso la había oído discutir.
—Qué quieres, no me parece sensato—decía ella, con una voz metálica Ese tono gélido resultaba mucho más dañino que si hubiera gritado. Le recordó su juventud, cuando él llegaba tarde.
—Abuela, ya no soy una niña, tengo veinte años—protestó una voz femenina.
—Creo que llego a tiempo —dijo José al entrar en la habitación. ¿Cuál es el problema?
—No te preocupes, te presentaré a los inspectores de trabajo como mi novia, o como mi nieta, o lo que sea. ¡Venga, échale una mano a tu “abuelo”, hay que pelar este montón de patatas! Puedes estar segura que no dejaré que te devuelvan a Colombia.
Marcela llenó de agua un barreño para lavar las patatas.
—Hoy tendrás que ayudar a Wilson en el comedor —dijo el cocinero—Hay que montar una mesa para doce personas. Han reservado para las tres de la tarde.
—Será más fácil que me descubran si estoy en el comedor —se quejó la joven.
— ¡Qué te van a descubrir! Con todos los bares que hay en Madrid, es poco probable que hoy mismo llegue un inspector aquí; sobre todo en un sitio como éste. ¡Anda! ¡Si pareces un ratón asustado!
Hefesto levantó la tapa de la olla donde hervía el caldo para la paella. Una nube de vapor con olor a marisco se mezcló con el tufo a lejía. Inclinado sobre los fogones, con la cara congestionada, el hombre parecía un antiguo dios del fuego.
—Me dan hasta ganas de vomitar de lo asustada que estoy— dijo Marcela.
Se quitó el delantal. Para preparar las mesas tendría que ponerse el uniforme. Entreabrió la puerta que daba al comedor. Allí no había nadie todavía. Sólo se oía el tintineo de las copas en el mostrador del bar, la voz de José que hablaba con los clientes y el estrépito de la máquina tragaperras.
12-Parroquianos
Los empleados de la gestoría Aguirre se apiñaban delante de la barra. Eran las dos de la tarde, y como todos los días laborables se tomaban algún aperitivo antes de pasar al comedor. José servía chatos de vino tinto, la mirada atenta para no derramar la bebida sobre el mostrador. Era un vino oscuro y aterciopelado que le recordaba al gato de angora de su tía Marta. La mano de Hefesto apareció un instante por el ventanuco que daba a la cocina y dejó sobre la repisa un plato con tapas sencillas: paté sobre finas rebanadas de pan o picadito de lechuga con una anchoa y mayonesa. Las más elaboradas se reservaban para los clientes que consumían otro tipo de bebidas.
—Dos cañas —pidió una voz femenina.
Wilson levantó la vista y vio a una mujer de anchas caderas que se reía con tanta gana que le chispeaban los ojos; iba acompañada de un joven moreno con un mechón teñido de rubio.
—Mira quienes han venido —susurró el camarero a su jefe.
José dio un respingo y estuvo a punto de derramar el vino al descubrir a Carmen. ¡Y aquel cursi que la seguía era Carlos! Una oleada de cólera le contrajo el estómago.
—Señora, siéntese aquí —le ofreció uno de los hombres bajándose de un taburete.
—No se moleste, sólo he venido a ver a mi marido.
—Los hay con suerte — añadió el hombre después de examinarla de arriba abajo descaradamente.
—Sigue tú — dijo José a Wilson tras entregarle la botella. Se secó las manos con un paño a cuadros y salió de detrás del mostrador.
¾¿Qué tal el viaje? —preguntó. Agarró a Carmen por los hombros mientras la besaba y apretó la mano de Carlos que era áspera como una lija.
¾Hemos descargado los productos de la huerta de Roberto en el portal. Díselo a Hefesto.
Cuando los tres entraron en el comedor, Marcela estaba anotando en un bloc los pedidos de unos comensales y les hizo un gesto de bienvenida
—¡Qué hambre! —exclamó Carmen al sentarse en una de las mesas libres en el fondo de la sala.
Carlos desapareció hacía los lavabos.
¾¿Por qué te has traído a ese tipo? —preguntó José en voz baja.
—Oye, no es ese tipo, es nuestro vecino, tiene nombre, y además me ha traído aquí en su coche. Lo menos que podía hacer era invitarle a comer, ¿no te parece?
—Perdona. Tengo tantas ganas de verte, pero a ti, sólo a ti. Llamaré a Hefesto par que os sirva algo bueno. Lo siento, pero ahora no puedo comer con vosotros, hay demasiado ajetreo.
—Espera, he recibido una tarjeta de Ana. Después de rebuscar entre un montón de
papeles, sacó del bolso una postal de la casba de Marrakech.
“Estoy bien. Hasta pronto. Besos. Ana”
—Sí que se ha esforzado —ironizó José— ¡Qué interesante debe ser Marrakech! ¡Bueno, por lo menos sabemos que sobrevive!—Él no había recibido nada y eso le dolía—. Luego nos vemos —dijo después de besarla.
13-Una noche agitada
—Tendréis que conformaros con esas dos camas — dijo doña Concha después de desplegar el mueble adosado a la pared.
Sacó del armario unas sábanas que olían a lavanda.
—Déjalo, madre, ya lo haremos nosotros —dijo José quitándoselas de las manos.
—Espero que podréis dormir a pesar del calor. Buenas noches. —añadió la mujer antes de cerrar la puerta tras de sí.
En cuanto el sonido de sus pasos se alejó por el pasillo, Carmen juntó las dos camas. Se miraron riendo, aquello les recordaba su época de noviazgo cuando él la tumbaba en su cama de soltero, tapándole la boca para que su madre no la oyera. José se acercó y empezó a desnudarla, estaba tan impaciente que no acertaba a desabrocharle la blusa.
—Espera, no me arranques los botones — dijo ella.
Dejo caer la ropa al suelo mientras él la besaba y con la mano buscaba el lunar que tenía cerca del ombligo. Al tocarlo se tranquilizó, aquello era como volver al hogar después de un viaje al extranjero. El somier crujía de forma escandalosa bajo el peso de los dos.
—Se van a enterar todos los vecinos —murmuró Carmen—será mejor poner los colchones en el suelo. Si Concha fuera mi madre le pediría prestada su cama de matrimonio.
—Jamás ha dejado su cama a nadie, que yo sepa —dijo José.
¾¿A qué no te atreves a pedírsela? Eres un cobarde.
José se quedó pensativo. La casa era de su madre y no la iba echar de su dormitorio. Si se iba a quedar en Madrid tendría que encontrar un piso donde vivir.
Carmen se levantó para entreabrir la ventana, tras los postigos no soplaba la menor brisa. Una mujer en pijama contemplaba la calle desde un balcón del inmueble de enfrente. En la calzada un autobús intentaba abrirse paso entre los coches mal aparcados.
— ¡No sé como puedes dormir con este ruido de tráfico! Nunca me acostumbraré a esta ciudad; parece que me asfixio.
—Mañana iremos a Segovia—dijo él—.Tomaré un día de descanso. Verás como te gusta, aunque el domingo siempre hay mucha gente. ¿Qué te parece si te invito a cordero asado? Podríamos buscar algún pisito allí para vivir los dos, no te agobiaría como Madrid y además hay tren para que yo vaya a trabajar. Incluso, quizás te podrían contratar en alguna peluquería. Mañana lo veremos.
El colchón era muy estrecho y él se había deslizado, tenía medio cuerpo en el suelo pero se sentía feliz, la cabeza de ella apoyada en su hombro.
14- Celos
Al pie de la muralla de Segovia discurre el río. José recordaba que en su juventud era una zona silvestre, casi intransitable, llena de zarzas y basuras donde, en otoño, se aventuraban cazadores al acecho de patos y conejos, pero ahora el ayuntamiento de la ciudad la había recuperado, allanando caminos, plantando césped y desbrozando la maleza El domingo por la mañana, aquel paseo se llenaba de esforzados corredores, peatones y ciclistas que circulaban de un lado para otro bajo la sombra de los olmos.
—Por lo menos aquí hace fresco —dijo Carmen al sentarse junto a José en un banco a orilla del río. Delante de ellos el agua se arrastraba como una serpiente verde entre los juncos.
—Sabes lo que me gusta de este castillo—añadió, al mirar hacía arriba la silueta del Alcázar que se recortaba sobre el cielo—, me recuerda un libro de la cenicienta que tuve de pequeña. Con todas esas torres y pináculos parece de cuentos de hadas. Sacó del bolso un espejito redondo y pasó el peine por la oscura melena.—Pues antes de que salga el príncipe encantado deberíamos volver a la plaza del Acueducto si queremos comer. He reservado mesa —dijo José.
Sentados en uno de los salones del Mesón, José miraba con envidia las vigas de madera del techo y la decoración que recreaba el ambiente de las antiguas posadas. El local, muy grande, estaba distribuido en un sinfín de pequeños comedores íntimos, discretamente iluminados. De repente el Dos de Corazones le pareció vulgar, si un día tuviese dinero lo reformaría. Carmen estaba absorta en la lectura de la carta.
— ¿Qué te parece melón con jamón? Y luego cochinillo asado. Lo hacen en horno de leña. Me encanta el cochinillo.
Él habría optado por un menú más ligero, pero a ella le brillaba los ojos y estaba disfrutando tanto de aquella excusión que enseguida llamó al camarero para encargar el asado y elegir un vino. Tendrían que esperar; mientras tanto tomarían un aperitivo. Por una vez soy el comensal, pensó y estiró las piernas debajo de la mesa.
— ¿Qué vas a hacer mañana? —preguntó José.
Un camarero de nariz ganchuda y cuello de buitre depositó sobre la mesa un par de cañas y un plato de almejas humeantes.
— ¡Qué bien! ¡Hoy tiramos la casa por la ventana! —exclamó ella—. Parece que estamos de viaje de novios.
Roció los moluscos con zumo de limón y probó uno que le dejó un sabor a mar en la boca.
Entre los dos, el vaho que subía del plato bailaba como un duende.
—Mañana tendré que peinar a tu madre. Me ha pedido que le arregle el pelo. Me parece que quiere probar un mechón rubio como el que le hice a Carlos y no se atreve a pedirlo en la peluquería.
A José se le atragantó el sorbo de cerveza, empezó a toser y se le puso la cara colorada. ¡Así que ella le había teñido el pelo a Carlos! La miró. Ella rebañaba la salsa de las almejas con un trocito de pan.
—Si no te das prisa, me las comeré todas —dijo—. Están deliciosas. ¡No te preocupes!, a tu madre la dejaré guapa.
Él fue apilando las conchas en el borde del plato hasta que la pequeña muralla se desmoronó.
Con unos gestos de prestidigitador, el camarero hizo desaparecer los restos y sirvió el melón.
— ¿Se puede saber por qué le teñiste el pelo a Carlos? ¿No te parece un poco exagerado? Su voz sonaba ronca y casi no conseguía tragar el melón. Un hombre con cara de luna que comía en la mesa de al lado lo miró.
— ¿Puedes bajar la voz? —susurró Carmen—. No me vas a hacer una escena de celos aquí, por favor. Le arreglé el pelo porque iba con unas greñas impresentables, y eso es todo. Y si te lo tomas a mal, peor para ti. Hay veces que eres insoportable. Hincó el cuchillo en el melón.
José se sirvió un vaso de vino que vació de un trago. La piel del cochinillo crujía bajo el tenedor; un olor a asado llenaba el local y todavía chisporroteaba la salsa en la fuente de barro alrededor del cadáver tostado con las patitas en cruz.
—Venga, no seas tonto. Come. Está buenísimo.
Él se bebió otro vaso de vino.
—Entonces te lo contaré—dijo ella—, pero me tienes que prometer que no lo comentarás con nadie: puedes estar tranquilo, Carlos es gay.
— ¿Y cómo lo sabes? Esas cosas no se dicen.
¾Pues él me lo dijo, y no tengo ganas de hablar más de ello.
Se quedó pensativa. Hasta ahora nunca se le había ocurrido pensar que Carlos pudiera ser homosexual. ¿Y si era verdad? Desde luego no tenía novia pero tampoco amiguitos. Bueno, de momento comerían en paz y de eso se trataba.
Al salir de la penumbra del restaurante, unos nubarrones negros se iban formando al horizonte. No soplaba ni una brizna de viento.
—Parece que vamos a tener tormenta, quizás deberíamos volver —dijo ella. Estaba cansada y no le apetecía andar por aquellas calles empinadas, pero a él le había vuelto a doler el estómago y después de rebuscar en vano por sus bolsillos no halló pastilla alguna, así que tuvieron que andar media hora hasta encontrar una farmacia abierta. Caminaban en silencio por un sinfín de callejuelas, sorteando los baches entre los adoquines.
15-Inquietudes
A doña Elvira, le parecía muy sospechoso que aquel dolor hubiese desaparecido; tendría que ir al médico. Recordaba el día en que fue a bailar con sus amigas y lo mal que lo pasó porque no sólo le dolía el pie por culpa del juanete sino también la articulación de la pierna. Con el índice iba recorriendo su nalga derecha, primero cerca del ano y luego alejándose poco a poco, hundiendo el dedo en la carne. Tumbada en la cama, movía los muslos de un lado para otro. Nada. Llevaba tres días así. Nada. Ya no le dolía nada.
¿Qué le iba a contar al médico? Tendría que explicarle que había tenido aquel dolor cerca de un año, pero que era un dolor de contrabajo, no como los de muelas, que son de violín desafinado, el suyo se podía soportar. No sabía como explicárselo porque no llegaba a dilucidar si provenía del ano, o de la nalga, o de la articulación, o quizás de unas hemorroides internas. Como no se lo podía explicar, no había ido a la consulta. Pero ahora le inquietaba su desaparición. Tanto tiempo doliéndole, habría algo, algo estropeado, y aquel mal, harto de manifestarse, ahora estaría royéndola silenciosamente como las termitas la madera.
Y además, había descubierto un hecho que le pareció raro porque nunca había reparado en él. Fue pura casualidad. Instalada en la butaca había introducido su mano debajo de las nalgas buscando el punto doloroso y entonces fue cuando se dio cuenta que se sentaba sobre algo duro, Se quedó asombrada, pero no había lugar a dudas, bajo los dedos discernía la anchura de los huesos. ¡Se sentaba sobre sus fémures!
“A buena hora me doy cuenta, pensó, ya no me extraña que me duela ¡con lo que peso!”
¿Que tenía fémures?, ella lo sabía. En el esqueleto del colegio, muchísimos años atrás, había visto ese par de columnas que soportaban el cuerpo, lo recordaba muy bien. ¡Pero sentarse encima!
Se imaginó el Partenón sentado sobre sus columnas!
Comió de pie al lado de la mesa de la cocina, ya no querría usar sillas de madera, y se echó una pequeña siesta en la cama. El perro, encantado, se subió de un salto encima de la colcha.
—Cuquí, ¿tienes fémures? —preguntó ella. Estuvo palpándole las patas traseras pero el animal no se estaba quieto, sólo encontró uno huesos delicados—. No sé si estos son fémures, tendré que consultarlo. ¡Qué poco sabemos! —dijo en voz alta, y echó el animal al suelo.
16- Un conocido desconocido
El miércoles, a las dos, Carmen se estaba despidiendo de Hefesto y Marcela en la cocina del Dos de corazones cuando José asomó la cabeza por la puerta.
—Ya ha llegado Carlos —anunció risueño—.Pero va acompañado; así que habrá que poner una mesa para tres.
Carmen dio un respingo; no se lo esperaba. Sintió una punzada de desencanto.
“¿A ver qué mujer trae? ¿Y a mí, qué me importa este hombre?, ¡ni siquiera me gusta!”. Antes de salir, dio un mordisco a una croqueta de pollo.
—Te presento a mi sobrino —dijo Carlos—.Antonio, Carmen. Está de vacaciones y me lo llevo a Viana. Quiere pescar en el pantano.
A ella, la idea le hizo sonreír. Aquel joven de largas piernas parecía un ave zancuda y se lo imaginaba en el cañaveral de la orilla, sacando peces y tragándoselos vivos.
—Sabes, nunca me habló de ti. ¡Vaya tío que tienes! —dijo Carmen mientras se afana en quitarle las espinas a una trucha. Comían en una mesa al lado de la puerta de la cocina. Por el otro lado del tabique, se oían el ir y venir de Hefesto y el un estrépito de platos y cacerolas.
—Sólo es medio sobrino —aclaró.
El chico, que no tendría más de dieciocho años, se puso colorado como si aquello fuese una vergüenza. Tenía la boca ancha y los labios abultados.
Los empleados de la Gestoría Aguirre entraron en tropel, hablando todos a la vez; iban tomando asiento alrededor de una larga mesa Una mujer rebuscó en su bolso, saco un mechero y un paquete de cigarrillos que depositó sobre el mantel. Estiró una mano y contempló absorta las uñas rojo sangre.
—Lo siento, aquí no se puede fumar —le recordó Marcela—al entregarle la carta. Sacó un pequeño bloc para anotar los pedidos.
—Te llevaremos a visitar Logroño, está al lado —dijo Carmen—. Bueno, tu tío te llevará a Logroño —rectificó.
José se acercó a la mesa, llevaba una bandeja con los postres y una botella de licor de frambuesa.
Depositó un plato delante de su mujer.
—Para ti, besitos y arrumacos y para los hombres amor con salsa picante.
—A las mujeres, siempre nos discriminan —protestó ella y hundió la cucharita en la crema del pastel de Carlos.
—Ya me habló Carmen de tus fantasías culinarias. Con la lengua aplastó un trocito de pastel contra el paladar—.Delicioso, realmente delicioso.
El chico comía en silencio.
José vertió un poco de licor de frambuesa en un vasito rosa.
—Guardé la botella especialmente para ti —dijo mirando a Carmen. El chico tapó su vaso con la mano.
—Toni no bebe, ni siquiera toma vino con la comida. Y yo tampoco voy a tomar; tengo que conducir y ahora las multas son de órdago.
—El alcohol no me sienta bien —murmuró el chico—. Hablaba en voz tan baja que casi no se le oía.
—Entonces, déjame la botella, yo no tengo que conducir y así echaré una siesta en el coche. El camino de vuelta siempre se me hace largo.
José se sentó con ellos mientras esperaban el café.
Carlos se agitó en su silla y miró el reloj.
—Si nos vamos ahora, habrá menos circulación. Me gustaría llegar antes de las seis.
Acompañado del joven, se fue a buscar el coche.
José se llevó a su mujer hasta el pequeño cuarto de la despensa. Era un lugar oscuro y caluroso.
—Me llamas en cuanto llegues —dijo besándola—, apoyado en el arcón refrigerado repleto de paquetes de calamares y pescado congelado. En agosto iré por allá. —Cerraremos quince días. No creo que sea su sobrino —añadió súbitamente. ¿Qué te parece?
—No sé que decirte. ¡De todas formas, que haga lo que quiera con su vida! Te has vuelto muy cotilla, ¿no crees?
Él agarró la bolsa de viaje y acompañó a su mujer hasta la acera. Fuera, el calor era casi sólido. Un cubo de basura olvidado despedía un olor ácido. Carlos paró el coche en doble fila mientras ella subía y un concierto de claxon estallaba detrás de ellos. Los miró un instante alejarse hacía la plaza de Santa María.
17-Un acontecimiento absurdo
Acodado en la barra el hombre miraba cómo Wilson vertía el té en un vasito rosa con un ribete dorado en el borde. Ana había traído a su padre veinte de esos vasos de color comprados en el bazar de Marrakech, y una tetera de plata panzuda que recordaba la lámpara mágica de Aladino. Las hojas de menta revolotearon un momento en el líquido antes de depositarse en el fondo del recipiente. El hombre aspiró el aroma antes de probar un pequeño sorbo. Era un individuo alto, tan reseco que parecía una pasa.
¾¿Quiere comer algo? —preguntó Wilson.
¾Dame dos de esas cosas.
Señaló con el dedo los pastelitos dispuestos sobre una bandeja encima del mostrador.
Al comer, unas migajas quedaron prendidas en su barba oscura. No tenía prisa y se sirvió una segunda taza de té. Parecía ajeno, con la mirada perdida más allá del escaparate y más allá del tráfico de la calle. A estas horas, el local estaba casi vacío, sólo dos mujeres hablaban en voz baja, sentadas en una mesa del fondo.
¾¿Cuánto le debo? — preguntó después de un rato.
—Té y dos de amor divino —dijo Wilson y se puso a teclear la suma en la máquina.
El hombre lo miró escandalizado.
—No deberían llamarlos así. No deberían. Es una falta de respeto. Agarró el ticket, pagó pero no dejo propina.
—A mí, no me mire. Aquí, yo no pongo nombre a las cosas.
El individuo se fue hacía la puerta pero se lo pensó mejor y dio media vuelta. Wilson lo observaba inquieto y dispuesto a retroceder en dirección a la cocina. Una vez en la barra, de un gesto brusco el hombre volcó la bandeja de los pasteles en el suelo y sin decir palabra salió dando un portazo.
Las mujeres lo miraron alejarse calle arriba.
—Vaya un fanático — comentó la que tenía los labios carmesí—estos árabes no tienen el más mínimo sentido del humor.
— ¿Cómo sabes tú que es árabe? —preguntó la otra—Tampoco hay que echarles la culpa de todo a los árabes.
—Tú, Wilson, ten cuidado, ¡cualquier día saltas por los aires!
—Por lo visto tendremos que aprender a volar, si no son unos son otros los que ponen bombas y el mundo está lleno de individuos descontentos —dijo resignado el camarero—. Es como la lotería, al que le toca, le ha tocado. ¡Qué se va a hacer! No podemos vivir siempre con el miedo en el cuerpo. Recogió el vaso del mostrador y con la escoba fue barriendo los restos de pasteles esparcidos por el suelo.
Hasta que no se fueran esas dos mujeres no podría echar un vistazo al los resultados de los partidos de fútbol en el periódico. Llevaba semanas jugando a la quiniela, ¡algún día quizás se hiciera rico!
18- Un viaje desafortunado
El uno de agosto, José cerró el bar. Quedaban pocos parroquianos y no merecía la pena mantener el establecimiento abierto. Dejó unas llaves a Marcela para que emprendiera una limpieza general y preparó la maleta para volver al pueblo.
Al llegar cerca de Logroño José se metió por carreteras secundarias evitando cruzar la ciudad para llegar directamente a Viana. Era casi media noche y a la luz de los faros desfilaban las sombras de los olmos que bordeaban la calzada. Paró un momento en el arcén para llamar a Carmen. El teléfono sonó mucho tiempo sin que nadie contestara. Bueno, él tenía llave; puede que estuviera dormida o viendo la televisión en la sala. Era un poco absurdo tener el teléfono en el oscuridad. José respiró con fruición el intenso olor a paja que se desprendía de los trigales segados. El paisaje que le rodeaba parecía irreal iluminado por la luna llena; una luz fría recortada por las densas sombras de la vegetación.
Al salir de una curva, después de reanudar el viaje, la silueta de un zorro cruzó de pronto la carretera. Deslumbrado por los faros, el animal se paró, dos ojos fosforescentes miraron a José que pisó a fondo el pedal del freno. El coche derrapó sin poder evitar el atropello y estuvo a punto de acabar en la cuneta.
Todo había sido muy rápido. Sentado al volante y con el coche parado en dirección contraria a José le temblaban las piernas. Por allí no pasaba casi nadie. De haber tenido un accidente, se habría quedado tirado hasta no se sabe cuando. Respiró hondo, al fin y al cabo no le había pasado nada y al coche tampoco. Buscó una linterna en la guantera. El animal yacía moribundo en medio de la carretera con la tripa reventada. Sintió ganas de vomitar y las arcadas le subían del estómago mientras arrastraba al zorro por la cola hacia la cuneta. Entre sus dedos, la piel del animal era suave y caliente. Debería darle en la cabeza con un palo para acabar de una vez con su vida, pensó, pero no tuvo valor.
—Lo siento— murmuró.
Rebuscó en la parte trasera del coche y sacó un periódico viejo para taparlo, pero cuando se acercó, un último espasmo sacudió el cuerpo. Habría enterrado al animal muerto de haber tenido algo con que cavar. Miró en derredor pero no se le ocurrió nada, así que antes de marcharse lo cubrió con unos puñados de hierba seca; sólo asomaba la tupida cola como un extraño plumero.
Puso la radio. Dio la vuelta al botón del dial hasta que encontró un grupo de rock que borró la soledad del lugar. Entonces se acordó de Ana; ella habría reconocido aquella música que a él no le interesaba. Lo único que deseaba era no pensar.
Se sintió aliviado al descubrir a lo lejos las luces del pueblo dominado por la mole de la iglesia de san Pedro. Las casas se agrupaban en torno a aquel edificio como un rebaño de ovejas alrededor del pastor. A estas horas las calles estaban desiertas. Dejó el coche aparcado delante de la panadería cerca de su casa. Agarró la maleta y fue subiendo por la callejuela; sus pasos resonaban en el asfalto acompañados del ladrido de los perros.
Vaya un escándalo, pensó, aquí nadie pasa desapercibido.
Antes de abrir llamó al timbre dos veces. No quería asustar a su mujer que lo esperaba al día siguiente. Nadie contestó. Miró su reloj: era la una y media de la mañana. Entró y depositó la maleta en el recibidor.
—Carmen, soy yo —dijo en voz alta.
Al no recibir contestación, encendió las luces y fue recorriendo las habitaciones una por una; allí no había nadie más que el gato enroscado en uno de los cojines del sofá y ni siquiera se dignó levantarse. José se sentó al lado del animal. Sacó del bolsillo el paquete de tabaco; llevaba una semana sin fumar pero hoy, de repente, se sentía tan cansado que ansiaba un cigarrillo. Buscó sin éxito el mechero y de pronto se acordó que lo había dejado en la guantera del coche, y se quedó allí con el cigarrillo sin encender colgando entre los labios.
Debería ir a la cocina a por cerillas, pensó, pero se tumbó en el sofá al lado del gato.
Le despertó el ruido de la llave en la cerradura. Abrió los ojos y de momento no supo dónde estaba hasta que oyó la voz de Carmen diciendo: “Adiós, querido. No gracias, no quiero una copa; lo que necesito es dormir.”
Entonces lo recordó todo. Notó cómo una oleada de cólera le recorría el cuerpo; le ardía la cara. Pudo distinguir el sonido de un beso antes de que se cerrase la puerta. Se quedó sentado, tieso, en el sofá.
Al encender la luz del recibidor, Carmen descubrió la maleta.
— ¿Estás aquí, querido? —preguntó en voz alta.
José tenía la garganta agarrotada y no contestó. Ella se adentró en el pasillo, encendió la luz del dormitorio y al no encontrar a nadie fue al salón.
—Podías haberme avisado —le reprochó—. No habría ido al cine, me habría quedado en casa. Te esperaba mañana, bueno hoy, después de comer; no el viernes por la noche.
Cuando ella se inclinó para darle un beso, él apartó la cara y siguió sentado.
—Te quería dar una sorpresa pero veo que ha sido una mala idea; lo pasas mucho mejor sin mí. ¿Con quién estabas? ¡Otra vez con Carlos, verdad? ¡A éste, por poco me lo encuentro en mi cama!
Se había puesto de pie y su voz subía de tono.
Una sonora bofetada se estampó en la mejilla de José. El gato dio un salto y se fue hacía la cocina.
—Pues sí; estoy mejor sin un enfermo mental a mi lado—dijo ella con voz irritada. . ¿Qué quieres?, ¿que me quede encerrada en casa como una monja? Estoy más que harta de tus celos; sabes, deberías consultar a un psiquiatra.
¾¿Para qué?, ¿Para decirle que mi mujer es una zorra?
—Esto no te lo consiento—gritó ella—.Creo que estás muy mal de la chaveta; peor de lo que pensaba.
Los ojos le centellaban de cólera—. Y para que lo sepas: Carlos es joven, agradable, y atento; no como otros. Ni comparación.
Dio media vuelta y se encerró en el dormitorio. Él pudo oír cómo sollozaba pero no se movió; se quedó de pie, petrificado. De repente se sentía agotado. Cruzó el pasillo, recogió la maleta y salió. Se puso a andar calle arriba dando un rodeo para volver al coche y no pasar delante de las mismas casas. Sabía que por mucho cuidado que se tuviera, los vecinos siempre se enteraban de todo.
Al sentarse en el vehículo, encendió un cigarrillo, puso el motor en marcha y condujo sin rumbo por carreteras comárcales que serpenteaban a través de los viñedos. Eran las dos de la mañana. Pensó en volver a Logroño y buscar una pensión donde descansar; pensó en estrellar el coche contra una pared; pensó que lo había estropeado todo. Con el dorso de la mano secó una lágrima. Detuvo el coche a orillas de lo que parecía un bosque, echó el asiento por atrás y allí se quedo dormido.
Soñó que se encontraba en una ciudad desconocida. Andaba angustiado porque había olvidado el nombre del hotel donde se alojaba y el de la calle. Erraba perdido, cuando vio a un hombre sentado en un banco. Al aproximarse, le dio un respingo que le despertó: aquél era Carlos. ¡Será posible! ¡Incluso en mis sueños me lo encuentro! , exclamó de mal humor.
El sol estaba bastante alto en el horizonte. Miró el reloj, eran casi las diez y hacía calor. Tenía el cuerpo entumecido y tardó un rato en salir del coche. Se estiró y orinó al pie de una encina. A su alrededor la hierba crecía polvorienta. Hasta donde alcanzaba la vista se sucedían las viñas interrumpidas de vez en cuando por bosquecillos de pinos y algún que otro matorral.
Necesitaba un café y algo con que desayunar. Al rebuscar en el coche, el retrovisor le devolvió la imagen de su cara: era un rostro hinchado, sin afeitar y con el pelo revuelto. Daría miedo a los mismísimos jabalíes, pensó mientras aplastaba los mechones canosos con la mano. Lo único que encontró fue una botella de agua mineral tibia, a medio consumir, y la tartera con pastelitos que le había entregado Hefesto para Carmen: arrumacos, besitos, y amor divino. Aquellos nombres que había elegido con una ilusión casi infantil ahora le parecían ridículos y sin sentido. No había ni arrumacos, ni besitos, ni amor, ni siquiera divino. En ese momento sonó su teléfono móvil, lo miró y lo desconectó. Comió un par de pasteles y tiró el resto al suelo. Sentado al pie de un árbol contempló cómo las hormigas cubrían poco a poco los dulces, arrancando diminutas migajas que arrastraban luego, penosamente, hacía el hormiguero.
19- La locura siempre acecha
Con el tacón aplastó la colilla del cigarrillo hasta desmenuzarla y vertió encima el resto del agua; quizás fuera demasiado meticuloso —Ana habría dicho maniático— pero en agosto cualquier brasa, aunque diminuta, podía prender la hierba seca. Fue hacía el coche; al abrir la portezuela salió una bocanada de calor, y ni siquiera eran las once. Mientras esperaba a que se ventilase, con todos los cristales abiertos, volvió a conectar el móvil. Tenía un mensaje. A punto de apoyar en la tecla para borrarlo, de repente cambió de parecer. Era la voz de Ana. Estaba trabajando todo el mes de agosto en Calpe, de camarera en un chirringuito de la playa. Por aquí han quedado muchos pisos sin alquilar; ¿por qué no os venís a pasar unos días, ahora que estáis los dos de vacaciones? Os buscaré un sitio cómodo y así dejaré yo también de dormir en la trastienda donde me aso. No he conseguido hablar con mamá, pero seguro que acepta. Besotes.
Sentado detrás del volante, José reflexionó. No se dejaba engañar. No era el amor filial lo que movía a Ana, aunque los quisiese y eso estaba fuera de duda, sino el deseo de vivir más cómodamente sin tener que pagar ella un alquiler. ¡Hacía veinte años que se conocían! Pero no le pareció mala idea; quizás así pudiera salir del atolladero donde se había metido.
Llamaría a Carmen. Antes, se enderezó la camisa y echó para atrás un mechón de pelo que le caía sobre la frente. Tuvo que secarse el sudor del rostro con un pañuelo sucio que llevaba tiempo en el fondo de la guantera del coche. Respiró a fondo antes de marcar el número. Alguien descolgó.
—Carmen, soy yo.
Tenía la voz ronca como si lo estuvieran estrangulando. Antes de que pudiera seguir, la persona había colgado. Volvió a marcar pero nadie respondió. El timbre del teléfono sonó largo rato, y ni siquiera tuvo la opción de dejar un mensaje en el contestador.
Soy un imbécil, esta vez la he ofendido de verdad, pensó.
Puso el coche en marcha. Aquí no se podía quedar; necesitaba con urgencia un trago de agua. Estuvo dando vueltas por carreteras llenas de baches hasta que por fin encontró un cartel indicando la dirección a Logroño. En una gasolinera compró agua mineral y un paquete de cigarrillos. Detrás de los surtidores la cafetería estaba abierta. A él no le gustó aquel lugar aséptico con suelo de terrazo, barra de acero y música de fondo donde a los dos lados de la puerta de entrada vegetaban unos ficus polvorientos. Los únicos parroquianos eran tres camioneros haciendo tiempo antes de reanudar el viaje en sus enormes trailers. José pidió un café y algo para comer. Sólo quedaban tres bollos de aspecto dudoso, así que encargó un bocadillo de jamón. De repente se acordó de que la noche anterior no había cenado. Tras beber el café seguido de un vaso de agua, se guardó el bocadillo en una servilleta de papel y fue a sentarse en el coche. Tenía que hablar con Carmen y para ello sólo quedaba volver a Viana. Masticaba el pan despacio pero le costaba tragar cada bocado.
Al acercarse al pueblo, dio un rodeo. Desde que habían cerrado la fábrica evitaba pasar por el polígono industrial porque no se sentía con fuerza para aguantar la vista de aquel edificio donde había trabajado tantos años. Paró delante del portal de su casa donde, por una vez, había un hueco libre, quizás porque era el mes de agosto. Antes de subir la escalera que llevaba a la primera planta, escuchó un rato hasta estar seguro de no encontrar a algún vecino.
Estuvo dudando si llamar al timbre antes de abrir, pero al fin y al cabo era su casa así que sacó la llave. Al abrir, la puerta tropezó con la cadena, y por la estrecha abertura pudo vislumbrar al gato que le observaba al final del pasillo. Él mismo había instalado esa cadena cuando tuvo que irse a vivir a Madrid, para que su mujer se sintiera más segura sola en aquel piso.
—Carmen, abre. Soy yo.
Como nadie acudía, en un ataque de cólera se puso a aporrear la puerta. Iba a dar media vuelta cuando Carlos se asomó al rellano.
—Pero hombre, ¿qué te pasa?–empezó a decir. No pudo añadir nada más porque José lo tumbó de un puñetazo en el rostro.
—Cabrón, a ver si dejas en paz de una vez a mi mujer– gritó. De repente estaba echo un energúmeno.
Caído en el suelo, el hombre intentaba protegerse la cara con el brazo derecho, temiendo nuevos golpes.
—Sólo fuimos al cine –murmuró–. No es para ponerse así.
Con la manga de la camisa iba limpiando la sangre que brotaba de su nariz.
—Este tío está loco, ahora mismo llamaré a la policía –decidió el sobrino que se asomaba a la puerta del piso de Carlos, dispuesto a cerrar de golpe si las cosas empeoraban.; calzaba unas chanclas azules y sus piernas desnudas eran tan flacas como patas de cigüeñas.
—Estáte quieto, no hagas nada –le ordenó Carlos.
Eso fue lo que pudo oír José al bajar corriendo hacía el portal. No conseguía acordarse del nombre de aquel ser enclenque que lucía un bañador verde.
20- Sin rumbo
En el techo de la habitación del hotel, las aspas del ventilador giraban perezosamente, removiendo el aire cálido. Antes de deshacer la maleta, José apartó la cortina de la ventana; fuera había un patio enlosado donde el dueño del hotel almacenaba bombonas de gas butano al lado de unos tiestos con geranios.
Después de una ducha se tumbó sobre la cama, estirando el cuerpo bajo las oleadas de brisa del ventilador. Habría sido una habitación silenciosa, si no fuera por el continuo goteo del grifo del lavabo. Se levantó e intentó apretarlo, pero debía tener la goma gastada y no pudo librarse del inexorable tac, tac, tac…Recordó que él había tenido el mismo problema el año pasado con el grifo de la bañera; hasta que Carlos lo arregló.
“Tener un vecino fontanero es lo mejor que puede pasar”, había comentado Carmen, eufórica, “¡y ni siquiera nos quiso cobrar!”.
También había instalado el fregadero de la cocina. ¡Ahora comprendía por qué no aceptaba dinero, el muy cabrón!
Después de aquello, lo habían agasajado con una cena de pescaditos fritos y mariscos y desde aquel entonces, pasaba de vez en cuando a tomar café, o se juntaban delante del televisor para ver algún partido de fútbol. Como Carlos era del Barça, él, por decir algo, se declaraba del Real Madrid aunque en realidad no le importaba quien ganara.
¿Y ahora qué? ¿Qué hago? Le resultaba absurdo tener que alojarse en un hotel de Logroño tan cerca de su casa.
Sentía una fatiga extrema, pero le era imposible dormir con la cabeza dando vueltas y más vueltas. Para no seguir rumiando se levantó y salió en busca de un lugar donde comer. Casi al lado del hotel encontró un restaurante económico donde le sirvieron un gazpacho seguido de un filete con patatas fritas, tan fino y duro como la suela de un zapato, así cómo un frasco de vino tinto sin nombre ni apellido. El comedor estaba abarrotado. Los camareros iban y venían como malabaristas, deslizándose entre las mesas, depositando fuentes de ensaladas y botellas de vino, gritando los encargos en dirección a la cocina para superar la voz del locutor de los informativos de televisión. Después de comer, José encendió un cigarrillo, pidió un café y un vasito de aguardiente. Fumó despacio; las volutas de humo subían hacía el techo, mezclándose con la neblina de aquella sala. Miró el paquete de tabaco: casi se había terminado. Un mes atrás, había conseguido fumar un solo cigarrillo después de la comida y otro después de la cena; nada más. Entonces sí que estuvo a punto de dejarlo.
Después del aguardiente pidió una copa de coñac. El alcohol le dejo flotando en un mundo acolchado como si fuera un espectador de su propia vida.
21- Descalabro
Antes de volver a su habitación, José compró una botella de coñac en un supermercado. Eran las cuatro de la tarde y las calles estaban casi desiertas. Se cruzó con una señora mayor que arrastraba un chucho tan decrépito como ella.
¾Kiki, deja pasar a ese señor. Con tanto calor, sólo quiere caminar por la sombra.
Tiró de la correa, pero el perro, arqueando las patas, no se movió. José dio un rodeo; no estaba de humor para entablar una conversación.
El cuarto, en semipenumbra, olía a productos de limpieza. La persiana chirrió al levantarla y tuvo que desistir de abrir la ventana porque fuera el olor a pescado frito era insoportable.
Sentado encima de la cama, desenroscó la botella de coñac y bebió un trago directamente del frasco. Encendió el televisor y se tumbó sobre la colcha. En la pantalla, un hombre con un delantal verde rallaba zanahorias.
¾Y ahora ¾decía el presentador¾ con este rallador podrá incluso picar hielo. Introdujo unos cubitos en aquel molinillo y después de dar unas cuantas vueltas al manubrio obtuvo hielo desmenuzado con el que preparó un granizado de limón.
¾¿Quizás debería regalar uno a Carmen? ¾se preguntó en voz alta.
Agarró la botella y bebió del gollete. El líquido le chorreó por la barbilla y estampó una mancha parda sobre la pechera de la camisa.
¾¡Vaya por Dios!–exclamó irritado.
Puso los pies en el suelo y se fue tambaleándose hacia el cuarto de baño. Tuvo que agarrarse al respaldo de una silla para no caerse porque se sentía mareado. Tenía un dolor de cabeza espantoso que no le dejaba pensar. Tiró la camisa en el lavabo y después de empaparla se la restregó por el rostro. No se atrevía a mirarse en el espejo. Después de refrescarse se sintió mejor. Colgó la camisa del grifo de la ducha y sacó otra de la maleta. Era la de color rosa que le había regalado Ana, el año pasado para su cumpleaños. A él, el rosa no le gustaba, pero tenía que reconocer que muchos hombres lo llevaban; le parecía un color para maricas. Miró su reloj, eran casi las seis. Si se daba prisa podría llegar a Viana a tiempo para encontrar a Carmen. Solía salir a comprar a esas horas cuando ya no hacía tanto calor. La esperaría en la calle y no tendría más remedio que escucharle.
Para salir del parking puso marcha atrás y fue retrocediendo despacio hasta que el coche tropezó ligeramente con una columna de cemento. Después de comprobar que ni siquiera había abollado el parachoques siguió adelante. Con la mano derecha rebuscó en la guantera hasta encontrar un par de comprimidos de aspirina, masticó uno de ellos que le dejó un sabor ácido en la boca y se tragó un sorbo de agua tibia de una vieja botella de plástico. Sentía que su cabeza estaba a punto de estallar. Abrió la ventanilla para que el aire le despejase la borrachera y puso la radio a todo volumen. Al salir de Logroño aceleró la marcha; a cada lado del vehículo desfilaban a toda velocidad los prados amarillentos mientras el aire caliente le azotaba la cara. Como quería llegar cuanto antes, enfiló la carretera que cruzaba el polígono industrial de Viana y pasó delante de su antigua fábrica, entonces aminoró la marcha y mientras conducía no pudo evitar echarle un vistazo; el edificio estaba cerrado, una de las ventanas tenía los cristales rotos y las malas hierbas asomaban en las grietas del cemento del patio entre trozos de plásticos que revoloteaban al viento como extraños pájaros. En el muro exterior, en medio de los grafitis, quedaban todavía jirones de los carteles de protesta de los trabajadores, que él mismo había ayudado a pegar cuando se decidió el cierre de la fábrica.
—¡Qué desastre! –murmuró.
Cuando volvió a fijarse en la carretera, la masa negra de un camión le venía encima; entonces hundió el pedal del freno y dio un volantazo. Apenas tuvo tiempo de oír el chirrido de los neumáticos sobre el asfalto.
22- Estropicios
La voz de Carmen le llegaba como a través de una niebla espesa. Estaba hablando con un hombre de acento catalán, algo nasal, que José no lograba identificar. Le dolía demasiado la cabeza para poder enterarse de la conversación. Intentó levantar la mano derecha, bajo sus dedos la tela de la sábana era áspera. Se lo diría a Carmen; ellos no solían usar ese tipo de sábanas. Probablemente las habría comprado en unas rebajas. Al querer tocarse la frente se sobresaltó: la tenía vendada
—¡Por fin te has despertado! —exclamó Carmen. Se agachó sobre la cama para besarle. Sintió el suave roce de sus melenas sobre la mejilla. Fue un beso liviano como si tuviera miedo de romperle del todo.
—Soy el doctor González —se presentó el hombre de la bata blanca. Con el pelo hirsuto y sus gafas de cristales redondos parecía un búho —. Nos ha dado un buen susto. Ha tenido suerte de que no le mate el camión. ¿Cómo se encuentra?
¿Qué camión? Él no recordaba ningún camión.
—Me duele la cabeza —murmuró, y miró al médico con desconfianza. Puede que fuera una pesadilla. Le contaría a Carmen que estuvo soñando que estaba en la habitación de una clínica, en una de esas camas de metal que son tan frías que cuando las tocas parecen cadáveres, tenía la cabeza vendada y le atendía un búho con acento catalán. Hizo un enorme esfuerzo para pellizcarse el brazo izquierdo. Le dolió. Sin embargo no estaba convencido, porque a veces se sueña que se está soñando. Pero Carmen le acarició la mano y sólo por eso deseaba no despertarse jamás aunque le doliese todo el cuerpo.
—Te tendrás que quedar aquí unos días, hasta que te recuperes. Y no muevas la cabeza; te han puesto un collarín. Esta tarde vendrá Ana a verte.
Carmen parecía cansada. Tenía unas manchas oscuras bajo los ojos. Él también estaba cansado y no conseguía hilvanar sus ideas.
Entró una enfermera con unas jeringuillas encima de una bandeja.
—Para no moverle le pondré la inyección en el brazo —dijo —.Le quitará el dolor y así podrá descansar.
—Luego volveré — dijo Carmen—. Voy a comer algo. Tienes que dormir. Cuando salió de la habitación, él cerró los ojos. Quizás era el efecto de la inyección pero se sentía mareado.
Cuando volvió a despertarse debía de haber pasado mucho tiempo. A través de los cristales de la ventana podía distinguir en los jardines del hospital halos de luces borrosos de las farolas bajo la lluvia. Ráfagas de viento sacudían las copas de los árboles. Serían por lo menos las nueve. Se sentía mejor, algo más despejado y se alegró de ver a Ana sentada en una silla en el fondo de la habitación, hojeando una revista.
Al intentar incorporarse le dolió el costado y tuvo que renunciar a ello.
Ana se levantó de un salto.
—¡Estate quieto! No ves que no te puedes mover —.Le depositó un beso en la frente y le ahuecó la almohada. —Por lo visto, no se os puede dejar solos ni un momento sin que os comportéis, tú y mamá, como imbéciles. ¡Mira que sois mayorcitos! Tenía el mismo brillo en los ojos que cuando de pequeña se enfurecía si se le negaba un capricho.
—No sé cómo ocurrió, no me acuerdo — se excusó José.
—¿Cómo que no te acuerdas? —, chilló ella—.Pues según la policía ibas borracho, sin el cinturón de seguridad y en medio de la carretera, así que si no te has matado ha sido por pura casualidad. El camión chocó con el lateral del coche, si no estarías muerto.
Ahora que ella lo decía le vino a la memoria lo de la fábrica.
—Creo que mire la fábrica. Estaba cerrada.
Pues, ¡claro que estaba cerrada! Y ahora te has quedado sin coche, sin permiso de conducir y menuda multa vas a tener que pagar, y además, lo que es peor, estás hecho polvo. ¡No sé qué te pasó por la cabeza!
—¿Y tu madre?
—Mi madre se ha ido a dormir. Se quedó toda la noche pasada en este sillón y tú sin enterarte. ¡No sé cómo te aguanta! Yo, en su lugar te habría dejado plantado. Ya me ha contado lo que pasó con Carlos. ¡Pobre Carlos! ¡Todo eso, por ser buena persona e invitarla al cine! Te tenía que haber denunciado a la policía. Hay que estar chiflado para imaginar a mamá liada con Carlos. Si no fuera tan trágico sería para morirse de risa.
—Tu madre no es ninguna carroza —replicó ofendido —.Alcánzame el vaso de agua, por favor.
Levantó la mano despacio, atento al dolor. Poco a poco iba moviendo el cuerpo trazando en su mente un mapa de los estropicios.
23- Reconciliación amarga
José estaba sentado en el sofá del salón, el cuerpo apoyado en varios cojines. Llevaba tres días en casa. Dentro de todo había tenido suerte, el golpe en la cabeza sólo le había dejado un corte en la frente y hematomas de color verdoso, y aparte de dos costillas rotas, un esguince del cuello y diversas magulladuras en el resto del cuerpo, no se había lesionado ningún órgano vital. A pesar de los dolores, le invadía una sensación de bienestar. Hojeaba distraído el periódico, rememorando la terrible experiencia de la pérdida del hogar cuando, de pronto, sonó el teléfono.
—Toma, es tu madre —dijo Carmen y le tendió el móvil.
—Contesta tú. Dile que estoy durmiendo.
—Por favor, José, si no hablas con ella volverá a llamar.
—Hola, mamá. Estoy bien. Si, estoy bien. No. No hace falta que vengas. Ya estoy en casa. No. No es que no quiera que vengas, es que pensábamos irnos de vacaciones unos días. Oye, no anules tu estancia en Benidorm, no lo dejes. Ya te llamaré. Un beso.
Carmen le miraba alarmada.
—¿Qué ha dicho?
—No te preocupes, no vendrá.
Carmen se sentó a su lado en el sofá.
—No es que no quiera que venga tu madre —dijo al cogerle la mano —pero estoy cansada. Además, cuando viene se aburre. Hay que estar todo el día paseándola de aquí para allá.
—No creo que cambie de idea. Por eso le he dicho que nos íbamos.
Acarició la mano de su mujer. — Me duele el hombro derecho. Debe ser del secador. Levantar el secador de pelo, arriba y abajo, una y otra vez deja huella —. Estiró el brazo para asegurarse de que el dolor seguía allí—. No me vendrían mal unos baños en el mar y nadar un poco.
A José le pareció advertir algo de rencor en su mirada.
—Si quieres nos vamos. Que nos lleve el del taxi, tu cuñado, seguro que nos hace un precio. Anda, llámale. Ya le diremos a Ana que nos busque algo cómodo.
Carmen vaciló un momento.
—Es una tontería. No estás para viajes, ni siquiera en taxi —.Agarró al gato que se había subido al sofá y lo tiró, con gesto brusco sobre la alfombra —. ¡Fuera de aquí!— gritó encolerizada—. Este bicho todo lo araña, ¡mira como deja los cojines! Pasó la mano para alisar la tela y arrancó un par de hilos que sobresalían.
En aquel instante sonó el timbre de la puerta, y Carmen echó un vistazo por la mirilla. Cargados con un par de bolsas de plástico, ahí estaban la Puri y Roberto.
− En el pueblo todo el mundo se ha enterado del accidente− dijo el hombre al entrar, así que vas a tener visitas. ¡Mira que pasarte esto justo delante de la fábrica! ¡Maldita sea!− Le tendió una mano callosa mientras lo observaba detenidamente−. Parece que sobrevives− concluyó satisfecho.−Ponte bueno porque, ya sabes, en noviembre nos vamos de caza. Este año hay muchas perdices.
La Puri se acercó y depositó un beso liviano en la frente de José; olía a sudor y a colonia. La mujer de Roberto era bajita, gruesa y campechana.
− No me mires el pelo− le dijo a Carmen. Estoy hecha un asco y además me empiezan a salir canas. Tendrás que teñírmelo. Al mismo tiempo iba sacando de una de las bolsas unos melocotones aterciopelados que depositaba sobre la mesilla del salón.
−No seas tonta. A mí no me gustan las mujeres teñidas ¿por qué todas os teñís de rubio?−preguntó su marido−. Nadie quiere envejecer. ¡Como si fuera una vergüenza!
−¿Unas cervezas? − propuso Carmen. Olfateó con fruición una de las frutas. −Son de concurso, pero si lo regaláis todo, ¿de qué vais a vivir?
¾De la huerta, desde luego que no. Vendo a algunos restaurantes pero los precios son ridículos. No merece la pena. Tendré que buscarme otro empleo. Está la cosa difícil; por no decir imposible.
A José, le remordía la conciencia. Le habría gustado poder ofrecer a Roberto un puesto en el bar pero las ganancias no daban para más sueldos y no quería despedir a ninguno de sus empleados; y además era inútil porque aquel hombre jamas se trasladaría a una ciudad. Disfrutaba cultivando sus hortalizas, y, en otoño, acompañado de José, se daba un garbeo por las viñas, con la escopeta al hombro, más por el placer de oler el aroma de la tierra húmeda que de disparar a algún conejo.
24- Una mujer desesperada
Una camioneta de reparto entorpecía el tráfico. Se había aparcado delante de la puerta del Dos de Corazones y un mozo descargaba cajas y cajas de mercancías para la tienda de ultramarinos situada dos portales más arriba, haciendo oídos sordos a los gritos enfurecidos y a los golpes de claxon de los automovilistas que no conseguían abrirse camino en la calle demasiado estrecha.
Wilson iba y venía de la cocina a la barra trayendo bandejas de sándwiches. La suela de sus zapatos nuevos resbalaba en los baldosines y procuraba no caerse en medio de las tapas.
–Un día va a haber un asesinato –dijo la mujer con el pelo teñido de rojo, que acababa de entrar–; cada vez tenemos menos paciencia.
Cerró la puerta y se quedó mirando a través del cristal cómo un conductor, que se había bajado de su vehículo, increpaba al de la furgoneta, agitando los puños como dispuesto a pegarle.
José sacó la botella de Martini rojo e intentó recordar el nombre de aquella parroquiana. Era algo como Emilia. Esta mujer era una empleada de la asesoría Aguirre que, a la hora del aperitivo, siempre tomaba lo mismo: un Martini con una guinda roja. Buscó el frasco de las guindas en almíbar. Únicamente quedaban de las verdes.
–Lo siento –dijo–. Sólo quedan de las verdes. En realidad tienen el mismo sabor. Le acercó el vaso donde tintineaban los cubitos de hielo y se quedó esperando con la fruta ensartada en un palillo.
–No me pongas nada. Sólo me gustan las rojas. Comprendes; es por el color. ¿Y qué tal las vacaciones? Tenía una falda estrecha que casi no la dejaba encaramarse al taburete delante de la barra y unas sandalias color cereza; de las rojas.
–Bien –contestó José que no quería dar explicaciones–. Estuve en la playa y se me estropeó el coche. No quería recordar ni la reconciliación a regañadientes con Carlos, ni los días en Calpe donde el calor era insoportable, ni la tirantez de su relación con Carmen. Ahora, con la rutina del bar se sentía mejor porque no tenía tiempo para pensar.
Disgustado con sus recuerdos, estuvo a punto de derramar el vino que iba sirviendo a los demás empleados.
−Lo siento, no era mi intención molestarla, pero deberían dejar paso.
¿ No le parece? −dijo, intentando recuperar un poco de urbanidad.
Las golondrinas chillaban en el cielo y pasaban raudas persiguiéndose entre los edificios.
Las mesas de los bares invadían media acera. Al ver que una pareja se levantaba, José aprovechó para ocupar el sitio. Apartó los vasos sucios mientras que un gorrión, como movido por un muelle, daba saltitos en el suelo; iba y venía llevándose las migajas esparcidas. Alrededor la gente charlaba, mirando pasar a los transeúntes. Sin embargo, en aquel anochecer apacible sólo turbado por el rumor del tráfico, se sentía como una olla a presión a punto de explotar. Si no dejaba escapar un poco de vapor podría estallar en cualquier momento.
El camarero que parecía ejecutar unos pasos de baile entre las mesas, depositó delante de él un vaso donde tintineaban unos cubitos de hielo. Las burbujas de la tónica chisporrotearon al llenarse el vaso y saltaron en la superficie del líquido como pulgas transparentes.
José miró disgustado el refresco. ¿ Por qué había pedido una tónica si ni siquiera le gustaba?; pero era lo primero que se le había ocurrido que no tuviera alcohol. Últimamente bebía demasiado. Cuando levantó la vista vio a una mujer pelirroja acercarse por la acera. Ella contempló indecisa la fila de mesas, todas ocupadas. José, que había reconocido a Amalia, bajaba la vista hacía su vaso en un vano intento de pasar desapercibido. No pudo escapar y vio como las sandalias rojas se le acercaban.
Me sentaré a tu mesa −dijo ella−. No queda sitio libre. ¿Qué haces por aquí? Me resulta extraño encontrarte en otro bar. A veces parece que las personas pertenecen a un lugar y que fuera de aquel sitio no pudieran existir.
¡Mira qué casualidad! ¡ Yo sigo existiendo, aunque de mala manera; quizás por estar fuera de sitio! Te pediré tu bebida favorita:
−Un Martíni con una guinda roja−, gritó al camarero que le miró con cara de asombro. Como ves, me acuerdo. Déjame que te invite.
La mujer parecía cansada. La boca pintada tenía un rictus de amargura.
¾No soporto los domingos. Moriré un domingo −dijo ella.
Miró en derredor con sus ojos tristes.
José intentó sonreír.
¾A mí tampoco me va muy bien y no es cuestión de domingos ¾dijo lacónicamente después de sorber un trago de la bebida amarga.
Era más de la una de la mañana cuando volvió a casa. Introdujo la llave en la cerradura procurando no hacer ruido. Pasó de puntillas delante del sofá del salón donde Ana dormía vestida, echa un ovillo. En la cocina encontró la mesa puesta; ni se había acordado de avisar a su madre de que no cenaría. Mañana habría bronca. Bebió un vaso de agua y se fue a la cama. En el móvil que se había dejado sobre la mesita de noche había un mensaje de Carmen, pero no la llamó. Con los ojos abiertos en la oscuridad intentaba recordar la velada. No sabía cómo, pero él y Amalia habían hablado horas y luego la había dejado delante de la puerta de su casa, un edificio antiguo de la calle Ayala. Y ahora que había vomitado su amargura se sentía mucho mejor.
Puso el despertador a la seis y media y durmió de un tirón.
25- Un regalo diminuto
Las cuatro amigas, Carmela, Angelines, Elvira y Rosa, estaban sentadas en el fondo de la sala del bar, a su mesa favorita, delante de sendas tazas de té con limón. Wilson depositó delante de ellas un surtido de pastelitos; ya no preguntaba porque siempre tomaban lo mismo. Era como un ritual que se repetía cada jueves por la tarde, aunque ese día era especial pues doña Rosa acababa de volver de Nueva York donde había pasado diez días en casa de su hijo.
Elvira apartó su taza, haciendo sitio para desenvolver el paquete misterioso que le había traído su amiga. Iba atado con un lazo rosa y lucía una etiqueta dorada en inglés que ella no entendía aunque se había apuntado dos años seguidos a un cursillo en el centro para mayores de su barrio. Lo poco que había aprendido, lo pronunciaba tan mal que nadie la entendía.
Sacó un traje diminuto: era un abrigo escocés con gorra a juego.
—¡Será para Cuquí¡ —exclamó Angelines que asomaba la cabeza por encima del envoltorio— ¡Qué mono!
Creo que le estará bien —explicó Rosa—. Me preguntaron por la raza, pero este animal no tiene raza.
Doña Elvira se sintió ofendida. Cuquí era casi un caniche; podía andar sobre sus patas traseras y era más listo que la mayoría de los perros.
—Estará guapísimo. Luego se lo probaremos en el Retiro, aunque no sé si le gustará la gorra —dijo doña Elvira. Se levantó para besar a su amiga. No sé por qué usa este perfume a lilas que atufa, pensó, al inclinarse sobre ella.
—Allí, hay tiendas increíbles —añadió doña Rosa—. Fíjate, donde compré eso, era una boutique para perros. Vendían incluso esmoquin para que el animal acompañe a su dueño a una fiesta. Casi le compré un chaqué pero era carísimo y además tampoco sales a sitios de esos.
—Tendrás que comprar un perro más elegante; quizás un Afgano, para cuando Rosa vuelva a Estados Unidos —comentó Carmela—. A mí, me parece una chorrada gastar tanto dinero. ¡Se tratan a las mascotas como si fueran príncipes! Aunque también me parece otra chorrada que los príncipes gasten fortunas como si no fueran humanos.
Se vertió otra taza de té que bebió a pequeños sorbos.
Doña Elvira, mientras escuchaba la conversación, quitó con el extremo de la cucharita uno puntitos negros que afeaban uno de los pastelitos. Llamó a Wilson.
—Oye, Wilson, ¿tú sabes lo que es esto? —, y le señaló lo que había recogido con la cucharita.
—Creo que son semillas de sésamo; se habrán caído de otro pastelito —dijo Wilson al mismo tiempo que alargaba la mano para retirar el dulce.
—Entonces déjalo, no tiene importancia. Doña Elvira se llevó el pastel a la boca, bajo la mirada impotente del camarero. —.Está bueno. Como siempre —dijo ella.
Con un paño, Wilson limpio la mesa de al lado. Se llevó las tazas sucias y un cenicero lleno de colillas. Miró en los platillos pero no habían dejado propina. Al llegar al mostrador susurró algo al oído de José.
—¡Vaya por Dios! — exclamó éste al enterarse de que los pasteles se habían llenado de hormigas. Se le había puesto la cara colorada. Recogió la bandeja de los dulces y se la llevó a la cocina en el mismo instante en que la puerta del bar se abría para dejar pasó a Mohamed, como lo llamaba Wilson. Era aquel hombre de barba negra que había tirado los pasteles al suelo unos días antes.
Qué suerte hemos tenido, pensó el camarero. Ya no hay dulces a la vista.
El hombre pidió agua mineral. Tenía unos ojillos oscuros y movedizos que recordaban los de una rata. Acodado a la barra, estuvo vigilando de reojo la puerta hasta que entraron dos tipos de aspecto magrebí. Entonces se instalaron todos en una mesa al lado de la de doña Elvira
Hablaban en árabe y por mucho que aguzaran el oído las cuatro amigas no hubo forma de enterarse de la conversación.
—Con el té deberían tomar Suspiros de Alá —susurró Angelines al oído de Carmela. Ésta se tapó la boca con la mano al entrarle un ataque de risa.
—Se lo tenemos que decir a Hefesto, seguro que algo se le ocurre.
A través de la puerta de la cocina se oía el sonido de una discusión, la voz ronca de Hefesto y las protestas de Marcela. José volvió a entrar en la sala. Tenía la cara congestionada y estaba sudando. Se sirvió un coñac que bebió de un trago.
26- Invasión
Aquel domingo al anochecer el marido de Marcela estaba arreglando la cocina del bar. Durante la semana trabajaba en un supermercado donde acarreaba de aquí para allá cajas pesadas de mercancías y llevaba los pedidos a los clientes. Era un trabajo duro pero tenía la ventaja que podía llevarse a casa los productos caducados. Así llenaba la nevera de yogures pasados de fecha y botes de conservas diversos que iban regalando a los amigos cuando se organizaban comidas entre compatriotas para celebrar las fiestas colombianas. Pensaba que era un despilfarro tirar toda esa comida cuando él y sus hijos nunca habían enfermado después de merendar flanes que llevaban dos semanas caducados, por no hablar de muchas otras cosas. Cada noche, delante de aquel almacén se arremolinaban unas sombras anónimas que iban rebuscando en los enormes cubos de basura algo todavía comestible antes del paso de los camiones de recogida. Otros centros comerciales no eran tan generosos y un dependiente estaba encargado de rociar con lejía los paquetes para inutilizarlos definitivamente.
Casi no quedaban parroquianos en la sala del bar. Con una paleta de albañil el hombre iba rellenando con yeso unos agujeros en el tabique que se habían formado alrededor de las tuberías de agua debajo de pila. Hefesto, mientras tanto, se afanaba delante de los fogones procurando no estorbar pero tenía que dejar preparada la pasta de las croquetas para el día siguiente.
—Ya veréis como no vuelven a salir las hormigas.
Su mujer le miró escéptica. Con un trapo húmedo quitaba los pegotes de yeso sobrantes que manchaban los azulejos.
—No sabes cómo se puso José de furioso. ¡Y mira que voy limpiando! Creo que esos bichos llegan del patio. Echaré veneno en la repisa de la ventana —.Desempaquetó un bote de polvo blanco que espolvoreó en el suelo de la cocina siguiendo las paredes y en el reborde de la ventana —. Ese producto me lo recomendó la madre de José, doña Concha, así que supongo que funcionará, o nos tendremos que mudar.
Vamos a cerrar —dijo Wilson, al entrar en la cocina. Se sentó en un taburete al lado de la ventana —.Aquí apesta a producto desinfectante. Eso es mucho peor que unas cuantas hormigas.
Miró cómo Hefesto se quitaba el delantal, guardaba los alimentos en la nevera y se secaba la frente con un pañuelo a cuadros que sacó del bolsillo del pantalón.
¿Queréis un vasito de hidromiel? —preguntó el cocinero. Era una bebida que recibía directamente de unos familiares griegos. Y antes de que nadie contestara dispuso los vasos en la mesa y los llenó de un líquido dorado.
Marcela mojó los labios en el licor e hizo una mueca que le arrugó la nariz y por fin lo vertió en el vaso de su marido.
—Es el elixir de los dioses —afirmó Hefesto.
—Nos vamos — gritó José desde la sala del bar. Asomó la cabeza por la puerta de la cocina y al ver el frasco de hidromiel, entró y se sirvió un vaso—. No sé, Wilson, por qué no le dijiste a doña Elvira que eran hormigas. Es una falta de consideración dejar que se las comiera. ¿Y si se llega a dar cuenta?
A Wilson se le enrojeció la caja.
—Me cogió de sorpresa. ¡Cómo iba reconocer delante de todo el mundo que la comida se llena de hormigas! No podemos perder los pocos clientes que tenemos. Ahora miraré antes de llevar las cosas.
Salieron todos a la calle. Seguía haciendo calor. José echó la persiana metálica que chirrió.
Nunca la engrasará aunque moleste a todos los vecinos, pensó Wilson mientras se alejaba en compañía de Marcela y su marido hacía la estación de metro. Todavía, a lo lejos, se distinguía la silueta de Hefesto que bajaba cojeando por la Gran Vía.
27- Los mayores sobramos
En el dormitorio de doña Concha había espacio suficiente para instalar una cama supletoria contra la pared que lindaba con el cuarto de baño. Aunque no le gustase la idea, Ana se tendría que conformar de momento con esta solución. Ella había sugerido dormir en el sofá del salón, prometiendo levantarse pronto por las mañanas para no estorbar, pero su abuela había sido inflexible. A Ana, la habían contratado en Madrid, como dependienta en una tienda de moda gracias a la recomendación de su amiga Teresa. Durante la semana trabajaría hasta las ocho de la tarde pero a mediodía tendría el tiempo suficiente para ir a comer al restaurante de su padre y así no tendría que guisar y además le saldría gratis. De momento viviría en casa de su abuela hasta encontrar otro alojamiento.
−A ver cuando te decides a alquilar un piso, le dijo a su padre cuando esté volvió del trabajo.
−Y tú, a ver cuando te decides a estudiar en serio y sacas una buena carrera, le contestó José. Trabajar de dependienta no te llevará a ninguna parte. ¿Por qué no terminas de una vez aquel curso de informática? Tu amigo Samir te podría ayudar.
−Ya lo hemos dejado. Era un tipo aburrido y para acabar como tú y mamá más valía dejarlo.
José estaba buscando en la nevera la botella de agua fresca, pero al oír aquello cerró de golpe la puerta del refrigerador. Le molestaban esas relaciones esporádicas de su hija. Tan pronto parecía muy enamorada como al poco tiempo se deshacía el hechizo. Se llegaba a preguntar si un día sería capaz de amar de forma más duradera.
−Tu madre y yo nos queremos − dijo mirándola a los ojos.
−Tú no la quieres, si no la dejarías divertirse. En el fondo eres un machista, como todos, o casi todos.
Él sacó del armario la botella de whisky y se sirvió una copa.
−Oye, niña, por qué no te callas, y ya que vas a vivir aquí procura ser amable y no dar trabajo.
En ese instante entró la abuela.
−¡Vaya, parece que interrumpo algo! −exclamó.
Miró a José con cara de reproche y retiró la botella que volvió a guardar en su sitio.
José levantó la copa y se la bebió de un trago. Sin decir palabra se marchó de la cocina y las dos mujeres pudieron oír el portazo cuando salió a la calle.
La abuela llenó una jarra de agua y se puso a regar un tiesto con perejil que tenía en la repisa de la ventana, arrancó dos o tres hojas secas que tiró fuera.
− Los mayores sobramos −dijo−. De haberme muerto ya tendríais un piso donde vivir y este hijo mío no estaría tan amargado. Quizás debería irme a una residencia.
Se había sentado en un taburete delante de la mesa de la cocina. Con la punta de un dedo apartó unas migas de pan que habían quedado rezagadas en un rincón.
− Abuela, no digas esas cosas. Todos te queremos; lo que pasa es que está un poco nervioso −. Ana paso el brazo sobre los hombros de la mujer y depositó un beso en su mejilla.
Pues os tendréis que fastidiar; no pienso morirme ni irme a ningún sitio. Ésta es mi casa y espero que lo sea todavía por muchos años −. Se levantó decidida y echó para atrás un mechón de pelo que le caía sobre la frente − ¿Sólo me gustaría saber quiénes de vosotros se quedaran a cenar esta noche?
Ésa es mi abuela −pensó Ana−. No hay quién la doblegue. Se fue en busca de su bolso. Todavía tenía suficiente dinero para ir al cine y comerse un bocadillo por ahí.
−Por favor, déjame unas llaves −pidió−.
Volveré tarde así que no me esperes.
Doña Concha no acababa de comprender cómo
José dejaba a su hija ir y venir a su antojo hasta altas horas de la noche. Un
día le iba a pasar algo. En cuanto a su nuera, no se ocupaba de nada. Lo lógico
sería que estuviese aquí ocupándose de su familia. Cada uno por su lado no podía
traer nada bueno. Seguro que vivía muy libre en Viana. Ella con su uñas pintadas
y sus mechones teñidos nunca le había gustado. ¿Y qué se le había perdido en
Viana, pudiendo vivir en Madrid? Por lo menos doña Concha había cumplido con su
obligación. Le había ofrecido compartir el piso; no es que tuviera mucha gana,
pero la familia es la familia.
Se fue a sentar en el sofá del salón frente al televisor; en la pantalla unos tipos pateaban la cabeza de un hombre que yacía en el suelo. Cambió de canal hasta encontrar una telenovela con dulces acentos sudamericanos. Allí también había seres malvados, incluso malvadísimos, pero acabaría triunfando el bien porque no podía ser de otra forma.
28- Desahogo
La ciudad parecía un animal agazapado que emitía un vaho gris al respirar. Con tanta polución pereceremos todos asfixiados, pensó José, que andaba a grandes zancadas. No iba a ninguna parte, simplemente necesitaba andar, pero incluso esto se le resistía porque tropezaba con las personas que paseaban hasta bien entrada la noche, huyendo del calor del principio de septiembre. A empujones atravesó un grupo de señoras que cerraban el paso en la acera.
−Oiga, podría tener más cuidado −le recriminó una de ellas que iba apoyada en un bastón−. Casi me tira al suelo.
Él por poco la coge por los hombros y la sacude. Le asustó esos brotes de cólera que ascendían en su interior como la lava de un volcán y arrasaban en un momento todo lo que se le ponía por delante.
−Lo siento, no era mi intención molestarla, pero deberían dejar paso.
¿ No le parece? −dijo, intentando recuperar un poco de urbanidad.
Las golondrinas chillaban en el cielo y pasaban raudas persiguiéndose entre los edificios.
29- Un hombre esforzado
En el comedor del bar Marcela estaba disponiendo los cubiertos sobre las mesas bajo la atenta mirada de Luis Andrés, un hermano de Wilson recién llegado de Ecuador. Aquel hombre achaparrado, de nariz ganchuda, tenía cierto aspecto de ave de presa, sólo la piel lisa y algo cetrina recordaba a Wilson. Marcela le entregó una pila de servilletas para que las plegase en forma de abanico antes de introducirlas en los vasos.
−Me lo enseñó Carmen, la mujer del dueño. Ya la conocerás, creo que vendrá el sábado.
−Así, parecen colas de pavo real −dijo, contemplando su obra.
Llevaba cinco días de ayudante pero José le había prometido un contrato fijo si desempeñaba bien su trabajo.
En la sala, Wilson quitaba el polvo con un paño, removiendo las botellas de los estantes. Lleno de optimismo, silbaba entre dientes.¡Por fin dejaba de compartir cama en aquel piso infame! Hefesto había convencido a la dueña de su pensión para que alquilara a los dos hermanos un cuartucho que daba al patio, adelantándole, eso sí, un par de meses de alquiler. Era una habitación oscura, con una ventana estrecha donde apenas cabían las dos camas, un armario empotrado y una mesa con dos sillas. A Wilson, acostumbrado como estaba a más sordidez, le pareció un lugar idílico.
A través del cristal del escaparate vio llegar a José, eran más de las nueve, una hora insólita, más tarde de lo acostumbrado, pero por una vez en mucho tiempo el patrón parecía feliz.
30- Una mirada al futuro
Como las fauces de un monstruo insaciable, el túnel de llegada a la estación se iba tragando autocar tras autocar. José miró su reloj, había llegado diez minutos tarde al intercambiador, pero como pudo comprobar, muchas personas en el andén esperaban todavía la entrada del autobús procedente de Logroño. Se sentó en un banco y desplegó el periódico. Una fotografía de la sonda espacial Phoenix ocupaba parte de la portada. Aquel artilugio se había posado con éxito sobre el planeta Marte, en la fecha prevista después de diez meses de viaje. Más puntual que el autocar. Sintió un poco de tristeza porque se avecindaban unos descubrimientos extraordinarios y a sus cincuenta años era poco probable que pudiese asistir a la colonización de otros planetas.
No le dio tiempo a lamentarse; enseguida la gente se arremolinó en el borde del andén cuando el autobús hizo su entrada. A través del cristal pudo ver a Carmen, de pie en el pasillo, aplastada entre dos tipos corpulentos. De repente le pareció más pequeña y una oleada de ternura le removió el estómago.
Doña Concha miró impaciente el reloj y volvió a guardar el gazpacho en la nevera mientras Ana, tumbada en el sofá del salón, se balanceaba al son de la música.
−Baja el volumen −le gritó su abuela desde la cocina− ¡Ten piedad de los vecinos!
−¿No te gusta U2?
−No sé qué es U2, ni quiero saberlo. Para mí eso no es música, ¡no es más que un atonta bobos!
Ana sacó unos auriculares que enchufó a la radio. Ese tipo de música necesitaba un cierto volumen. Estaba tan ensimismada que no oyó el ruido de la puerta cuando por fin entraron sus padres.
−Hemos llegado con retraso − se excusó Carmen−. Los viernes parece que todo el mundo se echa a la carretera.
Después de besar a su suegra, sacó del bolso un bollo de manzana que había horneado la víspera. El papel que lo cubría se había adherido a la parte superior y se desgarró al querer sacarlo. Ana se rió al ver la cara contrariada de su madre. Pasó un dedo sobre el papel y chupó un poco de crema.
−Está un poco feo, pero delicioso. Con la punta de un cuchillo intentó recomponer la superficie.
José comía en silencio. Al llegar al postre, mientras partía un trozo de melón, dijo, mirando a su madre a los ojos;
− Necesitamos un poco de comodidad, esta tarde voy a comprar una cama de matrimonio.
Doña Concha casi se atraganta.
−¿Y eso a qué viene? No hay sitio donde meterla. ¡Este piso empieza a parecer una casa de gitanos!
¾Si sólo me voy a quedar el fin de semana, para qué cambiar nada¾protestó Carmen que no quería enfrentarse a su suegra.
−Para desalojar me podría llevar el mueble cama −propusó Ana−. Voy a compartir habitación con Teresa, una compañera de trabajo, pero tiene unos colchones espantosos así que me vendría muy bien aquella cama. ¡Y por lo menos sabré de dónde proceden las pulgas!
31- Un acontecimiento nefasto
El lunes por la noche, cuando Hefesto iba a bajar el cierre metálico, le sobresaltó el chirrido de los frenos de una moto que se paró delante del escaparate. Dos jóvenes se apearon de una Yamaha roja de gran cilindrada. Era casi la una. Entre las dos hileras de casas de la calle el asfalto todavía desprendía oleadas de calor y en el cielo asomaba una media luna borrosa. En el interior, José terminaba de recoger la recaudación del día mientras la machacona música rap de una discoteca próxima martillaba la noche.
Acabamos de cerrar— dijo Hefesto—al verlos dirigirse hacia el establecimiento, pero los dos motoristas que no se habían quitado el casco le empujaron dentro del local.
Echaron una bolsa encima del mostrador al lado de José.
—La pasta. Venga, queremos la pasta.
Al ver que éste vacilaba, el más alto desenfundó una pistola mientras el otro se movía nervioso vigilando la puerta al mismo tiempo que amenazaba a José. Entonces Hefesto se interpuso entre él y los atracadores y sonó un tiro. La bala, después de atravesarle el hombro, alcanzó una botella de Dry Sack que estalló en el anaquel detrás del mostrador. Todo fue tan rápido que a José no le dio tiempo a reaccionar. Un trozo de cristal le alcanzó en la mejilla produciéndole un corte. No paraba de sangrar. Uno de los muchachos recogió un puñado de billetes. Los introdujo atropelladamente en la bolsa mientras el otro seguía amenazando con el arma al mismo tiempo que retrocedía hacía la puerta. Acto seguido, la moto arrancó con un potente rugido del motor y desapareció calle abajo, hacia la plaza de santa María. Con el estruendo de la discoteca de enfrente nadie se había enterado de lo sucedido. La calzada seguía llena de transeúntes, de borrachos, de vagabundos y alguna que otra prostituta. Unos portales más abajo dos hombres increpaban a unos drogadictos derrumbados en la mismísima entrada de su casa.
Hefesto yacía en el suelo, la camisa empapada en sangre en medio del olor a coñac.
—No te preocupes —murmuró—los dioses son inmortales, y un rictus de dolor se esbozó en su cara antes de desmayarse.
A José le temblaban las piernas y no acertaba a marcar el número de la policía ni a pedir una ambulancia.
Cuando se enteró Carmen de lo que había pasado, a su vuelta a Viana, se asustó. Cogió el primer autobús a Madrid y, sin avisar desembarcó en casa de Doña Concha. Ésta última estaba indignada.
―¡En tiempos de Franco esto no pasaba! Yo trabajé en este bar durante años con mi marido y nunca nos atracaron.
Carmen prefirió no replicar; no era el momento de enzarzarse en discusiones inútiles con su suegra. Entró en el dormitorio para deshacer la maleta y pudo comprobar que el mueble- cama seguía en su sitio.
Media hora más tarde, José volvió del hospital y se le iluminó la cara, al ver a Carmen. Los dos se abrazaron.
―No habría podido soportar que te pasase algo grave ―dijo ella tocando delicadamente con la punta del dedo el esparadrapo que cruzaba la mejilla de su marido. ¾¿Cómo está Hefesto? Pobre hombre, no se merecía una cosa así.
― Tuvo muchísima suerte. Hablé con los médicos que lo atendieron. La bala le partió la clavícula pero no daño ningún órgano vital. No tardaran en darle el alta, pero no podrá volver al trabajo hasta dentro de unos meses. No sé cómo vamos a arreglarnos sin él. Marcela puede cocinar, aunque no será lo mismo, pero de todas formas nos falta personal.
He pedido librar tres semanas, claro que sin sueldo ―dijo Carmen. Me sustituirá la hija de la dueña. Así que podré ayudar en la cocina. Creo que entre Marcela y yo conseguiremos servir algo decente.
José se sentía a la vez agradecido y avergonzado. ¿Cómo había podido dudar de su mujer?
Cuando los dos se encontraron solos, camino del bar, ella le dijo, con una sonrisa socarrona en los labios: ―He visto que tu madre no te ha dejado sacar el mueble- cama. Ya lo sabía antes de entrar en la habitación. ¡Ni siquiera lo consiguió Ana! Con tu madre, no hay quien pueda.
―Todos estos días, no estuve de humor para luchar con ella, bastante problemas tengo como para añadir otros. Si no estamos conformes no tendremos que mudar.
Se sentía abrumado. El haber perdido su empleo le había precipitado en el fondo de un barranco del cual no conseguía salir a pesar de sus denodados esfuerzos.
32- Alboroto en el gallinero
Cuando los empleados de la asesoría Aguirre se presentaron a comer a mediodía en el bar, estaban alborotados. La víspera, se habían arremolinados delante de la puerta del establecimiento donde un cartel rezaba: cerrado por atraco; entonces hicieron toda clase de conjeturas y se marcharon contrariados por tener que buscarse otro restaurante. Por la mañana, habían leído el suceso en la prensa y todos a la vez preguntaban por Hefesto y por los detalles de aquel suceso. Al mismo tiempo que se sentían partícipes y emocionados porque formaban parte del lugar y casi podría haber sucedido estando ellos presentes.
José tenía que repetir una y otra vez el relato de los hechos, mientras servía un chato de vino uno tras otro, sin omitir contar que Hefesto se había interpuesto entre él y los atracadores. Sentía que nunca le podría agradecerle lo suficiente que le salvará de aquella bala que hubiera podido matarle. Los comensales, admirados, pasaron al comedor donde Carmen les sirvió un guiso de ternera algo diferente a los platos de Hefesto, pero que fue del agrado de todos. Al final de la comida, Marcela sacó la botella de hidromiel y brindaron por el pronto restablecimiento del cocinero. Fue entonces cuando Amalia se levantó y propuso la compra de un regalo para la vuelta de Hefesto, lo que fue recibido con aplausos unánimes. En ese momento empezaron las dificultades.
¿Qué se podía regalar a un hombre tan sencillo?
Le preguntaron a Wilson, que era el que mejor le conocía. Se quedó cavilando un rato pero no se le ocurrió nada; solo hizo constar que a aquel hombre le gustaban las revistas, según pudo comprobar cuando tuvo que pasar una noche compartiendo con él el cuarto de la pensión. No se había fijado mucho, pero en la portada de una que recogió del suelo al instalarse en el sofá, ponía: Grecia mágica. Desde luego, no se le podía regalar ni una corbata ―jamás las utilizaba―, ni una prenda de vestir, ni un perfume. Un hombre miró su reloj.
— Llevamos diez minutos de retraso —dijo —El jefe nos va a echar la bronca.
Después de dejar una generosa propina, para regocijo de Wilson, y quizás para demostrar su solidaridad con José, se marcharon apresuradamente no sin antes afirmar que acabarían encontrando un regalo digno de Hefesto.
—Por lo menos hay todavía buena gente —afirmó Carmen conmovida.
33- Una ocasión inesperada
No habían pasado diez días desde el atraco cuando surgió la ocasión de alquilar un piso. Las amigas de doña Elvira, que eran bastante entrometidas, invitaron a Carmen a sentarse a la mesa con ellas para tomar una taza de té acompañado de unos bollitos de manzana que desprendían todavía el delicioso aroma a bizcochos recién horneados. Eran las seis de la tarde de un martes y casi no había parroquianos en el local.
—Espero que les gusten, acabo de sacarlos del horno —dijo Carmen―. ¡Claro está, no son los pastelitos de Hefesto!
Después de preguntar por la salud del cocinero, Angelines, que se preciaba de enterarse de la vida de todo el mundo, sometió a Carmen a una serie de preguntas: ¿Cuánto tiempo se iba a quedar? ¿Por qué no se quedaba a vivir en Madrid, con lo bien que se lo podría pasar aquí? ¿Por qué dejaba solo a su marido? Que tuviera cuidado; ellas sospechaban que una chiquita de la asesoría Aguirre quería echarle el guante... A Carmen, le pareció impertinente aquel interrogatorio. Aplastó con la cucharita un trozo de limón en el fondo de su taza. ¿Por qué tendría que dar explicaciones a aquellas mujeres que apenas conocía?; sin embargo, contó a regañadientes que le resultaba incómodo vivir en casa de su suegra por falta de sitio, y que todavía no habían podido encontrar un piso en alquiler a un precio asequible. Angelines manchó de carmín una servilleta de papel al secarse la boca y quedó pensativa un instante.
―Quizás podría yo alquilarle uno ―propusó―. Tengo un piso pequeño en la calle Lavapiés y lo tengo cerrado desde hace años porque no me gusta alquilar a desconocidos. No se sabe nunca los líos que eso puede acarrear. Está lleno de trastos y necesita una mano de pintura. No te asustes, por tratarse de vosotros, cobraría muy barato. Eso sí, lo tendréis que limpiar.
Llamaron a José que se quedó entusiasmado con la idea y quedaron en ir a visitarlo el domingo siguiente. No querían esperar más tiempo, no fuera a ser que doña Angelines se arrepintiera.
Hacía mucho tiempo que José no se sentía tan eufórico. El barrio le pareció menos feo al volver a casa aquella noche mientras Carmen caminaba a su lado, ensimismada.
―¿En qué piensas? ―preguntó él―. ¡Quizás lleguemos por fin a una solución! Tuvo que elevar la voz por el ruido del tráfico. Se había producido un atasco en la confluencia de la gran Vía con San Bernardo y las bocinas de los coches impedían todo intento de conversación.
―Ya veremos ―contestó ella, a voz casi en grito, no muy convencida. No podía explicarle que aquel plan, de momento, le parecía espantoso. Nunca se acostumbraría al estrépito de la ciudad. Se encontraría aquí sin amigas y sin trabajo y no tenía edad para reconstruir su mundo. De repente tuvo ganas de salir corriendo y subirse al primer autobús para Viana.
34- Homenaje
El cocinero había vuelto de visita, con el brazo izquierdo todavía en cabestrillo, y aquel día era el invitado a comer de los empleados de la asesoría Aguirre. A la hora del postre, Wilson sirvió una gran tarta hecha por Marcela, que fue seguida de un brindis. José hizo un corto discurso pero estaba tan emocionado que no le salían las palabras. Hefesto se sentía cohibido por tanto homenaje y más todavía cuando Amalia depositó un beso en su mejilla, al mismo tiempo que le entregaba un regalo primorosamente envuelto en papel floreado y atado con una cinta dorada. Torpemente el hombre intentó abrirlo.
¾Con un solo brazo, me resulta casi tan difícil como abrir una caja fuerte. Así que fue Carmen quién sacó el libro de su envoltorio.
¾Nos costó mucho encontrarlo ¾comentó Amalia, en nombre de todo el grupo¾. Queríamos un libro sobre Grecia que no contuviera solo paisajes sino que también hablara de la mitología y algo sobre ti, Hefesto. Y aquí lo tienes, si lo permites lo voy a leer. Buscó un momento en su agenda el número de la página y carraspeó para aclararse la voz.
Hefesto, hijo de Zeus y Hera, nacido en la residencia de los dioses en el monte Olimpo. Es el dios del fuego, el fuego como fuerza creadora.
¾ Hasta ahora, es verdad ¾corroboró el cocinero¾ Soy el dios de los fogones y, mira qué raro, nací en un pueblito en la ladera del monte Olimpo. En esta foto se puede ver; creo que es este mismo sitio y señaló con el dedo una aldea que se vislumbraba en medio de la vegetación. El libro pasó de mano en mano para que todos pudieran contemplar tan ilustre lugar.
¾Ya en aquel tiempo cocinabas. Preparaste una parillada que olía tan bién que Zeus quiso probarla, y tú, mal hijo, solo le serviste huesos. Quizás porque él también fue mal padre, te tiró fuera del Olimpo nada más nacer y te quedaste con una pierna estropeada par el resto de tu vida.
Todos lo miraron extrañados.
¾ Demasiadas coincidencias ¾subrayó Wilson ¾. ¡A ver si vas a ser el verdadero Hefesto!
¾Claro que soy el verdadero Hefesto ¾ se rió el cocinero ¾. No ves que si me pegan un tiro no me muero.
Después de nutridos aplausos, los comensales se levantaron.
¾ Otra vez llegaremos tarde, comentó una mujer al consultar su reloj, y los empleados se precipitaron cuesta arriba, hacía San Bernardo.
35- Nuevo horizonte
Una vez vaciado y pintado de blanco el piso de la calle Lavapiés parecía algo más grande. Luis Andrés, el hermano de Wilson se quitó los guantes de plástico y su atuendo de pintor mientras Carmen paseaba de una habitación a otra, inspeccionando las paredes. El hombre se había esmerado y cobraba poco. El piso era antiguo y las contraventanas de madera estaban agrietadas. De quedarse ahí, tendrían que hacer obras pero a ella eso no le preocupaba porque se quedaría, a lo sumo, un par de meses hasta la vuelta de Hefesto. Dos meses sin tener que aguantar a su suegra, y por fin podrían dormir a gusto en una cama nueva. Ana, como si estuviera de camping, ya había instalado un colchón en el suelo de la habitación más pequeña, contenta de ahorrarse un alquiler.
―Me chifla este barrio, es como Marrakech; si un día dejáis este piso, quiero seguir viviendo aquí. Me tienes que presentar a la dueña, doña Rosa. Conviene que me conozca. ―comentó Ana.
―Entonces, más valdrá que no le enseñes el piercing del ombligo, no creo que le guste.
Las dos mujeres salieron a la calle. Era la hora de comer.
Una muchedumbre invadía las aceras: asiáticos, negros y magrebíes. Casi no se oía hablar el castellano.
―Ves, par irnos de vacaciones, basta coger el metro. En la estación de Lavapiés nos deberían pedir el pasaporte porque es otro país, y desde luego este barrio no forma parte de la comunidad europea. Podríamos tomar algo por aquí. Qué te parece un restaurante indio, para cambiar. Llamaré a papá para decirle que no nos espere.
Antes de que contestara su madre, se precipitó sobre una mesa en la acera cuando la pareja que la ocupaba se levantó y dejó una propina en del cenicero sin usar. A pesar de la sombrilla hacia calor. Carmen se habría tomado a gusto un buen gazpacho. Tanto exotismo no la atraía, pero viendo la expresión entusiasta de su hija se animó y sacó las gafas para leer la carta, pero no sabía qué pedir.
―Elije tú ―dijo.
―Podríamos empezar por un pakora. ¿Qué te parece un pakora? Pakora, pakora, suena bien. Aquí pone que contiene berenjenas, patatas y cebollas rebozadas en harina de garbanzos, seguro que estará bueno Y luego un pollo al curry. Aquí, casi todo tiene curry.
Mientras examinaban la carta, un joven se aproximó y con un tirón brusco arrancó el bolso de Carmen que había dejado colgando del respaldo de su silla. Ana salió disparada tras él, calle abajo, y gritando. El joven al girar la cabeza hacia atrás, tropezó y cayó. Tuvo que aguantar una serie de patadas hasta que una mujer furiosa logró recuperar el bolso y se lo entregó a Ana. El muchacho, por fin consiguió zafarse del grupo de transeúntes agresivos que lo rodeaban, insultándolo.
―Si lo denuncias, nadie te hará caso, y si lo detienen a los cinco minutos ya estará otra vez en la calle. Con tanta chusma, no sé adónde vamos a llegar ―suspiró la mujer. La calle parecía un hormiguero.
Cuando Ana volvió a sentarse a la mesa, su madre propuso instalarse al interior del establecimiento donde el calor era mucho más sofocante a pesar del ventilador del techo.
―Tendrás que aprender a cuidar de tus cosas ―dijo Ana y, de repente, sintió una grande ternura al descubrir cuán vulnerable era su madre. Le costaría acostumbrarse a la ciudad―. Yo nunca llevo bolso, solo un monedero colgado del cuello debajo de la blusa.
―No sé si un día podré vivir aquí ― murmuró Carmen desanimada.
―Ya verás como te acabará gustando y luego no querrás volver al pueblo. ¡Anímate!
El pakora chorreaba aceite pero el pollo al curry era sabroso. En cuanto al postre parecía nadar en agua de colonia.
―Me parece que no repetiré la cocina india―declaró Ana al salir del local―por lo menos no en este sitio.
Las dos volvieron al piso, dispuestas a instalar unas cortinas que la abuela había sacado de su armario. La tela, tanto tiempo sin usar había amarilleado pero, de momento daría un aspecto un poco más confortable a las habitaciones, aislándolas de la vista de la casa de enfrente. Tener a Ana ayudándola, levantó el ánimo de Carmen, de pronto se sintió mucho más próxima a su hija. Las cortinas resultaron un poco cortas.
― Tendremos que añadir alguna cenefa por la parte de abajo porque parecen ventanas en calzoncillos ―comentó Ana. Y las dos mujeres se tumbaron encima de la cama riéndose.
36- Cambio de
rumbo
Con la ayuda de Luis Andrés, José colocó la estantería recién pintada contra la pared del dormitorio de Ana. A modo de cortina, ella había tapado la ventana con una tela abigarrada traída de Marruecos.
―El próximo fin de semana, podríamos alquilar una furgoneta y traernos el televisor y algunos muebles de casa; y de paso podríamos recuperar al gato.
A Carmen, la proposición le cogió de sorpresa y se le puso la cara roja de enfado.
―¡Si ni siquiera sabemos todavía si nos va a gustar vivir aquí! ¿Y mi trabajo? Algún día tendré que volver y no quiero encontrarme con la casa desmantelada.
Sentía la misma desazón que si tuviera que tirarse al agua en medio del océano sin ninguna boya a la vista donde poder asirse.
No quiso discutir delante del hermano de Wilson, pero aquello le pareció demasiado precipitado.
―Seguro que la abuela nos podría dejar unas sillas. Tiene la casa atiborrada de cachivaches ― dijo Ana, conciliadora, y podríamos comprar un televisor de pantalla plana. Ya nadie tiene un artilugio como el nuestro. Además, si no queréis quedaros con el piso, a mí si me gusta, y por el precio que pide esta señora, yo si pienso quedarme. Su sueldo de dependiente bastaría para pagar el alquiler y las comidas las tomaría en el bar de su padre.
José se frotó las manos con un paño para quitar los restos de pintura. Con las ventanas abiertas, el olor a yeso fresco que flotaba todavía por las habitaciones se mezclaba con aroma de las especias de un restaurante mejicano situado en la planta baja del edificio. Miró su reloj. Eran las dos y domingo, día de cierre de El Dos de Corazones.
Hoy podríamos probar con la comida mejicana ―propusó Ana―. Huele bien. No aguanto la de la India, todo parece regado con perfume. Juan Andrés no aceptó la invitación de la pareja. Había quedado con su hermano en el parque del Retiro donde se reunía cada domingo la comunidad ecuatoriana, siempre rodeada de una ruidosa multitud de críos. Allí, algunos avispados se ganaban algo de dinero vendiendo comida del país cocinada de forma casera. Los comensales se instalaban sobre las praderas alrededor de manteles extendidos sobre la hierba compartiendo manjares y noticias.
El restaurante mejicano era un local estrecho y algo oscuro, de atmósfera densa donde se mezclaba los olores a cocina con el del tabaco. Se accedía a él después de abrirse paso entre la gente vario pinta acodada en el mostrador del bar. Entre gritos para pedir las consumiciones, se podían oír todos los idiomas. A Ana le encantaba este ambiente.
―Ya que estamos aquí, tendremos que tomar un cóctel margarita. Pero su padre no la dejó acercarse a la barra, la agarró del brazo camino de la sala del fondo.
―Si quieres uno, lo pediremos dentro. Aquí, no hay quien nos atienda.
Un camarero los instaló en una mesa donde quedaron encajados entre la pared decorada con anchos sombreros típicos del país y los respaldos de las sillas de la mesa vecina. El espacio estaba aprovechado al máximo. Casi todas las mesas estaban ocupadas y cada cual hablaba a gritos para hacerse oír y superar el estrépito de platos y cubiertos, y la bravura de los músicos, unos enérgicos mariachis, vestidos con ponchos de colores, y situados en el otro extremo de la sala sobre un estrado.
A Carmen le resultó raro el hecho de tomar sal antes de beber el cóctel. Miró la carta pero tuvo que consultar al camarero antes de encargar los platos, porque no se atrevía a pedir ni tacos, ni enchiladas sin saber antes los ingredientes, mientras Ana, al contrario, elegía cosas con nombres exóticos y esperaba expectante su llegada.
―Lo que más me gusta de todo, es comerme el nombre ―declaró―, es tan sabroso como la comida misma.
Empezaron por un cóctel de mariscos con cilantro, una hierba a cuyo sabor José nunca se había acostumbrado. Masticó despacio, quizás algún día le llegara a gustar, pero no, algo allí le repugnaba; sin embargo, no hizo comentarios.
Mientras esperaban el segundo plato, José posó su mano sobre la de su mujer.
―Quiero que llames a la peluquería para avisar que no vas a volver al trabajo. Ahora que tenemos piso, no hay ningún motivo para seguir viviendo cada uno por su lado.
Ella retiró la mano; se atragantó con la tortillita de maíz untada de salsa picante y se le puso la cara colorada. Ana le tendió un vaso de agua. No sabía si los ojos llorosos de su madre se debían al disgusto o a la salsa de chile. Intentó suavizar la situación.
―Por fin seremos una familia ―suspiró. Una sonrisa de satisfacción iluminó su rostro. Al verla, Carmen no quiso defraudarla. Miró en derredor, como un náufrago a punto de hundirse. Ya se le había quitado el apetito. Si dejaba el trabajo, jamás podría recuperarlo. Y aunque volviera a Viana por las vacaciones, nunca sería lo mismo.
¾Necesito pensármelo ―murmuró.
José no quiso insistir, pero su decisión estaba tomada: vivirían los tres en Madrid.
Carmen apenas probó el resto de la comida, se le había formado un nudo en la garganta que no la dejaba tragar.
37- El dulce sabor de la independencia
Por la mañana ya no hacía calor, había llegado octubre. Carmen sacó el papel que llevaba en el bolsillo: señora Menéndez, calle Lavapiés nº8, piso tercero. La puerta del portal no estaba cerrada así que entró. Era un edificio vetusto, al final de un estrecho corredor se vislumbraba una escalera mal iluminada, de peldaños de madera desgastados por el uso. Se alegró de no tener que vivir allí, pues no habría podido soportar la vista de esas paredes desportilladas sin deprimirse. Enseguida vio el felpudo con forma de tortuga y llamó al timbre.
―Ya voy, gritó una voz desde dentro. ―Abrió la puerta una mujer rubia, de cara ancha y gafas de miope, que se secó las manos con un delantal a cuadros―. Mamá, es la peluquera, te va a poner guapa ―chilló en dirección al pasillo―. Está un poquito sorda, se excusó.
En el salón estaba la anciana en silla de ruedas.
―Lo más práctico será llevarla al cuarto de baño, dijo la rubia. No sabe cuánto me alegré al encontrar su anuncio en el buzón. Por fin una peluquera a domicilio. Con la silla de ruedas en este barrio es casi imposible moverse y además, la peluquería más cercana tiene unos escalones que complican todavía más las cosas.
Era Ana la que había tenido la idea de poner anuncios en los buzones de las casas vecinas al ver el aspecto mustio de su madre, y a Carmen le gustó poder sacar un dinero extra al mismo tiempo que se distraía cortando el pelo y peinando sobre todo a personas mayores en sus propias casas. Además eso le permitía reservarse horas libres según sus necesidades.
Llevaba ya un mes trabajando a domicilio, ganando un dinero sin declarar a Hacienda, y las ganas de huir al pueblo se difuminaban poco a poco a medida de que se iba acostumbrando a la ciudad. Ya tenía clientes fijos y algunas vecinas del propio edificio llamaban a la puerta del piso de Carmen cada vez que tenía que asistir a una boda o a algún festejo y necesitaban unos arreglos urgentes.
También podría haber trabajado en el bar, pero le gustaba más su independencia y su propio dinero. Y además, no quería trabajar con José. Mejor cada uno por su lado. No podía olvidar lo mal que se había portado con Carlos y lo absurdo de sus ataques de celos. Ahora que se veían a la hora de comer y luego por la noche, se llevaban mejor, pero nunca volvería a ser lo mismo que antes de aquel fatídico verano. Ocurría como con el florero de porcelana azul que tenía encima del armario, en Viana. Un día se había mellado y ella había pintado el desconchado con mucho cuidado, pero a pesar del esmero de la reparación nunca volvió a recobrar del todo su aspecto original.
38- Un acontecimiento inesperado
De repente murió doña Concha. Fue un acontecimiento inesperado. Desde que José vivía en la calle Lavapiés, solo veía a su madre muy de tarde en tarde. Aquella mujer que llevaba una vida independiente era poco dada a llamar por teléfono. Por las tardes, solía ir a merendar a alguna cafetería con un par de amigas o se reunía en casa de una de ellas a jugar interminables partidas de mus. Se acostaba pronto y llevaba una vida rutinaria y no le gustaba tener que modificar sus hábitos cuando estaba invadida por la familia. No es que no los quisiera, pero le aturdía tener que pensar de repente en organizar comidas y camas, aunque solo fuera para tres personas suplementarias. Cuando estaba sola comía cualquier cosa, sentada en el sofá, mientras veía algún programa de televisión. A su alrededor, las tazas de porcelanas azules que la acompañaban desde que se casó, seguían perfectamente alineadas detrás del cristal del aparador y el florero de la tía Casilda estaba en el centro de la mesita del salón, y nadie introducía el menor caos en el meticuloso orden del piso. Por eso, por el temor al caos, nunca quiso tener ningún animal en casa, ni siquiera cuando se le antojó un perro a José como regalo de su décimo cumpleaños. Ni siquiera un canario. Su amiga, la Pepa, tenía uno que no paraba de salpicar alpiste en la alfombra del salón. Los animales están bien en el campo, decía. Justamente fue la Pepa la que llamó a José aquella tarde del diez de noviembre. La víspera, doña Concha no se había presentado a la partida de cartas y después de esperar media hora, la había llamado al teléfono fijo y luego al móvil sin éxito. La Pepa, que se sentía inquieta, quería saber si le había pasado algo.
José se secó las manos y pasó a la trastienda a por su abrigo.
―Sigue tú sirviendo, le pidió a Wilson, tengo que pasar por casa de mi madre. Se apresuró en dirección al Metro. Con los atascos en las calles sería la forma más rápida de llegar. De camino a la estación, intentó llamarla desde su móvil pero nadie contestó. Se imaginaba ya a su madre tumbada en la cocina, con la cadera rota y sin posibilidad de llamar a nadie. Esa mujer no debería vivir sola; al tener los huesos muy frágiles, le podía pasar cualquier cosa, pero como era tan terca, nunca había aceptado la ayuda de nadie. Sólo iba una vez a la semana una mujer peruana a limpiar los cristales y fregar los suelos bajo la mirada vigilante de doña Concha. El resto de las tareas las hacía ella misma. Así no tengo que ir a un gimnasio, decía; me mantiene ágil quitar el polvo por todos los rincones. No hay nada peor que no moverse.
Lo quisiera o no, José estaba decidido a cambiar las cosas. Pagaría una mujer para que pasase un par de horas al día en compañía de su madre. Un par de horas por la mañana, ya que por la tarde solía estar acompañada por sus amigas.
Llamó al timbre antes de entrar. No se oyó el menor ruido. Al introducir la llave en la cerradura, le temblaba la mano. Solo pudo entreabrir la puerta porque tenía la cadena puesta, y entonces fue cuando se sintió al borde del desmayo.
―Madre, soy yo, José ―gritó varias veces sin obtener respuesta. Tras lo cual salió la vecina del piso de la derecha en el rellano de la escalera. Ella tampoco había visto a doña Concha. Estuvo reflexionando un momento
― Hace por lo menos un par de días que no la veo. Si quieres, pasa por mi balcón.
Los dos pisos tenían balcones colindantes y más de una vez, cuando olvidaban la llave uno de los inquilinos prefería destrozar el cristal de la ventana para poder entrar antes que llamar al cerrajero.
José pasó por encima de la baranda que separaba los dos balcones y tuvo que reconocer que ya no era tan ágil como hacía años, pisó un tiesto con geranios, cuyos tallos aplastados desprendieron un fuerte olor. Dio un golpe en el cristal de la ventana del salón con una de las macetas y pasó la mano para abrir la ventana. En el balcón de al lado, la vecina esperaba expectante. Fue al entrar en el dormitorio cuando José tropezó con el cuerpo de su madre tendido en el suelo, al lado de la cama. Quizás estuviera desmayada. La cogió en brazos y la depositó sobre la cama. Le dio por sacudirla para que volviera en sí, o como si de esta manera la mujer pudiera volver a la vida. No sabía que hacer, si llamar al médico o a la policía. De repente se encontraba desamparado, nunca había imaginado que pudiera pasar por una situación semejante. Que su madre tendría que morirse, desde luego, pero no de esta manera. La última vez que la vio, de eso hacía cuatro días, estaba perfectamente, incluso se había comido un filete de solomillo acompañado de patatas fritas y un buen vaso de vino tinto con mucho apetito. A José, la comida le había dado acidez de estómago, pero ella nunca se tenía que preocupar por la digestión, todo le sentaba bien.
Se quedó de pie e intentó serenarse, pero le temblaban las piernas. Por fin se dirigió al vestíbulo, quitó la cadena y abrió la puerta.
―Está muerta, murmuró.
―Quizás este sólo desmayada ―aventuró la vecina que se encaminó directamente al interior del piso―. No, está muerta, corroboró al reaparecer al final del pasillo. Entra en mi casa y tómate una copa; llamaremos al médico.
Empujó a José hasta la cocina. Una olla a presión chisporroteaba desprendiendo un olor a guiso. Sacó dos copas del aparador y una botella de coñac. José vació el vaso de un trago y ella se lo volvió a llenar. De repente, le resultó raro el olor a guiso mezclado con la muerte. Con la ayuda del alcohol tenía la impresión de flotar en un mundo irreal.
― Si quieres llamo yo ¾dijo la mujer.
Al cuarto de hora, llegó el médico que certifico la defunción.
―Puede que fuera un ataque al corazón, pero habrá que hacerle la autopsia para saber lo que realmente a ocurrido.
A José le desagradó la idea. La habría enterrado sin más, pero no había más remedio que acatar la ley.
Sacó el móvil del bolsillo de su chaqueta y llamó a Carmen.
―Mamá ha muerto ―anunció escuetamente.
Se hizo un breve silencio al final de la línea.
¾¿Cómo que ha muerto tu madre? ¡Si estaba perfectamente! ¾Entonces José tuvo que relatarle lo sucedido, pero a Carmen le resultaba increíble la muerte de su suegra. ―Dentro de un ratito, voy para allá. Tengo a una clienta a medio teñir, no la puedo dejar así; pero tardaré como mucho un cuarto de hora.
―Ha muerto mi suegra, lo siento, tengo que irme. Le voy a aclarar el pelo. Otro día, en cuanto pueda, se lo corto y la peino. No me pague, ya la llamaré. Aclaró el pelo de la señora y se lo secó antes de marcharse.
¿Y ahora qué va a pasar? Un torbellino de ideas se arremolinaba en su cabeza de camino a casa de su suegra. José es hijo único y lo heredará todo: el piso y el bar. Habrá que pensarse muy bien las futuras decisiones.
39- El escaparate de la muerte
En el tanatorio donde estuvo depositado el cadáver después de la autopsia desfilaron las amigas de doña Concha y algunas vecinas de la casa. Formaban pequeños coros cuchicheantes y luego desaparecieron en dirección a la cafetería situada en los sótanos del edificio, un lugar tétrico tapizado de color malva oscuro y falto de luz, que parecía una antesala de la tumba.
A Carmen le resultó raro ver a su suegra detrás de un cristal, en el ataúd inclinado para que pudiera ser contemplada por todo el mundo como si fuera una mercancía expuesta a la venta; parecía un muñeco rodeado de flores en un escaparate; sólo le faltaba la etiqueta con el precio. Ya no tenía nada que ver con la mujer de mucho genio que había conocido. Siempre le pasaba igual con los muertos. No sabía si existía el alma, pero desde luego, después del óbito todos se transforman en absurdos objetos casi irreconocibles.
Ana quiso asistir al entierro de su abuela a pesar de que se negara su padre. Entre lágrimas observó cómo dos hombres subidos a sendas escaleras como malabaristas, introducían el féretro en un nicho alto. Sellaron el hueco con una losa y colgaron la corona de rosas rojas que Carmen había encargado. Este tipo de sepultura le pareció inhumano. ¿Qué hacía allí arriba su abuela? Había vivido siempre en pisos, e incluso muerta seguía igual; nadie podría jamás plantar algunas flores en su tumba. Hoy mismo ella dejaría bien claro que quería ser enterrada en el suelo. No es que tuviera intención de morirse, pero como nunca se sabe, nada más volver a casa se lo especificaría a sus padres. Ni siquiera uno puede morirse a gusto.
Después del entierro volvieron todos al piso de Lavapiés. Ana preparó un café bien cargado y José echó en cada taza, incluso en la de su hija, un chorrillo de coñac.
¿Y ahora qué vais a hacer, preguntó Ana? La idea de volver a vivir en casa de la abuela no le apetecía. Se había acostumbrado a aquel barrio exótico y no le apetecía retornar a zonas más convencionales de la ciudad.
―Ya lo pensaremos más despacio, hoy estamos todos agotados. José, derrumbado en el sofá, estiró las piernas. De repente se sentía desorientado, como vacío, y sin nada que hacer en todo el día.
―Si quieres acuéstate y duerme un rato ―dijo Carmen―; te vendrá bien.
Pero José era incapaz de conciliar el sueño con el torbellino de pensamientos que rondaba en su cerebro.
―Casi preferiría andar. Qué os parece si cogemos el coche y damos un paseo por la sierra.
El aire de las montañas le sentó bien. Algunas cumbres estaban nevadas y hacía un frío que revitalizaba. Comieron en la venta del puerto de Navacerrada y a las cinco emprendieron el regreso a Madrid. Al final del mes de octubre los días eran más cortos y en cuanto bajaba la luz caía un frió húmedo que traspasaba las vestimentas y dejaba el cuerpo aterido.
Aquella caminata en medio del campo los había tranquilizado a todos.
―¿Quién quiere una taza de ColaCao caliente? ―preguntó Ana, nada más volver.
A Carmen le pareció raro que a su hija le apeteciese de repente aquella bebida de chocolate soluble que tomaba de pequeña. Quedaba un bote en el armario que llevaba abierto por lo menos un par de años sin que nadie lo usara. Pero en este momento parecía la única cosa capaz de reconfortar a la familia. Mientras sorbían la bebida caliente, Ana rebuscó en el mueble debajo de la televisión, entre las filas de películas grabadas y, sin preguntar a nadie, puso en el reproductor una de Indiana Jones, con Harrison Ford. Los tres se quedaron apiñados en el sofá mirando cómo aquel actor con cara ambigua de mal genio salía indemne de toda clase de trampas.
Por fin se le habrán acabado las tribulaciones a José, pensó Carmen. Ahora, al tener dinero, quizás no estará tan irascible.
40- Presencia y ausencia
En el piso de doña Concha reinaba un silencio especial. José pasó delante del sillón vacío de su madre y recordó lo que le había contado doña Elvira poco después de quedarse viuda: los muertos no se van, siguen ocupando la casa y son mucho más presentes que antes de fallecer. Y ella había añadido: sigo poniéndole un plato en la mesa a mi marido a la hora de comer. José estuvo a punto de preguntarle si tenía buen apetito, pero no lo hizo.
Volcó sobre el sofá el cajón del aparador donde su madre guardaba las facturas y los papeles importantes, apartó una libreta de ahorros y un talonario de cheques. En un sobre amarillo se amontonaban las facturas: la de la nevera comprada hacía más de diez años, la del televisor y muchas más. No había tirado nada. Acercó la papelera y empezó a llenarla. Cuando volviera a Viana, tiraría también un montón de cosas que no servían para nada. En el fondo del cajón encontró un viejo cuaderno de papel marchito con la letra cuidadosamente trazada; era suyo, de tercero de primaria. Ahí se alineaban sumas, restas y dictados donde bailaban la b y la v con más o menos suerte. Entre las páginas, había un papel suelto con un dibujo a lápices de colores con muchas flores tiesas, un sol de rayos amarillos, y en el centro un corazón rojo. Había trazado, con letra mayusculas: FELIS DÍA DE LA MADRE. ¡Qué zoquete, incluso aquel título tenía falta! A pesar del tiempo transcurrido, nunca le había hablado de aquello. Lo tenía guardado como una reliquia. Estuvo a punto de tirarlo a la papelera, pero miró en derredor y lo volvió a meter dentro del cajón.
Le había encargado a Carmen vaciar la cómoda y el armario del dormitorio. Ella sabría qué hacer con la ropa; lo mejor era regalar la que estaba en buen estado a alguna institución para gente necesitada y tirar el resto. Si querían vivir en este piso que era más holgado que el de Lavapiés, tendrían que deshacerse también de los muebles.
Ana se enfadó; le gustaban el viejo sillón y los muebles pasados de moda, pero José no habría podido cerrar los ojos acostándose en la cama de su madre frente al armario de espejo. O lo cambiaba todo, o se quedaban en Lavapiés.
―Por lo menos, ¿se quedarán las tazas azules? ―, preguntó Ana¾. No quiero tirar todo lo de mi abuela. ¾Mientras tanto iba sacando los pocos libros de una estantería al lado del aparador¾. No me la imagino leyendo este libro ¿Qué os parece? : San Antonio, vida y milagros.
Cuando lo tiró al suelo, al montón de los objetos inservibles, la tapa se abrió y dejo escapar un fajo de billetes.
¾¡Aleluya! ¡Los milagros de san Antonio! ¾gritó gesticulando, pero en seguida se tapó la boca con la mano como avergonzada.
¾Son tres cientos euros ―dijo Carmen después de contar los billetes¾ Yo guardo el dinero en el armario, debajo de las sábanas ¾. Hija, te puedes quedar con lo que quieras, incluso con eso.
Ana sacó una gran maleta marrón del cuarto trastero al final de pasillo y empezó a llenarla con el tapete de ganchillo del velador del salón, un pastor con dos ovejas de porcelana que le gustaban mucho de pequeña, y descolgó el cuadro con la iglesia en cuyo campanario un reloj de verdad estaba incrustado. Lo envolvió con unos cartones. En su infancia, le parecía el mejor tesoro de la casa. Estaba en la pared el dormitorio de su abuela desde tiempo inmemorial. Se le daba cuerda con un llavín de latón y un carillón melodioso daba las horas, pero estaba condenado al silencio desde años atrás en que los vecinos del piso de arriba se habían quejado de las doce campanadas a media noche. Quizá fuera una horterada, pero en ella resucitaba momentos felices de su niñez. Luego, se probó un par de zapatos de su abuela que también fueron a parar dentro de la maleta.
― ¿Para qué los quieres? ―preguntó Carmen ―. Son de señora mayor y además están deformados.
―A mí me gustan; me los pondré con los vaqueros. Solía mezclar prendas muy dispares en su atuendo con un resultado gracioso que resaltaba su aspecto juvenil.
Para deshacerse del mobiliario, pusieron unos anuncios en periódicos de compra venta y en Internet, y regalaron una batidora y unos cuantos objetos a Marcela, que miró con envidia el armario del dormitorio con sus lunas biseladas, pero como vivía en un sitio tan diminuto, no cabría. Después de un mes no habían conseguido vender casi nada. Los muebles eran oscuros y pesados y nadie los quería. Y al final tuvieron que recurrir a un chamarilero que se los llevo casi gratis. Cuando llegó el camión para la mudanza, Ana se fue al cine par no presenciar el vaciado de la casa. Así se deshicieron del salón y del dormitorio de doña Concha. La cocina, de momento, se podía utilizar tal cual. Sólo quedaba el dormitorio de José y era cosa de su dueño, y un trastero donde se acumulaban unos baúles, un antiguo tocadiscos y un sinfín de objetos inservibles.
41- Escueta felicidad
En el bar, El Dos Corazones, Wilson silbaba mientras limpiaba el mostrador. Se sentía feliz a pesar de la lluvia que repiqueteaba con fuerza en la acera y le obligaba a limpiar repetidamente la entrada del establecimiento. Desde la muerte de doña Concha, tanto él como Marcela y Hefesto habían temido el cierre del bar y la pérdida del empleo, así que ahora respiraban aliviados después de enterarse por José que Carmen se quedaba en Madrid y que todo seguiría igual. Pasó un paño por la grifería hasta que estuvo reluciente. Le habría gustado celebrarlo, pero no sería decente después de la muerte de la madre de José. Su madre, a él, no le había dejado nada; sólo un par de hermanos más jóvenes que dependían de su sueldo. Ya se había traído a uno a España y seguía ahorrando para traerse al último. Si algún día fuera lo bastante rico, regresaría a Ecuador para construirse una casa pequeña y montar una tienda de comestibles. Entonces, se casaría. Aquí, había muchas chicas deseosas de salir con él, pero aunque le gustase alguna, no quería gastar el dinero en diversiones.
Entraron cuatro hombres de mediana edad, con los paraguas chorreando, y se sacudieron como perros mojados.
―¡Vaya tiempo! ―, exclamó uno con la calva reluciente.
Acodados en la barra, pidieron un café con coñac; comentaban acaloradamente el último partido entre el Atlético de Madrid y el Barça mientras los paraguas adosados a la barra desparramaban charcos de agua en el suelo. El chispazo de un rayo seguido de un potente estruendo, iluminó la calle.
―Habrá caído aquí cerca― comentó una mujer rechoncha que se aprestaba a salir. Esperaré un rato. A mí, las tormentas me dan pánico. Se volvió a sentar a una mesa, lo más alejado posible de la calle, y pidió un whisky para reconfortarse.
―On the rock ― anunció Wilson― al verter el líquido dorado sobre los cubitos de hielo. Y depositó un platito con un par de arrumacos al lado del vaso. Regalo de la casa ―añadió.
¡ Ahora hablas inglés! ― exclamó la mujer divertida. Y gracias por el obsequio. Empezó a mordisquear los pasteles despacio.
―A nosotros no nos regala nada, somos demasiado feos ―dijo el calvo entre dos sorbos de café, riéndose y mirando a la mujer. Los cuatro hombres apuraron sus tazas y desaparecieron calle arriba con los paraguas abiertos como extrañas flores negras.
La mujer esperó pacientemente hasta que terminó el chaparrón. De repente salió un rayo de sol, pero seguían cayendo fríos goterones de los tejados.
42- Una vida llena de ilusión
Pasaron tres semanas hasta que el marido de Marcela con otros dos compatriotas terminaron de remozar y pintar el piso de doña Concha. Así, vacío y blanco, parecía más grande. José alquiló una furgoneta y trasladaron la cama de matrimonio y algunos muebles más que habían comprado para el piso de Lavapiés. Ana fue a ver a doña Rosa y la convenció que la dejara compartir aquella casa con una compañera de trabajo, Teresa, una chica alta algo mayor que ella. Es una chica formal, aseguró. Pagarían el mismo precio de alquiler que sus padres. Después de hablar con José, doña Rosa aceptó. Ese dinero como caído del cielo que recibía cada mes compensaba la escueta pensión de viudedad que le pagaba el gobierno. Sólo hizo prometer a Ana que no creara conflictos con los vecinos con la música a todo volumen, como solían hacerlo los jovenzuelos. Ana prometió todo lo que quiso, pero en aquel barrio con tanta algarabía, donde todo el mundo hablaba a gritos en todos los idiomas, era poco probable que la gente protestara por una música con demasiado volumen. Más bien, todos parecían odiar el silencio.
Carmen se tuvo que hacer a la idea; su hija era demasiado independiente para seguir viviendo con ellos. Dentro de todo, estaría cerca y no la iba perder de vista.
Aquella tarde en que José le entregó las llaves del piso de Lavapiés, Ana daba brincos de alegría. Sacó los tesoros de la maleta marrón y puso una escarpia en la pared del salón para colgar el cuadro con el reloj. Debajo pondría el mueble- cama de su padre que le serviría de sofá. Buscó el llavín y empezó a dar cuerda al reloj del campanario. Quizás debería engrasarlo un poco, pensó, al oír los inquietantes crujidos que se producían en su interior, pero después de sacudirlo bruscamente se puso a funcionar con un tictac como el latido de un corazón. Lo puso en hora y espero el carillón de las cinco. Desde luego, de aquí en adelante lo dejaría sonar.
43- Desesperación
Hacía una semana que José había recibido una llamada telefónica anunciándole la llegada a Madrid de su amigo Roberto, un compañero de trabajo en la fábrica de Viana. Carmen propuso alojarle en el antiguo cuarto de su marido, desocupado desde que Ana se quedase a vivir en Lavapiés.
Los dos hombres, de edad parecida, habían compartido no sólo el trabajo en la fábrica sino numerosas partidas de caza en los bosquecillos que rodeaban Logroño. A Roberto, su destreza para detectar las huellas de los animales le había valido el apodo de: El Indio.
Y ahora, El Indio estaba sentado en el salón, apurando una copa de oporto antes de cenar. El pelo más canoso que hacía un año cuando José lo había visto por última vez. Muy desanimado, les contó que desde el cierre de la fábrica, aparte de cultivar la huerta, se había inscrito en el paro y que nunca le llamaban. Ya no podía cobrar el subsidio por desempleo y no iba vivir a costa de sus hijos. Blanca, la hija, estaba de dependienta en un supermercado y ahorraba para casarse el próximo otoño y el chico tenía un modesto sueldo de peón de albañil. En cuanto a Puri, su mujer, limpiaba por la tarde en la escuela. Sólo él no trabajaba. Así que lo único que le quedaba por hacer, si no encontraba nada, era pegarse un tiro, ya que se había vuelto un ser inútil y un estorbo para la sociedad.
Carmen le volvió a llenar el vaso al mismo tiempo que le regañaba:
− No digas tonterías, a tu mujer eso la destrozaría. Si todos han vivido a tu costa durante años, ya es hora de que trabajen ellos. No hay que ser tan soberbio. Quédate aquí el tiempo necesario. Seguro que en Madrid encontrarás más oportunidades que en Viana o en Logroño.
Se fue a rebuscar en el cajón del armario de la cocina y le entregó un manojo de llaves de la casa−. Así podrás entrar y salir, porque mañana por la mañana no estaremos. Iba a decir: porque mañana tenemos que ir a trabajar, pero le dio reparo.
El gato se puso a maullar en el balcón.
¾Anda, os habéis traído al animal. ¡Resulta raro encontrarlo aquí!
¾Creo que a él también le resulta extraño ¾dijo José¾, no para de entrar y salir y no acaba de encontrar su sitio; lo mismo que nosotros.
Roberto tenía cita al día siguiente en una oficina de la calle Velázquez que reclutaba personal de limpieza y camareros para buques de pasajeros. Pagaban bien, según le habían dicho, porque tendría que vivir unos meses en el barco. Estaba dispuesto a aceptar cualquier cosa con tal de no soportar por más tiempo estar de brazos cruzados.
− Tú, por lo menos, tuviste suerte con el bar de tu padre. Y ahora, has heredado este piso.
Miró alrededor con envidia.
José preguntó por otros compañeros. Los más jóvenes se habían marchado del pueblo probando suerte en otra parte, uno incluso se afincó en Rumania, siguiendo a la fábrica, y conservó su puesto de trabajo, aunque por la mitad de su antiguo sueldo, pero contó, una vez que volvió de vacaciones, que allí la vida era muy barata y que se iba a casar con una muchacha rubia que poseía un caserón al lado de un bosque.
Después de cenar, los dos hombres se quedaron charlando hasta tarde.
Una vez acostado, José no podía conciliar el sueño. Daba vueltas y más vueltas en la cama.
− A ver si te estás quieto −se quejó Carmen − ¿Qué te pasa?
“ ¿Qué me pasa?”. Eso mismo se preguntaba José.
−Me duele el estómago. Será el oporto
“Debería estar contento; no me va tan mal”, pensó. Sin embargo, sentía una profunda insatisfacción como si la vida fuera agua escapándose entre los dedos.
44- Peligros modernos
Ana cogió el bolso y salió a la calle después de dar dos vueltas con la llave en la cerradura del piso. Siempre le producía satisfacción este gesto al sentirse dueña del piso, aunque, en realidad, no era suyo. Se alejó en dirección al metro; había quedado con Teresa en el andén de la estación de Sol.
En el vagón del metro no quedaban asientos libres. Las dos mujeres se agarraron a la barra del techo.
―Así no olvidaremos nuestra procedencia del mono ―dijo Teresa―. ¿Crees que vendrá?
Era un día emocionante, Teresa llevaba más de dos meses chateando con Mario, un hombre de cuarenta y tres años y se habían citado aquel día en una cafetería del centro donde se daría a conocer.
¡Si está coladito por ti! ―contestó Ana ― Seguro que lleva media hora esperándote. No hay más que leer los mensajes que te manda. Este tío está enamoradísimo.
Con la mano libre, Teresa sacó un pequeño espejo del bolso. Se alisó un mechón de pelo castaño que se levantaba sobre su cabeza como un cuerno y estiró la piel debajo del párpado derecho. Tenía treinta y cinco años y ya se le iban formando unos círculos oscuros debajo de los ojos. Había dormido mal y se le notaba. Una cosa era chatear con Mario y otra acudir a una cita con él, cuando ni siquiera le había mandado una foto.
―Estoy muy fea ―se lamentó. Todo eso es una locura; y además, ni siquiera lo conozco. Podríamos bajarnos en la próxima estación e irnos al cine. ¿Qué te parece?
―Ni hablar. ¡Si estás guapísima! ¡Qué más quisiera yo que ser así de alta y de delgada, y tener a un tío que me mandara esos mensajes! ―-. Ana, de buen humor sonrió. Como le mandaste la foto de tu hermana no te reconocerá, así que podremos darnos media vuelta si no nos gusta. ¿Tienes la revista?
Por la mañana, Teresa había comprado El mundo del motor y ahora la tenía escondida en el bolso. Ambos habían acordado llevarla en la mano para darse a conocer.
Salieron a la plaza.
― Allí está el café, en la acera de enfrente¾, señaló Ana¾. Y no te hagas la remolona. Después de cruzar, empujó la puerta con decisión. Sin mirar a derecha ni a izquierda, las dos mujeres se sentaron a una mesa al fondo del local, un sitio cómodo para vigilar la puerta. Con discreción, Teresa miró su reloj, eran las cinco y cuarto; quince minutos de retraso.
―¿Ves algo? ―le preguntó a Ana. ¿Crees que se habrá marchado? Sólo una docena de mesas estaban ocupadas. Era tarde para el café de sobremesa y demasiado temprano para merendar.
―¡Qué va! Se muere de ganas de conocerte, de esto puedes estar segura. Creo que sé quién es ―le susurró Ana después de observar la sala. Mira al tipo sentado al lado del ficus. Teresa levantó la vista. Aquel hombre no paraba de consultar el reloj, el codo derecho apoyado en un portafolio, y echaba miradas impacientes en dirección a la puerta. Tendría unos cuarenta años, supuso, y este cuco tendría la revista guardada en el portafolio. ¡No se querrá arriesgar! Suspiró de alivio al ver que era un ser corriente, de rasgos regulares y pelo moreno cortado al cepillo, ni guapo ni feo y, a Dios gracias, no llevaba ningún piercing a la vista, ni pendientes en las orejas. Había abrigado muchos temores en cuento a su aspecto.
Teresa sacó El mundo del motor del bolso y la depositó con decisión sobre la mesa.
―¿Qué van a tomar? ―, preguntó el camarero, un tipo muy flaco de largas piernas y con una gran nariz curva y picuda como el pico de un flamenco.
―Dos tónicas con hielo.
El hombre acercó sus ojos redondos de ave a la portada de la revista.
―Si me permite una pregunta ¿de verdad lee esas cosas? No lo comprendo; usted es la tercera mujer que veo aquí hoy con esta revista. La rubia de la mesa de la esquina la tiene, y otra más. Ayer también vinieron dos con la misma. ¿Rifan algo interesante?
A Ana le entró un irreprimible ataque de risa que le puso la cara colorada. Me estoy meando ―dijo― y al mismo tiempo que se secaba las lágrimas desapareció hacia los lavabos. Teresa se sentía traicionada; llevaba un par de meses contando todos sus secretos a aquel desconocido y ahora se mofaba de ella de esta forma tan cruel. Si estaba acechándola en algún rincón de la sala, no tendría el placer de verla llorar. Guardó apresuradamente la revista en el bolso y sacó el monedero para abonar las consumiciones. En la mesa, chisporroteaban las burbujas en los vasos de tónica donde se desmoronaban los cubitos de hielo.
El hombre al lado del ficus se había levantado al entrar una joven. Hizo un gesto señalando el reloj mientras la ayudaba a quitarse un lujoso abrigo de piel. Ella, desde luego, sólo llevaba un bolso marrón en la mano.
―Perdona ―se excusó Ana al volver―. No quería reírme, es algo nervioso―. Y nada más decir eso le entró otro ataque. Se bebió un trago de tónica entre hipos antes de ponerse la chaqueta―. ¿No dejamos propina?
―No tengo ninguna sardina que echarle a este pajarraco de camarero ―replicó Teresa con rencor al alejarse muy erguida en dirección a la puerta. Ese tío se ríe de nosotras. Seguro que se ha montado él todo el tinglado. Lo odio.
Ana tuvo que sacar un pañuelo del bolso para secarse los ojos después de tanta risa. Agarró a su amiga del brazo y la arrastró hasta una heladería.
¾Olvídate de este mamarracho, no merece la pena. Todos esos tipos, en Internet, intentan engañar. Si podían ligar normalmente, no tendrían que recurrir a la Red. ¡Algo les pasa! ¾dijo antes de pasar la lengua sobre la crema verde del helado de pistacho.
45- Un amigo
Cuando empezó la temporada de caza, Ricardo llamó a su amigo José. Concertaron una cita en el pueblo para el primero de noviembre. En esta fecha, Roberto, que había encontrado un puesto de vigilante nocturno en una nave industrial de Logroño, disfrutaría de unos días de vacaciones. El día de la cacería, pasaría a recogerle con el coche y un par de escopetas. Como había podido observar en sus paseos por el campo, detrás del viñedo del tío Paco, había un bosquecillo de robles y matorrales donde abundaban los conejos y algunas perdices.
A José le apetecía volver a Viana por unos días, pero le remordía la conciencia por tener que dejar el trabajo del bar a sus compañeros, debido a la escasez de empleados.
−Véte −le animó Carmen−. Conviene echarle un vistazo a la casa, por si pasa algo, y así podrás traerme el edredón azul; ése que tanto le gustaba al gato. Te puedo sustituir en el bar unos días, eso es la es ventaja de mi trabajo aquí. Últimamente, estás un poco mustio y te levantará el ánimo.
El treinta y uno de octubre, José cargó la bolsa de viaje en el maletero del coche y se despidió de su mujer.
−Esta vez, procura no distraerte − le recomendó al despedirse con un beso. No quiero volver a visitarte en un hospital.
Cuando, al final de la tarde, José entró en su antiguo hogar, olía a humedad, y el frío le hizo tiritar. Con algunas piñas y unos tarugos de pino que quedaban en una cesta, preparó un fuego en la chimenea, pero después de varios intentos para que ardiera, tuvo que sacrificar el periódico que traía debajo del brazo aun sin leer, para que las piñas húmedas se prendieran en medio de un espeso humo. Por fin, el fuego empezó a chisporrotear. Arrimó la silla y extendió las manos para calentarse mientras las llamas proyectaban sombras que bailaban sobre las paredes y se expandía el olor a resina. Sin gran parte de los muebles y de los cuadros, que ahora estaban en Madrid, el piso, tan acogedor en otros tiempos, le recordó a su madre muerta. Por lo visto, las casas también pueden ser cadáveres, pensó: tiesas, impersonales y gélidas. El salón parecía más grande desde que el sofá había desaparecido y, en su lugar, quedaba un espacio más claro en la pared.
“Si me quedo tres días le daré una mano de pintura a esta habitación”, decidió.
Con el móvil, llamó a Roberto. Le contestó la Puri diciéndole que su marido estaba en el cobertizo engrasando las escopetas. No quiso distraerle de una ocupación tan importante, pero aceptó gustoso la invitación a cenar. Antes de salir, puso un par de leños suplementarios en la chimenea para templar el ambiente y buscó en la despensa una botella de vino tinto para llevar. Sólo quedaban dos de Cune, más bien gélidas.
En el rellano, nada más dar una vuelta a la llave en la cerradura, le llegó el sonido de la televisión en casa de Carlos. Se quedó un instante dubitativo.
“Lo correcto sería llamar para saludarle”, pensó. Hasta levantó el dedo para presionar el timbre, pero, después se encogió de hombros de hombros y bajo la escalera saltando los peldaños de dos en dos.
José no quiso coger el coche para ir hasta la casa de Roberto que lindaba con el campo. Después del viaje le apetecía estirar las piernas, andar por las calles desiertas y respirar el aroma a fuego de leña del pueblo. Cuando llegó a la cancela de hierro y tocó la campanilla. La perra, Canela, se puso a ladrar como una loca.
¾Canela, tonta, si soy yo, ya ni me reconoces.
El animal, al oír el sonido de su voz, agitó el rabo y se puso a gemir haciendo carantoñas.
¾¡Hay que ver! Vienes tan poco por aquí que la perra ni te reconoce. Y yo tampoco¾ , se rió Roberto al abrir la verja.¾ ¡Cuánto me alegró de verte!
Los guijarros crujían bajo sus zapatos mientras caminaban ambos hacia la casa. En la noche húmeda, media luna borrosa asomaba entre nubarrones. Los dos hombres inquietos miraron al cielo.
¾¿Crees que mañana lloverá?¾, preguntó José.
¾Podría ser, pero de todas formas iremos. ¿No te parece?
¾Desde luego. No he venido hasta aquí para quedarme en casa.
46- Dos cazadores distraídos
Los tres perros se adentraban entre la maleza que rodeaba el riachuelo. Eran animales pequeños, movedizos y sin raza; desaparecían entre las zarzas levantando mirlos y urracas chillonas. De repente, en la ladera del barranco, la carrera de un conejo hizo rodar una piedra. Roberto apoyó la escopeta en su hombro, levantó el cañón con rápido movimiento, y el estruendo de los tiros sacudió el valle. Entonces, el trasero blanco del animal efectuó una extraña pirueta en el aire antes de que cayese muerto entre las matas de tomillo. Acto seguido, otro se precipitó ladera abajo y desapareció en el hueco de una cerca de piedra. José ni se movió.
¾Este se ha librado. Lo dejaremos envejecer... Se puede decir que a nosotros también nos han pegado un buen tiro con lo de la fábrica. ¿No te parece? Nos han dejado moribundos.
“Tendrá razón ese tipo que tanto me fastidia, aquel borracho del que te hable ¾dijo José¾
“Siempre repite que la vida es una enfermedad... una enfermedad incurable.
¾¡Y tanto! Como todos podemos comprobar ¾ se rió Roberto. Pero lo nuestro es más bien una enfermedad crónica: no podemos mejorar, nos mantenemos a flote con el agua al cuello, pero tampoco nos hundimos del todo. Tu y yo, estamos viejos. Parece que ya no servimos para nada.
Silbó para llamar a los perros, mientras los dos hombres se encaminaban hacía la presa caída, vadeando el arroyo,
A José, aquel animalito muerto, de piel cálida, le recordó el atropello del zorro y se sintió incómodo.
¾¿Qué te parece si tomamos un trago?¾propusó Roberto.
Los dos hombres se sentaron en el suelo, al pie de una encina. Olía a humus. Oscuros nubarrones ocultaban el sol. Cuando José levantó la bota y echo un trago, el chorro de vino le salpicó la barbilla.
¾ Ya no sé ni beber de este chisme ¾dijo secándose el rostro con el dorso de la mano.
Los perros, sentados en derredor, vigilaban el vaivén de los bocadillos.
¾Sin embargo, ahora no me va mal del todo¾ comentó Roberto mientras cortaba rodajas de chorizo con la navaja¾. No es que me guste trabajar de noche, pero, por lo menos, no me siento tan inútil. Además, me permite ir de caza y cuidar de la huerta. No sabría vivir en la ciudad.
“¿Te acuerdas de aquel barco? No sé ni como se me ocurrió presentarme para camarero. ¿Que haría yo en medio del mar?
Los dos hombres se echaron a reír.
¾Aunque nunca se sabe. Mira Carmen, ¡bien que se ha acostumbrado a Madrid¡ Al principio, no quería saber nada de dejar el pueblo.
Un goterón de lluvia se estampó en la frente de Roberto, así que ambos se apresuraron a guardar el resto de los víveres en el morral, para luego adentrarse en el camino de regreso. Hacía frío.
El cielo plomizo amenazaba nieve.
Cuando llegaron al coche, jirones de niebla, suspendidos como velos sobre el lecho del arroyo, engullían parte del paisaje.