1- Muerte súbita 2- La unión hace la fuerza 3- Curri Culum 4- Un extraño vehículo 5- Un viaje agitado6- Frustración;  7- ¿Adónde van los ángeles? 8- Una espera incómoda 9- Una misión que cumplir 10- Nuevo Olimpo 11- Un cálido recibimiento 12- Por fin sepultado 13- No pequéis 14- Lorenzo García de la Verdevega 15- La abuela Lily 16- El recién llegado 17- Una túnica nueva 18- Ante el tribunal 19- El Gran Hacedor 20- El oráculo de Trofonio 21- Centro de acogida22- A la caza de un morueco;  23- Venganza 24- Un juego peligroso 25- Un paseo por Labadea 26- Garcia de la Verdevega ; 27- Alucinaciones en Ginebra ; 28- El dia del Amor ; 29- De vuelta hacia Nuevo Olimpo ; 30- En Ginebra ; 31- Residencia Nuevo Olimpo ;  32- Hotel du Lac ; 33- Un constante ir y venir ; 34- Reencuentro ; 35- Dilema ; 36- Un penoso Renacer

 

   1- Muerte súbita

 

El último martes de enero, a las seis de la tarde, yo, Rose Dupont, morí.

No me lo esperaba. Un infarto de miocardio según explicaron los médicos del Samur a Juan, mi marido. Había caído fulminada en la acera, delante de mi casa. Poco después vi cómo mi cuerpo brincaba sobre la camilla cada vez que los facultativos lo sometían a descargas eléctricas en un vano intento por reanimarlo. Mi espíritu flotaba ya a ras de techo y no estaba por la labor de regresar. ¿Para qué? ¡Para tener que morirme una segunda vez y quién sabe en qué condiciones! No quería arrastrar durante meses un cáncer, o cualquier otra enfermedad horrorosa. Y además, tenía un montón de ropa para planchar y la comida sin hacer.

Al morirme por primera vez no sabía cómo comportarme. En el antiguo Egipto se grababa en las paredes de las tumbas el Libro de los Muertos, una especie de manual del usuario, con los pasos a seguir, pero nuestro gobierno solo se preocupa de recaudar impuestos, para luego dejarnos tirados sin un céntimo y sin casa, y que se las arregle cada cual como pueda, incluso en el más allá.

Así que, revoloteando, acompañé a mi cuerpo hasta el tanatorio, porque esto le debía después de haberme alojado durante sesenta y dos años.

Asistí con mucho interés a la elección del ataúd por parte de mis familiares, bueno, de mi marido, y a la preparación de mi cadáver. Mi hija Isabel estaba embarazada y demasiado llorosa y como para tener que estar preocupándose de estos menesteres y asistir al entierro. Apenas le faltaba dos meses para salir de cuentas. Era una pena, no iba a conocer a mi nieta, pero por otra parte la llegada de ese pequeño ser la ayudaría a superar el duelo.

Contemplé como la maquilladora extendía un fondo de polvo rosado sobre mi rostro, para luego pintarme los labios y repasarme las cejas con la ayuda de un pincelito. Me recortó las puntas del pelo y me fijó el flequillo con laca. Al terminar, se enderezó y miró satisfecha el resultado. Debía de parecer más viva que cuando estaba viva, al constatar la expresión de asombro de mis deudos al asomarse al féretro. De haber podido hacerlo la habría felicitado.

«¡Qué pena no haberla conocido antes de mi defunción!»

 Después de morir, me sentía como una mariposa invisible cuya crisálida vacía yacía en un ataúd abierto. Nunca había estado tan bien peinada y maquillada, ni siquiera el día de mi boda. Detrás de un cristal, e iluminada, debía parecer un regalo en un escaparate.

« ¿Qué harán con esta vieja piel? ¿Quemarla? ¿Enterrarla?», me pregunté.

         Me habría gustado avisar a mis familiares y a mis amigos, de que no era este despojo, que no tenían por qué  llorar sino alegrase porque de aquí en adelante iba a gozar de una libertad eterna, sin duda

Luís Dubois, mi yerno, se inclinó sobre mi ataúd. Me observaba.

–Hola, Rose. ¡Así que esto tenemos! ¡Vaya faena!–murmuró.

 Intenté sonreírle,  pero este cuerpo ya no me pertenecía y mi rostro no se inmutó.

 Luis es un buen chico. Es curioso, también tiene apellido francés porque su abuelo paterno era de Avignon. Creo que cuidará bien de Isabel. Al observarle desde el techo donde flotaba mi ectoplasma, descubrí que había perdido pelo en la parte alta del cráneo.

Mi marido se había puesto la vieja corbata negra, un poco arrugada, la de los funerales. Debía de haber olvidado como se hace el nudo porque la llevaba bastante torcida. Desde luego, no estaba muy lloroso. Iba bien acompañado por nuestros amigos.

El tanatorio del norte de Madrid es grande y hay un desfile constante de deudos. Me agobiaba tanta gente, así que decidí marcharme a una sala vacía para poder reflexionar en paz.

Sola, alejada del barullo, intentaba recordar todo lo que había leído sobre el más allá. Era tarde para arrepentirme, pero tuve que reconocer que no había prestado mucha atención al tema. En mi mente había un batiburrillo indescriptible donde se mezclaban, entre otros, unos egipcios remando, Zeus en el Olimpo, el Nirvana y una serpiente emplumada. Todo eso pertenecía al pasado lejano. A mí no me concernía, porque había vivido en el siglo veintiuno. Según los cristianos, que eran los que me había rodeado, iba a tener cuatro opciones después del juicio divino. Nadie  sabía cuándo tendría lugar. Aquí, en el más allá,  los juzgados debían de estar todavía más atascados que en España, dado el número de defunciones cada día en el planeta, aún sin contar las guerras.

Según lo que predicaban los curas, aunque no podía asegurarlo porque quizás no estaba al tanto de novedades, me podían mandar al paraíso, al purgatorio, al infierno, o en último caso al limbo, aunque este último parece que había sido borrado de un plumazo por algún Papa.

 Al paraíso desde luego que no, porque ni siquiera estaba bautizada y por algunos otros motivos que es mejor callar.

Al purgatorio; suena muy mal, como a aceite de ricino, algo laxante y de sabor asqueroso. No creía en Dios ni en los pecados. No podía arrepentirme de algo que para mí no tenía sentido. Si me enviaban allí, recurriría. Tendría la eternidad por delante, no me importaba esperar. En el mundo de los vivos ya estábamos entrenados a esperar una eternidad la celebración de los juicios, así que no cambiaría gran cosa.

¿Qué me quedaba? El infierno, que debía  de estar superpoblado, igual que las cárceles.

El limbo era lo mío. Si antes del decreto papal el limbo existía, puede que no estuviera borrado del todo. Dicen que el Papa es infalible, entonces vaya líos: ¿existía o no existía el limbo? Durante años se afirmó su existencia: un sitio aséptico, donde se agrupaban a los recién nacidos sin bautizar. ¿Irían allí también los espíritus de los animales?

Sí, el limbo me parecía aceptable. Pero no iba a ser yo quien decida.

Mientras tanto aquí en el tanatorio todo seguía igual. No pasaba nada.

Desde luego, no me iba quedar eternamente aburrida, oyendo los cuchicheos de mis allegados. Miraba en derredor en busca del famoso túnel con la luz al fondo donde, parece ser, se dirigen todos los que acaban de morir, pero nada de nada. Claro que los que cuentan esto no están muertos de verdad. Quizás sea un túnel de regreso.

Lo que son las costumbres, si hubiera tenido un cuerpo me habría sentado en un rincón, cruzada de brazos.

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  2- La unión hace la fuerza

 

De repente un remolino de aire fresco me arrastró. Como si pasara algún pájaro grande. ¿Y si fuera el ángel encargado de recoger a los difuntos? ¡Un guía celestial! Una onda de nerviosismo me agitó. No sabía si estaba presentable así que eché una mirada furtiva al espejo de la sala. Pero, por mucho que me agité, me ignoró.

−Soy Roberto − me anunció el joven espíritu que frenó en seco al llegar a mi lado. Por lo visto había sido él el causante del remolino−. Qué guay, acabo de atravesar la pared.  Basta con pensar en algún sitio adonde quieres ir y se llega allí de inmediato.

−Tejado del edificio −dije, sin acordarme de mi propensión al vértigo.

Al principio desconfié. Tenía todavía un miedo atávico a estamparme contra la pared. Tendré que acostumbrarse a estos nuevos poderes.

Protegidos del viento, detrás de una chimenea, estuvimos contemplando el anochecer. Amenaza lluvia. Unos nubarrones oscuros tapaban a ratos la Luna. Un búho planeaba en busca de alguna presa. Parece que nos observaba con sus grandes ojos redondos.

−¿Crees que nos ve? ¿Y si nos tragase? −pregunté.

Un estremecimiento sacudió mí no-ser. Desde luego, no éramos muy nutritivos, seriamos un simple aperitivo nouvelle cuisine.

−Si quisiéramos no tardaríamos ni un segundo en llegar a la Luna −, me propuso Roberto, deseoso de alejarse del tanatorio, lejos de los sollozos de su madre.

Ha muerto a los veintidós años en un accidente de moto y su cadáver yace en sala contigua a la mía.

Me apetecía ir a la Luna,  pero ¿y si venían a buscarnos mientras tanto?, aunque no tardaríamos casi nada en ir y volver.

 En el tanatorio había  muchos difuntos cuyos ectoplasmas vagaban de un lado a otro desorientados; pensé que lo mejor era juntarnos unos cuantos para hacernos compañía.

 Después de recorrer varias salas del  tanatorio fuimos formando un grupo variopinto. Una tropa de turistas dispuestos a viajar por el más allá. Éramos siete, y no queríamos más socios, porque −iba a añadir− las muchedumbres acaban complicándote la vida. Aun así, nada más empezar, ya se formaron facciones. Carmen, que murió a los ochenta y seis años, se había aliado en seguida con el cura de la sala veintitrés y se alejaba lo más que podía del ahorcado. También se había unido a nosotros Adelaida, una cantante joven, del grupo Sol Radiante, fallecida de una sobredosis. Hacía tiempo que había dejado de interesarme ese tipo de espectáculo y tuve que reconocer que ignoraba su existencia. Roberto recordaba haber asistido a uno de sus conciertos en el Palacio de los Deportes, en Madrid. Estaba entusiasmado con el encuentro y le explicó que en su dormitorio quedaban  unos CDs con sus canciones más famosas. Los dos se pusieron a tararear.

Al último no lo habíamos invitado a sumarse al grupo, pero lo hizo motu proprio, era un tipo tan gordo que casi no cabía en su ataúd, un político: Don Lorenzo García de la Verdevega. Por la sala donde reposaba no paraban de desfilar tipos importantes. A algunos los reconocí por haberles visto en la televisión.

Me presenté a los demás: soy Rose Dupont. No quise dar más explicaciones. Al fin y al cabo, solo éramos un grupo de difuntos y no sabía si llegaríamos a ser amigos. Además, probablemente acabaríamos en lugares distintos.

−¡Ah! −exclamó Roberto−. Eres francesa. Ya me parecía a mí que tenías un deje raro al expresarte.

A pesar de haber vivido muchos años en España todavía me resultaba difícil aceptar la costumbre de tutear a casi todo el mundo. En cuanto a mi acento, me lo temía, por lo visto lo iba a arrastrar por los siglos de los siglos, incluso post mortem. Siempre había sospechado que era incurable.

Bartolomé, el ahorcado, no era muy locuaz. Respetábamos su silencio. Nos habíamos enterado de su hazaña a través de los cuchicheos de sus deudos, en la sala donde lo velaban.

−Lo más sensato −propuso Carmen, con el rosario colgado del cuello para no perderlo− sería esperar todos en la capilla... Menos éste que es un suicida.

El ahorcado no replicó, se quedó pegado al techo sin moverse; parecía que todo le daba igual.

Me temí lo peor, apenas estábamos muertos y ya se desataban los conflictos.

−¿Qué le parece la expresión "descanse en paz", señor cura? –le pregunté al prelado.

−Paco. Me llamo Paco. Rezad y tened paciencia, Dios es misericordioso.

Decidimos no quedarnos en la capilla porque estaba invadida por familiares llorosos.

−Todos al tejado. Allí estaremos tranquilos −ordenó Roberto.

Carmen estaba indecisa. Nos explicó que tenía mucha artrosis y que se desplazaba con la ayuda de un bastón. No se creía capaz de seguirnos.

         −En el cielo ya no hay artrosis, − le aseguró Paco.

−Pero si va al infierno será otro cantar.

Era la primera vez que hablaba el ahorcado. Tenía la voz ronca. Era incómodo tener a ese tipo mudo pegado al techo como una araña en su tela. Se llamaba Bartolomé. Sus amigos le llamarían Bartolo, supuse. No sabía por qué aquí no se solía llamar a la gente por su nombre. A mí me parecía más bonito Manuel que Manolo, o Francisco que Paco.

−Prueba a atravesar la pared. ¡Verás qué guay! Te acompañaré –dijo Roberto.

Trataba a Carmen como si fuera su abuela. Los dos desaparecieron lentamente a través del tabique.

Después de aquella prueba la mujer se había convencido y volamos raudos, cruzando techos, hasta la antena de televisión del tejado. Don Lorenzo García de la Verdevega no quiso acompañarnos. No hace más que entrar y salir de la sala donde reposaba su cadáver. Quería enterarse de las maquinaciones de sus ex-esposas, según nos explicó. Había dejado una gran fortuna. También pensaba asistir a su sepelio, ver quién se presentaba y quién no.

Antes de separarnos Paco había intentado disuadirlo.

−Ahora, qué más da lo que vaya a ser de tu dinero –dijo.

Pero no hubo manera hacerle desistir.

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3- Curri Culum

 

Me había sentado en el tejado del tanatorio al lado del cura. Él afirmaba que éramos almas, y yo que solo espíritus, aunque habría sido incapaz de definir la diferencia. Me parecía que el alma tenía un tinte religioso mientras el espíritu era más liviano, más laico. Aunque no éramos visibles a los ojos de los vivos, entre nosotros sí que nos distinguíamos como figuras un poco brumosas, vestidas con las ropas que lucíamos en el ataúd. Creo que a Paco le fastidiaba arrastrar una sotana que llevaba años sin vestir. Se la había puesto su madre, según dijo. No se quejaba de forma abierta, pero le daba pataditas al andar.

         −Ectoplasmas, solo somos ectoplasmas − puntualizó Bartolomé, el ahorcado, al oír nuestra conversación.

         En aquel lugar nos faltaba Google para dilucidar las diferencias. Era tarde para darme cuenta de que en vida lo había pasado bien yéndome de comilonas con mis amigos, pero había descuidado los temas fundamentales.

          En el bando de Paco estaba, cómo no, Carmen. A los demás les daba igual ser almas, espíritus o ectoplasmas. El ahorcado refunfuñaba con malhumor. De repente se dibujó en el cielo una estela luminosa en la oscuridad de la noche, justo cuando empezábamos a mirarnos con recelo.

         −¡Una estrella fugaz! −exclamó Adelaida−. Emitid un deseo.

No nos dio tiempo porque se materializó a nuestro lado un soldado romano. Sí. Igualito a los que aparecen dibujados en Astérix, con casco, una túnica corta y unas sandalias: las famosas cáligas que dieron nombre a Calígula.

         −Ave −dijo al extender el brazo. Soy Curro Culum, pero me llaman Curri.

         −Ave Curri Culum −respondimos al unísono.

         Hasta ahí, bien. Pero si seguía con el latín, no creo que ninguno de nosotros pudiera entenderlo, aparte de Paco, quizás. Aunque había pasado mucho tiempo desde su estancia en el seminario y hacía años que no se decía la misa en latín. Pero entonces descubrimos otra ventaja de estar muerto: ya no tendríamos que estudiar inglés durante veinte años sin llegar a hablarlo bien, ni latín, ni alemán, porque entendíamos todo sin esfuerzo. Al descubrir que era tan fácil comunicarnos, surgió una avalancha de preguntas. ¿De dónde venía? ¿Lo había mandado Dios para guiarnos hacia el paraíso? ¿Existía el purgatorio?

 Curri Culum, esperaba pacientemente que nos calláramos para poder responder. 

−A mí, me ha mandado Júpiter. Solo tengo que llevarle a uno de vosotros, un político, un antiguo ministro de Educación.

         −Que se lleve a todos los políticos y que los ponga en el infierno. Son unos corruptos, unos impresentables −chilló Bartolomé.

Su perpetuo mal humor me desagradaba.

         Agarré del brazo al joven soldado y nos alejamos un poco del grupo. Le expliqué que Lorenzo García de la Verdevega se había ausentado para poder asistir a su propio entierro, así que si deseaba llevárselo tendría que esperar hasta el día siguiente. ¿Y para qué querrá Júpiter a aquel difunto?, me preguntaba.         

         Carmen aseguró que García de la Verdevega había sido ministro de Economía y no recordaba que lo fuera de Educación, aunque no lo podía afirmar, porque tan pronto un ministro de Agricultura se podía transformar, sin problema, como un camaleón, en uno de Fomento o de Educación. Hacía mucho tiempo que había dejado de interesarme por la política y que no votaba. ¿Para qué? Si los partidos no solo no cumplían sus promesas electorales sino que incluso iban en contra de sus propios programas. Debido a mi origen francés, aunque casada con un español, me venía a la mente nuestra famosa revolución y… la guillotina.

         Son rescoldos atávicos, me había asegurado una amiga aficionada a la psicología.

 

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4- Un extraño vehículo

 

Agarré a Curri del brazo y paseamos a lo largo del canalón. Descubrí con alegría que ya no padecía de vértigo; podía contemplar el desfile de los coches cinco pisos más abajo con toda tranquilidad.

         −¿Qué te parece nuestra civilización, nuestros adelantos científicos, el siglo veintiuno?

         Desde mucho tiempo atrás me había preguntado qué pensarían los romanos, de la época de César, si pudieran contemplar nuestras autopistas y nuestros aviones.

Ni siquiera reflexionó antes de contestar.

         −Agobiante. No hay tiempo para pensar. Todo va demasiado deprisa. La gente se precipita de un lado para otro en coche, en avión, a toda velocidad. Ya no se disfruta del entorno. Y además, lo que es peor han desaparecido los bosques y gran parte de la campiña. No, no me habría gustado vivir en vuestra época.

 Había servido en las legiones como soldado de infantería, bajo las órdenes de Germanicus, según me contó. Así que había caminado desde lo que es ahora Italia hasta Alemania. Miré sus desgastadas cáligas y sus fuertes pantorrillas.

  −No me digas que no te hubiera gustado ir a bordo de un camión, por lo menos.

  −No, tampoco teníamos prisa para llegar. Íbamos cantando, robando víveres en las aldeas, matando algún pollo, acostándonos con las campesinas. Era entretenido. Y además, en las batallas ganaban los más valientes. No aniquilábamos a los enemigos con bombas sin que pudieran defenderse. Ahora gana lo que llamáis la tecnología. Es inmoral.

  Iba a replicar que en aquella época había esclavos, pero me acordé a tiempo de una joven peruana que trabajaba en un Burguer King, en Madrid. Nosotros también teníamos esclavos y bastante mal tratados.

  Fuimos a reunirnos con el resto del grupo. Debía ser casi medianoche, pero al estar todos muertos nadie necesitaba dormir, y empezaba a cundir el aburrimiento. ¡Dios mío! ¡Y si el infierno fuera eso: el aburrimiento eterno!

         −Lo hemos pensado bien −dijo Roberto, al vernos regresar hacia el grupo−. Estamos deseosos de conocer a Júpiter, es una ocasión sin precedente, así que nos gustaría poder acompañar mañana al ministro García de la Verdevega, si es posible, claro está.

         Curri reflexionó un momento.

         −Creo que no habrá inconvenientes. Los dioses llevan milenios aburriéndose, no les vendrá mal alguna distracción. Podríamos ir, incluso, ahora mismo y mañana volvería a por el ausente.      

Miró hacia la Osa mayor y emitió un largo silbido modulado. Casi en seguida una ráfaga de viento dobló las ramas de los olmos de la avenida y un bicho rarísimo se posó sobre el tejado. Parecía un dragón, con escamas en la cabeza y el cuello; unas plumas ásperas recubrían el resto de su cuerpo y le daban un aspecto desaliñado. Era tan grande como una anaconda. Lo más terrorífico eran unos largos colmillos que asomaban a cada lado de su boca. Al recobrar el aliento una llama naranja flameó un momento delante de su hocico. Nos apiñamos detrás de la chimenea más ancha, sin atrevernos siquiera a asomarnos. Cuando me decidí a mirarlo me sonó su cara. Claro, ya me acordaba: Quetzalcóatl, la serpiente emplumada. El dios de los olmecas y más tarde de los mayas, que la llamaron entonces Kukulkan. Sí, había visto su representación en forma de escultura, en una pirámide mejicana, en las ruinas de Chichen Itza. El quetzal, ese pájaro mágico, tan bello que parecía irreal, debía sentirse ofendido por prestar su nombre a ese ser espantoso.

         −Sentaos todos en su lomo y agarraos a las plumas Ahora mismo nos vamos −ordenó Curri.

         El primero en obedecer fue Bartolomé, quizás le había cogido gusto al suicidio. Pasó la pierna por encima del lomo de la serpiente y se aferró a las plumas delanteras. Como el animal no se inmutó, Roberto y la cantante Adelaida se sentaron tras él.

         Eso empieza a parecerse a un autobús, pensé al tomar asiento detrás de ellos. Carmen se hacía la remolona.

         −Este bicho nunca va a poder volar con tanta gente encima −, dijo olvidándose del poco peso de los espíritus, quizás porque en vida había sido una mujer voluminosa.

 El cura se persignó y vaciló un instante, ¿no sería pecado visitar a un dios que no era el suyo? Pero, bueno, ya había visto otros dioses en el museo arqueológico. Al fin y al cabo sería algo parecido y además le asustaba quedarse solo en el tejado del tanatorio.

         −Vámonos −ordenó Curri, en tanto que se agarraba a la cola.

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 5- Un viaje agitado

 

La serpiente se internó en la oscuridad. Su cuerpo, al volar, ondulaba como si nadara en medio de la noche.

         −A esta velocidad, supongo que dentro de poco aterrizaremos en el monte Olimpo −comentó Paco.

Les recordé que era Zeus y los demás dioses griegos los que moraban en el Olimpo. En cuanto a las divinidades romanas no sabía dónde se alojaban.

 −En realidad se trata de los mismos dioses, se contentaron con cambiarles el nombre. Lo mismo que hemos hecho nosotros en las autonomías. Ahora la provincia de Alicante se llama Alacant y el pueblo de Jalón, Xaló, hasta el punto de no reconocer algunos lugares en el mapa, como si viajásemos al extranjero dijo el cura.

 Nos llevamos una decepción cuando Curri Culum nos explicó que una inmobiliaria se había apoderado del palacio de los dioses, en la falda del monte Olimpo, para transformarlo en un hotel de lujo. Así que, asqueados, los dioses se habían trasladado a la Vía Láctea.

 Mientras nos contaba esa triste historia, habíamos dejado atrás la Luna y todos los planetas del sistema solar. Cruzábamos el espacio sideral en dirección a la mancha blanquecina de la Vía Láctea cuando unos chillidos siniestros nos hicieron escondernos entre las plumas de la serpiente.

         −Ojo con las arpías −gritó Curri que desenfundó su daga.

Aquella pequeña arma me pareció poca cosa para enfrentarse a esos murciélagos gigantes con cuerpo de homínidos. Les brillaban los ojos en la oscuridad y la vista de sus afilados colmillos cada vez que chillaban era aterradora. Formaban unas escuadrillas negruzcas, como aviones de combates, que de pronto atacaban en picado. Quetzalcóatl, la serpiente, con gestos rápidos, se retorcía y lanzaba llamaradas en dirección al enemigo.

         El cura, aterrorizado, se puso a rezar un Padrenuestro en voz muy alta, secundado por el resto de los viajeros, menos el ahorcado que miraba fijamente a las tinieblas. Entre todos intentaban cubrir el griterío de los enemigos. Yo, como no conocía la letra de la oración, puntuaba de vez en cuando con un Amén, por si acaso.

         "Pero si ya estoy muerta... pero si ya estoy muerta...", − me repetía para reconfortarme−. "¿Qué más me puede pasar?"

 Miré a Carmen: viajaba con los ojos cerrados, un brazo aferrado al cuerpo del animal en tanto se persignaba con la otra mano. Algunas de las arpías, con las alas quemadas por las llamas de la serpiente, emitían unos silbidos aterradores antes de desaparecer tragadas por la oscuridad. En uno de esos movimientos bruscos, Roberto soltó el puñado de plumas y arrastró en su caída al espacio a Adelaida que se aferraba a su cintura. Vi horrorizada cómo ambos se alejaban, ahora cogidos de la mano, hasta formar un par de puntos blanquecinos en medio de la nada. A nuestros gritos de espanto la serpiente giró la cabeza y se lanzó hacia abajo a la velocidad del rayo. Después de lo que nos pareció una interminable caída libre en el abismo, por fin consiguió recuperarlos.

 Una vez repuestos del susto, miramos en derredor: en esta parte del universo el panorama había cambiado. Las estrellas titilaban resplandecientes en medio de una noche serena. No quedaba ni rastro de nuestros enemigos. De pronto, un cometa cruzó el cielo arrastrando su larga cola de polvo luminoso.

         − ¡Qué bello! −exclamó Adelaida.

Entusiasmada, entonó Alegría, Alegría, su último éxito antes de morirse, como si estuviera en un escenario. Roberto, encandilado, repetía el estribillo.

         −Bravo, bravo −chillamos todos, o casi todos, ya que no podíamos aplaudir sin soltarnos de las plumas de la serpiente, cosa que nadie estaba dispuesto a hacer.

Entonces, pasó volando un ángel.
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6- Frustración

 

Mientras tanto, apoyado en la rama de un ciprés, Lorenzo García de la Verdevega asistía a su propio entierro. Para colmo de la mala suerte, llovía. Después de apearse de los coches, la gente se apiñaba en torno a las pocas personas que llevaban paraguas mientras se dirigían a la capilla. Y ahí estaba María Elena, su segunda mujer, tan joven. Tras sus gafas negras no había lágrimas, como pudo comprobar, sino una chispa de alegría. Una viuda elegante, tuvo que reconocer Lorenzo, un traje negro perfectamente cortado y unos afilados zapatos de tacón. Se apoyaba sobre el brazo de Rafael, un eminente cardiólogo y su mejor amigo en vida. La tarde en que murió Lorenzo él no pudo hacer nada para salvarle. Acababa de inyectarle un reconstituyente, como todos los viernes antes de salir a cenar los tres.

−A mí me lo regala un comercial de un laboratorio farmacéutico, −había alegado Rafael−. Te pondrá en buena forma −dijo−al tiempo que guiñaba un ojo en dirección a María Elena.

         Después de la muerte de su marido, la mujer, muy nerviosa y casi al borde de un ataque de histeria, le pidió a Rafael que se ocupase del entierro. Así que el espíritu de Lorenzo acompañó al médico hasta la funeraria El Descanso para elegir el ataúd. El hombre, instalado en un mullido sillón, hojeó varios catálogos, asesorado en todo momento por un joven flaco de cara pálida, embutido en un traje azul marino. Parece anémico, no pudo dejar de pensar el médico. No debería quedarse tanto tiempo metido en esa cueva.    
         Según los materiales empleados y los acabados, los precios de los féretros cambiaban mucho, pasando del más barato, de ni siquiera dos centímetros de espesor, de madera de chopo y tapizado interior en seda blanca con sudario, al de lujo, de seis centímetros de roble o nogal y con tapizado interior abullonado y nido de abeja, mucho más vistoso.
         "El abullonado, el abullonado. Quiero el abullonado", rogó el espíritu de Lorenzo.        
          La idea cruzó fugazmente el cerebro de Rafael antes de ser rechazada. No iba a gastar tanto dinero en un objeto que sería destruido al día siguiente; aunque fuera lo idóneo para recibir a los miembros del gabinete que, sin duda, visitarían el tanatorio.     
         Después de consultarlo con María Elena por teléfono y negociar durante casi media hora con el comercial, el médico eligió un ataúd de chopo, imitación a nogal, de tapizado sencillo.

         "¡Si el que paga soy yo!" −, exclamó Lorenzo para sus adentros, pensando en la gran fortuna que dejaba en herencia.

En vida había comentado varias veces que no le gustaban las incineraciones y que, llegado el momento, querría reposar en una tumba cavada en el suelo; incluso había acariciado la idea de un mausoleo. Sin embargo, descubría que María Elena, la muy cabrona, iba a reducirlo a cenizas. Menos mal que en el momento de elegir la urna, Rafael no se atrevió a escoger la biodegradable, que se disolvía al poco de echarla al agua o de enterrarla, porque se parecía demasiado a una bombonera. Las había de color azul cielo e incluso rosa. Optó por un cofre de plástico imitación a bronce, con un ángel formando un bajo relieve sobre la tapa. Con la punta de la uña del dedo índice despegó la etiqueta naranja: made in China.

−Otra posibilidad sería transformar al difunto en un diamante que se podría luego insertar en un anillo. Una joya para siempre −, sugirió con pocas esperanzas el director de la sucursal de El Descanso−. A algunas mujeres les gusta la idea; incluso sé de una que así ha transformado a su perro.

 El hombre pasó las páginas del catálogo hasta llegar a la lista de precios.

Rafael se quedó estupefacto.

−¿De verdad se puede hacer?

 Parecía una broma de mal gusto, pero ahí estaba la oferta. Se trataba de una empresa Suiza. Era un proceso largo, de varios meses, después de incinerar al difunto.

Le habría gustado pedir más explicaciones, pero ya eran las cinco de la tarde y tenía que atender a unos pacientes en el hospital.

−Lo consultaré con la viuda −mintió educadamente antes de marcharse.
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 7- ¿Adónde van los ángeles?

 

−Rose, tú que tienes mejor la vista, mira allí ¿No será un águila? −aventuró Carmen después de frotarse lo que le quedaba de ojos.

Me indicaba algo que volaba en la lejanía.

         −No, no. Es un ángel. Mira, tiene rostro humano −dije.

Tenía que revisar mis creencias. Ante la presencia de un ser celestial mi vida de atea solo me podía llevar a la catástrofe. Ni limbo, ni purgatorio, mi destino solo podía ser el infierno. Ahora era demasiado tarde para arrepentirme y evitar ser condenada por toda la eternidad, suspiré apesadumbrada.

El ángel se deslizaba silenciosamente a través del espacio, sus grandes alas desplegadas. Parecía ensimismado en sus pensamientos.

         −¡Eh! ¡Eh! ¡Aquí, aquí! −le gritamos al cruzarnos con él.

  Pasó de largo sin siquiera echarnos una mirada.

          Interpelarlo de ese modo me pareció poco decoroso. ¿Pero cómo llamarlo si no? ¿Señor ángel? Otra vez el machismo. Por qué señor y no señora si los ángeles no tienen sexo, lo que no facilitaba las cosas. Entonces tampoco se le podría llamar Excelentísimo ángel. Quizás Su Santidad. Un poco tarde para consultarlo con el Papa.

         −¡Joder! Es un puto ángel. Es la primera vez que veo uno −exclamó Roberto.

         −Y yo, y todos nosotros −se rió Adelaida, que entonó con más brío Alegría, alegría.

         Mientras tanto, Paco el cura y Carmen se santiguaban. Estaban negociando con Curri nuestro retorno a la Tierra, sin siquiera consultarnos.

         −¿Y si el ángel va en nuestra busca al tanatorio y no nos encuentra? −argumentaban.

En seguida los demás nos opusimos. Incluso Bartolomé, que por una vez se dignó a opinar. En realidad, temíamos enfrentarnos por segunda vez a las arpías, así que continuamos el viaje; además, yo no tenía prisa por ser llevada ante Dios.

         −¿De dónde salen esos seres espantosos? −pregunté, todavía inquieta. No sé qué me asustaba más, si ser devorada por una arpía o consumirme en el infierno.

         −Salen de los agujeros negros explicó Curro. Son cavernas en el espacio. Allí moran. Se alimentan de las almas. Y cada vez son más numerosas. Casi no tienen depredadores. Por otra parte su papel es importante, impiden que el espacio se sature de espíritus. Millones de años y millones, y millones de muertos. Aunque el universo se expanda para poder alojarlos a todos, no podría dar abasto.

         Pensé que en la Tierra los científicos llevaban años investigando la naturaleza de los agujeros negros y la expansión del universo. No habían entendido nada sobre sus causas y sería muy difícil que averiguasen la verdad.

         Solo se muere una vez, sin embargo nuestro espíritu podía desaparecer tragado por una arpía. ¡Vaya porvenir!

         Le volví a preguntar al cura qué le parecía la expresión “descanse en paz.”

         −Tenéis que confiar en Dios. Él nos salvará −dijo−. Si os arrepentís −añadió con voz rencorosa, después de un corto silencio, mientras Carmen desgranaba el rosario.

A pesar de sus afirmaciones tenía mis dudas.

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 8- Una espera incómoda

 

En la capilla del cementerio los familiares ocupaban las primeras filas frente al altar. Ahí estaba Luis, el hijo de Lorenzo, de su primer matrimonio con Mercedes; desde su divorcio lo veía muy de vez en cuando. Solía aliarse con su madre y lo trataba con un rencor poco disimulado. Ella no había venido. Detrás de los deudos se apiñaban unos compañeros del Ministerio que cuchicheaban animadamente entre ellos.

Lorenzo García de la Verdevega evitó mirar hacía su ataúd depositado sobre unos rodillos delante de una pequeña puerta metálica. Tuvo que reconocer que medio tapado por las flores el féretro no tenía mal aspecto, pero la idea de su cuerpo ardiendo le resultó insoportable. De haber tenido un estómago, hubiera vomitado.

Después del responso, oficiado por el capellán, el operario de la funeraria inclinó la cabeza en un breve momento de recogimiento antes de oprimir un mando a distancia. Entonces, la puerta metálica se abrió en tanto que los cilindros, bien engrasados, empezaron a girar en silencio arrastrando hacia delante el ataúd. Lorenzo no pudo reprimir un respingo y desvió la mirada.  
   Fuera, la tormenta arreciaba. Se oía el tecleo del granizo en el tejado. Después de un trueno ensordecedor hubo un breve chasquido, las luces de la sala se apagaron y el aparato dejó de funcionar, dejando el féretro a medio engullir. A través de las vidrieras de la capilla los relámpagos proyectaban alegres luces de colores sobre los asistentes.

 

Todo el mundo se había reunido en la cafetería al lado de la capilla del tanatorio, esperando a que se subsanase la falta de corriente eléctrica. Ahí tampoco funcionaba la luz pero los camareros instalaron en seguida unas velas en cada mesita, lo que dio un aspecto íntimo a la estancia.

Los antiguos compañeros de Lorenzo del Ministerio de Economía formaban un corro aparte, sentados alrededor de una mesa en una esquina de la sala.

−Esto sí que es un velatorio −bromeó uno de ellos.

−Ni siquiera hay tapas decentes −comentó otro mientras se alejaba el camarero después de disponer sobre la mesa unas copas de cerveza y un plato con patatas fritas−. Lorenzo nunca se las comía, ¿os acordéis? Decía que debían estar llenas de gérmenes porque no se sabía cuántas veces las habrían servido antes, pasándolas de un plato a otro. Y ahora está muerto, y no fue por las patatas.

−Un ictus a los cincuenta y dos años. A cualquiera le puede tocar. A propósito: ¿qué haremos con su décimo de la lotería de Navidad? No es el momento para entregárselo a la viuda, creo.

−A mí ya me ha tocado, así que quedároslo −murmuró el muerto al oído de su compañero de despacho. Aunque la idea atravesó su mente, el hombre no se atrevió a proponerla.

Al otro extremo de la sala, María Elena, acodada en un velador, se tomaba un gin-tonic. Había pedido un café muy cargado, pero debido a la avería la cafetera no funcionaba.

−No te preocupes, todo saldrá bien. Es solo un momento. Al incinerarlo, no quedará ni rastro. ¿Te habrás desecho del frasco, verdad? −le susurró Rafael al oído.

−Cállate, por favor. Estoy muy nerviosa. ¿No tendrás un Orfidal? − Se limpió los labios con una servilleta de papel que se manchó de carmín−. ¿Por qué no vas a ver lo que pasa? Me voy a volver loca si sigo esperando.

Enfurecido, el ectoplasma de Lorenzo se hinchó. Pareció que iba a explotar como un globo, pero no llegó a reventar. Le habría gustado poder agarrar por el pescuezo a su ex-amigo y estrangularlo ahí mismo.

¿Ni rastro de qué? ¿Qué había sucedido? Lorenzo intentó rememorar los acontecimientos que habían precedido a su muerte.

Sin duda fue un error divorciarse de Mercedes para casarse con María Elena, veinte años más joven que él. Llegó a creer, pobre ingenuo, que ella se había enamorado. Para poder satisfacer a su joven esposa, su amigo Rafael le había propuesto inyectarle unos complejos vitamínicos. Una mezcla especial, revitalizante, que le proporcionaba una amiga farmacéutica, según dijo.

−Como paso por tu casa los viernes, yo mismo te pincharé. Una vez a la semana es suficiente –Le había dicho Rafael.

Se le desencadenó el ictus cerebral después de la tercera inyección. Había perdido el habla y el movimiento, sin embargo pudo ver como Rafael, que había acudido a atenderle, volvía a llenar la jeringa con el mismo producto, ayudado por María Elena. A pesar de sus esfuerzos, no pudo retirar el brazo que yacía paralizado sobre la sábana. No tardó ni diez minutos en morir.

Aturdido por el acontecimiento, su espíritu revoloteó por encima del lecho mientras Rafael guardaba cuidadosamente su instrumental, y luego, sentado en el sillón del dormitorio, expedía un certificado de defunción: muerte instantánea por ictus cerebral.

En aquel momento estaba tan desorientado por su nueva situación que no se había parado a pensar en lo extraño de todo eso. Ahora se preguntaba si todos los médicos llevaban en la cartera certificados de defunción cómo si fueran tarjetas de crédito.

Así que lo había asesinado ¡Y con premeditación! ¡Qué hijo de puta! Y él, como un tonto, no se había dado cuenta de que su amigo se había enamorado de su mujer. Ahora le venían a la memoria los ramos de flores, las cajas de bombones y todos esos pequeños obsequios que le ofrecía cada vez que se quedaba a cenar.

Y nadie iba a sospechar nada. Ni siquiera tuvo derecho a una autopsia. ¡Claro, al ser médico le fue fácil despachar un certificado de defunción!

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 9- Una misión que cumplir

 

El ángel tomó tierra en California, en el ralo césped delante del hospital de Palo Alto. Nada más pisar el suelo, se sacudió las alas y una fina lluvia de polvo de estrellas cayó, depositando unas partículas brillantes sobre la hierba como si fuera rocío. Una niña pequeña lo vio y dejo de andar; tendría unos cuatro o cinco años e iba de la mano de su madre.

         −Mamá, veo un ángel.

         −Venga, no te quedes parada. Todavía tenemos que pasar por el supermercado. Se nos hace tarde.

         −Lo veo. Está allí, debajo del árbol −señaló con el dedo−. Tiene plumas.

La niña miraba fijamente y no quería moverse.

         −Yo no veo nada. Si es grande y tiene plumas debe de ser una cigüeña. A veces bajan a picotear gusanos. Quizás voló.

         −Mamá, ponte las gafas, allí sigue y nos está mirando.

         −Ahora, sí que lo veo. Es precioso, tan blanco como los cisnes del parque. Será un ángel de la guarda que se ha despistado, aunque por aquí no suele haber ninguno por mucho que lo necesitemos. ¡Vámonos ya de una vez!

         −Eres una mentirosa, no lo has visto. Es feo y está sucio. No es un pájaro. Es un señor con alas, aunque tiene un vestido. Tendría que peinarse y lavarse las plumas.

         La niña hizo un gesto con la mano para despedirse del ángel y echó a correr dando saltitos. La mujer miró alrededor por si merodeaba algún vagabundo, pero solo se dirigían hacia la salida de los jardines un par de enfermeros vestidos de verde.

         « ¡Vaya con la mocosa! ¡Así que soy feo! −. En aquel lugar no había ni un espejo donde mirarse, ni siquiera el cristal de una puerta−. Lo que pasa es que soy viejo y estoy cansado de ir siempre de un lado para otro», pensó el ángel.

         −¡Eh!, Jefe, ¿has oído allí arriba? Éste es mi último viaje. Quiero recordarte que hace más de dos mil años que trasiego difuntos. Ya está bien. Me declaro en huelga, como aquí los operarios de la limpieza. Da asco pisar el suelo, está lleno de basura por todas partes. No sabía dónde aterrizar. No solo no trabajan sino que vuelcan las papeleras y esparcen los residuos para que resulte todavía más asqueroso. Comprendo que se quejen, pero no apruebo las maneras. Da igual. Yo lo único que revindico es otro puesto: ángel de la guarda, por ejemplo. Hay poco personal, como habrás oído. Un puesto fijo. Algo tranquilo.

         Se encogió de hombros, suspiró y se dirigió hacia la entrada del pabellón oncológico. Miraba atentamente para no pisar los desperdicios con sus pies desnudos.

«Al Jefe, no le costaría nada proveernos de sandalias −refunfuñó−. Claro, como él no viaja, no le importa. ¡Mira que hemos tramitado reclamaciones!»       

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  10- Nuevo Olimpo

 

En el cielo, la Vía Láctea, vista de lejos, parecía un gigantesco río de aguas blanquecinas que serpenteaba entre estrellas en la oscuridad de la noche.

−¿Hasta dónde llega? −preguntó Adelaida.

−Desemboca muy lejos, en el Mar del Olvido −contestó Curro.

         El Mar del Olvido. No pudo satisfacer su curiosidad porque cuando iba a abrir la boca la serpiente tomó tierra al pie de una escalera monumental que llevaba a un lujoso palacio.

A mí las columnatas del porche me recordaron vagamente al Partenón, que había visitado años atrás, con mi marido, en pleno mes de julio, bajo un calor sofocante   En el frontispicio triangular de lo que parecía un templo griego se podía leer, esculpido en la piedra: Residencia Nuevo Olimpo. Nos apeamos algo intimidados. El suelo era húmedo y resbaladizo. En torno al edificio había grandes prados donde pastaba el ganado.

− Las vacas sagradas de la India, −puntualizó Curro.

 De sus ubres manaban chorros de leche que se iban derramando por el suelo.

         Nosotros, los difuntos, formábamos un grupo insignificante al pie de la escalera ante las dimensiones de aquella construcción. Tres esclavos harapientos fregaban el mármol de los peldaños. Yo miré fijamente al más cercano. A ese tipo lo conocía. Sí, lo conocía. Su cara me era familiar. Él levantó la vista, tenía la mirada cansina y ni siquiera nos saludó. Mientras Curro nos apremiaba hacia la entrada, intentaba en vano poner un nombre a aquel individuo. Si estaba aquí había muerto; y si lo conocía su defunción era reciente. Una serie de imágenes desfilaron por mi cerebro: el vecino del tercero B, muerto de cáncer; Josepo, un compañero de la oficina de correo, y unos cuantos más, pero no era ninguno de ellos. Al entrar en el recinto, deslumbrada por el espectáculo, me distraje.

− La sala del trono −susurró Curri.

         Una advertencia inútil porque ahí estaba Júpiter, en el asiento real encima de una tarima, sujetando el rayo con la mano derecha y el águila posada en su hombro izquierdo. La aguda mirada del bicho que nos observaba tan fríamente me hizo dudar; parecía imposible que estuviera muerto. Como adivinando mi pensamiento, el ave emprendió el vuelo rozando el alto techo. Se oía el crujir de las plumas al desplegar sus alas para luego planear por encima de las cabezas de los visitantes.

 Algo inquietos, avanzamos por la alfombra hacia el centro de la sala. Adelaida se prosternó con un gesto teatral, pero el resto de la comitiva optó por inclinar la cabeza a modo de saludo al estilo japonés. Entonces Júpiter se levantó, bajó los cinco peldaños que le separaba del grupo y entregó el rayo a un esclavo que lo colgó de la pared. Así, en pie al lado de nosotros parecía más pequeño, aunque seguía teniendo un aspecto venerable con su larga túnica, su barba que le cubría medio pecho y su abundante cabellera.

         −Ya sé quiénes sois −dijo− al oír nuestros nombres en cuanto empezamos a presentarnos.

         En la estancia, alumbrada por lámparas de aceite, había más personas. Una mujer tocaba el laúd y pude reconocer a Baco libando en un rincón; era casi tal cual como lo había pintado Velázquez muchos siglos después de la caída del Imperio Romano, con el rostro colorado por la bebida y la corona de hojas de vid. Neptuno, armado con el tridente en la mano izquierda y una serpiente enroscada en la derecha, se acercó a saludarnos al enterarse de que procedíamos de Madrid.

         −La plaza de Cánovas −clamó−. Ahí tengo una fuente. Es un gran honor conocerles. Si puedo ayudarles en algo, será para mí un placer.

Nos tendió la mano. Miramos con desconfianza al ofidio enroscado en su muñeca.

         −No teman, no es una víbora, sino una simple culebra. No es venenosa.

         Después de un cálido apretón de mano, preguntó si éramos hinchas del Atlético de Madrid. Nos contó que asistía a todos los partidos de fútbol, disfrazado de jovenzuelo

         −Atleti, Atleti, Atlético de Madrid −empezó a cantar a voz en grito.

Lo miramos asombrados. Por lo visto la pasión por el fútbol llegaba hasta los confines del universo.

         −A mí, no me extraña. Los dioses son tan tontos como los humanos −sentenció Bartolomé, en voz baja.

          Solo Paco, fan de ese club, coreó el estribillo. Yo, Rose Dupont, tuve la tentación de mentir, de declarar que también lo era por el simple placer de disfrutar de la sonrisa de Neptuno, pero renuncié porque no hay quien engañe a los dioses. Un ramalazo de tristeza cruzó por mi mente al recordar que no había podido despedirme al morir de un gran amigo que sí era del Atleti.

         Me reconfortó la idea de tener el apoyo de Neptuno en el más allá, que se revelaba un lugar impredecible, no exento de peligros. Dirigí un vago saludo a los demás dioses y una vez más lamenté haber desaprovechado mi vida. ¡Qué poco sabía de la mitología tanto romana como griega! Quién sería aquella mujer que tocaba el laúd en un rincón de la estancia: ¿Minerva?, ¿Afrodita?, no tenía ni idea y me daba vergüenza preguntar.

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11- Un cálido recibimiento

 

En honor a nuestro grupo de difuntos se organizó un festín en la residencia de los dioses, aunque al estar muertos, no necesitábamos alimentarnos. ¿Qué nos iban a servir?

Unos esclavos nos guiaron hasta los asientos alrededor de unas mesas.

         −No sé si seré capaz de comer en esta posición − susurró Carmen.

         Imitando a nuestros anfitriones estábamos medio tumbados en unos divanes, apoyados en un codo mientras brindábamos, levantando una copa de hidromiel con la otra mano. Esos asientos son triclinios, explicó Paco descubriendo por fin una utilidad al estudio del latín. Como podéis observar son grupos de tres tumbonas alrededor de cada mesa, con un lado libre para servir la comida.

         −¡Por Júpiter! −gritamos todos, menos el cura, una vez instalados. Él levantó su copa a media altura, masculló algo incomprensible y solo humedeció los labios.

         Unos esclavos escanciaban la bebida después de cada brindis y el ambiente se iba caldeando.

         −¡Por el Atleti! −chilló de pronto Neptuno, después de unas cuantas libaciones.

         −¡Por el Barça! −refunfuño Bartolomé, que le dirigió una mirada torva.

         −Llamad a Goscinny −ordenó de pronto Júpiter, con voz estentórea. De nuevo había empuñado el rayo. Un relámpago cruzó la estancia, seguido de un ruido atronador. Yo estaba aterrorizada. En este momento habría elegido volver a mi casa y planchar un gigantesco montón de ropa, camisas incluidas.

         Curri salió corriendo al exterior y volvió poco después seguido del esclavo cuya cara me había parecido familiar. ¡Claro! ¡René Goscinny!, el genial autor de Astérix. ¡Sí!, ahora lo recordaba, había visto un documental en la televisión sobre su vida y su obra!

         Pregunté en voz baja a Curri por qué a este hombre lo trataban tan mal y lo tenían ahí fregando escaleras. Debería estar en el paraíso de los cristianos después de habernos alegrado la vida con sus historietas, añadí. Para nuestra salud mental era más curativo que cualquier psicólogo.

         −Aquí no puedo hablar −me dijo, y, después de levantarse de su asiento, me empujó hacia la salida, amarrándome del codo−. Júpiter le odia porque ridiculizó al ejército romano. Y como comprenderás, yo también le odio. ¡Obélix tirando por los aires a los soldados de la legión! No se puede tolerar.

         −Necesitamos dos jabalíes asados y frutas − ordenó el dios, cuando nos vio de vuelta.

         Otro rayo cruzó la estancia. Por muy muertos que estuviéramos, dimos de nuevo un respingo. Eso era un sin vivir. Ahora entendía la expresión.

         Al volver la cabeza vi como Goscinny sacaba un bloc y un lápiz de un bolsillo. Me extrañó porque era un bloc moderno y un lápiz Staedtler pintado de amarillo y negro igualito a los que tenía en casa. En un abrir y cerrar de ojos dibujó a Obélix sosteniendo dos bandejas con un jabalí humeante en cada una. Nada más terminar se materializó el personaje delante de nosotros. Anduvo hacia la mesa, con su gran tripa ceñida por sus pantalones a rayas y observé cómo Curri se alejaba discretamente de él.

         Eso era demasiado. No me lo podía creer. Ahora nos íbamos a codear no solo con dioses caducos sino también con dibujos animados. Solo nos faltaba ver a Roger Rabbit corriendo entre las mesas.

         −¿Estoy muerta o estoy soñando? −me pregunté, y al pellizcarme la mejilla no sentí ningún dolor. Claro que no era una prueba fehaciente.

         Miré alrededor. Aunque no compartía sus creencias, me pareció que el cura era la persona más fiable.

         −Esto no es real, ¿verdad?

         −Real, lo que se dice real, no sé. El caso es que al estar muerto, por lo visto la realidad es otra. Teníamos que haber regresado al tanatorio para que nos encontrase el ángel. Ya te lo dije Rose, éste no es nuestro sitio.

No le contesté. Nuevo Olimpo, aunque resultase algo extravagante, siempre sería mejor que el infierno.

         A Roberto, se le caían las lágrimas de tanto reírse.

         −¡Qué guay! ¡Esto sí que le habría gustado a mi madre!−exclamó al ver aparecer la comida como si fuera la Virgen.

         Adelaida se acercó a René Goscinny y le pasó un brazo por los hombros en un gesto cariñoso.

         −Por favor, dibújame el perrito Ideafix. Me encantan los chuchos.

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12- Por fin sepultado

 

En el cementerio grandes goterones se estrellaban sobre las tumbas, salpicando de barro la ropa de los deudos.

Después de una espera de dos horas aún no se había podido arreglar la avería eléctrica y, según los técnicos, tardarían por lo menos un par de días. María Elena tuvo que renunciar a la incineración de su marido.

 Al no poder cumplir con lo estipulado, el director de la empresa funeraria se puso en contacto con ella. Harto de oírla gritar que eso era un escándalo digno de un país tercermundista y amenazarle con denuncias, le propuso un cuantioso descuento si aceptaba sepultar el cuerpo inmediatamente en uno de los nichos disponibles. Después de discutir media hora, la mujer estaba tan cansada que firmó el contrato de alquiler del cubículo por diez años.

Hacía tiempo que se habían marchado los compañeros de Lorenzo García de la Verdevega y solo quedaban unas pocas personas apiñadas debajo de grandes paraguas negros, como un corro de buitres esperando para despedazar la carroña. Apartado del grupo y aguantando la lluvia estaba Luis, el hijo de Lorenzo, que en ningún momento se había acercado a hablar con María Elena.

−Otro que querrá la herencia −masculló ella entre dientes.

El médico intentó calmarla, pero estaba demasiado enfurecida.

−Tú, ¡déjame!, eres un inútil −le gritó, sin preocuparse del resto de la comitiva−. ¡Lo has hecho fatal! ¡No podía salir peor!

 Los sepultureros, haciendo equilibrio sobre los travesaños de dos escaleras, introdujeron por fin el féretro en un nicho situado a una considerable altura. Una vez sellada la lápida colgaron de un gancho de la pared la enorme corona mandada por los compañeros del ministerio, que se quedó oscilando al ritmo de las ráfagas de viento del oeste. Las demás flores fueron depositadas al pie del monumento.

«Un espectáculo humillante. Una colmena de difuntos, cada uno en su celdilla, libando sus flores. ¡Qué asco! Justo lo que más odio», pensó el ectoplasma de Lorenzo, que yacía encogido debajo del ciprés. Apenas terminado el entierro, hubo una desbandada general hacia los coches mientras arreciaba la lluvia. Luis, cabizbajo, fue el último en marcharse.

El ectoplasma de Lorenzo se quedó solo debajo del chaparrón que resbalaba sobre él sin mojarlo. Disfrutó un momento de la calma. Únicamente un mirlo trinaba en la rama de un árbol.

         Al darse la vuelta, sin saber a dónde dirigirse, Lorenzo García de la Verdevega se encontró de cara con un caballo blanco. Se quedó atónito. ¿Cómo había conseguido infiltrarse en el camposanto en medio de la ciudad? El animal relinchó y, después de esquivarlo, fue directamente a mordisquear las dalias. No se había repuesto de su asombro cuando se le presentó un hombre con un disfraz de soldado romano.

         ¿Qué pasaba? Intentó recordar la fecha de su muerte. Tardó un rato porque tenía el cerebro embotado y al salirse de la rutina, el tiempo se estiraba como si fuera un chicle. Parecía un acontecimiento lejano, sin embargo, había ocurrido la víspera y no era época de Carnaval.

         −Ave −le saludó aquel individuo, extendiendo el brazo en un ademán fascista−. Me llamo Curro Culum, Curri para los amigos.

         Curri Culum, repitió para sus adentros García De la Verdevega; la expresión no le hizo la menor gracia. Un loco. Un loco con un caballo. Lo que le faltaba.

         −Haga el favor de sacar inmediatamente a este animal del recinto− ordenó con voz furibunda.

         Iba a añadir: se está comiendo mis flores, pero le resultó raro. Después de su asesinato, del fracaso de su entierro y del comportamiento de María Elena, no estaba para bromas.

         −Tengo órdenes −dijo Curri, sin inmutarse−. Súbase al caballo y nos iremos.

         Lorenzo miró a su alrededor. Estaba solo y aquel loco desenfundaba su daga, dispuesto a atacarle si no obedecía. De repente, se acordó con alivio de que ya estaba muerto. Aún no conseguía hacerse a la idea.

          −No iré −gritó, y se dio media vuelta, alejándose erguido entre las tumbas.

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 13- No pequéis

 

El ángel esperaba pacientemente apoyado en la jamba de la puerta de la habitación donde agonizaba Steve Jobs. Aprovechó ese momento de descanso para alisarse las plumas; estiró un ala y luego la otra. La niña tenía razón, estaban sucias. Miró hacia el lecho del moribundo que yacía inmóvil, conectado a cables y tubos. La mujer que lo acompañaba se había dormido, hecha un ovillo, en la cama supletoria.

         Todavía me queda un buen rato, valoró tras examinar los altibajos del electrocardiograma. Se podía considerar un experto después de asistir a tantas defunciones. Entonces cruzó la estancia y se metió en el cuarto de baño. Se despojó de su túnica y dejó, con deleite, caer el agua de la ducha sobre su cuerpo luego de embadurnarse con un gel de baño que olía a lavanda. Un bienestar celestial le invadió. Estaba en esos menesteres cuando oyó abrirse la puerta de la habitación.

         «Otra vez han cerrado mal los grifos», pensó la enfermera al oír el ruido del agua mientras examinaba las constantes vitales del enfermo. Se dirigió al baño y al comprobar que la ducha dejaba escapar un buen chorro, cerró el grifo.

         −Claro, como esa gente cree que el agua es gratuita, les da lo mismo. Luego se escandalizan cuando tienen que abonar la factura del hospital −murmuró.

         Antes de salir miró en derredor y recogió un trapo tirado en un rincón, para luego alejarse a paso rápido.

         Desnudo y quieto en la ducha, el ángel reflexionó; se sentía culpable aunque ella no había podido verle. Bajo ningún concepto se debía despojar de la túnica ni usar aparatos terrenales: dos faltas graves al reglamento. ¿Y ahora qué? ¿Tendría que perseguir a esa mujer por los pasillos para recuperar cuanto antes su vestimenta? Y además, incurriría en el castigo divino. Pesaroso, sacudió las alas para desprender el resto del agua que salpicó el suelo, y después asomó la cabeza por la habitación del paciente. Todo seguía igual. Cruzó de puntillas, pero en el momento en que iba a salir al pasillo el enfermo abrió los ojos.

         −Un ángel −murmuró Steve Jobs al salir del coma.

Al oír su voz, la mujer se sobresaltó, se puso en pie y se acercó a la cama.

         −¡Por fin te has despertado! −exclamó− ¿Cómo te encuentras?

 Una pregunta tonta, se recriminó. Ya nada se podía hacer, la metástasis alcanzaba el hígado y otros órganos, iba a morir de un momento a otro. Pulsó el timbre para llamar al interno.

         −Por la habitación cruzó un ángel −volvió a repetir el enfermo con voz casi inaudible, después de un largo silencio. En su rostro demacrado se dibujó una leve sonrisa −. Iba desnudo y con el pelo mojado.

         −Un bonito sueño − comentó el médico, en tanto le tomaba el pulso y consultaba las pantallas de los monitores−. Me alegro de que se encuentre mejor.

         −Los ángeles no tienen sexo. Son como muñecos.        

         −Interesante, aunque algunos muñecos van bien dotados −replicó el facultativo antes de cerrar la puerta−. Esas criaturas celestiales no saben lo que se pierden.

         Una vez fuera de la habitación, el médico apretó entre sus manos las de la mujer.

−Lo siento, pero no se haga ilusiones. Son frecuentes los momentos de delirio justo antes de la muerte. Lamentablemente, no podemos hacer nada más; por lo menos no sufre −, le explicó.

         Detrás de ellos estaba el ángel vigilando el pasillo en pos de la enfermera que había desaparecido en alguna de las salas. En otra ocasión hubiera invocado la ayuda divina para recuperar su túnica, pero dadas las circunstancias pensó que era más prudente no llamar la atención de sus superiores.  

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14- Lorenzo García de la Verdevega

 

−No es buena idea resistirse −aconsejó Curri Culum a Lorenzo, mientras lo perseguía corriendo entre los mausoleos−. Yo solo soy un mandado. El que requiere su presencia es nada menos que Júpiter.

         −¡Júpiter, me importa un comino. Que vaya a freír margaritas!... ¡Así como el resto de la humanidad! −gritó el ectoplasma, enfurecido, sin aminorar la marcha.

         No solía emplear ese tipo de lenguaje, pero se sintió feliz y aliviado soltando esa vulgaridad. No le duró mucho el placer porque, a su lado, un atronador rayo fulminó la estatua de un ángel sobre una tumba, y el fogonazo de luz lo dejó ciego. Al no ver nada ya no podía caminar entre las lápidas sin tropezar y le entró el pánico.

         Curri le agarró de la mano:

         −Ya le avisé, no se puede despreciar a Júpiter, pero no me hizo caso. Déjese guiar y no tema. Le ayudaré a subirse al lomo de Pegaso, es un animal muy dócil. Dentro de unos instantes usted se reunirá con sus amigos, que lo están esperando.

         Sin embargo, como el ectoplasma de Lorenzo seguía retorciéndose, decidió amarrarlo con cuerdas sobre el caballo, como si fuera un fugitivo capturado por el sheriff en una película del oeste. Así hicieron el viaje. Pegaso batió las alas cada vez más rápido hasta emprender el vuelo, para luego galopar en medio de la oscuridad interestelar. El eco de sus relinchos resonaba en medio del firmamento. Las estrellas, como luciérnagas, titilaban en la lejanía.

         No eran los únicos viajeros. Una barca funeraria pasó casi rozándoles. Los remeros hincaban las palas en la negra tinta de la noche con un ritmo cadencioso, mientras el faraón se mantenía sentado tieso en medio de la nave; enrollado en sus vendajes parecía la crisálida de un extraño insecto.

«Miles de años remando y todavía no han llegado a su destino», reflexionó Lorenzo. «Esto promete.»

«        Ni siquiera muerto se puede vivir tranquilo», constató con amargura. ¿Qué había hecho él para merecer ese tormento? ¿Qué se le podía reprochar? Mentalmente hizo una lista de sus actos que algunos hipócritas quizá tacharían de reprensibles. Había abandonado a su mujer por una más joven, ¿y quién no, teniendo los medios económicos? Para escapar del fisco, parte de su fortuna se encontraba a buen recaudo en un banco suizo, así como cuatro lingotes de oro. Solo un tonto no lo habría hecho. Los había pintado para que pareciesen ladrillos, pero nadie registró su coche al traspasar la frontera. Mientras recapacitaba, cruzaron raudos la constelación de la Lira.

          ¿Y qué tendrá que ver Júpiter con todo esto? De buena gana le habría pedido explicaciones a ese Curri Culum, pero el soldado romano, erguido en los estribos, fusta en mano, guiaba su corcel a gran velocidad en dirección a la Vía Láctea.

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 15- La abuela Lily

 

El espíritu de la abuela Lilly revoloteó por encima de su cadáver, que yacía tieso en una cama del hospital de Palo Alto. ¡Qué gusto, ya no le dolía nada! Miró aquel cuerpo arrugado, las manos descarnadas que reposaban sobre el embozo de la sábana con los nudillos deformados por la artrosis. Se dio media vuelta y decidió marcharse cuanto antes.

          Lo único que esperaba del más allá la señora Lillian Wilson, esa mujer liberal y descreída, era que, al descomponerse su cuerpo, sus átomos se reciclasen en cualquier otra cosa del universo. La energía no se pierde, solo se transforma, había predicado a sus alumnos en sus clases de física en un instituto de enseñanza media, años atrás; una reacción química no es más que el reagrupamiento de los mismos átomos de forma diferente, había añadido; por tanto la materia del universo es siempre la misma, a no ser que sea destruida por una reacción nuclear. Así que se llevó una enorme sorpresa cuando su ectoplasma, después de atravesar felizmente la pared del cuarto, se encontró de frente con un ángel en el pasillo del hospital.

         −¡Entonces, Dios existe! –exclamó la abuela.

         −El Gran Hacedor. Dioses hubo muchos, y no le gusta la palabra.

         −Pues el Gran Hacedor no debería dejarte errar desnudo por la clínica. No soy mojigata, pero aunque poco tienes que esconder, se podría considerar indecente. ¿No te parece? ¿Imagínate qué sería de un juez si apareciese sin ropa para presidir un tribunal? ¡Como si lo más importante fuera el traje! Pero así es en este mundo. Deberías taparte con algo.

         La abuela escuchó con atención las explicaciones del ser celestial, el episodio de la ducha y la posterior desaparición de su túnica.

         −Eso tiene fácil remedio −dijo−. Sé coser. Con una sábana se te puede apañar una túnica, pero aquí son demasiado feas... Si me das la mano iremos volando a mi casa. Cuanto antes mejor porque no creo que mi nuera tarde mucho en arrear con todo.

         −He venido para llevarme a un difunto y en este momento está agonizando. Es un encargo especial, así que no te podré acompañar.

         −¿Y vas a recibirle en cueros? ¡Eso es increíble! ¿Acaso se trata de un vagabundo? No, no puede ser. En esta clínica no se trata a indigentes. Yo aboné un montón de dinero para que me atendiesen, y total, ¿para qué?

         −Steve Jobs. Estoy esperando a Steve Jobs.

         −¿Qué? ¡El multimillonario! ¡Claro, con el dinero que tiene se puede pagar un ángel! Ya me parecía a mí que no venías a buscarme. Tanto mejor, porque para ir al infierno no tengo prisa. De todas formas, no le vendría mal esperar un poquito por primera vez en su vida... Bueno, una vez en su muerte.

         El ángel la miró, indeciso. Regresar desnudo al cielo solo le podía acarrear complicaciones, aunque trajese al mejor informático del mundo. Asomó la cabeza por la puerta de la habitación. El enfermo estaba rodeado por su familia y un gran número de médicos. Un ligero soplo de aire salía aún de su boca entreabierta.

«Quizá aguante todavía un par de minutos», pensó. Agarró la mano de la abuela Lilly y, una vez franqueada una ventana, ambos emprendieron el vuelo en dirección al pueblo.

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 16- El recién llegado

 

Miré con expectación la llegada de García de la Verdevega a Nuevo Olimpo. ¿Cómo se iba a comportar? Al fin y al cabo casi no lo conocía. Nos había acompañado solo el tiempo justo para explicar que deseaba asistir a su propio entierro, y la verdad es que no sentía simpatía hacia ningún político. La mayoría de ellos me parecía más dispuesta a llenarse los bolsillos que a preocuparse por el bien común de sus paisanos.

         Como si fuera un bulto, Curri lo descargó del lomo de su caballo blanco. El animal, que sacudía sus alas y relinchaba, solo podía ser Pegaso, como nos explicó Paco el cura. Hasta yo lo habría reconocido.

         Habíamos bajado la escalinata del templo para recibir a Lorenzo García de la Verdevega, a excepción de Bartolomé que se quedó en lo alto contemplando el paisaje, tal vez buscando un árbol para volver a ahorcarse. Al apearse del caballo, el ectoplasma de Lorenzo se estiró, anquilosado después del largo viaje. Adelaida, después de abrazarle le estampó dos besos como si fuera su padre. Uno tras otro, lo saludamos efusivamente. Después de las numerosas libaciones que habían precedido a la comida estábamos tan eufóricos que empezamos a hablar todos a la vez.

         −¿Qué tal el viaje? ¿Cómo se han portado las arpías? −preguntó Roberto cuando se terminó la algarabía.

         Él nos miró anonadado.

         −¿Qué arpías? –preguntó.

Recordaba haberse cruzado con una barca funeraria egipcia y quizá algo más; no podía afirmarlo porque había caído en un estado de semiinconsciencia durante el resto del camino, según nos contó.  

         − No te preocupes −dijo Carmen, tuteándole de repente.

La mujer, muy solícita, le agarró de la mano−. Lo que sucede ahí dentro es de lo más exótico, incluso puedes tropezarte con Obélix en persona...

Nos miró con cara de terror.

         −Rose, por favor, ¿me puedes explicar lo que ocurre? – me dijo, mientras me agarraba del brazo para subir los peldaños del edificio.       

Aquel tío gordo no me agradaba. Ni siquiera me dio tiempo a contestar cuando un esclavo se precipitó sobre nosotros.

         −¡Huye! ¡Huye! Ahora que estás a tiempo −gritó.

         Lorenzo se paró en seco.

         −Mariano, ¡por Dios!, ¿qué haces tú aquí?

         −Si has sido ministro de Educación más te vale salir corriendo − tuvo tiempo de replicar el hombre mientras un esbirro lo alejaba a latigazos.

         Lorenzo García de la Verdevega miró hacia atrás. A sus pies se extendía la Vía Láctea hasta el horizonte, con las vacas sagradas paciendo tranquilamente. Salir de ahí por sus propios medios era impensable.

         Yo le expliqué, en voz baja, que Júpiter era un dios rencoroso. No perdonaba a los ministros de educación por haber suprimido el estudio del latín en los institutos. Todos los ministros de educación estaban condenados como esclavos a fregar suelos ad infinitum, como era el caso de Mariano, y también de Goscinny por burlarse de los soldados romanos.          Lorenzo nos aseguró que le habían ofrecido el puesto, pero siempre lo había rechazado por ser uno de los ministerios más conflictivos.

− Entonces creo que no tienes nada que temer − le contesté−. Con nosotros, debo decir, los dioses han sido generosos.

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  17- Una túnica nueva

 

El ángel, con Lillian Wilson de la mano, tomó tierra en el balcón de su piso, al lado de un tiesto de pensamientos azules. Después de atravesar el cristal de la ventana se encontraron ambos en medio de una salita. Ahí, sobre un cojín encima del sofá, ronroneaba una gata hecha un ovillo.

          A la abuela Lilly se le cayeron lágrimas de emoción.

         −Phyllis −murmuró en tanto la acariciaba−. ¿Qué haces tú aquí?

Lleva muerta dos años, explicó a su compañero y yo sin sospechar de su presencia. Le habría puesto unas latitas de paté, aunque no necesite comer. ¡Cuánto me alegro! Desde luego no pienso dejarla en la casa. Me la llevaré.

         Empezó a revolver los armarios en busca de una bolsa donde acomodar a la gata.

         −No puedo ausentarme por mucho tiempo −, le tuvo que recordar el ángel, estirando un ala y luego la otra en un gesto nervioso.

Entonces, después de rebuscar, la señora Lillian Wilson sacó una sábana de un cajón de la cómoda.

         −Doblada en dos creo que dará el largo. Pondremos el bordado por delante. Coge las tijeras y corta donde te diga para el agujero de la cabeza. Y ahora póntela −dijo la abuela.

 Habrá que hacer unas hendiduras para las alas y unas costuras laterales, dedujo después de contemplar el resultado. Así pareces un fantasma con joroba.

         −¿Sabes coser a máquina?

La pregunta cogió de sorpresa al ángel.

         −La verdad es que nunca he necesitado coser. Nos dan las túnicas ya hechas. Ahora que lo pienso no sabría decirte quién las confecciona.

         «Algún difunto chino», rezongó la mujer para sus adentros.

         «¡Hombres! con o sin alas, sois unos inútiles», pensó acordándose de su difunto marido. Miró en derredor por si él también se encontrase en el piso. No le extrañó su ausencia. ¡Cómo que se iba a quedar aquí! Habrá aprovechado para colarse en la casa de alguna jovencita.

         La señora Wilson era una mujer decidida, cuando empezaba algo lo tenía que terminar. Instaló a su compañero delante de una Singer, antiguo modelo a pedal, y emprendió la ardua tarea de enseñarle a enhebrar.

         −Lo haría yo misma si pudiera − se disculpó.       

         El ángel, apabullado por tantas complicaciones, cerró los ojos, se concentró un instante y la abuela Lilly pudo contemplar maravillada como el hilo se enderezaba como una serpiente, y después de girar sobre sí mismo se introducía en cada uno de los recovecos hasta por fin enhebrarse.

         −¡Así cualquiera! −exclamó. ¡Con lo bien que me habría venido a mí!

Utilizando sus poderes mágicos consiguieron terminar la túnica. Resultaba mucho más vistosa que la antigua, pero le quedaba una duda: al jefe puede que no le gustase, aunque últimamente se fijaba poco en sus mensajeros.

         En el momento de emprender el regreso a la clínica en busca de Steve Jobs, la señora Lillian Wilson no quiso marcharse sin llevarse a Phyllis con su cojín, y la máquina de coser.

         «¡Mujeres! Tratar con las mujeres y sus caprichos era engorroso.» Bien lo sabía él después de tantos siglos acarreando difuntas de un lado para otro.

Voló con dificultad porque iba muy cargado, su túnica blanca ondeando al viento. En la espalda, entre las alas, sobresaliendo de una enorme mochila asomaba la máquina de coser Singer, todo un mueble, y una anciana abrazada a una gata que reposaba sobre un cojín, se aferraba a su mano derecha.     

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18- Ante el tribunal

 

Cuando el ectoplasma de Lorenzo García de la Verdevega, seguido de los demás difuntos, entró en la sala del trono, se quedó estupefacto. Estuvo a punto de retroceder al pensar que estaba pisando el escenario de un teatro. Miró a su alrededor, intentando descubrir en la semioscuridad el patio de butacas. Ahí, en medio del estrado, un actor en un trono y con una gran barba representaba a Júpiter. Blandía un rayo que quizá fuera de plástico y un águila disecada estaba posada sobre su hombro derecho. Alumbrado por lámparas de aceite se distinguían apenas otros personajes: una mujer esbelta tocando el laúd; Juno, la esposa de Júpiter, la antigua Hera de los griegos, según recordaba Lorenzo de su época de estudiante; y también el inconfundible Neptuno con su tridente; así como muchos otros. No tuvo tiempo de indagar más porque el ave, que no estaba disecada, levantó el vuelo tras pasar rozándole la cabeza, dio un giro y volvió amenazadora. Para protegerse Lorenzo se parapetó detrás de Bartolomé, el único a quien no parecía importarle los ataques del bicho.

         −Vuelve aquí delante. No te escondas −gritó el dios furioso, al mismo tiempo que soltaba el rayo−. Llevo un par de días esperándote. A mí nadie me hace esperar.

         El trueno hizo vibrar los muros del palacio. A la luz del relámpago, García de la Verdevega pudo descubrir la inmensidad de la sala. No, aquello no podía ser un teatro, y lo que vio no le gustó nada. Extraños seres acurrucados a lo largo de la pared del fondo, mitad animales mitad humanos, lo dejaron intranquilo. ¡Una pesadilla, una verdadera pesadilla!

         −No te preocupes −le susurró al oído el joven Roberto en cuanto el eco del sonido del trueno dejó de rebotar sobre las paredes de la residencia−. Le gusta darse importancia, pero nunca mata a nadie. Claro que sería difícil estar más muertos de lo que estamos. Se ve que se aburre.

A mí aquel ambiente teatral me divertía, y mientras me olvidaba de mi siniestro porvenir. ¡Ojalá me pudiese quedar en la morada de los dioses jubilados por más tiempo!

         Carmen, muy valiente, se adelantó y tomó la palabra:

         −Don Júpiter, por favor, con todo el respeto que le tenemos, le puedo asegurar que Don Lorenzo jamás fue ministro de Educación. He vivido muchos años y he visto desfilar un sinfín de políticos −dijo con su vocecita cascada.

 Luego se quedó en silencio, como extrañada por su atrevimiento.

         −¿No es rara la expresión: "Don Júpiter"?− pregunté a Adelaida. Al ser francesa, tenía mis dudas.

         En este lapso de tiempo, García de la Verdevega había conseguido reaccionar. Él no era Alicia en el País de las Maravillas presentándose ante la Reina de Picas; estaba acostumbrado a comparecer ante los miembros agresivos de la oposición, tanto en el Senado como en el Congreso de los Diputados. Tomó la palabra y enumeró sus sucesivos cargos durante su carrera política, incluso habló de su infancia, alumno en un colegio de los jesuitas donde estudió latín. De facto, ahora que estaba corpore sepulto ad infinitam todavía se acordaba de algunas expresiones...

         −Ad infinitum −le corrigió Paco el cura.

         −Nihil obstat

         −No entiendo nada, a pesar de entender los demás idiomas − se quejó Adelaida. ¿Qué quiere decir?

         −Es por el acento. Casi no le entiendo ni yo que toda la vida hablé latín −dijo Júpiter−, supongo que querrá decir: no hay objeción.

         −Quizás sepas algunas expresiones, pero no te enseñaron a pronunciar −le recriminó−. Más vale que te calles, pero si todavía te empeñas en añadir algo, que sea en tu idioma.

         El águila agitó las alas y Júpiter bostezó.

         Dejando de lado el latín, García de la Verdevega relató su asesinato seguido de su vergonzoso entierro. Su tono de voz iba in crescendo a medida que contaba su historia.

Todos los presentes escuchaban atentamente. Incluso los extraños seres acurrucados en el fondo de la sala enderezaron la cabeza.

         −Jamás he sido ministro de Educación. Podían haberse tomado la molestia de consultar los archivos del inisterio antes de traerme aquí −dijo−. Como resarcimiento a esta falsa acusación, pido venganza.

Aquella petición desató una salva de aplausos en la sala. Esperó el restablecimiento de la calma antes de proseguir.

− Si me han hecho venir hasta aquí, de modo humillante, atado al lomo de un caballo como un vulgar paquete, y además para nada, bien me merezco la ayuda de los dioses. Oh, Júpiter, pido que este rayo que te obedece fulmine a Rafael así como a mi vil esposa María Elena y que sus muertes sean lentas y dolorosas.

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19- El Gran Hacedor

 

 El portero, un coloso con alas, había franqueado la entrada a la morada del Gran Hacedor a Steve Jobs y al ángel con la máquina de coser. Intentó oponerse al paso de la abuela Lilly, pero la gata, harta de dormir, se había colado por la puerta entreabierta y no tuvo más remedio que dejarla pasar para que pudiera recuperar al animal.

         −Trátala bien −le aconsejó el ángel− ¡Mira que túnica me ha hecho!

El portero apenas le echó una mirada.

          Una vez en el interior de la estancia, una gigantesca sala cuyas paredes estaban cubiertas por pantallas, la mujer se quedó atónita. Nunca había creído en dioses ni diablos, pero lo que tenía delante era algo que nadie jamás se hubiera imaginado. Una masa blanquecina flotaba a ras de techo, con infinidad de ojos escrutando las pantallas, cada uno de ellos miraba una cosa diferente, como los de un camaleón, y de aquella especie de nube salían de vez en cuando unos tentáculos que se alargaban hacia unos teclados fijos en las paredes, que le hicieron pensar en un pulpo. De este extraño ser emanaba una luz verdosa fluctuante.

−Bueno, me equivoqué − tuvo que reconocer la abuela Lilly−. Algo hay, aunque no sea lo que se imagina la gente.

−El círculo es la figura perfecta, no empieza ni termina −masculló el Gran Hacedor como para sí mismo, mientras dirigía uno de sus ojos hacia los visitantes.

         −No tan perfecto, su longitud depende del radio, aunque como no tiene origen se le pueda considerar infinito −observó Steve Jobs, que acababa de llegar acompañado del ángel, de la señora Lillian Wilson, de la gata y de la máquina de coser.

         Steve Jobs examinaba una tras otra las pantallas. En una pudo reconocer la ciudad de Shanghái con sus característicos rascacielos; se distinguían, como pequeños insectos, los automóviles circulando por las calles. En ese momento Phyllis, que vio una lucecita parpadear, no pudo resistir su instinto y salto encima del teclado. La imagen de la cuidad desapareció y fue sustituida por la vista de un majestuoso edificio en cuyo frontispicio se podía leer: Residencia Nuevo Olimpo. Steve Jobs se acercó y manipulando las flechas del teclado penetró al interior del edificio.

         −Este juego es anacrónico, por un lado están los dioses romanos y por otro, muchos de los personajes son modernos, como ese cura con sotana y esa chica joven con vaqueros. Vaya mezcla −comentó.

         −La competencia  −murmuró el Gran Hacedor−. Esos dioses caducos no se resignan a desaparecer. Y quizá yo tampoco. Te he hecho venir para que me ayudes. En vida tuviste buenas ideas. Estoy cansado de jugar solo y siempre a lo mismo, necesito ideas novedosas para mi Creación.

         El dios se quedó pensativo un rato antes de seguir hablando. Alargó un tentáculo hacia la gata, que dio un bufido, sacó las zarpas en un intento por arañar y con el pelo erizado fue a refugiarse detrás de la máquina de coser.

         −Empecé −prosiguió el dios−, creando los dinosaurios y el tigre sable. Me gustaba el tigre sable, con sus gigantescos colmillos. Era casi invencible, y bello. Tanto me gustó que conservé ese mismo pelaje naranja con rayas negras para los tigres actuales Pero al final el espectáculo no cambiaba, grandes monstruos devorándose unos a otros, a cual más fiero.

Sin embargo, hubo una larga temporada en que me divertía programar los modelos, animales más grandes, más zarpas, más escamas, más colmillos. El problema es que uno se cansa jugando siempre a lo mismo. Al final estaba tan harto que tuve que mandar un meteorito para acabar con todos ellos.

Se quedó callado. Steve Jobs prudentemente no quiso replicar.

         −Y mucho después: el hombre, más pequeño, pero más complejo. Ahora no sé qué hacer; estoy cansado también de la raza humana. Guerras, masacres, siempre lo mismo, y encima pretende hacerme la competencia modificando su propia programación, manipulando los genes. Ha proliferado demasiado.

«Así que esas tenemos, −pensó Steve Jobs, sintiéndose ofendido−. Para él, no somos más que marionetas. Sus juguetitos.»

 El Gran Hacedor dirigió uno de sus ojos hacia el ángel

−¿Qué haces tú aquí todavía? ¡A trabajar! Tráeme a ese cura y al grupito que acabamos de ver. Y llévate a esa mujer y a su gata.

         La abuela Lilly se aferró a la máquina de coser. Phyllis, precavida, se le había subido al hombro.

−No me moveré hasta tener respuesta a mi pregunta − decidió la mujer, sin dar un paso−         ¿Por qué tantas calamidades? ¿Por qué no creaste un mundo agradable? −dijo, mirando fijamente a uno de los ojos.

−¡Fuera!, ¡fuera de aquí! –gritó la extraña criatura enfurecida mientras todo su cuerpo emitía unas chispas azuladas y alargaba tentáculos en todas las direcciones.

Lillian Wilson retrocedió hacia la puerta, andaba hacia atrás y no apartaba la vista de aquel ser peligroso.

−La raza humana. Estoy harto de la raza humana −le oyó repetir con voz cansina cuando, por fin, la abuela Lilly pudo salir de la sala.        

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20- El oráculo de Trofonio

 

Quetzalcóatl, la serpiente emplumada, sobrevolaba a gran altura las islas griegas. Iba precedida por Neptuno que montaba a Pegaso. Yo contemplaba como abajo el mar resplandecía surcado por grandes barcos repletos de turistas.

−Desde arriba resulta precioso −comentó Carmen−. En vida siempre soñé con un viaje a Grecia, y mira por dónde, ahora estamos aquí.

−Más vale tarde que nunca −gruñó Bartolomé−. Aunque es perder el tiempo, no lo vamos a encontrar. Después de más de dos mil años no va a estar Trofonio esperándonos. Hay que ser retrasado mental para creérselo. Ahora, si de lo que se trata es de una excursión…

Nos quedamos asombrados, nunca antes había pronunciado un discurso tan largo.

Para aplacar el nerviosismo de Lorenzo García de la Verdevega, Júpiter, como compensación por su error, le había sugerido consultar al oráculo de Trofonio que, según le aseguró, le podría aconsejar. Aquí está la sibila, había añadido, pero no es lo mismo. Les señaló lo que parecía un montón de harapos que sobresalía de un ánfora al final de la sala.

−Más os vale no mirarla de cerca, podríais moriros de miedo. Lleva envejeciendo más de dos mil años− susurró.

«Morirnos, morirnos…», pensé.

Esta vez la comitiva era más numerosa. Aparte del grupito de difuntos nos acompañaban Curri, Obélix y su perrito Ideafix, todos agarrados a las plumas de la serpiente. Claro que los dos últimos, al ser dibujos, pesaban tan poco como los ectoplasmas. Por mucho que le habíamos rogado, Júpiter resultó inflexible en cuanto a llevarnos a Goscinny.

Neptuno, que conocía el lugar por haber vivido dos mil y pico años atrás en el Olimpo, nos precedía, oteando el horizonte. Buscaba la ciudad de Labadea, donde antaño vivía el oráculo, y que se extendía entre el monte Helicón y Queronea, en Grecia central. Después de dar muchas vueltas en el aire cual aves de presa, sobrevolando olivares y antiguas ruinas, Neptuno supo que habíamos llegado al reconocer el perfil del monte Helicón. El resto del paisaje estaba muy cambiado, según nos explicó. Numerosas urbanizaciones cubrían las laderas y la ciudad, otrora pequeña, se extendía a lo largo de todo el valle.

−Tendremos que aterrizar al lado de la cueva sagrada, en la ladera del monte. El templo donde recibía Trofonio a los consultantes ha desaparecido por completo, − indicó Neptuno−. No queda ni rastro. Pero si queréis evitar la maldición del oráculo, no debéis entrar para nada en el recinto sagrado.

La serpiente desplegó las alas, planeó un instante y después de girar en el aire tomó tierra en un calvero del monte. Olía a tomillo y a lavanda. 

−Lorenzo, el suplicante, tiene que purificarse tres días seguidos antes de ser admitido ante el oráculo. Las reglas del protocolo son muy estrictas. Debe alojarse en la caverna dedicada a la Buena Suerte, bañarse solamente en el río Hércina y comer la carne sagrada de un morueco.

−¡Qué complicado! ¡El papeleo, siempre el papeleo! No podríamos simplificar un poco −protestó García de la Verdevega−. Estamos en el siglo veintiuno. ¿Cómo voy a saber, yo, lo que se considera carne sagrada, y cuál es el río Hércina? ¿Alguien ha oído hablar de morueco?

Miramos a Paco, el cura. Era el único que tenía un poco de cultura clásica. Intentó hacer memoria.

−No, no recuerdo ningún texto aludiendo a este animal.

Fue interrumpido de inmediato por Obélix. Un morueco es un jabalí. ¡Si lo sabré yo! Los comíamos casi a diario en la aldea. Dejádmelo a mí. Y se alejó dando brincos en dirección al bosque después de depositar a Ideafix en brazos de Adelaida. Goscinny solo había dibujado el personaje por un lado del papel antes de recortarlo. Al darnos la espalda parecía un fantasma blanquecino agitándose entre las ramas de los arbustos.

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 21- Centro de acogida

 

−A este edificio lo llamaría: Ministerio de Asuntos Terrestres −le comentó la abuela Lilly al ángel, en tanto el portero los echaba fuera de la sala.

Dentro del Palacio, quedaron solo el Gran Hacedor y Steve Jobs.

− ¡Nunca imaginé a Dios así! ¡Un gran pulpo!

El ángel miró con desánimo a su alrededor y se sacudió las plumas. Por enésima vez desde que se creó la humanidad tuvo que explicar que aquel ser extraño no era Dios, sino un funcionario de grado superior, por así decirlo. Como él, había muchos, cada uno gestionaba una parte del Universo.

 − Para que lo entiendas, añadió, es como si cada galaxia formase un estado. Como los Estados Unidos, y él fuera el gobernador, por poner un ejemplo. Cada tanto, hay una reunión de todos ellos para coordinar el futuro del Universo. Por lo menos, eso se comenta. Yo nunca asistí.

Phyllis, que se había dormido encima de la máquina de coser, agitó una pata en sueños y se puso a ronronear suavemente. La abuela se quedó pensativa. Toda la vida negando la existencia de Dios y ahora tenía que recapacitar.

−Mientras voy a recoger a un grupo de difuntos extraviados en el asilo de los dioses jubilados os dejaré a ti y a la gata en el Centro de acogida −dijo el ángel. No sé qué hacen allí estos difuntos.

Contornearon, sin dejar de charlar, el edificio que alojaba al Gran Hacedor.

 A la abuela le hacía gracia saber que incluso los dioses pasaban de moda y se tenían que jubilar. Nunca antes había reflexionado sobre ello. 

Después de cruzar una gran explanada llegaron a un cercado. Según abarcaba la vista, se trataba de un terreno inmenso rodeado por una altísima malla metálica. Dentro del recinto erraba una multitud de ectoplasmas, a cual mejor vestido. Había militares condecorados y civiles con sus mejores galas. Muertos elegantes, concluyó la mujer, algo avergonzada de su simple vestido negro. Al ver acercarse al ángel, todos se apiñaron contra la valla, suplicando.

−¡Llévame! ¡Llévame ante Dios! ¡Hace cinco años que estoy aquí! −gritaba una mujer. He rezado. Iba a misa casi cada domingo a lo largo de mi vida. ¿Qué más puedo hacer?

−¡Y yo llevo noventa, sí, noventa años esperando! He llegado a un punto en que no me importaría ir al infierno con tal de salir de aquí.

 En su desesperación aquel difunto intentaba trepar por la malla metálica que no podía atravesar. Y como él, una multitud de ectoplasmas se aferraron a la valla. Reptaban por su superficie resbaladiza, para luego volver a caer dentro del recinto en informes montones entre lamentos e imprecaciones.

Entonces aparecieron por fuera del centro de acogida una horda de bichos aterradores. Eran unas criaturas cuya parte superior se asemejaba a la de un águila gigante, con plumas doradas, afilado pico y poderosas garras. La parte inferior era la de un león, con pelaje amarillo, musculosas patas y rabo.

Emitían aullidos salvajes. Amenazadores, se les veía dispuestos a acabar con los posibles fugitivos.

 El ectoplasma de la abuela temblaba como un flan. En un intento por pasar desapercibida se agazapó tras la máquina de coser y Phyllis, con todo el pelo erizado, se refugió en su regazo.

−No temáis. Son grifos −dijo el ángel−, vigilan a los refugiados para que nadie se escape, pero no atacan a los mensajeros de Dios, ni a los que les acompañan. El Gran Hacedor se los alquila a Júpiter.

−Estoy muerta de miedo… aunque sea un decir −murmuró la mujer al aferrarse a la mano de su salvador. ¡Y no me vas a decir que también anda por allí Júpiter!

−Y Brahma, y Thor y muchísimo más dioses, unos vigentes y otros jubilados. Hay una pugna entre Brahma y el Gran Hacedor: ambos pretenden haber creado el universo. Cuando discuten se desatan en la tierra fuertes terremotos y huracanes; más vale no estar presente.

−Quizás se trate de universos paralelos –comentó Lillian Wilson después de reflexionar −. Nunca pensé que el más allá fuera tan poblado. De todas formas, no me podrás obligar a que me quede aquí esperando el juicio final.

El ángel se quedó inmóvil, agobiado por las súplicas de los presos, los rugidos de los grifos y la perspectiva del castigo divino por desobedecer las órdenes del Gran Hacedor.

Será lo que sea, murmuró el ángel, yo también estoy harto. Agarró con una mano la máquina de coser y con la otra a la abuela Lilly con su gata, agitó las alas y emprendió el vuelo. Lamentos y maldiciones se diluyeron en la distancia, sustituidos por el canto del universo. Una melodía casi inaudible, como una vibración armónica que procuraba paz y bienestar.

−Pobre gente. Esperar años y años mientras el Gran Hacedor se divierte con sus jueguecitos −añadió la mujer−. Habría que poner una denuncia. Nos quejábamos de la corrupción de nuestros gobernantes, pero me parece que aquí no andan mejor las cosas. Tanto hacinamiento y no despachan a ningún difunto, o quizá a casi nadie. Y vete a saber adónde los mandarán. Sabes, incluso vi entre ellos a unos soldados de Napoleón. Los reconocí por un cuadro de Goya.

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    22- A la caza de un morueco

 

Mientras tanto, nosotros acabábamos de aterriza en el monte Helicón. A mí, Rose Dupont, el monte Helicón me resultó familiar. Quizás por el tipo de vegetación: romero, tomillo y manzanilla entre arbustos espinosos. Me recordó la subida al peñón de Calpe, en la costa mediterránea. Me deleitaba aspirando los aromas del campo cuando Obélix salió del bosquecillo de encinas; iba a buen paso a pesar de su orondo cuerpo y con un jabalí debajo del brazo. Silbaba alegremente mientras se acercaba a nosotros. Al llegar, tiró el animal al suelo, a los pies de Neptuno.

−Aquí tenéis al bicho. Podríamos asarlo ahora mismo porque, con solo verlo, empiezo a salivar. Voy por leña.

El perrito Ideafix, al oír la voz de su amo se escapó de los brazos de Adelaida, y fue dando brincos de alegría como un saltamontes blanco alrededor de las piernas de Obélix. Era tan pequeño que apenas asomaba entre lo hierbajos.

−Espera, este no es el morueco que debe alimentar a García de la Verdevega, pedazo de tonto−, le gritó Neptuno retorciéndose de risa−. Para que lo sepas, un morueco es un carnero, un semental. Miró al resto del grupo, como ninguno había sido gente de campo también desconocían el término.

−Si no hay más remedio y tengo que comer algo, creo que prefiero un carnero… Aunque no siento mucho apetito −decretó Lorenzo García de la Verdevega después de contemplar la jeta del jabalí, sus cerdas enmarañadas y los grandes colmillos afilados como puñales que asomaban a cada lado del hocico.

Obélix no se inmutó. Amontonó leña seca para el fuego y atravesó el cuerpo del jabalí con un palo gordo para que pudiéramos asarlo.

−Ahora vuelvo −gritó, al alejarse monte abajo hacia los prados donde pacían las ovejas−. Guardadme por lo menos uno de los jamones.

Sentados en el suelo alrededor de la hoguera, todos mirábamos cómo las lenguas de fuego lamían la piel del animal antes de elevarse hacia el cielo. El viento arrastraba remolinos de denso humo blanco por encima del bosque y la grasa de jabalí crepitaba al derretirse y chorrear sobre las brasas.

−A nosotros nos pasará igual en cuanto lleguemos al infierno −masculló Bartolomé entre dientes al contemplar cómo se doraba la piel del animal.

Este desgraciado tenía que hablar del infierno. De pronto se me quitó la alegría de la excursión. Algo tendría que hacer para escapar de mi destino.

−¿Qué te pasa, Rose? –me preguntó Roberto−. No te veo muy animada.

Le sonreí. Era realmente un chico encantador.

Lorenzo García de la Verdevega reflexionaba cabizbajo.

−¿Por qué no lo dejas? −, le preguntó Paco el cura−Tanto afán de venganza no te llevará a nada. Si perdonas, Dios te perdonará. ¡Anda! Deja Trofonio,  el oráculo, tranquilo en su cueva, son cosas de otros tiempos, y vente con nosotros a visitar el pueblo de Labadea.

−Me asesinó… María Elena me asesinó. Después de todo lo que hice por ella −volvió a repetir tozudamente García de la Verdevega−, nunca se lo podré perdonar.

«¡Vaya tío díscolo! Dale que te doy, siempre la misma historia. Lo habría asesinado a gusto una segunda vez. No sé si seré capaz de aguantarle mucho tiempo», pensé.

Apenas terminó de hablar Lorenzo cuando un ruido estremecedor llenó el aire y nos hizo temer por la llegada, otra vez, de un escuadrón de arpías. Corrimos a refugiarnos en el bosquecillo de encinas. Una ráfaga de aire nos levantó a medio metro del suelo para luego dejarnos caer. Yo había hecho en vida unas dietas para adelgazar, pero ahora que no era más que un liviano ectoplasma echaba de menos esa masa corporal. Cualquier soplo de aire me zarandeaba de un lado para otro. Menos mal que solo era un helicóptero que, después de revolotear en círculo por encima del calvero, tomó tierra a pocos metros de la hoguera. Una escuadrilla de hombres bajó rápidamente por la escalinata, se dispersaron debajo de las encinas, cortando trozos de retama, para luego apagar el fuego a latigazos.

El que parecía el jefe maldecía:

−Si cojo al idiota que se pone a asar un jabalí al lado de un bosque, va directamente a la cárcel, pero antes le daré una buena paliza. Ni es tiempo de caza, ni se puede encender fuego. ¡Será sinvergüenza! ¡Mirad bien, a ver si damos con él!

A pesar de ser invisibles a los ojos del común de los vivos, estábamos amedrentados, al no estar todavía acostumbrados a nuestro nuevo estado. Agazapados detrás de los arbustos observábamos a los miembros de la brigada antiincendios que, sentados en círculo alrededor de las cenizas todavía humeantes, iban recortando con sus navajas lonchas doradas del asado. Una vez terminado el ágape, taparon con tierra los últimos rescoldos y enterraron los restos del animal. Después de cubrir el montículo con piedras y verificar que ya no salía humo volvieron al helicóptero.

Esta vez no nos cogieron desprevenidos. Tuvimos tiempo de agarrarnos a los troncos de los árboles antes de ser sacudidos por una nueva ráfaga de aire al despegar el aparato.

−¿Qué haremos ahora? − preguntó Roberto al ver reaparecer a Obélix con un carnero a hombros−. No podremos asar al morueco.

−¡No pretenderéis que me lo coma crudo, con piel y todo! −refunfuñó García de la Verdevega.

A Obélix le dio un ataque de furor cuando se enteró de que los bomberos se habían merendado su jabalí después de apagar el fuego.

 −Para que aprendan, voy a hacer una hoguera enorme.

 Iba a ir por leña cuando todos los miembros del grupo se pusieron en pie e intentaron disuadirlo y como no quería entrar en razón tuve que sacar la goma de borrar que me había regalado Goscinny al dejar la residencia Nuevo Olimpo.

−Obélix es un buen muchacho −me había avisado el dibujante−, pero a veces resulta tozudo. La única manera de hacerle desistir es enseñarle la goma. Después de todo, no es más que un dibujo. Ni siquiera me dio tiempo a pintarle la parte trasera. Cuida de él, le tengo cariño. Como sabrás, es uno de mis personajes favoritos.

Mi intención no era borrarlo del todo. Si se ponía muy díscolo, quizá le quitaría la punta de una de sus trenzas pelirrojas, nada más.

Al verme goma en mano, el perrito Ideafix se puso a gruñir, dispuesto a defender a su amo. No pudimos reprimir la risa. Tan pequeño y tan valiente resultaba enternecedor.

−Este animal es un encanto −reconoció Adelaida−. No me importaría quedármelo para la eternidad.

 Obélix se agachó para recogerlo y, después de dale un sonoro beso en la cabeza, intentó tranquilizarle.

 −No me va a pasar nada. Si nadie quiere fuego, no habrá fuego, aunque deberían pensárselo mejor. Un carnero asado siempre es un carnero asado. Ahora, si prefieren tomarlo crudo, que lo disfruten.

 Fue entonces cuando aparecieron dos muchachos. Aparentaban unos trece o catorce años. Salieron de la Cueva de la Buena Suerte, el hogar del oráculo según les había indicado Neptuno. Nada más llegar a la altura del grupo agarraron de la mano a Lorenzo García de la Verdevega, cada uno por un lado, después de ordenarle que cargase con el carnero.

 −Nos manda Trofonio para cuidar de ti. Ahora comerás únicamente carne del morueco durante tres días, luego te bañaremos en el río Hércina y te untaremos con aceite sagrado para prepararte para consultar el oráculo. 

 −Decidle a Trofonio que no me alimento de carne cruda.

Una risa alegre sacudió a los dos muchachos.

−Eso lo sabemos. Haremos una hoguera en la cueva. Aquí fuera no se puede.

Al oír esas palabras, Obélix propuso encargarse de asar el animal, pero fue inmediatamente rechazado.

−El único que debe quedarse aquí es Lorenzo García de la Verdevega. Podréis reuniros con él dentro de tres días cuando la ceremonia de la consulta al oráculo  haya terminado.

Después de despedirnos de Lorenzo nos encaminamos monte abajo con la intención de visitar el pueblo de Labadea. Adelaida y Roberto iban delante, cogidos de la mano y cantando a voz en grito Alegría, alegría…

−A ver si un día cambian de repertorio −masculló entre dientes Bartolomé.

Carmen, que estaba observando el vuelo de una gaviota, se puso de repente a chillar:

−Un ángel. Por fin, un ángel. Mirad todos, es un ángel. Viene a por nosotros.

Sacudió como una loca el brazo del cura mientras indicaba con la mano una dirección en el cielo. Al principio, no se llegaba a distinguir si se trataba de un gran pájaro blanco que arrastraba unas ramas u otra cosa. Quizás una cigüeña con material para construir su nido, pero al acercarse no hubo dudas, era un ángel, llevaba de la mano lo que parecía una mujer y de la otra un extraño objeto pesado.

−Aquí, aquí, estamos aquí −gritamos al unísono al mismo tiempo que agitábamos los brazos.

El ángel bajaba poco a poco formando grandes círculos hasta que tomó tierra al lado de Bartolomé. Carmen y Paco se habían arrodillado. Rezaban en voz alta un AveMaría. Los demás mirábamos con curiosidad aquel ser celestial aferrado a una máquina de coser y acompañado de una anciana con su gata. Parecía cansado, luego de descargar el aparato en el suelo suspiró y sacudió las alas como para quitarles el polvo. Iba vestido con una túnica blanca e iba descalzo. A lo largo del dobladillo debajo de su vestimenta había una orla de florecitas blancas primorosamente bordadas, y en la parte delantera una ele mayúscula.

«L…, quizás se llama Lucas», pensé.

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 23- Venganza

 

Júpiter se sentía rejuvenecido mientras cruzaba el espacio sideral a lomo de Pegaso. Según pudo recordar llevaba más de dos mil años sin bajar a la Tierra. Ya nadie le invocaba, y lo que era peor, nadie se acordaba de él. Así que, cuando Lorenzo García de la Verdevega le pidió venganza por su asesinato, no lo dudó un instante. Por fin terminaría con el tedio de la jubilación.

Como era un incordio empuñar el rayo mientras cabalgaba, lo dejó colgado de la pared antes de marcharse, lo que le permitió asir las riendas con las dos manos. No lo iba a necesitar para deshacerse de una mujercita como María Elena, la viuda de Lorenzo; y las arpías nunca se atreverían a atacarle por el camino.

Tan feliz se sentía que se puso a canturrear.

«Atleti... Atleti…» ¡Maldito Neptuno y su estribillo…!  «¡Si yo no soy del Atleti…!» ,refunfuñó.

Pegaso, animado por la aventura, lanzó un sonoro relincho y galopó con más brío a pesar de las agujetas que sentía en todo el cuerpo. Cruzó veloz la constelación de Orión y después de caracolear en medio de la oscuridad se dirigió en línea recta hacia la Tierra, dejando tras sí una estela brillante. Después de tantos años en la cuadra, ahora no paraba de viajar. Apenas había depositado a Neptuno en Grecia cuando le llamó Júpiter.

Al levantar la vista, un camionero que se había parado a descansar en una gasolinera cerca de Burgos, vio una bola de luz acercársele a través de la noche.

 −¡Un ovni! ¡Un ovni…! −gritó mientras corría a refugiarse en los lavabos, preso del pánico.

         «¿Cómo acabaré con la mujer?», pensaba Júpiter mientras tanto, aferrado al cuello del animal. «María Elena conduce. Podría estrellar su coche contra un camión, pero entonces sería una muerte rápida y Lorenzo deseaba una muerte lenta y dolorosa. Bueno, lo primero será conocerla» −decidió−, ahora no es el momento de elegir el método.»

 Se iba acercando a la Tierra y podía distinguir el resplandor de las grandes ciudades. «Cómo ha cambiado todo− tuvo que reconocer−, ya nadie utiliza las luminarias de aceite.»

En Nuevo Olimpo, Juno estaba furiosa. Cada día que pasaba sin noticias de su divino esposo ensombrecía su humor. Recorría a grandes zancadas la sala del trono de un lado a otro y los demás dioses procuraban no cruzarse en su camino.

−Otra vez, otra vez lo mismo− refunfuñaba.

Había pasado un par de milenios desde los últimos devaneos de Júpiter en la Tierra pero, por lo visto, no había cambiado. Además, y era mala señal, también Cupido se había marchado procurando no ser visto. Ella lo había buscado en vano y los demás residentes de Nuevo Olimpo respondían con evasivas a sus preguntas.

−Panda de hipócritas −murmuró, reprimiendo sus ganas de gritar. Si él se había marchado, ella no se iba a quedar de brazos cruzados esperándole.

Antes de urdir un plan decidió consultar a la Sibila a pesar del horror que le producía su vista.

Juno sintió horror y compasión al recordar la historia de aquella mujer, que fue bella en otros tiempos, en la antigua Grecia. Apolo, el dios que inspiraba las profecías de las sibilas en aquel entonces, le prometió concederle un deseo, porque la sibila de Cumas era la más famosa de su época. Entonces ella cogió una gran cantidad de arena y pidió vivir tantos años como partículas había cogido, pero se olvidó de pedir la eterna juventud de la que gozaban los dioses. Pronto empezó a consumirse, y ahora acurrucada en un ánfora detrás de la sala del trono, más parecía un montón de harapos que una mujer. Sin embargo, unos pequeños ojos brillantes asomaron entre las arrugas de su rostro cuando vio acercarse a Juno. Para desperezarse sacudió su cuerpo entumecido por una inmovilidad milenaria, lo que levantó una nube de fino polvo que hizo estornudar a la diosa.

−Llegas a tiempo –dijo la sibila−. Pronto se acabará mi vida. Echó una mirada al reloj de arena. −Ya no veo bien, pero me parece que solo queda el último grano de arena − ¿Qué deseas saber?

−Dónde se encuentra mi marido y qué hace en este momento –gruñó Juno.

La sibila cerró los ojos y se quedó tanto tiempo absorta que empezó a temer que hubiera muerto. Juno tosió discretamente para intentar sacarla del sopor que parecía haber invadido su cuerpo.

−Déjame concentrarme –protestó el oráculo−. Llevo mucho tiempo sin ejercer y me cuesta recordar las palabras mágicas. Ahora mismo, tu esposo está participando en una fiesta, una especie de bacanal, donde la gente va disfrazada. Antes de que continúe, piénsatelo bien. A veces es mejor ignorar lo que ocurre.

−Descríbeme lo que pasa –ordenó la diosa−. ¿De qué va disfrazado mi marido?

−De Zeus, pero lleva un rayo de cartón pintado de amarillo; y Cupido va de Cupido.

−¡Pero si Zeus y Júpiter son lo mismo! –exclamó Juno.

−¿Seguimos o no seguimos? –propuso otra vez la sibila molesta por la interrupción.

Juno intentó refrenar la cólera que la invadía.

−Sigue. Sigue y no te detengas, pase lo que pase.

La pitonisa volvió a concentrarse.

 «Hasta los idus de Martius seguiré aquí esperando», pensó la diosa, pero esta vez no se atrevió a intervenir, hasta que por fin la voz ronca de la sibila reanudó el diálogo.

−Es una fiesta de disfraces. Hay una mujer, una bella mujer llamada María Elena. Va vestida de princesa oriental y está acompañada por un hombre de uniforme, muy elegante por cierto: el emperador Napoleón. Cada vez me cuesta más discernir lo que pasa. He perdido facultades.

−Sigue, sigue –volvió a insistir Juno.

−El emperador es mucho más elegante que nuestro César. Pantalones blancos, −una tontería para ir a la guerra−, chaquetilla oscura con charreteras doradas… Ella le llama Rafael.

−Sigue. No me interesa su vestimenta. Elena y Rafael son amantes, esto ya lo sé. Son los asesinos de Lorenzo García de la Verdevega. Ya sé quiénes son−, volvió a insistir Juno−. Y para más agravio María Elena es la viuda de Lorenzo. Entonces Júpiter estará cumpliendo su promesa, va a matarlos a ambos.

Suspiró con alivio y se enderezó dispuesta a marcharse.

−Gracias por la información. Me has quitado un peso de encima, pero lo que no comprendo es el papel de Cupido en todo eso.

−Vuelve a sentarte –le ordenó la pitonisa con voz autoritaria impropia de aquel cuerpo escuchimizado−. No he terminado.

Y después de un momento de reflexión prosiguió:

−La fiesta tiene lugar en una gran sala en cuya terraza se pasea Pegaso porque no dejan entrar a animales, ni siquiera a perritos de compañía.

−Le permitirá a Jupi, el muy listo, escapar con facilidad una vez consumada la venganza −, no pudo evitar de interrumpir Juno.

−Lo siento, pero tu Jupi no es tan inocente como te crees. Veo a Cupido que tensa su arco y dispara una flecha en el corazón de María Elena. Lo de siempre. Este chico es tonto. Guapo, pero tonto; y no le perdonaré nunca lo que hizo conmigo –dijo la sibila. Suspiró ruidosamente antes de proseguir, lo que levantó otra nube de polvo− .No tendrá ni dos dedos de cerebro si otorga miles de años de vida a una mujer sin preservarla siquiera del envejecimiento. Y además siempre dispara flechas para que los demás se enamoren y él queda soltero.

−Quizá le guste los muchachos –aventuró Juno − aunque tampoco se le ve acompañado de mozalbetes. De todas formas, comprendo tu enfado, pero vamos al grano –dijo Juno a punto de estallar de furor.

Como ensimismada, la sibila reanudó su relato:

−Ahora, veo a tu marido regañar a Cupido porque sus flechas no surten efecto en el corazón de María Elena.

Ya van tres. Estarán oxidadas, no cuidas de tus cosas− dice Zeus, sin poder imaginar siquiera que ahora en su vejez y con sus greñas mal cortadas él no resulta nada atractivo.

Al oír esto, una sonrisa de felicidad se dibujó en el rostro de Juno. «Quizá, por fin, podré vivir en paz», pensó.

−Empieza el baile, muchos están borrachos y se propasan con las mujeres. En eso no hemos cambiado.

−Por favor, los demás personajes no me interesan.

Ensimismada, la Sibila prosiguió: −María Elena se ha llevado a Rafael a la terraza y le dice:

«Saca el móvil y súbete al caballo, vamos a hacernos un selfie: Napoleón a caballo, acompañado de una desconocida princesa oriental. ¿Qué te parece?»

− ¿Un selfie?

−Esto ha dicho. ¡Oh! Es para no creérselo. Tienen un aparatito plano que pinta. Es milagroso, saca un retrato de uno mismo en un segundo.

−No es posible. ¿No te estarás inventando esas cosas? Quizá, con los años, se te ha nublado la vista –protestó Juno.

−Si no crees lo que te digo, ¿por qué me consultas?

Vejada, la sibila se acurrucó en su rincón. Juno tuvo que reprimir sus ganas de sacudirla y después de pedirle perdón, continuó el oráculo:

−¡Ay! Eso sí que no me lo esperaba. Tu marido acaba de aparecer en la terraza y la mujer le pide que saque la foto. Él mira embobado el retrato en la pantalla.

−Una bella pareja de asesinos –dice Júpiter en voz alta−. ¡Lorenzo tuvo la mala suerte de cruzarse en vuestro camino!

−Le miran con cara de asombro. La escena se complica. Todo ocurre muy rápido, demasiado rápido para mí −, se quejó la sibila, que se quedó callada, pensativa.

−¿Qué pasa? ¡Quiero saber lo que pasa! –gritó Juno impaciente y habría sacudido a aquel ser escuchimizado si no fuese por el miedo a matarla.

−Te haré un resumen –dijo la sibila, después de un rato en silencio−.

He visto que tu marido hubiera corrido un peligro de muerte de no ser un dios. Napoleón estaba furioso y le atacó. Intentó arrastrarlo hasta la baranda para tirarlo por la borda pero, claro, no pudo. Incluso, María Elena quiso ayudarle. Entonces tu marido se puso a gritar: « ¡Asesinos!, ¡Asesinos!»; y con el escándalo se asomaron a la terraza varios invitados.

La voz de la sibila era casi inaudible. Parecía agotada. En el reloj de arena el último grano estaba a punto de caer.

−¿Y qué hace mi marido? ¿Qué hace mi marido? ¿Cómo ha terminado? –preguntó Juno sin éxito.

Del montón de harapos solo salían sonoros ronquidos.

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24- Un juego peligroso

 

«Así que estas tenemos», reflexionó Steve Jobs.

Aparte del ángel musculoso que vigilaba la puerta, se había quedado solo en presencia del Gran Hacedor.

«No hay escapatoria posible y este extraño ser debe de estar loco. Menuda tarea. ¿Qué pretende? ¿Qué le ayude a destruir la humanidad?»

−Me tendré que familiarizar con los aparatos y el programa –dijo en voz alta y miró a su anfitrión.

Con un tentáculo enroscado alrededor de la cabeza y que le servía de almohada, el pulpo parecía adormilado y como flotando a ras de techo. Abrió uno de sus ojos.

−El juego ya no me divierte −dijo− y estirando unos de sus tentáculos alcanzó una de las teclas en la pared. En seguida, en una de las pantallas apareció un paisaje tropical, se oía claramente el zumbido de una nube de mosquitos que revoloteaban encima de una charca. Unos monos saltaban entre los árboles, alimentándose de hojas. Parecía un documental de una selva húmeda. La imagen fue luego sustituida por la de una mujer que llevaba en brazos un niño cuya cabeza no era más grande que una pelota de tenis.

Steve Jobs miró horrorizado: El Zika. La nueva plaga que se iba expandiendo por el mundo. Con el cambio climático algunos de esos mosquitos se habían afincado incluso en Europa donde se les atribuía ya unos casos de microcefalia en recién nacidos.

−El monstruo ataca ahora con artillería diminuta −rezongó el informático.

Muy nervioso, pulsó la tecla colindante: más mosquitos y más padecimientos: el chikungunya, la malaria...

Por lo visto, las teclas azules correspondían a enfermedades, y había muchísimas. Cuando llegó al Ébola estuvo a punto de estallar de cólera.

«Si estuviera vivo seguro que me habría muerto de un infarto», pensó, y no quiso indagar más. Estaba seguro de que si seguía apretando botones se encontraría con el Sida y otras atrocidades que, de momento, más valía eludir, ya que no podía hacer nada al respecto.

Intentó serenarse. Quizá su presencia en aquel lugar podría salvar a parte de la humanidad, aunque lo dudaba al tratarse de un ser malvado y todo poderoso, no apto para la compasión. Estaba persuadido de que si no lo satisficiera, se vengaría, no vacilaría en destruirlo del todo, así como al resto de su creación, a pesar de que ya estaba muerto.

−Pasaste de bestias gigantescas −toda tu colección de dinosaurios−, a seres diminutos, pero mortíferos. Claro que en la época de los dinosaurios el hombre no existía. ¿Por qué lo hiciste?

−¿Por qué? ¿Por qué? Todo el mundo me pregunta el porqué. Porque sí. Porque me aburro. ¿Por qué vosotros creáis videojuegos violentos? Por lo mismo, por el peligro, por la adrenalina. Es la sal de la vida.

Steve Jobs intentaba comprender. Si el mundo no era más que un videojuego respondía a un programa y él entendía de programas. Tenía que haber una forma de acceder a ello. La idea de que él mismo no fuera más que un personaje ideado por este ser viscoso le repugnó, aunque podría haber sido peor, por lo menos había tenido una vida interesante.

El pulpo, después de estirarse, bajó al suelo. Una luz azulada emanaba de su cuerpo. Cada uno de sus movimientos desencadenaba unas chispas rojizas. Pasó un tentáculo por los hombros del informático en un gesto cariñoso.

−Me alegro de haberte traído −dijo−. Entre los dos nos divertiremos. ¿Qué te parecen los virus? Estoy orgulloso de los virus, es lo más astuto de mi creación.

A Steve Jobs el contacto viscoso del tentáculo sobre su ectoplasma le desagradó, pero no se atrevió a sacudírselo.

 Los virus eran un problema, como sabía, porque no se podía considerar como seres vivos al no ser capaces de reproducirse ellos mismos. Introducían su código genético en las células de otros organismos y las obligaban a fabricar multitud de nuevos virus. Un comportamiento maquiavélico.

El Ángel guardián apostado al lado de la puerta sacudió sus alas y pasó el peso de su cuerpo de un pie al otro.

« ¿Entenderá algo de todo eso?», se preguntó el hombre. «Por suerte tenemos buenos científicos y, aunque nos está costando trabajo, conseguimos vacunas… Venceremos», agregó para sí mismo.

−Como sabrás, llevo millones de años confeccionando este programa e introduciendo modificaciones, y estoy harto...

Steve Jobs no le dejó terminar la frase.

−Para qué destrozarlo todo ahora, si el combustible del Sol se acabará dentro de unos pocos millones de años y la Tierra será destruida así como el resto del sistema solar. A mí me gustaría ver de qué serán capaces los seres humanos de aquí hasta entonces.

      El pulpo lo miró casi con ternura.

−¡Ingenuo! ¿Tú qué crees? Aunque no hiciera nada, la humanidad se destruiría a sí misma. Es una plaga que ha invadido todo el planeta. Dentro de poco habrá demasiados individuos compitiendo por el espacio, el agua y la comida, y se tendrán que aniquilar los unos a los otros.

«Quizá tenga razón», pensó el informático. Si pudiera acceder al programa estaría a tiempo para dar la voz de alarma. Habría que reducir la natalidad.

Se sentía cansado, mucho más cansado incluso que durante su lucha contra el cáncer; otro invento de este ser viscoso.

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25- Un paseo por Labadea

 

Después de dejar a Lorenzo García de la Verdevega delante de la caverna del oráculo, emprendimos el camino al pueblo de Labadea. Estábamos acompañados por el ángel, por Neptuno y por los personajes de Goscinny.

Mientras bajábamos al pueblo me había acercado a hablar con Lillian Wilson. Ella y yo nos encontrábamos en circunstancias parecidas, camino del infierno al haber sido ateas en vida.

Según pude deducir, a ella no le preocupaba el porvenir. Estimaba haber tenido suerte al enterarse a tiempo de la existencia del campo de refugiados.

−Te imaginas, Rose, de haber encontrado al ángel antes de la aparición de Curri estarías ahora encerrada en aquel cercado con los miles de desgraciados que vi, esperando el juicio final. Y todo esto para acabar en el infierno.

Suspiré. Tenía razón. Aunque me resultase difícil aguantar a Lorenzo, gracias a él y a la obsesión de Júpiter por castigar a los ministros de Educación, me había salvado de momento de aquel suplicio.

 −¿Pero qué va a ser de nosotras? –pregunté, como si ella pudiera contestarme. ¿Tú no echas de menos tu antigua vida?

No. Me explicó que no le gustaba la rutina así que a ella le parecía mucho más excitante el más allá.

Yo tuve que reconocer que me había precipitado. Tuve la opción de retrasar mi muerte, pero como soy un ser impulsivo y vago no lo pensé lo suficiente. Me daba pereza y recelo la idea de morirme otra vez. Ahora me entristecía haber abandonado a mi hija a punto de dar a luz y así no poder conocer a mi futura nieta.

Desde la orilla del bosque, antes de llegar a Labadea, se distinguía en el fondo del valle unas hileras de casas cuyas fachadas encaladas destacaban sobre el color oscuro de la tierra. La mayoría se agrupaban en torno a una pequeña iglesia, y el resto aparecían desperdigadas en los flancos de las colinas circundantes.

−En mis tiempos era una simple aldea –comentó Neptuno, después de contemplar el paisaje−. Todo ha cambiado tanto que me resulta irreconocible.

Carmen y el cura, impacientes por presentarse ante Dios cuanto antes, se acercaron al ángel.

−Para qué perder el tiempo en Labadea si lo único que nos importa es llegar a la puerta de la Morada Divina donde nos espera el Arcángel Gabriel, según cuentan las Sagradas Escrituras. Quizás a la atea, Rose Dupont, no le interese, ya que solo puede ir al Infierno, pero nosotros queremos presentarnos cuanto antes delante de Nuestro Creador.

−¡Y dejar a Lorenzo abandonado en la cueva de Trofonio!, ¡Vaya caridad cristiana! ¡Igual, ustedes y yo, nos volvamos a encontrar en presencia de Lucifer! –exclamé.

El ángel, (Ángel, así habíamos decidido llamarle), se encogió de hombros. Últimamente viajaba demasiado y estaba cansado y de mal humor. Intentaba en vano introducir la máquina de coser en la mochila. Al fin, harto de cargar con aquel mueble de un lado para otro, propuso esconderlo entre los matorrales, ya que tendríamos que volver luego por el mismo camino en busca de Lorenzo. Como nosotros los difuntos éramos incapaces de levantar tanto peso nadie protestó.

Antes de taparla con unas ramas, a la abuela Lilly se le ocurrió la idea de acortar la sotana del cura.

−Será cosa de cinco minutos –dijo-. Así podrás andar más cómodo. Quítatela y en seguida termino.

Paco intentó negarse. ¡Debajo llevaba un simple calzoncillo! Su madre no había juzgado necesario ponerle un traje. Miró en derredor, y después de acurrucarse detrás de unos matorrales tiró la sotana en dirección a la máquina de coser.

No tuvieron tiempo de reaccionar, el perrito Ideafix, de un salto, se apoderó de la prenda y se echó a correr. Aparte del cura que se lamentaba en su escondite, nadie pudo reprimir la risa.

El ángel se quedó boquiabierto. ¡Otro que perdía su túnica!

Adelaida y Roberto, que eran los más ágiles, intentaron cogerle, pero fue imposible.

−Rose, recuerda que Goscinny te dio una goma. Quita este perrucho de en medio de una vez − gritó Carmen con voz destemplada.

−¿Lo borro, o no lo borro? –pregunté al sacar la goma−. Podría borrarle solo el morro, así podríamos recuperar la prenda. De todas formas es un dibujo, no necesita comer.

−¡No, Rose!, ¡no lo borres, por favor! Me encanta este animalito –suplicó Adelaida.

−Bórralo de una vez –gritó el ahorcado−. No es más que un incordio, para qué lo queremos.

A mí me habría gustado poder borrar a Bartolomé, o abandonarlo en algún lugar. Si nunca estaba contento, ¿por qué no se separaba de nosotros?

Obélix también iba a protestar, pero no fue necesario porque el perro, al olfatear el olor de la goma, dejó inmediatamente la sotana a los pies de la abuela Lilly.

«Digan lo que digan, nunca más me la volveré a quitar» − decidió el cura, una vez vestido−. « Puede que al estar más corta resulte más cómodo para andar, pero ¡a qué precio!».

 Sin más incidentes,  reanudamos la bajada hacia el pueblo. Detrás de la comitiva iban el perro y la gata. El ángel alternaba el caminar con el revolotear para no pincharse la planta de los pies. Una cosa era pisar el césped de los jardines de los hospitales en busca de los difuntos y otra andar por senderos pedregosos en medio de una vegetación espinosa.

 Carmen estaba muy alterada.

−Rose, ¿a ti qué te parece lo que ha contado Lillian Wilson? Esta vieja debe de estar loca. Habrá muerto de demencia senil. Solo una pirada es capaz de inventarse tal sarta de estupideces: El campo de refugiados y lo que ella llama el Gran Hacedor, una verdadera blasfemia. ¿Y qué pintaba Steve Jobs en todo aquel asunto?

−No lo sé, yo hasta que no vea las cosas por mí misma…

No tenía ganas de enfrentarme a esta mujer furiosa, pero me odié por ser tan cobarde. Lillian Wilson me parecía una persona sensata, aunque algo mandona.

Carmen levantó la vista y vio al ángel sobrevolar el camino.

 −En cuanto aterrice hablaré con él otra vez –dijo.

−Tendríamos que hacernos con un par de alpargatas para Ángel –propuse, una vez en el pueblo−. Más o menos debes calzar un cuarenta y uno −dije− después de mirarle los pies.

Aunque no era un pueblo costero, numerosos turistas deambulaban por las calles. Una multitud de pequeñas tiendas ofrecían al público sombreros, crema solar, calzado, y réplicas de la cueva de Trofonio con un pequeño monstruo de ojos fosforescentes asomando en el fondo.

Delante de nosotros iban Roberto y Adelaida cogidos de la mano, mirando escaparates.

−Parecen un par de enamorados –comentó Lillian Wilson−. ¡Ojalá el amor les dure toda la eternidad!

−Creo que hemos encontrado lo que buscamos –la interrumpió Neptuno.

Con las puntas del tridente, descolgó varios pares de alpargatas que colgaban por encima de la puerta de un tenderete y se las tendió al ángel.

−Me quedaré con las negras. ¡Qué gusto! Estoy harto del blanco, llevo miles de años de blanco.

El tendero se precipitó fuera de su tienda al ver las alpargatas en el suelo de la acera.

«¡Qué raro!», pensó «¡Habrá soplado el viento!»

Iba a recoger el último par, las negras, cuando sintió un remolino de aire y vio cómo se elevaban en el cielo, dando vueltas por encima de los tejados.

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26- García de la Verdevega

 

 

Después de la visita al pueblo de Labadea, nada más subir la cuesta del monte Hélicon, avistamos a Lorenzo García de la Verdevega  sentado en el tocón de una encina delante de la cueva del oráculo. Habían pasado solo tres días desde que lo dejamos en aquel lugar, sin embargo parecía haber envejecido.

Carmen y Paco arrastraban los pies detrás de nosotros, enfadados porque el ángel no les había hecho caso.

 −No tiene cara de felicidad; parece más muerto que muerto −constató Roberto− mientras agitaba el brazo en un gesto de saludo.

 Al llegar y abrazarlo hubo un aluvión de preguntas:

¿Cómo era Trofonio? ¿Qué le había contado? ¿Qué tal el morueco?...

Nos sentamos en el suelo formando un semicírculo alrededor de él, dispuestos a escuchar su historia.

−Horrible, ha sido horrible. Solo con ver un cordero me entran ganas de vomitar. Tres días, hasta que lo terminé ¡Hasta tuve que comerme los ojos!

Nada más decir esto le entraron unas arcadas y nos echamos para atrás por si acaso.

−Bueno, a mí no me parece tan mal. Sois unos finolis −replicó Obélix−. Un morueco no vale lo que un jabalí, pero asado también es estupendo. Te habría ayudado a comerlo a gusto.

−Y luego los dos chavales me llevaron hasta el río Hercina, ¡si se puede llamar a eso un río! No sé cómo estaría antiguamente, pero ahora más que un arroyo es una cloaca. Si hubiese estado vivo habría cogido una infección. Tuvimos que apartar una vieja nevera, unas botellas de plástico y unas cuantas basuras más para despejar una charca. Allí me lavaron y me untaron con un aceite que olía a romero. Siento no haberle hecho caso a Paco, habría sido mejor acompañaros a Labadea.

−Sarna con gusto no pica −sentenció Bartolomé−. Todas esas cosas son chorradas. ¡Hay que ser tonto! Así aprenderás. Podrías haber consultado el tarot habría sido más sencillo e igual de imbécil.

−¿Y Trofonio? ¿Qué te dijo Trofonio? −se apresuró a preguntar la abuela Lilly en un intento de acallar al ahorcado.

−Tampoco fue muy explícito. Después de concentrarse media hora, me dijo cosas incomprensibles: que Júpiter les hizo un retrato a Maria Elena y Rafael, para luego gritarles que eran uno asesinos, y cuando intenté saber qué ocurría después, resulta que era información reservada. Por lo visto el comportamiento de los dioses es información reservada.

 −En mis tiempos, ya era así −comentó Neptuno−. Tiene sus ventajas; para el dios, claro.

 Al resto del grupo no nos extrañó.

−Total, mucho Júpiter, pero pocas nueces; ese dios es un inútil –dijo Lorenzo.

Nada más formular la frase una repentina tormenta se descargó encima de nuestras cabezas. A las fuertes rachas de viento siguió un verdadero diluvio.

Neptuno se partía de risa. Se acercó a Lorenzo para susurrarle al oído:

−Júpiter es muy picajoso, tenlo en cuenta.

Muy cerca de nosotros un rayo partió una encina. Miramos amedrantados a la extraña nube negra que se deslizaba por encima del monte Hélicon.

−Perdona. Estoy nervioso. No quería ofender –se excusó Lorenzo García de la Verdevega.

 −Lo único que puede serme útil –prosiguió Lorenzo− es saber que María Elena proyecta viajar a Suiza para recuperar el oro. Nadie conocía su existencia aparte de ella, y quizá de Rafael. No pensaba morirme tan pronto y no le hablé de ello a mi hijo y tampoco lo declaré. El oráculo no me quiso decir si iba a tener éxito al intentar impedirlo. Parece que lo que pasa allí también es información reservada. Total, una estafa. Cuando no conoce la respuesta, o no quiere decirla, aduce a información reservada. ¡Así cualquiera!

Nos quedamos callados reflexionando. El ángel jugaba con los cordones de sus alpargatas y Phyllis olfateaba entre los matorrales, seguido del perrito Ideafix. Parecían hacer buenas migas.

−Rose, ¿a ti qué te parece?

No sé porque me pedía mi opinión. Yo solo era un ectoplasma sin experiencia en este nuevo entorno y además este afán por vengarse me resultaba antipático.

−Lo más sensato sería volver a Nuevo Olimpo para que nos asesoren. Nosotros solos no podemos hacer gran cosa. Si quieres impedir que María Elena recupere el oro te hace falta medios, toda una logística −dije.

−Tú, Rose Dupont, no eres la jefa –me espetó Carmen. Ahora que hemos recuperado a Lorenzo dejémonos de bobadas. Que nos lleve Ángel ante Dios. Ya no hay excusas posibles.

Echó una mirada desafiante a la abuela Lilly.

−¡Dejad el oro a los vivos! De aquí en adelante no nos serviría de nada, sería un incordio transportarlo de un lado para otro, igual que la máquina de coser −dijo el cura−. Cuanto más ligero de peso viajemos, mejor.

− Hasta ahora la máquina de coser ha sido muy útil –protestó la abuela Lilly.

Carmen y el cura Paco siguieron quejándose. Se negaban a volver a Nuevo Olimpo. Volvieron a repetir que su única meta era presentarse ante Dios Nuestro Señor, y rogaron al ángel para que los acompañara. Este se mostró dubitativo. Nos recordó que tenía órdenes de llevarnos, a toda la comitiva, ante el Gran Hacedor.

 Después de hablarlo nos separamos. Era imposible convencer a la abuela Lilly después de lo que había visto, y yo, sabiendo que mi destino iba a ser el infierno, tampoco lo iba a seguir. Adelaida y Roberto estaban felices juntos y dispuestos a correr nuevas aventuras en el más allá; en cuanto a Bartolomé, entre gruñidos, dijo que no iba. Obélix y su perrito solo deseaban acompañarnos y regresar al lado de su propio creador: René Goscinny.

Decidimos que el ángel se llevaría a Carmen y a Paco a un campo para futuros resucitados, aunque les avisó que tendrían que esperar allí años ya que el juicio final tendría lugar después del Apocalipsis.

−¡Bah!, no creo que tarde mucho. Puede incluso que ya haya empezado. Con el nuevo Califato…−refunfuñó Bartolomé.

La abuela Lilly se encogió de hombros.

−¡Si nosotros fuimos igual de salvajes en la época de las Cruzadas, y luego, durante la Inquisición! En nombre de la fe se masacraron a poblaciones enteras. Y no por eso fue el Apocalipsis.

Neptuno andaba nervioso dando grandes zancadas de un lado a otro. Tenía prisa por regresar. No estaba dispuesto a perderse el final de la Champions League. Acompañaría a los demás miembros del grupo hasta el Palacio de los dioses: Nuevo Olimpo, para luego dejarlos allí, y él bajaría luego a la Tierra.

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27- Alucinaciones en Ginebra 

     

Hans Frey, un hombre en la cincuentena, se despertó a las dos y cuarenta y tres minutos de la mañana, según indicaba su reloj en la mesita de noche. Le sacó del sueño un alboroto sin precedentes en la calmosa ciudad de Ginebra. Con los pies descalzos, cruzó la habitación. Se acercó a la ventana y miró por las rendijas de los postigos de madera hacia la acera de enfrente, iluminada por una farola. No, ¡no era posible! Debía de tener alucinaciones.

Unos bichos rarísimos estaban atacando la sucursal del banco: Le Crédit Suisse. Revoloteaban, desplegando sus grandes alas, para luego lanzarse en picado contra los barrotes de las ventanas del edificio. En medio de chillidos aterradores, con sus fuertes picos arrancaban trozos de metal, destrozaban los cristales de las ventanas y algunos ya se habían colado dentro de la sucursal. Desde su dormitorio, Hans Frey pudo oír el aullido de las alarmas del banco. Se frotó los ojos, asegurándose de que no estaba soñando. Para ver mejor entreabrió el postigo derecho. Entonces uno de esos pájaros fantásticos se dejó caer hacia él. Apenas tuvo tiempo de volver a cerrarlo y apartarse de la ventana, cuando oyó un crujido. A través del cristal pudo ver como el potente pico de la extraña criatura arrancaba unas astillas del postigo. Retrocedió para ponerse a salvo. Aunque asustado, cruzó la habitación en sentido contrario, lo más rápidamente que pudo en la oscuridad, en busca de sus gafas y del móvil.

−¡Mierda! −exclamó, al tropezar por enésima vez con la esquina puntiaguda de la cama.

No se atrevió a encender la luz. Lo más prudente era no llamar la atención.

Tanteó con la mano en la mesita hasta dar con el teléfono móvil. La carga de la batería estaba, como no, al cinco por ciento.

−Otra mierda − susurró−, mientras marcaba el número de la policía, una vez refugiado en el cuarto de baño.

−¿Qué dice? Quiere repetir, señor. Me parece que no le he oído bien –el agente, con voz tranquila, parecía no inmutarse−. Estaría usted durmiendo cuando ocurrió, ¿verdad? Y dice que vio leones con alas y picos de águilas…

Leones con picos de águila, lo oyó repetir a través del auricular.

− Sí, tomo nota. ¡Y todos estos animales atacaban el banco! Gracias por avisarnos. No se preocupe, nos ocuparemos… y vuelva a la cama. Buenas noches señor.

Hans Frey se encogió de hombros.

«No me cree, claro. Casi no me lo creo yo mismo. A mí, plin… Si desvalijan el banco, me da igual.»

Intentó recapacitar. Animales así no existen. Nunca han existido.

«¿Tendré alucinaciones?»

Para salir de dudas se acercó a la ventana para grabar con el móvil la escena a través del agujero del postigo.

−¡Siempre fallan estos aparatos cuando más se les necesita! −exclamó al ver que se había agotado la batería. Si no le hubiera costado tan caro lo habría estampado contra la pared.

Algunos de los bichos salían de la sucursal por las ventanas rotas llevando en el pico lo que parecían lingotes de oro. Su color amarillo refulgía a la luz de las farolas. Los iban depositando en las alforjas de un caballo guiado por una mujer.

«¡Panda de idiotas! ¡Esta señora está como un cencerro si se cree que podrá escapar a caballo!»

Nada más formular este pensamiento vio como el caballo, montado por la amazona, se elevaba en el aire en medio del remolino de leones alados. En un santiamén el grupo desapareció en medio de la oscuridad de la noche.

Hans Frey se precipitó al cuarto de baño y hundió la cabeza debajo del chorro de agua fría de la ducha.

“¡Estoy fatal! ¡Estoy para que me encierren! Si bebiera se podría entender, pero no bebo.”

Abrió el botiquín por encima del lavabo y se tragó un par de Valium.

«¿Y si tuviera un tumor cerebral?»

Apenas se atrevió a mirarse en el espejo: sin embargo tenía la cara de siempre, con la barba asomándose y una expresión de espanto que le dio pena.

Respiró hondo.

«Todo esto no existe. No existen caballos voladores ni leones alados con picos de águila. Si no existen…, y si existen, serán otra cosa. »

Respiró hondo, intentando recuperar la calma.

«Estamos en el siglo veintiuno. Serán robots. Ya sé, deben de ser drones. Eso es: son drones. Cada vez hacen cosas más sofisticadas. ¡Qué mejor que drones para atracar un banco!»

Se sintió aliviado. Miró afuera. En la repisa de la ventana recogió una gran pluma dorada. Ahora había más gente asomada a las ventanas. Al griterío se sumaban por fin las sirenas de los coches de policía. Unos agentes estaban tomando posiciones disparando hacia el cielo. A pesar de los altavoces conminando a la población a cerrar las ventanas y a refugiarse al interior de los pisos, podía más la curiosidad que el miedo.

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28- El Día del Amor

 

Por fin Steve Jobs se había quedado solo en la sala de pantallas del Palacio del Gran Hacedor.

«Hoy es mi gran día», pensó. Aunque hablar de día era un decir. Echaba de menos los amaneceres terrestres, que eran como un nuevo renacer a la vida. Aquí, a la luz difusa de las estrellas, la luminosidad lechosa nunca variaba, borrando la noción de tiempo.

Antes de marcharse para asistir a una reunión de los Gobernadores del Universo, el Gran Hacedor le había recomendado buscar nuevas ideas para su Creación.

−Aquí tienes las teclas de programación –le señaló, en un gesto impreciso de unos de sus tentáculos, hacia el teclado parecido al tablero de mando de un avión, según constató Steve Jobs.

−¡A ver qué me propones para cuando vuelva!

Le estampó un beso pringoso en la mejilla. A Steve Jobs le dio asco. Era peor que la baba de un caracol. Muchas pantallas, mucha tecnología, pero ni un pañuelo de papel. Respiró con alivio al perder de vista a este ser viscoso. Cuando se cerró la puerta y se quedó solo le embargó la emoción. Si alguien podía salvar a la humanidad era él. Tenía que actuar y pronto, antes del regreso del monstruo. De puros nervios le temblaba todo el ectoplasma.

En el silencio de la estancia, solo roto de vez en cuando por el leve chisporroteo de una de las pantallas, podía oír los pasos del guardián, aquel coloso alado que iba y venía al otro lado de la puerta. Era una medida de seguridad inútil porque, aunque quisiera, no podría escapar. Estaba rodeado por el vacío sideral y no había forma de orientarse.

Intentó concentrarse. Llevaba muy poco tiempo en aquel extraño lugar y todavía no estaba familiarizado con el manejo de los aparatos y el acceso a la programación. Había que contrarrestar cuanto antes las desgracias de la humanidad: terrorismo, enfermedades, guerras, virus y mosquitos portadores de gérmenes. Y muchas más cosas que era inútil recordar.

Se le iluminó la cara. Para empezar, iba a modificar el genoma humano porque gran parte de los padecimientos de los hombres los provocaban ellos mismos. Demasiada testosterona. Los machos eran demasiado agresivos. Los leones y los osos mataban a las crías que otros habían engendrado. Los hombres degollaban a las mujeres cuando estas decidían prescindir de ellos. Él mismo estuvo a punto de pegar a uno de sus empleados al pillarle jugando a comecocos.

Según pudo recordar, desde el principio de los tiempos hubo aniquilación de seres humanos, luchas, afán de conquistas de territorios y de posesión de riquezas en detrimento del resto de las poblaciones. Eliminación del diferente, como si hubiéramos necesitado formar un solo rebaño de seres idénticos.

Introduciría un nuevo gen: el gen del amor al prójimo. No la atracción de pareja, que ya iba incluida en el genoma, sino la atención hacia los demás. Algo capaz de neutralizar al egoísmo. Intentó recordar sus conocimientos de biología. Quizás iba a resultar demasiado complicado. Aquí no podía consultar a nadie. Aunque odiaba al Gran Hacedor, Steve Jobs tuvo que reconocer que lo admiraba por haber inventado los genes, pequeños programas que determinaban el desarrollo y el comportamiento de las criaturas vivientes. Tendría que engatusarlo para que accediera a realizar el experimento. Él solo no tenía los conocimientos suficientes.

De momento, para ver si conseguía manipular los programas de aquella máquina, intentaría crear algo sencillo: EL DÍA DEL AMOR, y no sería el de San Valentín. Un solo día en que todos se sentirían bien.

«Puede parecer poco, pero algo es algo» −pensó−, y le permitiría familiarizarse con los aparatos. Sería un lunes, el día más odiado para la mayoría de la población mundial que volvía al trabajo. Eso es, crearía el día del amor, del bienestar interior, una fecha inolvidable, la única posible para sellar un acuerdo de paz entre israelíes y palestinos.

La persona que se despertase aquel día del año no tendría que decirse: hoy tengo que ser feliz porque es El Día del Amor. No, simplemente sentiría un bienestar interior, un especie de Nirvana sin la necesidad de meditar ni de practicar yoga.

Le invadió la euforia de la creatividad.

Pulsó una tecla al azar. En una de las pantallas apareció un matadero en Chicago. Entró en la opción: código. La imagen desapareció y fue sustituida por una larga lista de términos y símbolos solo comprensibles para un programador muy competente. A Steve Jobs le costó entenderlo, a pesar de todo. Era un lenguaje más complejo que el que solía emplear.

Suspiró. «Si pudiera revivir, me hubiera gustado estudiarlo», pensó.

Después de leerlo con detenimiento empezó a modificar el texto. Le llevó mucho tiempo antes de sentirse satisfecho. Vaciló un momento antes de pulsar la tecla que supuso sería: enter.

−Vaya, me parece que no es exactamente lo que quería. Y sonrió al contemplar a los matarifes quitándose el uniforme. Remoloneaban de un lado para otro como desorientados.

Reflexionó y volvió a modificar algunos términos del programa.

Después de un rato Steve Jobs dio unos brincos de alegría, bailando una especie de danza salvaje.

− ¡Ok! Ha funcionado

 En la pantalla se veía a un rebaño de vacas saliendo del matadero. Los animales iban al trote por las calles de Chicago entre el chirrido de los frenos de los coches que intentaban esquivarlas.

¡Wow! ¡Si los matarifes han tenido piedad de ellas y las han liberado es que funciona mi programa! –gritó, loco de contento.

El guardián alado asomó la cabeza a través de la puerta para comprobar que todo iba bien.

Por primera vez a Steve Jobs le pareció divertido el más allá.

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29- De vuelta hacia Nuevo Olimpo

 

Me sentía desamparada desde que Carmen y el cura habían abandonado el grupo para trasladarse al campo para futuros resucitados, acompañados por el ángel. En vida, yo siempre había negado la existencia de dioses y diablos, pero ahora la realidad era otra, y bastante complicada por cierto. Paco, el cura, había sido un elemento positivo, el hombre más sensato del grupo; y Ángel, el ángel, un ser ingenuo  y encantador. En cuanto a Carmen, bueno, Carmen era harina de otro costal.

Estaba preocupada por mi porvenir. Si nuestro creador era el irascible pulpo del que hablaba la abuela Lilly, no podía esperar que tuviera piedad de mí.

Quizás lo más prudente sería viajar a la India e intentar allí reencarnarme en algún otro ser, aunque fuera una rata. Tendría que proponérselo a mis compañeros y convencer a la serpiente de que nos llevara. En el más allá el problema más grave era depender de los demás al no tener vehículo propio. Mientras reflexionaba, me iba instalando sobre el lomo de Quetzalcóatl, al lado de mis compañeros de viaje. Era el único medio de transporte que quedaba desde que Pegaso se había ido, requerido por Júpiter. Ya casi nadie temía a la serpiente. Se la consideraba, más o menos, como un autobús para turistas. La única que puso pegas fue la gata Phyllis. Cuando su ama, la abuela Lilly, quiso agarrarla, dio un bufido y salió corriendo, con el pelo erizado, a esconderse detrás de los matorrales del monte Helicón.

−¡Vámonos! –gritó Bartolomé, el ahorcado, con su voz ronca−. ¡Para qué queremos animales! No son más que un incordio.

−Tú sí que eres un incordio, ¡aguafiestas!, siempre de malhumor –refunfuñó la abuela mientras se alejaba seguida de Adelaida y del perrito Ideafix en busca de la gata.

−¡Por Júpiter! –exclamó Neptuno, que también empezaba a perder la paciencia−. Lo siento, pero nos tenemos que ir. No me voy a perder La champions league por un animal.

−Por favor, Phyllis, vuelve −suplicaron Lillian Wilson y Adelaida al unísono al acercarse a los arbustos.

−Gua, gua –añadió Ideafix.

Parece que este último mensaje convenció a la gata. ¡Debió de pensar qué iba a hacer ella sola en este descampado desconocido! Cerró los ojos para no ver al monstruo emplumado y se dejó coger.

 A Lorenzo García de la Verdevega yo le veía cabizbajo, muy deprimido. Por lo visto, la entrevista con Trofonio, el oráculo, había resultado frustrante. Evitaba mirar a Curri. Desde que el soldado romano lo había llevado a la fuerza delante de Júpiter se notaba que sentía una cierta aversión hacia él. Yo no comprendía por qué se empeñaba todavía en vengarse de María Elena. Estaba muerto y no iba a resucitar. Más le valdría disfrutar de las novedades del más allá, o mejor dicho, del más acá, como la abuela Lilly o como Roberto y Adelaida, encantados de estar juntos y de correr nuevas aventuras.

Neptuno pinchó ligeramente con la punta del tridente la cabeza de la serpiente y esta emprendió el vuelo.

−¡Me encanta esta forma de viajar! –exclamó Lillian Wilson, que apenas asomaba entre la maraña de plumas−. Es mucho mejor que el avión para disfrutar del paisaje. Se puede respirar a pleno pulmón.

Me di cuenta de que no se había percatado de que no había aire en el espacio sideral y que tampoco le quedaba pulmones.

−Mejor… así ni catarros ni pulmonías –añadió cuando se lo recordé. ¡Nunca antes había cruzado la constelación de Orión! –exclamó feliz.

La gata, refugiada sobre su falda, le clavaba las zarpas en el muslo.

“Bueno», pensé, «se cree que aquí todo es maravilloso. Todavía no conoce a las arpías»

Eché un vistazo en derredor: Solo se distinguía en medio de la oscuridad el titileo de las estrellas y el planeta Venus que resplandecía como un faro.

−¡Todo en calma! –anuncié a voz en grito, como si fuera un marinero.

Por un momento disfrutamos, relajados, del espectáculo.

Pero la quietud no duró mucho. Galopando hacia nosotros apareció un carro iluminado por relámpagos que se desplazaba veloz, tirado por dos machos cabríos. Parecía que iba a arrollarnos de un momento a otro. Guiaba el vehículo un coloso pelirrojo. Con una mano asía las riendas y con la otra blandía un enorme martillo.

−Asados esos animales tienen que estar de requetechupete, mejor que el morueco −aventuró Obélix, relamiéndose.

−Este tipo es tan musculoso que parece salido de la guerra de las galaxias –dijo Roberto, que se iba escondiendo entre las plumas, asustado por los ensordecedores truenos que retumbaban después de cada relámpago.

La serpiente aceleró la marcha, giró de repente y se dirigió verticalmente hacia abajo. El martillo pasó rozándola. Pero Bartolomé consiguió agarrarlo por el mango. Esbozó una mueca que casi pareció una sonrisa.

−¡Qué se ha creído! Si quiere su martillo, que vaya a por él −masculló.

Y lo tiró con toda su ímpetu hacia la constelación de la Lira.

<>Nos quedamos mudos de sorpresa. ¡Así que Bartolomé podía comportarse como un ser normal e incluso esbozar una sonrisa!

Lo miramos incrédulos, pero de nuevo exhibía su expresión adusta.

−¡Bravo! –gritó Adelaida.

Los demás suspiramos aliviados por haber evitado el peligro.

Pero cual fue la sorpresa: después de alejarse algunos metros, de repente el martillo giró sobre sí mismo, cambió de trayectoria y… volvió a la mano de su dueño.

−Cuanto antes nos marchemos, mejor –aconsejó Neptuno−. Este ser abominable es Thor, el dios vikingo de los pueblos del norte de Europa. Es peligroso. Odia a las serpientes.

−Como yo −gruñó Bartolomé.

−Sabe que será derrotado por la serpiente Midgard, durante el Ragnarok, «el fin del mundo» –añadió Neptuno en un afán de explicar su comportamiento−. Pero para defenderse tiene a Mjolnir, su martillo mágico, como habéis podido ver.

−¡Vaya con el fin del mundo!, ¡el Ragnarok! –exclamó la abuela Lilly  saboreando la palabra. Va a ser de lo más entretenido: los cuatro jinetes del apocalipsis sembrando el terror, la lucha de Thor contra la serpiente… Y vete a saber qué más. No me lo quiero perder.

El único que no había abierto la boca era Lorenzo García de la Verdevega. Reflexionaba. Se inclinó hacia mí:

−Rose, ¿qué te parece? Quizá no sería mala idea invocar a Thor si Júpiter resultaba ser un inútil. Tengo que pensármelo.           

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30- En Ginebra

 

−Hemos tenido suerte –dijo Rafael−. Hace un tiempo esplendido. Las dos últimas veces que viajé a Suiza llovía y no pude ver los Alpes. Me gustaría quedarme por lo menos diez días para poder esquiar, aunque sea un poquito. Nos vendría de maravilla unas vacaciones. ¿Qué te parece?

María Elena miró por la ventanilla.

El avión bajaba en círculo hacia la pista de aterrizaje del aeropuerto internacional de Ginebra, señalada por la alineación de potentes focos. Los montes nevados giraban como un tiovivo y ya se distinguía los edificios de la ciudad que rodeaban el lago.

−Haz lo que te dé la gana. Yo, en cuanto resuelva mi asunto, me vuelvo. Y si puede ser mañana, pues mañana.

No quería ser más explícita delante de los demás pasajeros.

Él empezaba a hartarse. Echaba de menos la época en que habían sido amantes furtivos. Ahora, la idea de vivir juntos se le hacía cuesta arriba. Si la había acompañado a Suiza era porque ella se desenvolvía mal con el francés.

−¿No tendrás un Valium? –pidió ella−. Me dan miedo los aterrizajes.

Se aferró a los brazos de la butaca y cerró los ojos.

Rafael ni siquiera contestó. Últimamente María Elena se atiborraba de pastillas: por la noche para conciliar el sueño, por el día para aplacar los nervios. A la vuelta tendría que poner freno a todo esto.

A la salida del aeropuerto les esperaba el chofer del hotel enseñando un cartel: HOTEL DU LAC.

−Es para nosotros –dijo Rafael, que pasó un brazo sobre los hombros de María Elena mientras que con la otra mano iba arrastrando la maleta−. Verás cómo te va a gustar. No es lujoso, pero es tranquilo y tiene unas vistas preciosas al lago.

«¿Con quién habrá estado ahí?», se preguntó María Elena en un ataque de celos.

−Tendremos que dar un rodeo –explicó el chofer al colocar el equipaje en el maletero del coche−. Todo el centro está tomado por la policía y las calles están cortadas al tráfico… aunque no creo que valga para nada.

−¿Qué ha pasado para tomar tantas medidas de seguridad? –preguntó Rafael extrañado.

− Por la noche desvalijaron un banco: Le Crédit Suisse. Con drones. Fue una cosa rocambolesca. Un espectáculo digno de una película de ciencia ficción. Lo verán en la televisión. El país está revolucionado. 

−¡Le Crédit Suisse! ¡Tenía que ser justamente le Crédit Suisse –exclamó María Elena a punto de desmayarse. Tenía una cita con el director de la sucursal a las once de la mañana −. Maldita suerte la que tenemos –murmuró entre dientes.

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31- Residencia Nuevo Olimpo

 

Cuando los viajeros del espacio, así nos llamaba Adelaida, llegamos de vuelta a la residencia Nuevo Olimpo, Goscinny seguía fregando escalones. Se alegró de encontrarse de nuevo con sus criaturas: Obélix e Ideafix. Sacó un lápiz para hacerles pequeños retoques: la punta de un pie para Obélix, que se le había gastado al andar por el monte Helicón, y unos pelos del rabo para el perrito.

A través de la puerta abierta del edificio se oían cantos fúnebres.

−Podéis entrar –dijo Goscinny al ver a los componentes del grupo parados abajo de la escalinata, sin saber qué hacer −. Ha muerto la Sibila. Al fin y al cabo la habéis conocido.        

La sala del trono estaba medio vacía. Una diosa oficiaba el funeral. Baco levantó una copa de hidromiel e hizo un brindis en honor a la difunta.

−La que oficia es Minerva −susurró Neptuno a mi oído−. Yo me marcho. Volveré después del partido.

 Andando sobre la punta de los pies para no hacer ruido, se acercó a la pared y ahí colgó el tridente al lado del rayo de Júpiter.

−Suerte para el Atleti –murmuré.

−No es cuestión de suerte, Rose, sino de sabiduría.

−Que gane el Barça –gruño Bartolomé.

Para Lillian Wilson el espectáculo era nuevo porque nunca antes había estado en Nuevo Olimpo. Aunque ya le habíamos contado las peripecias de nuestro primer encuentro con Júpiter, me divertía su cara de asombro ante el aspecto de la sala y de sus ocupantes.

−¿A que no te lo imaginabas? –dije, después de pasarle un brazo por los hombros.

Esta mujer me resultaba simpática, tan decidida en cualquier circunstancia. No se dejaba amedrentar por nada.

 Ella descubría por primera vez que había residencias para dioses caducos. Le parecía maravilloso, mucho más apetecible que el Palacio del Gran Hacedor con su ocupante solitario y neurótico, según me comentó.

La gata Phyllis no quiso entrar en la sala del trono al ver la mirada gélida del águila posada sobre una de las vigas del edificio.

Lorenzo García de la Verdevega estaba de muy mal humor. Me confió que si él había vuelto no era para asistir al funeral de la pitonisa, que al fin y al cabo no era más que un montón de harapos en un rincón cuando la vio. Los tres días que pasó en presencia de Trofonio, el oráculo, le daba tiempo  más que suficiente a Júpiter para que llevara a cabo el asesinato de María Elena, como había prometido. Y ahora, no estaba. Mucho trueno, mucha águila, pero pocas nueces.

La ceremonia tocaba a su fin. El cortejo fúnebre puerta. Iba encabezado por Eolo, el dios del viento, que portaba la urna con los restos de la sibila; seguían los demás dioses por orden de importancia: Minerva, la diosa de la sabiduría; Martes, dios de la guerra, Vulcano y muchos otros que yo desconocía. Luego iban unos seres extraños, mitad humanos, mitad animales, como el centauro, y para cerrar la comitiva se agregaron parte de los miembros del grupo de difuntos: Roberto con Adelaida, siempre con caras risueñas a pesar de las circunstancias, y la abuela Lilly. Yo cerré la marcha, porque ni Bartolomé, ni Lorenzo quisieron acompañarnos.

Al franquear el umbral de la puerta se nos agregaron Obélix, el perrito y la gata, a pesar de las protestas de Goscinny.

Al llegar Eolo abajo de la escalinata, la comitiva se paró. Mientras el dios destapaba la urna sonaron la música de unos laúdes y los lamentos de las plañideras.

Me alcé sobre la puntas de mis pies para no perderme nada de la ceremonia.

La cara de Eolo se hinchó tanto cuando sopló sobre las cenizas de la sibila que parecía que sus mejillas iban a explotar. Una nube de fino polvo se esparció sobre la Vía Láctea haciendo estornudar a las vacas sagradas.

−¡Maravilloso!,¡ maravilloso! –exclamó Lillian Wilson−. No me importaría seguir eternamente en este sitio.         

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32- Hotel du Lac

 

Rafael abrió de par en par la puerta ventana de la habitación, salió al balcón y se asomó a la barandilla. Delante del hotel el césped, rodeado de frondosos olmos, se extendía hasta la orilla misma del lago. A la luz de la mañana los montes nevados se teñían de un ligero color rosa.

−Ven a verlo –le dijo a María Elena que estaba deshaciendo la maleta encima de la cama−. Date prisa porque no va a durar. Es una suerte que salga el sol tan tarde en otoño.

Sacó el móvil para hacer una foto. Unos transbordadores cruzaban el lago de un lado a otro, probablemente llevando trabajadores de los pueblos de la orilla hasta la capital. Una flotilla de pequeños veleros maniobraba en una de las ensenadas y de vez en cuando el mugido de la sirena de algún barco rompía el silencio.

Ella apenas echó una mirada y volvió a su tarea de colgar la ropa en el armario al mismo tiempo que vigilaba la pantalla del televisor en busca de noticias.

−Entra y cierra la ventana, por favor. Se nos mete el frío.

−¿Quieres que bajemos a desayunar o prefieres que nos lo suban a la habitación? –preguntó él.

Descolgó el teléfono para hacer el encargo. La voz del empleado le resultó familiar. ¿Dónde habré oído este acento? –se preguntó.        

−Chocolate suizo –dijo el camarero un poco más tarde al depositar una bandeja con el desayuno sobre la mesa de la habitación y disponer un par de bombones al lado de las tazas de café.

−¿De dónde es usted? –le preguntó Rafael.

El hombre le explicó que era griego, de la zona del monte Olimpo.

Después del tentempié Rafael se sentía de buen humor.

María Elena, con el móvil en mano, intentaba en vano conectar con el director del banco.

−Tómate el café –dijo él−. Verás qué bueno. Aquí todo es excelente: la leche, la mantequilla… Te dejo los bombones. Si la cita es a la once, tenemos todavía dos horas. Podríamos dar un paseo y luego nos acercaríamos a ver qué pasa.

Ella se encogió de hombros. Bebió el café de un trago y casi no tocó la bollería. Antes de apartar la bandeja, recogió los bombones y los dejó sobre la mesita de noche. Justo cuando se iba a poner el abrigo para salir empezó el noticiario.

No hacía falta saber francés para comprender lo que había pasado. Las grabaciones hechas por los vecinos desde sus ventanas, aunque poco nítidas, resultaban asombrosas. Inverosímiles. Una horda de bichos rarísimos atacaba la sucursal del banco.

Rafael y María Elena miraban atónitos la pantalla.

Según el locutor, esos extraños seres se habían llevado únicamente los lingotes de oro, perforando no se sabía cómo las espesas planchas de acero de las cajas fuertes. Por raro que resultara, no habían tocado el dinero en efectivo.

Un último video mostraba cómo las criaturas cargaban el botín en las alforjas de un caballo blanco guiado por una mujer. En un santiamén la banda de delincuentes se elevaba en el aire para desaparecer en la oscuridad de la noche.

−¡Increíble! Esto es absolutamente increíble –exclamó Rafael después de recuperar el aliento. ¿No estarían rodando una película de ciencia ficción?

−¡Y justamente el oro! Además, unas horas antes de nuestra llegada. ¡Mierda! No me lo puedo creer.

Se tiró encima de la cama, hundiendo el rostro en la almohada. El cuerpo sacudido por los sollozos.

Rafael se acercó y le tendió un pañuelo.

−Sí −dijo−, parece que nos persigue la mala suerte.

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33- Un constante ir y venir

 

Nada más finalizar la ceremonia fúnebre en honor a la sibila, Juno, a lomos de Pegaso y la alborotada horda de los grifos arribaron al pie de la escalinata de la Residencia Nuevo Olimpo.

Las extrañas criaturas se abalanzaron sobre los lingotes de oro contenidos en las alforjas del caballo para luego trasladarlos detrás del edificio donde anidaban. El ruido era ensordecedor. No paraban de chillar y gruñir amenazándose las unas a las otras.

Yo me alejé del grupo. No me fiaba de aquellos bichos que parecían peligrosos.

Al verme atemorizada se me acercó Roberto.

−Rose, no nos puede pasar nada, no son arpías. Tienes que recordar que ya estamos muertos. A mí también alguna vez se me olvida −dijo−después de quedarse ensimismado un rato.

−Aquí tienes lo tuyo –dijo Juno al depositar cuatro lingotes de oro a los pies de Lorenzo García de la Verdevega.

Uno de los grifos se le enfrentó, amenazándole con su poderoso pico, dispuesto a llevarse el botín.

−Chissss… –siseó la diosa. Nada más extender el dedo en su dirección el animal se transformó en estatua de piedra, los demás procuraron desaparecer lo más rápidamente posible.

−Con lo bien que me habría venido cuando daba clases –dijo la abuela Lilly al ver la metamorfosis.

Juno nos explicó que las cáscaras de los huevos de grifo eran de oro. Por eso necesitaban consumir este metal

−Y ahora, más peso que arrastrar. Lo que nos faltaba –gruñó Bartolomé como si tuviera que cargar con ello.

−¡Qué pena que seas tan arisco! Sonríe, hombre –le gritó Adelaida−. La vida no es tan mala, bueno: la muerte. Todavía no me he acostumbrado −, se excusó la joven.

Después de agradecer a Juno su trabajo, Lorenzo se quedó pensativo.

−Rose, ¿qué piensas de todo eso? –me preguntó.

Me trataba siempre como si fuera su amiga. Sin embargo, a mí, aquel tipo no me resultaba simpático. De haber podido viajar por mi cuenta lo habría dejado plantado a él y a sus ansias vengativas. Añoraba un poco de intimidad. Soñaba con explorar selvas tropicales, visitar poblados indígenas desconocidos, espiar animales salvajes yo sola. Flotaría en el aire, dejándome mecer por la brisa encima de los mares.

−No me escuchas –se quejó Lorenzo.

 Estuve a punto de replicarle que no tenía por qué escucharlo, pero renuncié. De momento, tendríamos que seguir juntos, así que era preferible mantener la paz.

−María Elena se ha quedado sin el oro, pero eso es lo de menos; seguramente seguirá viva –prosiguió− ¿Y qué ha sido de Júpiter?, me gustaría saberlo.

¡Como si le pudiera contestar!

Antes de que abriese la boca, llegaron más viajeros a la residencia Nuevo Olimpo, y estuvieron a punto de chocar al aterrizar. Ángel, el ángel, puso sus alpargatas negras sobre el penúltimo escalón de la escalera después de planear en círculo por encima del edificio, y casi al mismo instante llegó Cupido cabalgando a lomos de un grifo.

−No le está mal la túnica –comentó Lillian Wilson con satisfacción, al ver descender al ángel.

−¿Y Jupi? –preguntó Juno.

−Jupi está…−empezó a explicar Cupido.

−Júpiter –bramó la diosa. Por lo visto era la única que se podía permitir ese diminutivo cariñoso.

−Júpiter está de camarero en el hotel du Lac, en Ginebra, envenenando a María Elena y a Rafael. En seguida va a terminar su trabajo –expuso Cupido.

−No sé si creerte. Siempre lo encubres –dijo la diosa en un ataque de celos justificado por milenios de engaños. Bajaré a verlo.

Lorenzo propuso acompañarla, así como el resto de los ectoplasmas que no teníamos nada mejor que hacer. Él deseaba asistir a la muerte de sus asesinos.

No era del agrado de Adelaida ni de la abuela Lilly contemplar cómo morían unos malvados; acompañarles en aquel viaje solo era una ocasión para visitar Ginebra y disfrutar del paisaje. Decidimos que no tendrían por qué asistir a la ejecución.

Entonces salió del edificio Curri Culum. Sacó a la serpiente emplumada de una pequeña cuadra situada detrás del Palacio de los dioses, arrastrándola por las riendas. Todos, excepto Lorenzo, nos alegramos al reencontrarnos con el soldado romano.

«No sé si será lo suficiente larga para transportarnos a todos», pensé al ver a Quetzalcóatl de nuevo.

¿Quiénes irían? : Curri como cochero, luego la diosa Juno, Lorenzo García de la Verdevega, el principal interesado; Roberto con su inseparable Adelaida, la abuela Lilly con su gata, Bartolomé el gruñón, y yo, Rose Dupont. En la cola de la serpiente se sentaron, por fin, Óbelix con su perrito.

Baco, copa en mano, salió a la escalinata para despedirnos.

El ángel nos miraba pensativo.

−No podré acompañaros. Mi misión es llevaros ante el Gran Hacedor, aunque podría retrasarme un poco.

Lillian Wilson se enfadó.

−Ya te llevaste al cura y a Carmen, con esto has cumplido. Yo nunca volveré allí –declaró con voz chillona la abuela.

−Y nosotros tampoco iremos –coreamos los demás.

Después de lo que nos había contado la abuela Lilly, no nos fiábamos del pulpo y no queríamos acabar recluidos en el campamento de refugiados.

El ángel suspiró.

−Me castigará. No soporta que se le desafíe.

−Ya hay un ángel caído, así seréis dos –refunfuñó Bartolomé.

Al ver tan triste al ser celestial, me bajé del lomo de la serpiente y le abracé. Le había tomado afecto desde la excursión a Labadea. Me parecía un ser bondadoso e ingenuo.

−Ven con nosotros –le supliqué−. Ya encontraremos una solución.

El ángel no se hizo rogar más.

Después de echar una llamarada por el hocico, Quetzalcóatl agitó las plumas y se elevó en el firmamento, seguido del ángel que volaba majestosamente.

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34-Reencuentro

 

Tambaleándose, María Elena fue al cuarto de baño para refrescarse la cara. Se sentía mareada. Al echar la vista al espejo, encima del lavabo, casi cae al suelo del susto. Por mucho que se agitase su imagen no aparecía. Sin embargo podía ver el reflejo de la pared de enfrente.

Le entró el pánico. Iba a gritar, pero Rafael no estaba.

«Los hombres siempre faltan cuando más se les necesita», pensó. «Joder, ¡irse a esquiar y dejarme sola en este hotel, en medio de desconocidos!»

Volvió a la habitación despacio, tanteando las paredes con las manos. Se echaría un rato y cerraría los ojos.

Pero la cama estaba ocupada. Se quedó paralizada. Ella ocupaba la cama. Contempló su cara lívida en medio de la almohada manchada por un charco de vómito marrón. Las mantas revueltas. De pie, al lado de la cama, tuvo mucho tiempo la mirada fija en aquel cuerpo. Su cuerpo. Luego, horrorizada, alargó el dedo índice para tocar el parpado del ojo derecho que había quedado medio abierto. No encontró resistencia. Vio cómo su mano desaparecía dentro del cráneo después de atravesar la órbita. Dio un alarido silencioso, un alarido de pesadilla. Entonces, presa de locura intentó agarrar el cerebro, sus dedos se hundieron entre las circunvoluciones de los hemisferios, pero no consiguió asirlo. Notó un pequeño bulto en la parte frontal. ¡Vaya! ¡Parece que tengo un tumor cerebral! ¡Lo que me faltaba! ¿Y cómo se lo explico al médico?, ¿hurgando yo en mi cráneo?

 Con frenesí su brazo se iba introduciendo más y más adentro de aquel cuerpo, que era el suyo, pero por mucho que su mano se revolviese entre los órganos no conseguía nada. La sacaba vacía e impoluta.

Se sentó en el sillón al lado de la ventana.

«Primero tengo que tranquilizarme y reflexionar. Si he conseguido salir de mi cuerpo, no sé cómo, debe de haber una manera de reintegrarme. Mi mano entra, mi brazo entra. Quizás basta con tumbarme encima». Intentaba recordar casos de desdoblamiento, historias fantásticas que había escuchado por la noche en la radio. Una mujer que había vuelto a visitar la casa de sus padres mientras su propio cuerpo seguía dormido al lado de su esposo a ciento veinte kilómetros de distancia. Entonces no le dio crédito, lo achacó a un sueño. ¿Y si ella, ahora, estuviera soñando?

Estaba en este punto de sus reflexiones cuando se abrió la puerta de la habitación. Entró el camarero seguido de un tropel de seres.

−Aquí la tenéis –dijo el camarero, señalando el cuerpo de María Elena encima de la cama. Recogió los envoltorios vacíos de los bombones encima de la mesilla de noche, unos papelitos metalizados de color rojo−. Ha sido una pena envenenarla. Una hembra preciosa.

−Por Dios, Júpiter, nunca dejarás de ser un viejo verde –exclamó furiosa una mujer que, una vez salida del grupo de los visitantes, se acercó amenazante al camarero.

«Júpiter, Júpiter, Zeus. Ya sabía que me recordaba a alguien», pensó María Elena, incapaz de asimilar qué significaba aquella invasión de desconocidos en su habitación.

«Aquel tipo de la fiesta de disfraces». No tuvo tiempo para más elucubraciones porque, cuando levantó la vista para examinar mejor al camarero, la persona que tenía delante, callada como un muerto, era su marido, el propio Lorenzo.

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35- Dilema

 

Había llegado el momento de replantearme mi vida, bueno, mi muerte. Lo que era mucho más importante. Mi vida había durado solo sesenta y dos años, lo que ahora me parecía un espacio de tiempo muy corto, pero mi muerte no tendría fin, a no ser que fuera devorada por una arpía. No quería seguir errando por el universo acompañando a este grupo de difuntos porque, desde que se nos había unido el ectoplasma de María Elena, la convivencia era insoportable.

Me paré un momento a reflexionar: ¿la convivencia, o la conmuertencia?

Aquello era insufrible. Ella y Lorenzo no paraban de discutir. Un verdadero infierno. Lo sabía, mi sitio era el infierno, pero no este.

Si María Elena había asesinado a Lorenzo se debía, según explicaba, a que ella tenía un tumor cerebral, como acababa de descubrir, y no era dueña de sus actos, a que Lorenzo la dejaba sola y la engañaba con otras mujeres, a que no le hacía caso, y un largo etcétera de motivos.

Además, el culpable, el que le había inyectado el fármaco, había sido Rafael.

−Rafael yace muerto en el fondo de un barranco, con los esquíes todavía puestos − nos explicó Júpiter−. No hubo forma de envenenarle. No le gustaban los bombones. Increíble, inimaginable, pero cierto. Tuve que darle un empujoncito al lado de un precipicio.

Por suerte, no supimos nada de su ectoplasma.

Me reuní con el ángel, que también andaba de ala caída. Propuso una reunión general en la pradera detrás del hotel; no podíamos quedarnos en aquel sitio por mucho tiempo con el cadáver de María Elena encima de la cama de la habitación 123.

Júpiter declaró que estaría encantado de alojarnos en Nuevo Olimpo para el resto de la eternidad. Podríamos organizar de vez en cuando excursiones a diversas partes del universo. Juno lo miró, furiosa.

−Estáis todos invitados, menos…−Nos quedamos expectantes−, menos María Elena. No quiero una asesina entre nosotros.

Me escandalizó. «¡Acaso su marido no acababa de matar a dos personas!»

−Pero, mujer, ¡si ahora solo es un ectoplasma!

−De ti no me fío. Ya te conozco.

Otra discusión conyugal. Por lo visto los celos de Juno no tenían límites.

La abuela Lilly tomó la palabra para agradecer a los dioses romanos su generosidad y, me pareció, que para poner punto final a la pelea.

Adelaida y Roberto aplaudieron. Bartolomé emitió un gruñido que no supimos interpretar. La gata Phyllis bufó.

A Júpiter se le veía rejuvenecido. Nuestra llegada intempestiva a Nuevo Olimpo le había sacado del sopor de una vida monótona, una jubilación sin alicientes. Pensé que por este motivo nos quería retener a toda costa.

Yo también estaba agradecida. Si en el futuro tenía que elegir entre ir al infierno o quedarme con los dioses romanos para la eternidad, siempre sería preferible esta última opción.

El ángel se paseaba nervioso pisando las margaritas del prado. Estiraba un ala y luego la otra.

−Yo no me puedo quedar –me dijo en cuanto reanudamos nuestra conversación−. Tengo que volver al Palacio del Gran Hacedor, y dios sabe lo que me espera. Desde luego, nada bueno… Aunque, pensándolo bien, él ahora no está.

−¿Cómo que no está? –pregunté intrigada.

Me explicó que era la época de las reuniones con los demás gobernadores del universo para decidir una política común. En la residencia del Gran hacedor solamente se habían quedado Steve Jobs y el guardián. El informático era el encargado de encontrar nuevas ideas para la Creación. El ángel me habló del éxito del Día del Amor. Quizás, si vamos ahora que está al mando, y llegamos a tiempo, podrá forjarte un nuevo porvenir si no quieres seguir con los demás difuntos.

A la abuela Lilly aquella proposición le pareció arriesgada.

−Vete a saber en qué te convertirás; Steve Jobs no tiene experiencia con este tipo de programación –me dijo−. Lo vi con mis propios ojos cuando entré con él en el Palacio del Gran Hacedor.

 Lillian Wilson me propuso acompañarla a Méjico. Ella pensaba instalarse, con su gata Phyllis, en uno de los mausoleos del cementerio de Cuernavaca. Allí el animalito podría correr detrás de los ratones, dijo. La serpiente emplumada Quetzalcóatl se había ofrecido a llevarla. Llevaba muchos siglos sin volver a su patria y sentía añoranza. Entonces nos habló del Día de Muertos y se nos hizo la boca agua.

−En los cementerios, sobre las lápidas de los difuntos se erigen unos altarcitos que son de lo más lindos.

Ella asistió a una ceremonia funeraria, en el curso de una excursión cuando tenía treinta y nueve años y quedó tan entusiasmada que no le habría importado morirse ahí mismo en aquel instante.

Según ella, estos altares son muy parecidos a los dedicados a la Virgen María que se pueden ver en las iglesias, aunque más exóticos. En el centro el retrato del homenajeado, con un lienzo blanco de fondo y rodeado de velas encendidas y docenas de flores amarillas. La flor de cempasúchitl, o flor de veinte pétalos, que florece después de la época de las lluvias. Por esta razón se ha convertido en uno de los íconos de las fiestas de muertos celebrada en México los dos primeros días de noviembre.

Nos explicó que en realidad la costumbre de los altares era más propia de otra región mejicana, cuyo nombre no recordaba, pero aun así se podía ver algunos en Cuernavaca. Lo que le impresionó al entrar en el Camposanto fue el colorido debido a los centenares de flores de cempasúchitl, y el ambiente festivo. Los chiquillos alborotando entre la tumbas. Sobre cada lápida un mantel con los manjares que en vida le había gustado al difunto. No podía faltar el pan de muertos y las calaveritas de azúcar. Me imaginaba a centenares de ectoplasmas saliendo gozosos de sus tumbas.

A Adelaida la idea de comerse una calavera de azúcar le pareció repugnante. Le tuve que explicar que en España teníamos los huesos de santo, un nombre que no abría especialmente el apetito, sin embargo eran unos pastelitos deliciosos.

A medida que se vaciaba las botellas de tequila y sonaba la música de los mariachis la fiesta se volvía irresistible. En este instante, a  Baco, que estaba escuchando nuestra conversación, se le hizo la boca vino  y brindó por Méjico.

−El año que viene iremos –dijo. Dando por sentado que hasta entonces seguiríamos juntos en Nuevo Olimpo.

Me lo pensé. Acompañar a Lillian Wilson no me desagradaba, pero alojarme en un cementerio para la eternidad con solo una fiesta al año podría resultar tedioso.

Le agradecí el ofrecimiento, pero opté por la proposición del ángel, aunque tenía mis dudas sobre la capacidad de Steve Jobs para transformarme de nuevo en un ser vivo. Mi ectoplasma temblaba de miedo cuando emprendí el viaje al Palacio del Gran Hacedor.

«Él que no arriesga, nada tiene», pensé al franquear la puerta del edificio.

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36- Un penoso renacer

 

De mi primer nacimiento no recuerdo nada, pero en este segundo fui consciente todo el rato y os puedo asegurar que fue una experiencia traumática. No creí que iba a salir a la luz con vida. Las primeras contracciones del parto me situaron cabeza abajo después de estrujarme. Lo peor tuvo lugar dos horas más tarde. Mi hija chillaba mientras yo intentaba avanzar por un túnel tan estrecho que me presionaba la cabeza de tal manera que creí que iba a estallar. El dolor era insoportable. Desde dentro podía oír a la matrona diciendo: ¡empuja!, ¡empuja!, ¡todavía un pequeño esfuerzo, ya asoma la cabeza!

Sí, asomé la cabeza. Mi cuerpo untado de una sustancia pegajosa se deslizó por fin fuera del útero en medio de un chorro de sangre. Tenía los ojos demasiado sucios para poder abrirlos y mirar a mi hija Isabel.

La matrona me cogió de los pies y colgué cabeza abajo como un vulgar conejo.

Después de unos golpecitos en la espalda, noté un fuerte dolor en el tórax al desplegarse mis pulmones. Chillé.

−Una hermosa niña −dijo la mujer después de depositarme sobre el vientre de la parturienta−. ¿Cómo la va a llamar?

−Rose, como su abuela. ¡Cómo le habría gustado conocer a su nieta, por desgracia mi madre murió hace unos días!

−Lo siento, pero es ley de vida. Unos mueren, otros nacen. Este angelito la volverá a animar.

Vi como asomaban unas lágrimas en los ojos de Isabel. Esbocé una sonrisa. Ser mi propia nieta, me resultaba divertido, pero esta vez, con lo que sabía, aprovecharía bien mi nueva vida. Para empezar, pasaría de llamarme Rose Dupont a llamarme Rose Dubois.

La matrona me examinaba de arriba abajo mientras me lavaba. Vi como de pronto frunció el ceño.

−Mire –dijo a Isabel−su hija tiene un pequeño defecto. Una cosa sin importancia.

Empecé a temblar. No había ningún espejo donde mirarme.

« ¿Y si tenía un solo ojo, como un cíclope? ¿O la cara deforme?»

La culpa no sería de Steve Jobs, sino solo mía, porque el informático primero se había negado a mi petición. Dijo que una reencarnación era algo muy serio y que no estaba capacitado. No podía garantizar el resultado

Mi hija me cogió en brazos y examinó mis pies.

−Tienen seis dedos –dijo la matrona−, pero solo en los pies. Ocurre pocas veces. No se preocupe, se puede operar.

−Eres una niña muy especial –murmuró mi hija al depositar un tierno beso en mi frente.

Suspiré de alivio. No me había transformado en una rata.

Luis, mi papá, no había asistido al parto. Meses atrás ya me había comentado que eso era cosa de mujeres. Él y yo nos llevábamos bien a pesar de ser entonces yerno y suegra. Eso sí, no había que criticar al Real Madrid.

La palabra angelito había despertado en mi mente el recuerdo de este ser celestial que me había acompañado en el más allá. Miré hacia la ventana. Estaba ahí, sus grandes alas replegadas, observándome a través del cristal. Antes de desaparecer me hizo un gesto de despedida con la mano y me dedicó una gran sonrisa. Eché a llorar desconsoladamente. De repente me sentía desvalida en ese cuerpecito sin fuerza siquiera para sentarse, abandonada a mi suerte. Agité brazos y piernas. ¡Quizás estuviera a tiempo para morirme otra vez!

Isabel, me cogió en brazos y me acunó con tanta ternura, que renuncié a ello. Sería una faena que la destrozaría si, después de perder a su madre, perdiese también a su hija.

Lo primero que hizo Luis al entrar en la habitación fue echar una mirada inquieta a su mujer, se inclinó sobre la cama y besó a Isabel con mucho amor, lo cual me reconfortó. Yo yacía en la cuna con la cabecita asomando fuera de la colcha y apenas me miró. No me ofendí. Ya tendría tiempo para ganar su afecto. Jugaba con ventaja; lo conocía de antes y estaba al tanto de sus gustos.

También tuve la visita de Juan, mi viudo. Llevaba el cuello de la camisa sucio y unos calcetines azules con un pantalón beis. Ojalá encontrase pronto otra mujer sino acabaría hecho un adefesio.

Me pregunté qué sería de mis compañeros en el más allá. «Cuando sea mayor visitaré el cementerio de Cuernavaca el Día de Muertos», decidí, y estudiaré todas las religiones con sus múltiples dioses.

Bostecé, había sido un día agotador.

Una vez limpia, después de mamar me entró un sueño irresistible, y noté antes de cerrar los ojos como un líquido tibio me inundaba las piernas.

 

FIN

 

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