Capitulo 1: KikiCapitulo 2: Salustiano;   Capitulo 3: LourdesCapitulo 4: Dr. Generoso;   Capitulo 6: José;   Capitulo 7: Prudencia;   Capitulo 8: Álvaro;   Capitulo 9: CarmenCapitulo 10: FulgencioCapitulo 11: RaquelCapitulo 12: Gregorio

Capitulo-1- Kiki

            Esta mañana, al pasar delante de la panadería, vi mi reflejo en el cristal del escaparate. Casi no me reconocí, parecía un chorizo con patas. Qué vergüenza. ¡Hay que ver lo que he engordado!

            Desde que Amelia echó de casa a Eduardo, paso más tiempo en casa de la vecina que con mi ama. Eso de mi ama es un decir. Porque si es mi ama, me ama, se supone. ¿O es que yo la amo? El lenguaje humano es complejo.

            Lourdes me adora. Cuando come, me siento a su lado y apoyo el morro en sus muslos y procuro no babear, pero es difícil porque hace unos guisos que huelen de maravilla.

            ¡Quién se va a resistir a unos manjares tan sabrosos! Pero si las cosas siguen así pronto no podré correr, mi tripa se arrastrará por el suelo. Me temo no ser capaz de frenar mi apetito, eso requiere un esfuerzo sobreperruno.

            Así, mientras los dos engullimos uno bocaditos deliciosos, me cuenta las novedades del día.

            Últimamente, la Cíclope, como la llama Amelia, no despega la oreja del tabique en cuanto detecta la presencia de Álvaro en el apartamento colindante. Lourdes, quizá esté un poco sorda, porque la verdad alzan suficientemente la voz para poder uno enterarse de todo, incluso tumbado en el sofá.

            —Estos amantes ya no son tan zalameros, se pasan la mitad del tiempo discutiendo —me explica, aunque no es necesario porque ya me había dado cuenta.

            Ese tío siempre me ha dado malas pulgas.

            A mediodía, mientras saboreaba con Lourdes un estofado de rabo de toro, con la perspectiva de poder roer luego los huesos, ella me contó sus preocupaciones: Eduardo estaba muy mal, según había podido oír la víspera. Yo no me había enterado porque, después de una comida suculenta, instalado en el mullido sofá de Lourdes, dormí la siesta. Incluso soñé que estaba corriendo por los prados, en medio del rebaño de vacas del tío José. Debía de ser esbelto porque casi volaba como si fuera un galgo.

            —Esa mujer no tiene ninguna piedad con el pobre de Eduardo —me decía—. Ahora entiendo porqué mi amiga, la señora Elvira, la llama zorra…

            Estuve un rato pensativo. ¿Qué tenía que ver una zorra en este asunto? Y cómo sabía ella que no se trataba de un zorro, a primera vista no es fácil distinguirlos. Con mis reflexiones perdí parte de la conversación.

            Lo que pude deducir, es que a Eduardo le habían ingresado en un hospital y estaba tan mal que temían por su vida.

            —Como tú comprenderás, eso no es normal —me seguía explicando Lourdes—. Se trata de un hombre joven todavía. Algo le habrá hecho esa malnacida. Él bebe, sí. Pero tampoco es para tanto. Ya no viven juntos, pero se ven de vez en cuando. No me fío de ella… Además, es farmacéutica... Tiene acceso a toda clase de productos. Seguro que le habrá envenenado.

            —¿Quieres agua? —me pregunta al ver mi escudilla vacía.

            La sigo hasta la pila mientras llena el recipiente, y luego doy un par de lametazos.

            —Si Amelia se quiere casar con Álvaro, le va a salir el tiro por la culata, no hay más que oírles discutir. A ese tío solo le gusta divertirse, no quiere ataduras.

            Mientras me cuenta todo eso, se sirve una buena copa de vino. A mí me repugna el olor de ese brebaje. Está tan ensimismada que por poco tira los huesos a la basura.

            —Como comprenderás, no me fío de esas cápsulas rellenas de polvo —sigue contando—, basta vaciarlas e introducir cualquier matarratas. Si ha estado enfermo habrá aprovechado la circunstancia para traerle una medicina y engañarle.

            Sigue parloteando mientras lava los platos.

            Yo la oigo a medías porque el crujido de los huesos al roerlos no me permite escuchar correctamente.

            Habla de líos, del Bodypharma, incluso de un tío raro, un detective. Según logro entender se trata del hombre que seguía a Amelia y al que un día conseguí por fin morder. No suelo ser agresivo, pero no tolero que molesten a mi ama. No le hice mucho daño porque solo era un aviso, pero lo suficiente para alejarlo.

            Aparte de esto no me entero de gran cosa.

            Y estoy harto. Que se maten entre ellos si quieren.

            ¡Estos huesos están de requetechupete! Ahora, lo único que deseo es quedarme a vivir en casa de Lourdes, aunque quiera a Amelia. Quizá un día vuelva con ella, pero no estoy dispuesto a vivir un infierno.

            —Kiki, sabes lo que te digo: Tengo que enterarme en qué hospital está y avisar a los médicos de que algo raro pasa. Antes de que sea tarde.
 



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Capitulo-2- Salustiano

Todo llegó cuando yo menos lo esperaba. Me solicitó asistencia espiritual y no pude negarme. ¿Asistencia espiritual? Sí, eso fue lo que dijo aquella vez.

            Me dijo también que necesitaba cierta privacidad pues quería confesarme muchas intimidades. Mentira. Lo que quería era otra cosa. Seguramente yo era uno de los trofeos que le faltaba en su vitrina. Seducir y hacer el amor con un sacerdote. Hacerle pecar, quebrar todas sus convicciones eclesiásticas, transgredir el orden moral, jugar con el mismo Dios a incumplir sus preceptos.

            —Bueno, bueno… Veamos, Amelia, ¿a qué obedece tanta premura?

            —Es un tema muy personal… y aquí, en la parroquia, me resulta incómodo explicarlo. Si pudiéramos reunirnos en una cafetería, me sería mucho más fácil...

            —No entiendo por qué te cohíben estas paredes. No obstante, si necesitas desahogarte, puedo hacer una excepción... Pero sólo por tratarse de un caso especial, que quede bien claro. Vamos a ver… Hoy tengo todo el día ocupado, mañana, a primera hora de la tarde, si me dices una cafetería del barrio, yo puedo, excepcionalmente, desplazarme e ir allí…

            —¡Fantástico, padre! Podemos quedar a las cuatro de la tarde en el Café Galdós, en la calle Los Madrazo; está un poco apartado pero es un lugar muy cómodo.

            —Muy bien, Amelia, allí estaré mañana.

            Me confesó que se había separado de su marido. Nada nuevo, todo el barrio estábamos al tanto. Eduardo vivía ahora con su amigo Víctor, el arquitecto, en la calle Echegaray. Eso también lo sabía, tengo muchos confidentes. Pero el verdadero motivo por el que ella quería confesarse, era porque estaba muy preocupada. Le habían llegado noticias de que su ex estaba en estado crítico, prácticamente al borde de la muerte.

            ¡Ah!... la culpa.

            Estaba seguro de que había sido ella misma partícipe del asunto… Lo habrá envenenado poco a poco con su cuerpo. Es posible que a la inversa de la mantis religiosa, Amelia, lo haya torturado porque no la satisfacía lo suficiente. Conmigo va a ser diferente que con Eduardo, pobre hombre. Ha tenido peor suerte que yo. Él por tenerla y yo por no tenerla. Creo que el afortunado he sido yo. Aunque si no me mintiera a mí mismo diría lo contrario.

            —Y eso es todo, Salustiano, ¿tú cómo lo ves?

            —Yo creo, Amelia, que todo el mundo tiene derecho a ser feliz.

            —Entonces… Si mi felicidad depende de hacer unos ejercicios espirituales contigo, ¿aceptarías?

            —Si Dios te ha puesto en mi camino es que quiere que te ayude. Ahora bien, la discreción debe ser absoluta, no podemos permitirnos algún desliz en nuestro comportamiento.

            —Buscaré algo fuera de Madrid, para que podamos pasar el día juntos, Salustiano: ¿Tienes predilección por algún lugar en especial?

            —No, no, aunque prefiero el norte mejor que el sur, y si vas a mirar en el calendario, cuando tengo más disponibilidad es en lunes, después del fin de semana.

            Al día siguiente me llamó para confirmar el lugar. El cielo lo tocaría en Aranda del Duero. Me imaginaba todo el día sin salir del hotel… ¿Haciendo ejercicios espirituales? Vamos a dejarnos de pamplinas…  Desde que la ciencia ha desplazado a la religión, y como prueban las imágenes del telescopio Hubble, Dios es una entelequia, seguir manteniendo que la Virgen María subió en cuerpo y alma a los cielos, es estar más chiflado que los que escribieron la Biblia. No sería la primera vez que haría el amor, aunque sí con ella, con Amelia. La mismísima hija del senador Andreu Tomasa...

            Pero los ejercicios espirituales, para mi desilusión, no tuvieron nada de ejercicios. Ella sólo quería conversar. Como dijo, lo único que necesitaba era alguien que la escuchara… ¡No te jode…!

            Me confesó que Eduardo nunca le sirvió para nada. Que el matrimonio había sido una conveniencia social. Su padre la había obligado a casarse con un hombre a quien no amaba. El senador estaba desesperado porque ella era una adicta al sexo y quería que se volviera una mujer decente. Con el nuevo fármaco bioquímico de Bodypharma se convertiría de una perdida en una mujer fiel y casamentera, preocupada solo en satisfacer a su legítimo marido. Para el papel de esposo necesitaban un hombre. Y el candidato seleccionado había sido Eduardo. Fue Teodomiro, el jefe en la empresa de informática donde trabajaba, quien se lo había recomendado a su padre.

            —Ay, Salustiano. Yo creo que cualquier persona en su crecimiento personal debe ser libre como lo es en su desarrollo profesional. La dependencia matrimonial mata.

            Yo me identificaba con ella en muchos de sus planteamientos…

            En la siguiente cita fuimos más atrevidos y nos quedamos en El Escorial. Solo disponíamos de pocas horas, y no estaba la cosa para derrocharlas haciendo carretera.

            Las horas pasaban mientras ella me contaba todas sus tristezas. Yo sólo la escuchaba impaciente. Me fascinaba ver sus redondos pechos asomándose por el atrevido escote. Sobre todo cuando lloraba. O, mejor dicho, cuando fingía llorar.

            El rollo parecía no terminar. De pronto le dio por sacar el tema clásico, ya conocido desde siempre.

            —Dime Salustiano, ¿te gustaría tener hijos?

            —No. Creo que no. No tengo qué dejarles. Y para que sufran… Ya hay bastantes emigrantes…

            —A mí, quizá me hubiera gustado tenerlos...

            —Tú ya tienes a Kiki, ese perrucho horrible, para qué quieres más…

            —No te preocupes, Salustiano, estoy convencida de ser estéril. De lo contrario…

            —Mejor, mejor, mucho mejor así.

            Los hijos, otro problema. ¡Qué suerte tenemos los curas! Toda la vida dedicándonos a los demás, es decir, a nosotros mismos. En este sentido he de reconocer que es un privilegio. Al menos eso creo. Y hasta ahora que yo sepa me he librado. Es un problema de ellas. De las mujeres. Con interrumpir el embarazo se soluciona. Y allá la que no quiera. Ser padre a la fuerza es un castigo. En esto he tenido suerte, supongo, tocaré madera por si acaso.

            Pero seguíamos sin hacer los ejercicios que ella me había prometido.

            La tercera vez que nos reunimos en el Escorial creí, por fin, llegada mi hora. Llevaba una maleta con “sus cosas”, así había dicho, y yo me imaginé lo peor, o mejor dicho, lo mejor…

            —¿Sabes quién es Carmen? —me preguntó.

            —No, ¿quién es?

            —Es una muy buena amiga. La conozco desde que éramos niñas y estábamos en el colegio, en Barcelona.

            —¿Y…?

            —Resulta que me voy a vivir con ella. No tengo otra alternativa…

            —¡¿Cómo dices?! Pero, ¿por qué…?

            —¡Ay!, Salustiano, tengo que escapar de mi padre… Aunque… Espera… Existe otra posibilidad, ¿has pensado alguna vez en que vivamos juntos?

            —¡Amelia, por Dios! ¡Qué cosas dices!

            —Podríamos irnos al norte… y poner una tienda de productos dietéticos. Una especie de herbolario, como el del Dr. Generoso. Es muy fácil…

            —¿Te has vuelto loca? ¿Qué quieres… arruinar mi vida? Yo me he entregado a Dios y solo Dios puede cambiar mi destino.

            —Son cosas que me pasan por la cabeza…

            —Ya puedes ordenar mejor esa cabeza. Será mejor distanciar nuestros encuentros e incluso, dejar de vernos.

            —Pensé que estabas enamorado de mí…

            —Te recuerdo, Amelia, que no somos dueños de nuestra vida y menos aún, de la de los demás.
 



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Capitulo-3- Lourdes

Un día fuimos juntas al supermercado la señora Elvira y yo. Hacía mucho tiempo que no la veía porque había estado un poco pachucha y no había salido de casa.

            —Mira Lourdes, lo que les está pasando a esa pareja vecina tuya, y me refiero a Amelia y a su marido, tarde o temprano tenía que ocurrir…

            Creí que se refería a lo de su separación. No lo iba a saber yo…

            —Sí, qué pena… Pobre chico, ya se ha tenido que marchar de la casa...

            —En el barrio todos sabemos, que como Eduardo es tan reservado y apenas se trata con nadie, no podía controlar a su mujer como quisiera y bebía sin parar cerveza y qüisquis. ¿Qué se podía esperar?

            —Lleva razón, señora Elvira. Me acuerdo cuando me asomaba a la mirilla en silencio y veía llegar a ese tal Álvaro, el amante…

            —Qué te decía yo, que esa mujer no era más que una zorra. ¿Ves ahora…?

            Me molestó que la señora Elvira pronunciara de nuevo esa palabra, simplemente era tan poco elegante.

            —Y, ¿por qué pones esos ojos?

            —Por nada, señora Elvira.

            —Ahora, también tú vas a ponerte a defender a Amelia. Estás igual que mi amiga Prudencia.

            —¿Yo? ¿Defenderla…? Si estoy más que harta. Con decirle a usted, que a veces Amelia se olvida de que tiene que pasear a Kiki por la noche, y luego lo baja casi de madrugada… Algunos días llamaría a la puerta para bajárselo yo. ¡Qué pena de perro! De buena gana me lo quedaba.

            —Estará con el amante. Estos jóvenes no tienen remedio. No son como nosotras, Lourdes, que lo teníamos todo prohibido, y además nos daba vergüenza cualquier ñoñería porque lo creíamos pecado. Ahora los jóvenes, como viven solos en sus casas, ¡pues al albedrío!

            Habían pasado ya varios meses desde aquel día de la trifulca, cuando Amelia le arrojó el llavero a su marido en la cara. Después de esto, ella había pasado una temporada en casa de Álvaro mientras Eduardo terminaba de recoger sus pertenencias. Él había tenido que dejar el piso pues el propietario seguía siendo el senador catalán, padre de Amelia.

            —¿Formalmente aún no están divorciados, verdad? —me preguntó la señora Elvira—. Y ahí los tienes, cada uno por su camino, viviendo sus vidas…

            —Así es. Sé que Eduardo se ha ido a casa de su amigo Víctor, en la calle Echegaray. Alguna vez los he visto a los dos por la calle. Eduardo tiene muy mal aspecto. Este muchacho no debe estar nada bien…

            —¿Qué tiene?

            —Lo que tenga nadie lo sabe con certeza, pero desde luego, es algo que poco a poco lo va mermando… Yo siento mucha pena del pobre chico, tantos problemas y tanto desprecio de su mujer lo han abocado a la bebida… En el fondo me parece un hombre débil para una mujer tan fiera.

            —Bueno, Lourdes, perdona que te corrija, cayó en la bebida porque no solo tenía problemas con su mujer, también los tenía en la empresa de informática donde trabajaba. Hasta que lo echaron.

            —¿Cómo? ¿Lo han echado? ¿Quién se lo ha dicho, señora Elvira?

            —Me lo contó la Lupi que ahí trabaja.

            —¿Lupi? ¿Quién es Lupi? —le pregunté.

            —Es prima de una de las amigas con las que vamos al teatro.

            Sabía que la señora Elvira tenía un grupo de amigos en el barrio con los que se reunía a menudo para ir al teatro o a sus tertulias literarias. Entre ellos estaba también la señora Prudencia. Precisamente en ese momento apareció ella por el supermercado.

            —Mire Lourdes, ahí viene la señora Prudencia. Disimularemos como si no estuviéramos hablando de Amelia, pues esta mujer bebe los vientos por la farmacéutica…

            —¿Ah, sí?

            —¡Claro! Siempre le encarga cremas para la celulitis y potingues para retrasar el envejecimiento… ¡Como si la vejez se pudiera evitar! Pero bueno, a ella le gusta ese rollo y se ha hecho muy amiga de la mindundi esa...

            —¿Qué tal, señora Pruden?

            —Buenos días, por decir algo… Vengo temblando del susto que me acabo de llevar… ¡Bendito sea el Señor!

            —¿Qué le ha pasado? ¿Se ha caído usted?

            La miré alarmada, mientras ella intentaba recobrar el aliento.

            —No, hijas, no. A mí gracias a Dios no me ha pasado nada, el que ha caído desplomado como un muerto en medio de la calle ha sido Eduardo, el ex marido de Amelia, la farmacéutica. No sabemos de fijo lo que le ha pasado, pero el Samur se lo ha llevado al hospital a toda prisa. Desde luego su cara era la viva imagen de un cadáver… aunque todavía respiraba —dijo Prudencia.

            —¡Dios mío! ¡Pobre Eduardo! ¡Qué desgraciado es! En el fondo es un buen muchacho… A mí me ayudaba muchas veces cuando no entendía algo de Internet.

            —Bueno, Lourdes, aunque tu lo aprecies tanto, este chico parece medio tonto, eh… Para mí que nunca ha sabido estar a la altura de ella —dijo Prudencia—. Amelia es una mujer de armas tomar, y en lugar de ir ganándosela poco a poco, se fue alejando de ella, metiéndose en líos y vicios raros, con otros amigotes como él.

            —¿Amigotes? Ya, ya entiendo… —dijo la señora Elvira—. El Víctor ese, ¿no?

            —A lo mejor es que le ha dado un ataque de “delirium tremens”, de esos que les da a los borrachos… —dijo Prudencia.

            —No, no es eso. Yo he oído decir —y por Dios no le digais a nadie más que yo os lo he contado— que padece todos los síntomas de la enfermedad esa de los homosexuales: el SIDA… —dijo la señora Elvira.

            Nos santiguamos las tres a la vez.

            — ¡Ay Señor, perdónalos!

            —Bueno, entonces voy corriendo a la farmacia para decirle a su mujer si quiere que me ocupe yo del perro… —dije yo—. El pobrecico está casi todo el día encerrado. Como sigan así con el animal abandonado, los denunciaré pidiendo para mí la custodia plena del animal por abandono de sus dueños…

            —Me parece muy bien, Lourdes, yo que tu reclamaría la patria potestad.

            —Bueno, vecinas, las dejo porque tengo que preparar la comida. Si quieren, esta tarde nos vemos en el Paseo. Yo bajaré a tomar el fresco cuando se vaya el sol…

            —¡Hasta luego, entonces! ¡Ay, Dios mío, qué escándalos…!
 



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Capitulo-4- Dr. Generoso

Dejé de ver al pibón durante unos días. A su marido lo veía casi todas las noches en la Bodeguita, nos poníamos bien agustito y después nos íbamos al puticlú, yo me lo hacía con la mulata y a él m’imaginaba yo que lo ponían mirando pa Cuenca. Yo estaba desconcertao. Me contaba to las noches cosas sobre su santa. Y no m’hacía idea si era como la Encarnita Ojeras de lo qu’El viento se llevó o era como o como la Marilis Morroes en la de Con tangas y a lo loco. Quiero decir que to lo que me contaba me parecía como una película. To, to, to mentira. Llegué a la conclusión de qu’el pibe además d’un cubatas y un  guay, era un liante de toma lomo. Pero también me imaginé que debía querer mucho a su tronca.

            Su tronca…

            L’Amelia apareció un día por mi tienda. Estaba to reventona: Una faldita de cuero negro to apretá que se le notaba las cachas to duras y una cosa como un sostén con aperitivo que a alguna otra piba l’había escuchao que se llamaba cuerpiño, también de cuero, atao por la espalda con cordeles. Estaba p’aullarla. Salí de detrás del mostrador y me puse to fisno.

            —¡Aysssss, prenda! Sueño tos las noches contigo y mi almohada parece el Apolonio XIII subiendo al espacio pa buscarte entre las cometas de los chinos.

            S’escojonó la piba con la ocurrencia y se m’acercó pa morderme el lobulillo de la oreja.

            Me puse entre burro y como un osito memosín le cogí la mano y la besé en la palma. Luego, poniendo morritos como el Maiq Yague el de los Rolis Estór, le solté.

            —Eres com’un chupito de tequila tras un lametón de sal.

            —Anda no digas más tonterías que tengo prisa y me tienes que hacer un favor.

            Ya m’imaginaba yo el favor que quería la piba, asin que l’eché las manos al caderamen y llevé mi boca a su pescuezo.

            —¡Ehhhh!… ¡Para! —me dijo tirándome del tupé—. ¿No te he dicho que tenía prisa? Otro día vendré para eso. Mira, me tienes que hacer un favor, un gran favor que no te atreverás a negarme.

            ¡Hostis! No me estaba molando nada el amaneramiento de cómo m’hablaba. Mi sexo sentido me decía que me quería chulear. A mí, al menda, al Pito, a ese que no se atreve ni a chulearlo ni el mismísimo Yeis Bon y va la tía esta y me la quiere meter con queso gruyer, hablándome como el Mirlo Brando en el Patriarca. Pero le seguí el juego.

            —Princesa de los Amayas —le llamé asín porque sabía que lo mariachis le molaba—. Qué favor quieres que t’haga, prenda, y que sea la última vez que me despeinas —le dije to chulo, no sea que se hiciera la tronca un lío del Montepío.

            —Mira, nano —me dijo—, el lunes por la tarde vendrá hasta tu tienda una furgoneta de Bodypharma; te dejarán doce cajas llenas de un producto nuevo y revolucionario que quiero que poc a poc vayas ofreciendo a tus clientas para sus maridos. Es una fórmula para que sus mariditos les sean fieles, así que las tienes que convencer para que se lo den a sus parejas, aunque sea enmascarándolo en zumo o leche, coca cola o lo que sea; pero que les obliguen a tomárselo y que luego te cuenten los cambios que vean en ellos. Sé que tú puedes hacerlo, tienes labia, y sobre todo labios para convencerlas.

            La mu zorrón dejó caer esas pestañas de mikado que tenía.

            —Es un favorcito que no me puedes negar y no te quepa la menor duda de que te lo sabré compensar.

            Me guiñó un ojo y m’echó mano a la paquetería. Aluego me dio un piquito y se largó más deprisa qu’el Correcaminos adelante del Coyote. Hostis la tiparraca, cómo se sabía camelar a los lilas.

            M’atusé el tupé y me dije a mí mismo, peazo tío que se va a engatusar a to las pibas pa que sus mariditos se porten como borreguitos. Bééééééé.

            Salí pa cenar y me fui al Quentuquis Chiquis. Como era viernes estaba to petao, pillé una mesa y me pedí un cubo to lleno de tajás de pollo, me trapiñé cinco birras y de postre dos helaos de bombón croquetante. Con tanto papeo m’entró más ganas de sobar qu’al Juanfran Bogar en el Sueño eterno. Me fui al chabolo y estuve sopao hasta las doce. Me metí en la ducha y me jaboné bien jabonao; aluego m’eché un buen chorreón de Dulce y Galbana y asín oliendo to guapo me fui de cacería.

            Pa entonarme me tomé unas birras en El Quevedo; Manolo, el dueño, ya me conoce y m’echa medio chupito de tequila en ca caña que me sirve.

            Salí y me fui a la calle de las Huertas que hay más marcha. Allí l’entré a una piba con pinta guiri pero que hablaba como una profe.

            —Prenda —le dije—, ¿estás solita?

            Me miró la catedrástica como si ella fuera la Rita Jeibus en Gilda y yo fuera el Alfredo Panda en Recluta con chinorri.

            —No está fabricada la ambrosía de la apicultura para la cavidad bucal de los solípedos.

            Que m’acuerdo qu’así m’habló la tiparraca.

            Juro que no entendí ni pepino, pero no me acobardé.

            —Me quies decir que nos demos de picos y luego te pones a cuatro patas.

            —Como dice mi amigo Ginés, el que tiene cara gilipollas es que lo es.

            Qu’ así me respondió la piba y se marchó to escojoná. Peor pa ella.

            Me fui a la Bodeguita pa olvidarme de lo que m’había dicho la japuta esa. Llevaba ya una rosca de peluco cuando empecé a echar de menos a mi colega el Eduardo. Me pedí el tercer cubata cuando me mosqueé. Cogí el lorito y marqué el número de mi broder. Sonó y sonó pero salto el respondedor. El Edu, o no lo quería coger o tenía su lorito en modo callao. Me mosqueé aún más pos como dice el dicho: Es más difícil qu’un cubatas no vaya a su abrevadero qu’un camello venda costo a la puerta de la pasma.

            Le pregunté al camata por mi colega y s’encogió d’hombros como un güitre leonino. Me largó qu’hacía varios días qu’el colega no iba y que era to raro porque era un cliente to legal y to fiel asin que seguro que l’había pasao algo.

            ¡Hostis! Volví a llamar al broder. Pero esta vez sí que me lo cogieron. Pero no fue El Eduardo que fue una tía.

            —Diga.

            — ¿Oyes? —dije yo—. ¿Está el Eduardo?

            —En estos momentos está en el Hospital. Yo soy la enfermera de planta, pasaba por aquí y al escuchar este móvil lo he cogido.

            — ¡Hostis! Pero, ¿qué le pasa? —pregunté, to acojonao.

            —Espere —me dijo la enfermata—, que voy a consultar el informe.

            Al rato se puso la piba.

            —Mire, lo siento, pero la información es confidencial. ¿Con quién hablo?

            —Soy el hermano d’el Edu —le largué.

            Parece que la enfermata se quedó to chiná porque me dijo que lo sentía mucho pero qu’el paciente padecía una enfermedad rara y que su estado era grave, muy grave.

            — ¡Hostis! Señorita —le dije to fino—, y en que Sanadorio está mi hermano.

            —En el Gregorio Maricón —me dijo, y la verdad que m’extrañó el apellido del Gregorio ese y le dije—: ¿Maricón? Ah Garañón, Gregorio Garañón, con G de güevo. Ya m’extrañaba. Vale. Gracias.

            —El Edu está ingresao —le dije al camata—. Bueno pos ponme cuatro cubatas como siempre. Me beberé los dos de mi colega a su salud. ¡Salud!

            ¿Qué coños l’habría pasado al Eduardo pa estar tan enfermo?

            Esa noche como no estaba mi broder no fui al puticlub, estuve dando vueltas como una bailarina fumá. Y así me dieron las diez d’últimas. Como ya era la mañana del sábadete y no tenía qu’abrir la tienda decidí coger mi buga e irme a respirar aire t’oxigenao y guapo pos aún me duraba la tostá del resacón.

            Enfilé la carretera y sin saber muy bien adónde iba apreté el acelerador. Cuando me quise dar cuenta estaba en El Escorial y más perdío qu’el Tom Jans en Buscando al soldado Rayas. Eran como las diez de la mañana y tenía más hambre qu’un león ante un rebaño de ñus. Me metí en una cafetería y me pedí tres cruasanes con unte y un vaso de leche con Colacao. M’había engullío ya dos cruasanes cuando por la puerta entró una pareja y aunque aún estaba to ciego la chorba me resultaba familiar.

            Hostis pero si era L’Amelia con un tío que tenía más pinta de ser un sotanas qu’el Antonio Quin en Las chanclas del pecador.

            Me puse la mano en tol careto pa que no me reconociese el zorrón, pero no dejé de mirarlos como de sobaquillo. El tío estaba más salío qu’el Yon Vaine en El tronco tranqui y no hacía más que sobarla y el zorrón risotá viene risotá va. Pagué y me fui to mosqueao, mi colega el Edu las estaba palmando y su piba haciéndoselo con un menda que parecía el Fray Papilla de Marcelino paga el vino.

            ¡Hostis! Que me fui to triste de la putás de la vida, decidido de ir a visitar a mi colega al Gregorio Garañón ese.

            Cuando llegué no me dejaban entrar porque no sabía cómo se llamaba de apellido mi hermano. Total qu’un grupo de tanos entraron amontonaos acojonando al vigilata y me colé con ellos.

            Como no sabía ande estaba, fui entrando en toas las celdas, y ¡hostis! qué cosas se veían: tíos to cosíos y envendaos y llenos de cables y tubos que más bien parecían Robocós que personas humanas. Al final encontré al Edu. Me acerqué a los pies del jergón. Estaba to sobao y más verde qu’el Eduardo Nortes en el Increíble Jul. M’acerque y le puse la mano en el torrao, estaba to sudao. Me dio más pena que cuando se murió la vieja de Bambi.

            Salí del hospital to jodío y con ansias y me fui al bar Los Torreznos y me comí una docena de tocinos con una docena de cañas y cinco chupitos d’orujo hierbas. Como estaba un poco perjudicao me fui a dormirla a la consulta de la tienda. Allí, pa rematar, saqué la botella del Cardú y m’arreé tres pelotazos. A gatas me fui a la camilla y mientras to me daba vueltas m’acordé de las palabras del Eduardo y de la operación Italia, que todos dicen Itaca, en la que andaba metida la piba y él. Joder la consulta me daba más vueltas que la rueda del Ferrari del Fernando Alfonso.

            Me desperté hecho unos zorros, me dolía el torrao más que si m’hubieran dao una mojá en la pelota y tenía la lengua más seca qu’el Piter O Tul en El loro de arabia. Me tomé dos irbufoprenos y me fui a mi chabolo pa dormir t’ol domingo.

            El lunes, ya más apañao abrí la tienda. Estaba nervioso, por eso despaché a las clientas sin los arrumacos que tanto les molaba. A las once llegaron los de la fugroneta y descargaron to las cajas. M’hicieron firmar en unos papeles y se las piraron. Abrí uno de los paquetes y cogí una de las cajas de pastillas y la metí en un sobre de plástico. Sonó mi lorito. Era l’Amelia.

            —Ay, cariño, eres el elegido para introducir en Madrid este producto que va a revolucionar la ciudad, las familias. ¿Te das cuenta de la importancia de ser el elegido?

            — ¡Hostis! El elegío— Se cree esta tía que soy to tonto.

            —¡Ayyyssss! Qué ilusión participar en un bisnes tan guay —le dije pa vacilarla—. Y aparte de la ricura y la famosura, también quiero tu ternura —le dije pa que supiera que no le saldría de gorra.

            —Bueno, cariño, que me tengo que ir. La semana que viene vuelvo y me cuentas. Anótalo todo, mi vida.

            —Lo anoto prenda, pero vete poniendo una muda limpia.

            Me colgó la piba.

            To mosquea con la chorba saqué tos los paquetes de las cajas y los puse en el escaparate. Luego cogí una cartulina de las grandes y escribí: “Si no te fías de tu ombre dale desta medicina y será más fiel que l’Ana Velén al Bictor Manuel”. Y la puse delante de las cajas como reclamo.

            Como no sabía a cómo me costaban porque no lo ponían en el albarrán y como sabía que cuánto más les clavara a las Marías más guay les parecería el pastilleo, aunque sólo tuviera un efecto placiervos, pos lo puse a doscientos talegos. Joder, qué pasada, me dije.

            A las pocas semanas había vendío casi toa la mercancía. ¡Hostis! que m’había forrao, no digo más, y ahora esperaba qu’el marujerío me contara si el pastillamen hacía que los maromos fueran más fieles qu’el Clar Gable a la Escarlata Ojeras y lo que era más importante qu’el pibón viniera pa darme un revolcón con salto tigre, canguro y rana, pero en vez de la piba se presentaron unos mendas trajeaos que me dijeron que eran agentes especiales, como los de Los hombres de Jarrison.

            ¡Hostis! Me metieron en un coche con los cristales teñíos y me llevaron a un edificio que ponía CNI, que m’imagino que sería: Compramos Naves Industriales pos pensaba qu’estaba en el Polígono Cobo Collejas. Pero en vez de venderme cosas de los chinos me llevaron a una habitación y me pusieron un lamparón en la jeta y se liaron a hacerme preguntas aunque los colegas sabían to de to: lo del zorrón, lo del pobre marido y hasta lo del cura qu’estaba con el zorrón en El Escorial, que por lo visto era verdaderamente un sotanas.

            ¡Hostis! Que sabían más qu’el Yeis Estiguar en El hombre que lo sabía tó, y lo único que querían era que yo les hablara d’el tinglao del pastillamen, pa eso me metieron peazo chute en el venamen de una cosa color meaos que decían qu’era la droga de la verdad, luego no m’acuerdo de na de lo que dije, pero debí cantar hasta el Yo soy aquél del Rappel. Aluego me llevaron al despacho de un soldao que debía ser como un sargento pos las estrellas de su uniforme solamente tenían cuatro puntas, aunque el militroncho tenía más decoraciones y medallas que un desfile de franchutes en el aniversario de la toma de Las Vistillas. Me dijo qu’el país me daba las gracias por mi colaboración y que m’olvidara de to lo que había pasado. Me largó q’un equipo operativo se pasaría por mi negocio pa retirar tol material y que aunque sabían que yo no era ni médico, ni naturalista ni endrofino, que sabían qu’era fonta, también sabían qu’era un puto piojo, eso me dijo el sargento medallas ese; pero que me dejarían seguir con el chiringuito siempre que no me pasara un pelo de listillo y que colaborara con ellos como un puto chota. Así que le juré por mis muertos que haría to, to, to lo que me dijeran. Y me mandó a tomar por culo, qu’ así me dijo que te den por el culo gilipollas y a ver si te quitas esa careta de pringao que tienes. Así me dijo, yo creo qu’el chusquero ese estaba to mosqueao porque igual m’había quedao con la pasta del pastillamen qu’había vendido. Si no, no lo entiendo.

            Ah y cuando m’ iba del polígono me crucé con el pibe ese con pinta de pajillero que m’había merodeao como una mosca a un mojón y m’acojoné y hasta pensé en pirármelas lejos, a Torresvieja o Grandía, pero l’eché mas güevos qu’el Jerrol Flin en Las diñaron con los botos puestos, y me quedé. ¡Hostis! Me quedé.
 



Capitulo-5- Lucía

Después de romper con Amelia, Eduardo volvió a vivir con nosotros en el piso de Echegaray. Él era el que pagaba el alquiler así que no podía oponerme aunque quisiera. Al principio nadie notó ningún cambio en nuestra rutina. Él y Víctor se pasaban todo el día con la cabeza metida en las pantallas de los ordenadores, trabajando en el salón y recibiendo, de vez en cuando, a gente que yo suponía eran los “clientes” a los que Víctor se refería.

            Casi siempre después de las nueve, llegaba Teodomiro García, el nuevo socio de Eduardo y Víctor. Teo había sido el anterior jefe de Eduardo en la empresa informática donde suponía que aún seguía trabajando. Digo suponía aunque, la verdad, yo nunca lo vi ir a la oficina. Claro que en ese entonces ya empezaba a funcionar eso del work from home y se podía trabajar en el ordenador desde casa.

            De todas formas a mi me parecía todo muy extraño. ¿En qué consistía exactamente ese trabajo que los mantenía tan ocupados? Cuando se lo pregunté a Víctor me respondió con un violento “qué te importa” que me dejó helada. Ahora, después de analizarlo a la distancia, he descubierto que fue justo en ese momento cuando nuestra relación se torció. Al oir esas palabras sentí una rasgadura en las entrañas, literal, el corazón partío, como diría Alejandro Sanz.

            Una noche me encontraba muy agobiada trazando los planos de un proyecto arquitectónico menor que teníamos que entregar. El compromiso era de Víctor, pero claro, era yo la que tenía que dedicarme a ello porque él estaba muy ocupado atendiendo junto con Eduardo y Teo, su nuevo y próspero negocio. Tenía que trabajar con mi ordenador en las rodillas, sentada sobre la cama de nuestra habitación porque no quería ir a molestarlos al salón. Esta incómoda postura estaba destrozando mi cuello y mi espalda por lo que decidí tumbarme unos minutos en el suelo con unos cojines bajo la nuca. Tenía los ojos cerrados cuando entró Víctor.

            —¡¿Pero qué es esto?! —dijo gritándome.

            —Perdón, estaba descansando un momentito. No aguanto la espalda.

            —A este paso, Lucía, no vas a terminar esos planos nunca. Y, ¿a qué hora vas a hacer la cena? ¿No te has dado cuenta de que ya son casi las doce?

            —¿Ya se fue Teo? —dije poniéndome de pie.

            —No. También hoy se va a quedar a cenar. Pon la mesa para cuatro.

            —Pero si no hay nada. No he tenido tiempo ni de ir al súper. Deberías ayudarme a hacer esto porque yo sola no voy a terminar…

            —No. Lo nuestro es mucho más importante. Haz un espagueti o algo así. ¡Pronto!

            Víctor estaba un poco borde conmigo. Desde que Eduardo había vuelto notaba en su forma de tratarme mucho desdén. ¿Qué le pasaba?

            Eran más de las tres de la mañana cuando por fin se fue Teo. Yo seguía trabajando con el Autocad cuando escuché a Eduardo cerrar la puerta de la habitación que llamábamos la “Biblioteca” para acostarse. Todas las noches se quedaba dormido sobre el sofá naranja. Su ropa seguía, o dentro de las maletas que se trajo, o tiradas por el suelo. Yo pensaba que por respeto hacia los ausentes, todavía no había querido instalarse en la habitación de Miguel y Rodrigo, pero después me di cuenta de que no era por eso, sino por pura dejadez, abulia o apatía, como quiera que se llame el estado de ánimo en el que se encontraba Eduardo desde su ruptura con Amelia.

            Un día, Víctor y yo tuvimos una más de nuestras habituales discusiones; sería por alguna tontería que ya no recuerdo. No podía seguir tolerando sus nuevas formas tan desconsideradas y me largué del piso, muy enojada. No sabía a qué se debía el cambio de su actitud hacia mí y lo relacioné con su participación en el nuevo negocio de Eduardo. Intuía que se relacionaba con algo turbio. Estaría muy estresado, pensé. Pero yo no estaba dispuesta a que me siguiera tratando de esa manera.

            Decidí pasar unos días en casa de Marina, que era la amiga venezolana con la que había compartido el apartamento en la calle de Ibiza antes de mudarme al piso de Echegaray con Víctor. Marina vivía ahora con su nuevo novio. Me encontraba muy incómoda ahí, durmiendo en un sofacama insoportable y sintiéndome una arrimada; así que en cuanto recibí la primera llamada de Víctor pidiéndome disculpas y rogándome que volviera, regresé al piso de Echegaray.

            —Hola, Lucía, me alegra que por fin hayas vuelto —me dijo Blanca, una vecina, cuando nos cruzamos en las escaleras—. De la que te has salvado…

            —¿Por qué? ¿Qué ha pasado? —le pregunté extrañada al ver su cara de misterio. Siempre le había gustado hacerse la dramática.

            —¿No te has enterado? ¿Es que Víctor no te contó lo que pasó?

            —No. Se acaba de ir a León, con Eduardo. Fueron a pasar unos días a su pueblo, a casa del tío José. Es que últimamente Eduardo ha estado muy débil y el médico le recomendó descansar y cambiar de aires.

            —¡Ay, mujer!, la que se armó… —dijo Blanca—. Llegaron unos camiones de carga..., yo pensé que era una mudanza, pero salieron de ellos varios hombres, subieron a la buhardilla y a patadas rompieron las puertas de todos los trasteros y sacaron un montón de cajas del vuestro…

            —¿De nuestro trastero? —dije asombrada.

            —Sí, del vuestro, del 2º D. Por cierto, ¿Sabes qué contenían las cajas?

            —Eh… Creo que eran productos farmacéu… No. No sé —le dije, arrepintiéndome inmediatamente, temiendo meter la pata.

            —Se armó un alboroto tal entre los vecinos que alguien llamó a la policía. Pero justo cuando llegaron, los camiones ya habían desaparecido.

            Esto ya era demasiado. No podía seguir así, con tanta incertidumbre. Con razón se habían marchado Víctor y Eduardo a León en forma tan precipitada. Estarían huyendo, pensé. Aunque también debía de ser cierto lo de que el médico le había recomendado descanso. Eduardo había adelgazado mucho y su aspecto era preocupante.

            También me había asustado con eso de que la policía casi había intervenido; el asunto se estaba volviendo muy peligroso.

            Me puse a pensar qué debía hacer. Lo primero sería empezar a buscar un sitio dónde quedarme, ya no podía seguir en el piso de Echegaray. Pero antes había que conseguir un trabajo, de lo que fuera, de camarera, de profesora de inglés, de guía de turista, de vendedora de ropa... Esto era más probable que encontrar trabajo de arquitecta, haciendo maquetas o cobrando por ayudar a estudiantes con su PFC para poder recibirse a su vez de arquitectos. Es decir, arquitectos creando a sus propios competidores.

            Encontré un trabajo temporal sustituyendo a una secretaria en una agencia de publicidad. Lo único que hacía era sacar las copias fotostáticas. No me importó; había dicho de lo que fuera. Como Víctor y Eduardo seguían en León, decidí esperar y permanecí en el piso. Así también podía ahorrar un poco de dinero. Esos cálidos días en que me quedé sola recuerdo que fueron un respiro. Sentía que una tormenta se avecinaba.

            Al final del verano terminó mi contrato. Cuando Víctor y Eduardo regresaron a Madrid, encontré a este último igual de pálido y delgado que antes de marcharse, pero se le notaba un poco más animado. Todas las tardes salían a dar un paseo hasta el Templo de Debod. Alguna vez los acompañé para ver el majestuoso espectáculo de la puesta de sol.

            Por ese mismo tiempo había llegado Rodrigo desde Rotterdam para pasar unas pequeñas vacaciones. Venía acompañado del que era su nueva pareja: un holandés pelirrojo que se llamaba Erik. Rodrigo rehusó con vehemencia quedarse con nosotros en el piso de Echegaray. Se alojaron en un hotel. No insistimos porque todos comprendimos que no quería revolver recuerdos tan dolorosos. Yo tampoco pude evitar acordarme con tristeza del bueno de Miguel. Entonces fue cuando en una noche de insomnio, me puse a pensar que el nuevo aspecto físico de Eduardo correspondía casi a la misma imagen que tenía Miguel en sus últimos días y me asusté. ¿No tendría Eduardo lo mismo?

            Con el pretexto de que tenían que enseñarle Madrid a Erik, el holandés, Víctor y Eduardo salían de copas todas las noches. En una ocasión llegaron borrachos casi a las cinco de la madrugada. Eduardo se tumbó como siempre en el sofá naranja donde solía dormir pero a los diez minutos comenzó a vomitar. Al día siguiente, después de pasarme toda la mañana limpiando la tapicería del ahora sí que nunca mejor dicho sufrido sofá, Víctor me pidió que hiciera las dos camas de la otra habitación porque a partir de ahora él dormiría junto con Eduardo.

            —Así, si vuelve a vomitar podré ayudarle y no te despertamos –me dijo.

            “Pero bueno… y yo que pinto aquí”, pensé. Aunque como el estado de Eduardo parecía grave, decidí no quejarme.

            Un día, poco después de aquella noche, quedé con mi amiga Marina para comer. Durante la charla me dijo que sabía de un matrimonio extranjero que necesitaba una babysitter que supiera algo de inglés para que cuidara a sus gemelos.

            —¿Te interesa?

            —Terminar una carrera tan larga y difícil para acabar trabajando de babysitter… Pero, bueno…, sí, claro que me interesa —le respondí.

            —Sabía que ibas a aceptar —me dijo Marina—, por eso les he dado tu teléfono. Te van a enviar un mensaje por whatsapp. Sé que viven en la calle de Pelayo, en el corazón del barrio de Chueca. ¿Lo conoces?

            —¿El barrio gay? Sí, sé dónde es.

 

            Los gemelos por fin se habían dormido. Me asomé al balcón a fumar un cigarrito. Justo enfrente había un bar que se llamaba La Valentina. Era entretenido mirar cómo los fines de semana la calle se llenaba de gente tan variada. El tiempo tan bueno (sería el veranillo de San Martín) hacía que todos disfrutaran más del exterior. La calle era el mejor sitio para fumar, beber, charlar, reír, cantar, abrazarse, gritar y hasta bailar. Pensé en lo acertado de llamarles gays a los homosexuales; gay significa alegre, y eso se veía a simple vista. Sí que sabían disfrutar de la vida, reflexioné en ese momento con cierta envidia.

            De pronto los vi; a los cuatro. Estaban saliendo de La Valentina. Si me fijé fue porque el primero que se asomó por la puerta fue Erik, el holandés. Lo llamativo del color de su pelo no dejaba lugar a dudas. Rodrigo salió detrás del pelirrojo, y después Víctor y Eduardo tomados de la mano. Se quedaron fumando cerca de la entrada, formando un pequeño círculo, rodeados de otras muchas personas. Los veía perfectamente desde la altura, me encontraba en el balcón de una tercera planta. Pensé en gritarles: ¡Hey! ¡Aquí!, pero dudé de que me oyeran con tanto ruido. Entonces vi la escena que ya nunca más podría después borrar de mi memoria. Víctor le pasaba el brazo alrededor de los hombros a Eduardo, acercaban sus caras hasta casi rozarse y se veían directo a los ojos, con esa expresión delatora imposible de confundir. El corazón se me aceleró. Rápidamente, me metí y cerré la puerta del balcón.

            En mis sueños, que siguen ocurriendo todavía ahora, la siguiente acción de Víctor es darle a Eduardo un beso en los labios, aunque esa parte no estoy segura de que haya pasado en la realidad, más bien diría que no llegó a tanto, pero es muy fácil imaginársela como continuación de lo que sí vi.

            Aquella noche Víctor y yo tuvimos una violenta conversación donde hubo de todo: gritos, lágrimas, insultos y hasta sombrerazos. Todo terminó con mi llegada a casa de Marina en calidad de refugiada. Días después tuvimos otra plática más ecuánime con el fin de resolver los asuntos prácticos de nuestra separación.

            Antes de pasar al piso de Echegaray para recoger mis cosas, había ido a una tienda de chinos para comprar dos enormes maletas. Eran demasiados los objetos que había acumulado a lo largo de los diez años que llevaba viviendo en Madrid y no podía llevarme todo.

            —Ah, eres tú, Lucía —me dijo Eduardo al abrir la puerta del piso—. Pasa.

            Se veía que estaba durmiendo, llevaba el poco pelo que tenía despeinado y la piyama arrugada. Olía a fiebre.

            —Perdona que te moleste. Te avisó Víctor de que venía, ¿verdad? Le he preguntado que si puedo dejar aquí una maleta con mis cosas; para cuando vuelva. ¿No les importa guardar mis tiliches en el trastero durante una temporadita, verdad?

            —¿Tiliches?

            —Sí, es una palabra mexicana. Mis bártulos… mis trastos… Pero, acuéstate, por favor, Eduardo.

            Recuerdo que me impresionó su aspecto. Estaba muy pálido y débil. Me sentí culpable por haberlo sacado de la cama en ese estado.

            —Así que te vuelves a tu país. ¿Ya tienes el billete? –me preguntó él.

            —Sí. Conseguí en Internet un vuelo directo muy económico para el jueves.

            —¿Este jueves? Ay, Lucía. ¿Estás segura de tu decisión? ¿No es todo muy precipitado?

            Bajé la mirada. No quería cruzarme con sus ojos lacrimosos.

            Quizá Eduardo tenía razón. Yo misma no estaba muy convencida, pero ya había tomado la decisión de volver a México. Sentía que no tenía ningún caso permanecer en un lugar donde no tenía ni familia ni trabajo ni piso donde quedarme, y ya ni siquiera marido.

            —¿Por qué no esperas mejor a que las cosas se calmen un poco? —dijo Eduardo desde el quicio de la puerta mientras miraba cómo yo iba sacando la ropa del armario y le quitaba las perchas.

            —Necesito a mi familia. Esto ha sido demasiado fuerte. Me voy por una larga temporada, para lamerme las heridas. Después, a lo mejor vuelvo. Si a mi Madrid me encanta. Vivir aquí es todo un privilegio. Pero, acuéstate, por favor, Eduardo. Estás un poco pálido, ¿no tendrás fiebre? Deberías ir a ver al médico.

            —Justo mañana me ingresan para hacerme más pruebas.

            —Mejor sigue durmiendo. Procuraré no hacer mucho ruido.

            Es increíble la cantidad de objetos que uno va acumulando sin darse cuenta. La mayoría son siempre prescindibles. Eduardo me acababa de decir que no le parecía bien eso de tomar decisiones en forma tan precipitada, pero ahora sé que esa es la única manera posible. Hay que darse prisa para desprenderse de lo superfluo y no tocarse el corazón al hacerlo. Junté tres bolsas grandes con cosas para reciclar, para tirar y para donar. Lo rescatable lo acomodé lo mejor posible en las dos nuevas maletas. Me llevaría una y dejaría ahí la otra. Me di prisa porque no quería cruzarme con Víctor.

            Cuando finalicé la tarea toqué a la puerta de la habitación de Eduardo para avisarle.

            —¿Podrías prestarme las llaves del trastero para subir la maleta?

            —¿Quieres que te ayude?

            —No, por favor, tú sigue acostado. Puedo yo sola. No está tan pesada. Sólo necesito las llaves.

            —Ah, sí… —dijo al tiempo que giraba el torso para abrir el cajón de su mesita de noche—. Por cierto, Lucía, no creas que se me había olvidado…

            Entonces fue cuando sacó del cajón el llavero del pescadito de plata.

            —Toma. ¿No lo querías con tanta ilusión?

            —Sí, es verdad, pero ahora que voy a volver a mi país puedo comprar otro. Mejor quédatelo tú. Como un recuerdo.

            —Un recuerdo… Mira. ¿Ves esto? —dijo señalándose la cicatriz que atravesaba su ceja—. Aquí queda el recuerdo del pescadito estampado para el resto de mis días.

            —No entiendo. ¿Esa cicatriz no fue la que te hiciste cuando te caíste en el baño y te abriste la crisma con la mampara?

            —Os mentí. En realidad fue Amelia. Ay, Amelia.

            Él seguía acostado entre las sábanas. Me senté en la orilla de su cama y le tomé la mano. Sonreímos.

            —¿Amelia te hizo esto? —dije acariciando la línea marcada sobre su frente—. Se me hace, querido Eduardo, que estamos los dos en las mismas. Nos hemos casado con la persona equivocada.

            —Así es. Aunque creo que lo equivocado no ha sido la persona, sino el matrimonio.

            —O sea, que piensas que es mejor no casarse.

            —Exacto. Eso de que “hasta que la muerte nos separe” no funciona. Habrá que inventarse algo nuevo.

            —Entonces, ¿por qué te casaste con Amelia?

            —Al principio nos divertíamos mucho. A ella le gustaba inventar mentiras y provocar a los demás, y yo siempre le seguía la corriente. Después, por la noche en casa, no parábamos de reírnos de las reacciones que ocasionábamos. Era sólo un juego.

            —Es verdad, en los primeros años de matrimonio siempre hay mucha complicidad, pero llega un día que sin darnos cuenta, todo cambia. Ya no somos los mismos de antes. Eso me pasó a mí con Víctor.

            —Es triste, Lucía, pero todas las personas cambiamos. Para bien o para mal. Dejamos de ser aquello que éramos.

            —Quizá la solución sea pensar sólo en aquellas cosas buenas y olvidar lo malo. Por ejemplo, dime, ¿a ti que era lo que más te gustaba de Amelia?

            —Su voz. Cuando cantaba se convertía en una diosa.

            —Es verdad. Tenía una voz mágica. Nunca se me va a olvidar aquella vez que fuimos a cenar los cuatro y acabamos cantando rancheras. ¿Te acuerdas?

            —Claro que sí. Cómo olvidarlo. Por cierto, ¿cómo se llamaba esa canción que decía eso de “Es preciso decir una mentira, que triunfé en el amor y que nunca he llorado”.

            —Un mundo raro.

            Me despedí de Eduardo con un largo abrazo. Los dos teníamos los ojos humedecidos. Bajo la camisa de la piyama se sentían cada una de sus costillas. Su olor me hizo acordarme de Miguel. Así olía él también. De pronto pensé que Víctor estaría próximo a llegar y por fin me desprendí de su abrazo.

            Recuerdo que esta fue la última vez que lo vi.

            Subí la maleta a la quinta planta. Cuando llegué vi la cerradura de la puerta del trastero rota. Recordé que Blanca me había dicho que la habían abierto a patadas. No hizo falta llave alguna para entrar. La puerta se abrió con un fuerte empujón de caderas. Al encender la bombilla me sorprendió el enorme vacío del espacio. No quedaba ni una sola caja de Bodypharma. Sólo observé los restos de unos pocos objetos, maquetas, planos, libros viejos y demás basura, desperdigados por el suelo como si hubiera pasado un huracán.

            Solo después de unos minutos vi una caja de cartón intacta en un rincón. Era la única que se había salvado del naufragio. Al abrirla para ver su contenido me encontré con “el sambador”.
 



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Capitulo-6- José

            —Anda, José, arregla un poco esto que ya van a llegar.

            —Ya voy…

            —¿De verdad estará tan malo Eduardo?

            —Yo creo que unos días en el pueblo le van a sentar bien. Lo de separarse de Amelia veremos qué tal lo lleva. Aunque para mí que tenía que haberlo hecho antes.

            —Eso nunca se sabe.

            Lola sigue dentro de la casa preparando las camas. Eduardo nos ha dicho que estará mejor con Víctor, en la alcoba grande, donde además de las dos camas hay una estancia que pueden utilizar como lugar de trabajo. Una mesa grande, de despacho, con cajones y molduras en las patas, que mi hermano, su padre, quiso arreglar cuando estuvo aquí un verano entero. Eduardo era un crío todavía y su hermana empezaba a sentirse ya mayor. Víctor venía mucho por la casa y le veía trabajar con la gubia y, a veces, me gustaba echarle una mano. Eduardo prefería venirse conmigo a arreglar el ganao. Yo siempre me he sentido a gusto con él. Es una lástima que no hayamos tenido hijos la Lola y yo. Pero así son las cosas. Quien quiere no puede y a quien le sobra uno Dios le da dos. Y como no sirve rebelarse pues uno se aguanta. Aunque yo creo que Lola lo siente aún más que yo, porque ella no es del pueblo y siempre se ha sentido más sola. Ella siente algo por Eduardo, como si fuera suyo. Y lo conoce mejor que yo. Cuando le dije que vendría con Víctor unos días porque no se encontraba bien, me dijo que algo le había pasado. Cuando la otra vez ya me avisó que lo de beber tanto era porque algo no le estaba saliendo bien. Creo que tiene razón, algo le pasa. Venir a descansar es bueno, le agradezco su confianza, pero está fuera de lo normal.

            —¡José! Mira que siempre estás lejos cuando te necesito.

            —¡Ya voy!

            —¿Quieres mover esta mesa un poco hacia la ventana? Es que así no se limpia bien y hay que arrinconarla. No creo que Eduardo, según ha dicho, esté para trabajar aquí estos días.

            —¿Qué le habrá pasado? La verdad es que nunca me he fiado de Amelia, no me gusta. Además parecía que siempre te andaba provocando.

            —Bien que lo notaba, no creas… pero Eduardo estaba colado por ella.

            —Es raro que no hayan tenido hijos.

            —Seguro que Amelia nunca quiso.

            Después de mover la mesa nos vamos cada uno a nuestro trabajo. Y seguimos esperando la llegada de Eduardo con Víctor. Se conocen bien porque vivieron juntos de niños, así son de amigos... Eduardo se fue antes aunque volvía todos los veranos. Víctor, como tenía aquí a sus padres, volvía pero no tenía buena relación con ellos.

            Lola sigue atareada en la cocina preparando lo que ha de ser la comida para los cuatro. Estoy seguro de que sigue dando vueltas a la venida de Eduardo porque hay muchas cosas que no acaban de encajar del todo. Aunque al principio Raquel dijo que vendría también, finalmente se quedó en Madrid. Es como si ambos no tuvieran mucho que decirse, y eso que Raquel se ha preocupado por él y le ha atendido en Madrid. Aguantar a una persona que bebe es duro. Y seguro que no le apetecía estar sola con Eduardo en el pueblo, y además están los hijos. Es muy suya, demasiado metida en la Iglesia, igual que lo había estado su madre. Y en este pueblo no tenemos cura, gracias a Dios. Al menos a Lola y a mí no nos hace ninguna falta.

            Poco antes de mediodía suenan las ruedas de un coche. Llegan a la corrada en un coche rojo, conducido por Víctor. Eduardo se baja el primero y me da un abrazo. Se queda apretado a mí y le encuentro débil y con mal color. Es como si necesitara apoyo. Mis manos más que abrazar parecen cuidar, sostener, sujetar algo que se va.

            Sale Lola secándose las manos en el delantal de cuadros rojos y azules. Le da un beso a Víctor y se acerca a Eduardo. En su mirada puedo advertir que no se cree lo que ve. Está muy desmejorado, pálido, demasiado delgado.

            Entramos en la casa quitándonos del sol que empieza a molestar y nos refugiamos en el frescor del interior de la casa. Ella ha puesto las flores sobre la cómoda de la habitación. Son unas rosas rojas que ha recogido esta mañana; las ha colocado en un jarrón que trajo el propio Eduardo en uno de sus viajes anteriores.

            —Ya estáis en casa. Descansad un poco y pronto nos sentamos a comer, ¿verdad, Lola?

            —No os preocupéis, es un viaje largo pero no ha sido tan cansado. Hemos parado dos o tres veces..., pero no nos vendrá nada mal beber algo.

            —Traigo los vasos y la botella.

            Lola pone sobre la mesa un plato blanco con rodajas de chorizo y un poco de queso que lo hace más apetecible. Se sientan sin bajar aún los trastos el coche.

            —Vosotros diréis. Aquí vais a estar a gusto. ¿Cuánto tiempo habéis pensado quedaros? —preguntó Lola.

            —Mira que te das prisa en querer saber, tía. No lo sabemos aún. Primero tenemos que olvidarnos un poco de Madrid y recuperarnos de lo que está pasando. Víctor ha querido que fuera aquí porque estábamos lejos de aquel follón de allá abajo.

            Comen el queso y el chorizo, beben el vino. Eduardo ha preferido que le dieran un vaso de agua bien fresca.

            Se levantan y Víctor saca del coche el equipaje, que no es gran cosa. Un par de ordenadores, algunos libros y la ropa necesaria para pasar un tiempo en la casa. Eduardo se pone un jersey gris sobre los hombros mientras Víctor es quien coloca la maleta en el cuarto, orientado por Lola. Está claro que vienen a descansar. Así se lo dice.

            —A ver si esto le sienta bien, porque ya has visto cómo está. Desde hace unos meses parece que va de mal en peor. Los médicos no dicen nada. Me da mala espina. No mejora y ya es mucho tiempo. Parece como si las medicinas que le han recetado, en lugar de curarle le fueran poniendo peor. Es verdad que Amelia es como es, pero ella misma le lleva de la farmacia las pastillas, que no son fáciles de encontrar.

            —Y aquí ¿qué vamos a hacer?

            —No, nada. Hemos traído suficiente medicación. Solo estaremos unas semanas para ver si el aire del norte le alivia un poco. El quería venir porque desde la otra vez sentía como un apego que le estaba rondando. Como si no quisiera seguir en Madrid.

 

            A la mañana siguiente veo que Eduardo se levanta con mejor humor y con más ganas de vivir. Se toma un tazón de leche y unas tostadas calientes y con miel que le ha preparado Lola y sale a la puerta con los prados delante de sus ojos rellenándolos de verde, de verdes oscuros y claros, fuertes y suaves. El aire fresco de la mañana aviva sus deseos de acompañarme para ver las vacas y sentir el dulzor del estiércol que le rememora los tiempos pasados entre estas paredes surtidas de telarañas, como si fueran un trofeo que evitan las moscas y, sobre todo, los moscones que molestan al ganado.

            —Hola, tío.

            —¡Eduardo! ¿Vienes a echarme una mano?

            —No sé si estoy para tanto pero me siento mejor si hago algo. ¿Voy echando hierba en los comederos?

            —Empieza por la Pinta que come mejor y parece que está deseando.

            Eduardo coge la pala de dientes y va llenando los comederos. Lo ha hecho muchas veces y pronto aprende a hacerlo con cuidado y sin esparcir mucho por el suelo de la cuadra.

            —Y ¿qué es lo que pasa? Nos has asustado bastante con tu enfermedad. Pero ¿qué es? Y si no quieres no cuentes nada, pero…

            —No es que no quiera es que no lo sé. Desde hace un tiempo me voy encontrando mal y no me siento recuperar. Llevo de baja una temporada y hablando con Víctor decidimos venir para estar con vosotros, a ver si esto iba mejor. Él no anda bien ahora con su mujer, la mexicana, y como yo estoy mal, muy mal con Amelia, hemos aprovechado para salir de aquel berenjenal de Madrid.

            —Lo de Amelia lo había barruntado yo hace tiempo y más aún Lola. Son cosas que se ven. Es una mujer muy especial.

            —Y tanto que es especial.

            Hablando y trabajando se nos ha echado la hora encima y llega Víctor con la medicina y avisando que Lola ya ha puesto la mesa. Eduardo se la toma casi sin mirar a su amigo y se va despacio hacia la casa. Los dos caminan muy juntos, pero no hablan. Es un diálogo hacia dentro, sin palabras, solo con gestos y casi cogidos del brazo. Víctor ayuda, es como la cachaba que Eduardo empieza a necesitar.

 

            Han pasado un par de semanas, el aspecto de Eduardo ha mejorado, pero los sudores por la noche y los desvanecimientos no indican que haya mejorado mucho. Lola sigue alimentándolo con cuidado. Buenos tazones de leche, pan que ella misma hornea, las ciruelas que empiezan a madurar, algún melocotón que hay que buscar porque aún es pronto,… pero siente que no todo va bien.

            Han hablado con Madrid. Una llamada del doctor les ha recordado que hay que volver. Les dijo que había que hacer unas pruebas y casi lo habían olvidado. Víctor es cada día más la conciencia de Eduardo.

            Lola y yo tenemos la sensación de que lo estamos perdiendo, de que se nos va sin poder hacer nada. Es como si un mal le corroyera por dentro. La cara y el aire han mejorado, pero el cuerpo no deja ver un horizonte halagüeño.

            En estos días hemos hablado, sobre todo después de la cena. Nos sentamos a fumar y beber algo en el porche, cuando la noche estrellada está abrigada. Aunque las estrellas brillantes, a veces, no dan buen tiempo para mañana. Pero en esta época ya no nos asusta.

            Víctor se ha acercado a casa de sus padres y ha estado con ellos también aunque siempre ha dormido al lado de Eduardo. Presente como su escudero, su más fiel compañero. Y Eduardo se siente más a gusto entre los suyos: nosotros, sus tíos, porque sabe que siempre estaremos a su lado. Más cercanos de lo que ha estado con otras personas.

 

            Una mañana, la anunciada, preparan las maletas. Lola les ha preparado un almuerzo para el camino y ha recogido unos chorizos y algo de fruta, poca porque aún no la hay abundante, pero allí está cargándola en el coche. Leche no quieren llevarse porque temen que se estropee en el camino.

            Lola y yo nos quedamos de pie en la puerta mientras ellos se alejan. Eduardo se vuelve a ir.

            —¿Será para siempre?

            —No me ha dejado a gusto esta despedida. Hay algo en su mirada que no me ha gustado. Es como si llevara un reloj por dentro que le está marcando la hora final.

            —Y mira que le iba bien. ¿Por qué se le habrá estropeado la vida? Trabajo, una mujer guapa,…

            —Pero muy especial, ¡no me digas! Aquí, la verdad, es que nunca quiso venir, quizás porque no hay tapujos y todo está claro, encima de la mesa. No ocultamos nada y claro, no es cómodo para quien no quiere decirlo todo.

            —Pero es como si llevara el mal dentro, como si fuera deshaciéndole las entrañas. Lo hemos hablado todo y fíjate lo que me dijo el otro día, que no nos preocupáramos por las tierras y los prados, que ya lo había arreglado. Como si fuera él quien tuviera que arreglarlo cuando, por ley de vida, seríamos nosotros los que teníamos que hacerlo.

            —Venga, no le des más vueltas. Lo que tenga que ser será y esperemos que esas medicinas lo arreglen de verdad y desde dentro.
 



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Capitulo-7- Prudencia

 

Era por la tarde cuando me encontré por tercera vez con el detective. Hacía sol y la temperatura era agradable. Sin embargo, no me apetecía caminar y le rogué que eligiéramos un lugar tranquilo en el Jardín Botánico. Tuvimos suerte de estrenar el estanque de la flora acuática. El lugar era inmejorable. Y fue él quien comenzó de nuevo con el interrogatorio.

            —Vamos a ver, doña Prudencia, seguro que la historia de hoy va tener un final feliz.

            —Eso espero, señor Gregorio, y que ya de una vez por todas me deje usted tranquila. Verá…

            Al sonar el timbre de la puerta de Amelia, escuché ladridos de perro. Caramba —pensé—, vaya taller más completo, hasta tienen un guardián. Ella me recibió muy relajada; vestía una bata verde en la que se divisaban manchas de pintura, y el pelo recogido en una coleta. El perro me olfateó sin inmutarse, y también alzaba las patas delanteras como si quisiera llegar a mis brazos. Entonces, Amelia le grito: 

            —Kiki, ¿pero qué confianzas son esas? ¡Vamos, a tu sitio!

            El perro enfiló el pasillo despacio, al mismo tiempo que volvía la cabeza. Yo le dije a Amelia que lo dejara, que me gustaban mucho los animales…

            —Disculpe que la corte, doña Prudencia. ¿De verdad, que ese perro se portó tal cómo dice? Porque lo que es para mí, ese animal es un peligro.

            —¡Ah, señor Inspector! ¿Acaso usted lo conoce?

            —No, no…, en fin, no he querido decir eso. Mejor será, que dejemos al animal y prosigamos.

            —Bien. Sigo...

            Me llamó la atención el silencio del piso. La luz eléctrica del taller se reflejaba a lo largo del pasillo, donde el resto de puertas se encontraban cerradas. Resultaba un poco frío el ambiente…

            —No hace falta que me lo describa, si ya…

            —¿Quiere decir que conoce ese lugar? Cada día me desconcierta usted más...

            —En fin… quiero decir... que prefiero escucharla a usted. ¿Qué pasó después de su visión del piso?

            Llegamos al taller y la farmacéutica me dijo que me sentara cómoda y relajada en el sofá. El perro inmediatamente se sentó a mi lado y apoyó la cabeza sobre mi regazo. Amelia al ver la imagen sonrió. Yo le rogué que lo dejara. Y ella me preguntó:

            —¿Acaso quiere que también Kiki salga en el retrato?

            —¿Por qué no? —le contesté—, para mí sería un placer.

            —Entonces —dijo ella—, hagamos las cosas bien. Le tomaré unas fotografías para hacer un estudio de la composición.

            Luego nos acomodó a los dos a su antojo; yo con sonrisa de primavera a juego con la pamela y una pierna cruzada; Kiki en el suelo sentado sobre sus patas traseras y las delanteras apoyadas en mi muslo mientras me miraba. Ella calculó el espacio con la máquina y dijo: “No se muevan”, luego dos flashes, y de nuevo su voz: “Genial. El retrato será fabuloso.”

            —¿Qué le parece, señor Gregorio?

            —La verdad, me resulta ridículo.

            —¡Qué lástima! Observo que para usted todo lo que es normal y disfrutar de momentos placenteros, no le agrada. Lo siento por usted.

            —No lo crea, solo cuando trabajo. Y más tratándose del caso de una mujer tan desconcertante como Amelia. Pero sigamos. ¿Pasó algo más?

            —Claro, lo más importante…

            Me entregó los preparados que había compuesto para la reducción de peso y con dulzura y paciencia me informó:

            —Mire, el contenido de este frasco oscuro, debe tomarlo todos los días en el desayuno. Es un compuesto de varios elementos que le servirán para calmar el hambre y reducir el volumen de masa corporal. Este otro de color más claro, es para antes de la cena, le ayudará a eliminar líquidos y grasas. Con estas cantidades tiene usted para dos meses y luego hablaremos. Claro está, señora Prudencia, que si además de este tratamiento hiciera usted gimnasia, adaptada a su edad, el resultado sería perfecto.

            —Estoy seguro de que Amelia se ofreció a buscarle el gimnasio. ¿Me equivoco?

            —Desde luego..., que no, que esta vez no se equivoca. Además me dijo que hablaría con un monitor adecuado a mi edad, y que tal vez podría ser en el mismo gimnasio que ella frecuentaba. Es decir; se comportó como una verdadera amiga.

            —Y dígame, ¿cuánto le cobró por sus servicios?

            —Le veo muy interesado en encontrar aspectos negativos en Amelia. Pues, para su disgusto, le diré que en ese momento no me quiso cobrar nada, pese a mi insistencia. Y me convenció de que cuando viéramos los resultados hablaríamos. ¿Qué le parece?

            —Tengo que reconocer que esa mujer mantiene un trato especial con usted. ¡Y le vuelvo a repetir que tenga cuidado!

            —Yo creo que usted le tiene miedo porque no la conoce de verdad.

            —Por desgracia, con esa intimidad que usted expresa, no. No he tenido esa suerte. Aunque de haber sido así, tal vez yo, ya no viviría. 

            —Pero qué cosas más raras dice usted. ¿Me insinúa, que debo olvidarme de Amelia? Porque ya sería la segunda persona que me lo dice.

            —¿Y podría saber quién es la otra persona?

            —Bueno, como creo que no la conoce ni la conocerá se lo puedo decir: es mi amiga Elvira, de la que ya le he hablado en otros momentos.

            —Sí, sí, lo recuerdo. Y creo que no va mal encaminada, debería fiarse de ella, por algo son amigas.

            —¿Sabe lo que pienso, tanto de usted como de Elvira? Que los dos están celosos.

            —No me haga reír, por favor. Mejor sígame contando cómo terminó el encuentro con su retratista.

            Cuando ya me marchaba del taller, el perro no quería separarse de mi lado y al abrir la puerta, él salió el primero. Amelia le ordenó que entrara en el piso, que ya lo sacaría ella más tarde. Sin embargo, Kiki me miraba con la cabeza inclinada a un lado y con ojos lastimeros. Entonces me atreví a pedirle a su dueña que me permitiera llevarlo un rato por el Paseo del Prado, que  enseguida se lo devolvería.

            En ese momento el perro se precipitó por las escaleras y yo me fui tras él. Amelia me arrojó el collar y la correa. El animal no puso ninguna resistencia cuando se los coloqué. Luego nos dirigimos al parque y jugó con otros perros. Yo lo vigilaba con sumo cuidado, sin embargo, cuando quise darme cuenta corrió detrás de un hombre que pasaba por allí. Sus fauces quedaron fijas en los pantalones de aquel… que si mal no recuerdo, era muy parecido a usted. Sí, así, bien trajeado y con sombrero. No sabe lo que me costó convencer a Kiki para que le soltara el pantalón.

            Tuve suerte de que en ese momento se acercara Lourdes. El animal le hizo más caso que a mí, se veía que la quería con locura. Con dos gritos de ella, Kiki dejó el pantalón del hombre y se quedó a sus pies, tan tranquilo como un cojín mullido.

            Lourdes y yo nos sentamos en un banco y mientras el perro retozaba por el césped, ella me preguntó por Amelia. Yo únicamente hice mención a mis medicinas y al método para adelgazar. Esto último le hizo mucha gracia. Nos reímos un buen rato. Luego me contó que ese señor, al que el perro había atrapado los pantalones, merodeaba mucho por el barrio, incluso me dijo, que ella misma lo había visto entrar en casa de Amelia y pensaba que por eso el perro no debía tener un buen recuerdo de él. También con cierto secretismo me preguntó si no me había enterado de que Amelia y su marido ya no vivían juntos, que habían tenido peleas muy fuertes y que él se encontraba grave en el hospital. “Ya sabe”, me dijo en sigilo, “bebe mucho, tiene un estómago cervecero…”

            Me quedé perpleja, no sólo porque entendí que el marido de Amelia podía ser ese hombre al que yo detestaba, sino también porque descubrí que los pantalones que Kiki atrapó fueron los suyos, señor detective. Ya no quise saber de más cuentos y me despedí de Lourdes. Y respecto a usted, cada vez le entiendo menos. No sé qué tela de araña trata usted de tejer, respecto a mí y a Amelia.

            —Es normal que no me entienda, doña Prudencia. Son asuntos de mi oficio, y siento decirle que el caso se ha complicado. ¿Dígame, no ha notado últimamente más nerviosa a su farmacéutica?

            —Pero, ¿por qué se empeña usted en hacerme ver lo negativo de Amelia? Mire, yo siempre procuro no ver más allá de lo que cada persona quiere mostrar. ¿Para qué? No quiero complicarme. Y le diré más; no va a conseguir que yo la vea con sus ojos. Además, Amelia siempre cumplió conmigo más de lo que yo esperaba.

            —Por cierto, ¿cumplió también con la búsqueda del gimnasio que le prometió?

            —Desde luego, y a él estuve yendo durante un año, incluso después de haber conseguido el peso deseado. Me sentía bien haciendo estiramientos, abdominales, cinta, bicicleta, natación y masajes. También convencí a mi amiga Elvira para que fuera al mismo gimnasio. En un principio se negó, dijo que ya estábamos muy mayores para esos trotes, pero la convencí porque ella también quería adelgazar. No le gustó el lugar por ser el mismo al que iba Amelia, pero al final, por acompañarme, aceptó.

            Pasaron los meses y las dos estábamos felices porque nos sentíamos muy bien después de hacer los ejercicios. Hasta que un día, a la salida vimos a Amelia. Iba con aquel hombre que yo creía que podía ser su marido; el mismo a quien le dijo adiós desde un coche negro, y el que vi salir por la puerta del almacén de la farmacia. Yo me alegré de verla, la saludé, y orgullosa le dije a Elvira: “¡Qué bien parecidos son los dos!, ¿no crees?”. Sin embargo, Elvira la miró con el ceño arrugado y sembró en mi cierta inquietud.

            Cuando la pareja se alejó acerté a oír de los labios de mi amiga:

            —A saber quién es ese, desde luego que su marido no. ¡Pero si ella es una sinvergüenza, una ramera, una zorra!

            Me quedé paralizada y le pregunté de inmediato:

            —¿Pero qué dices, Elvira, por qué hablas así; a quién se dirigen esos insultos?

            —¿A quién va a ser? —me contestó y prosiguió—: a la que tú has saludado de esa manera tan amigable. ¿Es qué ya se te ha olvidado todo lo que te conté? En el barrio no se habla de otra cosa. ¡Es una zorra!, y no quiero volver más a ese gimnasio.

            Me hablaba con sus ojos clavados en los míos, luego con la mano derecha junto los dedos en forma de piña y me dijo: 

            —Así, así los tiene, a porrillos. Se acuesta con quién se le antoja, mientras el marido agoniza en el hospital. Dicen las malas lenguas, que ha sido ella misma la que le ha proporcionado una medicina especial, con la disculpa de que dejara de beber alcohol, y que es justo el veneno que lo está matando. Así que ya ves, Pruden, lo peligrosa que puede ser tu amiga la farmacéutica.

            —¿Estás hablando de Amelia?

            —¿De quién más? Y por otro lado, ese hombre, el que a ti se te hace tan bien parecido, es el líder de una pandilla que anda por el barrio dando palizas a diestra y siniestra. A Eduardo ya le tocó recibir una; y acabó en el hospital. Pobre chico, es verdad que bebe mucho, pero, como dice Lourdes, no se merece tanto sufrimiento. En fin, yo creo que se lo quieren quitar de en medio.

            No pude calmar a Elvira, se marchó muy enfadada. Luego la llamé por teléfono y la escuché más tranquila. Unos días después la volví a encontrar en el gimnasio, como si nada.

            —Interesante su amiga Elvira. Cómo me gustaría hablar con ella. Tal vez, podría darme su número de teléfono.

            —Desde luego que no, no seré yo quien le facilite desenredar la madeja.

            —En ese caso, dígame, ¿qué le parecieron las palabras de su amiga?

            —Aberrantes, injuriosas y oscuras. Esa noche no pude dormir; mis oídos sólo acertaban a escuchar frases distorsionadas: alcoholismo, medicinas, veneno, zorra, palizas… y mis ojos solo veían la mirada chispeante de Elvira. También mi memoria registró a aquel hombre barrigudo, calvo y con varias cervezas en la mesa del bar, cuando tomába una copa con mis amigos después del teatro. Y por supuesto, sonreí cuando recordé al otro hombre elegante, afable; el del coche negro y me preguntaba: ¿Cuál de los dos será el malo de la película?

            —Supongo doña Prudencia, que después de los insultos de su amiga, le daría cierto reparo ver a Amelia, y su relación con Elvira cambiaría...

            —Para nada, aunque reconozco que comencé a dudar de mi fe en Amelia. Sin embargo, es verdad que las palabras de Elvira me habían producido desasosiego y aprendí a limpiar la mente de semejantes habladurías. Mi relación con Amelia continuó igual o mejor que antes. Además los preparados que me daba hicieron efecto muy pronto en mi cuerpo. Me encontraba bien, ligera, feliz, como si hubiera vuelto a nacer. No quería malgastar mi tiempo en puras envidias. Si bien, es cierto que me sentía cada vez más desanimada al tener que vivir con tantas dudas. Es dificil aceptar ese cotilleo permanente del barrio, y le incluyo a usted, don Gregorio, que persiste en tirar de los hilos que asoman de la madeja, cuando a lo mejor, el enredo se encuentra en su interior, y ese nunca saldrá a la luz.

            —¿Y puso usted remedio a sus dudas?

            —No me fue fácil, pero conseguí seguir donde el corazón me guiara. Viví con la certidumbre de que mi vida iba a terminar pronto, y con la necesidad de encontrarme para siempre con mi marido. Por ese entonces se aproximaba la fecha de los cincuenta años de nuestro matrimonio. Recordaba a diario aquel crucero que habíamos realizado los dos a las Islas Griegas, cuando él falleció, hacía casi veinticinco años. Pocas veces como en aquellos días añoré tanto la presencia de mi marido.

            Un día, mientras me consolaba buscando recuerdos en mi armario de ropa, di con algunos de los vestidos que llevé en aquel crucero, y elegí el mismo que llevaba aquella fatídica tarde. Me lo puse y comprobé que se adaptaba perfectamente a mi talla actual. De forma natural, me salió un grito de agradecimiento a Amelia por sus preparados dietéticos y por el gimnasio que me buscó. Mi cuerpo tenía ahora el mismo peso que hacía veinticinco años. El tejido del vestido era de una seda muy fina, color azul, con mucho vuelo, entallado en el pecho y con un lazo blanco ceñido en la cintura. Me sentí ligera, sin ninguna atadura que me impidiera volar al encuentro de mi marido.

            Faltaban cuatro meses para el aniversario y tenía que hacer planes para esa fecha. Lo primero fue pedirle a Amelia que me pintara otro retrato con el vestido que le he descrito. Ella accedió de buen grado. Luego le conté que deseaba hacer otro crucero por las Islas Griegas, el mismo que había hecho con mi marido en las bodas de plata. Esta vez sería para las bodas de oro y que deseaba encontrarme para la fecha exacta en la Isla Santorini. La conversación fue más cálida que nunca. Me animó en mi proyecto y me entregó un pequeño frasco con un licor, para que en ese momento feliz que yo preveía, brindara también por ella. Sentí que era la última vez que vería a Amelia y me atreví a preguntarle por lo que tanto me preocupaba:

            —¿Quién es ese señor tan bien parecido del coche negro? Yo creo que tiene que ser su marido.

            —Señora Prudencia, siento decepcionarla, ese hombre no es mi marido. Es un amigo con el que investigo sobre temas de medicinas.

            Me quedé sorprendida y ya no quise saber nada sobre el otro hombre barrigudo…

            —Me alegro, doña Prudencia, de que usted misma se vaya aclarando algunos interrogantes sobre Amelia.

            —Sí, lo reconozco. Me sentí un poco decepcionada. Me arrepentí de habérselo preguntado. Sin embargo, no tardó en retornar el aprecio que le profesaba, sobre todo cuando tuve en mis manos el nuevo retrato que me hizo. Era perfecto, como de bodas de oro. Creo que mi marido se sentirá feliz al verme llegar vestida igual que hacía veinticinco años.

            —Yo también le deseo que realice ese viaje y que pronto vuelva para contarme su experiencia. Tal vez entonces, no discutiremos más. Y por favor, no se le ocurra brindar sola con el licor que le ha regalado Amelia. ¡Guárdelo para la vuelta!

 

            Estimado Sr. Detective:

            Sin pensarlo más, dispuse todo lo necesario para hacer el viaje. En la agencia realicé las consultas pertinentes, puntualizando bien las fechas para que hoy, el día veinticinco de septiembre, a cincuenta años de la boda, pudiera llegar a la Isla de Santorini. Todo preparado, emprendí el viaje según lo previsto. Las escalas han sido formidables.

            Soy feliz al mismo tiempo que experimento la nostalgia de no tener conmigo a mi marido. Llegó el día esperado. Percibo una gran seguridad envuelta en este vestido azul.

            Hoy es una mañana de sol, si bien anunciaban tormentas. He comprado una cometa, lo más parecida a la que hace veinticinco años, mi marido y yo dimos la libertad desde la cubierta del barco. En esta nueva cometa he prendido el último retrato que me hizo Amelia. Cuando vuelva a subir a cubierta brindaré con el licor de Amelia, soltaré las cintas que oprimen mis manos y seré libre.

            Por si no nos viéramos más, dejo está carta sobre el escritorio de mi camarote. Y quiero que sepa que soy feliz por haber creído en Amelia. Un saludo,

                                   Prudencia.
 


 

Capitulo-8- Álvaro

Cuando Amelia se presentó en mi casa y me pidió asilo lloriqueando, me quedé tan aturdido que tardé bastante en reaccionar. Los contactos con mis amantes siempre habían sido intensos pero efímeros —lógico: una relación larga no puede ser intensa—, y los que había tenido con Amelia siempre habían resultado placenteros porque al menos había transcurrido un día entre uno y otro. Ahora se trataba de otra cosa. Era lo que siempre había tratado de evitar a toda costa: la convivencia con una mujer. Pero, además, ¿serían solo unos días o se quedaría a vivir conmigo para siempre? No, no podía consentir esta violación de mi intimidad, pero ¿qué podía hacer?

            —Claro que sí, cariño, puedes quedarte el tiempo que quieras, ya tenía yo ganas de que viviéramos juntos —le dije—. Pero cálmate, ¿quieres que te prepare una tila?

            Mis palabras y la tila parecieron calmarla. En seguida dejó de llorar, sonrió, me abrazó y dijo:

            —Ya sabía yo que podía contar contigo, mi amor, pero ahora me doy cuenta de que me he venido con lo puesto. Tenemos que ir de compras.

            Estuvimos en el Corte Inglés de Sol. Allí descubrí que el mejor remedio contra los disgustos y berrinches de las mujeres es la visita a unos grandes almacenes.

            —¡Mira qué zapatos! ¿Y estos juegos de ropa interior? Me llevo el rojo y el negro. Este vestido de Carolina Herrera está muy bien de precio...

            El ánimo de Amelia ya había dejado atrás la tristeza y, según iba comprando, pasaba por estados de creciente alegría hasta desembocar en auténtica euforia.

            —Anda, ven conmigo al probador a ver cómo me quedan estos vestidos.

            Cuando se quitó la ropa que llevaba puesta, me dijo riendo:

            —¿Qué te parece?, ¿verdad que estoy buena todavía?

            Es curioso, pero, a pesar de las veces que la había visto desnuda, nunca había reparado en la celulitis que moteaba sus muslos ni en los incipientes michelines, resistentes a su estricta dieta alimenticia.

            —Estás buenísima, mejor que nunca; pero yo voy a salir de este cubículo porque, si sigo mirándote, voy a hacer una locura y a dar un espectáculo.

            Antes de irnos se empeñó en regalarme una corbata.

            Salimos del Corte Inglés cargados de bolsas. Si yo hubiera tenido que pagar la cuenta, me habría dejado la mitad de mi sueldo. Una razón más para defender a toda costa mi celibato.

            Pero ya me estaba atormentando otro pensamiento: M vendría a casa, como todos los días, a deshacerme la cama. ¿Qué iba a pasar cuando se encontrara con Amelia? Pensé abordarla por la mañana, decirle que mi madre estaba muy enferma y que iba a pedir unos días de permiso en el instituto para irme al pueblo. Pero no: el deber profesional me impedía hacerlo, estábamos en tiempos de exámenes y no podía cargar lo que era responsabilidad mía sobre los hombros de un sustituto.

            Al día siguiente hablé con M. Le dije parte de la verdad: que una vieja amiga mía había tenido que refugiarse en mi casa huyendo de su marido y que lo mejor sería que dejáramos de vernos durante un tiempo.

            —¿Y por qué no voy a poder ir yo a tu casa ahora? ¿Es que solo te sirvo para aliviar tu lujuria, bribón? ¿Acaso soy una mujer objeto? —y se puso a llorar—. Pues mira lo que te digo: voy a ir esta tarde; quiero conocer a esa víctima de la violencia de género.

            Tenía que haber aclarado, pero no lo hice, que la víctima no era ella sino su marido. Lo que no pude pasar por alto —soy profesor de lengua— fue el uso inadecuado de la expresión “violencia de género” en vez de la correcta “violencia doméstica”.

            —La única violencia de género posible es la que se comete cuando se dice, por ejemplo, “los armas” o “los aguas”, ya que “armas” y “aguas” son del género femenino, y si van precedidas por el artículo masculino “el” en singular, es para evitar la cacofonía.

            —Pues en la radio, la tele y los periódicos siempre dicen “violencia de género”. Además, yo soy de Ciencias.

            —Sí, los periodistas son de Letras pero algunos deberían volver a la escuela primaria.

            Ahora tenía que preparar a Amelia para la inminente visita de M. Le dije que era una compañera de instituto y que quería conocer mi apartamento porque pensaba alquilar otro igual que anunciaban en el mismo edificio.

            M llegó a la hora de siempre. Las presenté: Aquí Amelia, aquí Paloma –ya no podía ocultar su verdadero nombre.

            —El piso es muy mono —dijo la recién llegada, como si no lo conociera—, pero qué desordenado está.

            —Y eso que llevo trabajando toda la tarde —se justificó Amelia–; pero es que los hombres que viven solos son un desastre y este, además, no sabe hacer nada.

            Para desmentir su acusación fui a la cocina a preparar algo de comer. Pero en el frigo solo había un huevo y dos tomates casi podridos.

            Cuando volví estaban intercambiando información sobre los malos tratos, las ofensas, las humillaciones que habían sufrido en sus respectivos matrimonios. Cuando una lloraba, la otra la consolaba. Luego se besaban, se reían, se daban consejos. Afortunadamente, no hablaban de mí. Como, a pesar de todo, no me sentía seguro, dije que tenía que salir a hacer unas compras.

            En el supermercado me proveí de jamón, embutidos, queso, vino, conservas. Un despilfarro que lamentaría cuando llegara la cuenta de la tarjeta. Pero de pronto me asaltó una duda: Sí, aparentemente Amelia y Paloma habían congeniado; pero, ¿cuánto iba a durar esta amistad? Las mujeres no son tontas y pronto descubrirían que yo había simultaneado mi relación con ellas. Y entonces estallarían los celos, y se insultarían y hasta podrían llegar a las manos y a tirarse de los pelos. ¿Y qué harían cuando me vieran entrar? Horror: dos mujeres, hechas unas furias, contra mí solo; me imaginaba las lindezas que iban a proferir: embustero, sinvergüenza, traidor. No me sentía con fuerzas para volver a casa, así que me refugié en el café Central de la plaza del Ángel. Después de apurar el segundo whisky comprendí que tenía que dar la cara, aunque me la partieran; y cargado con las bolsas y con el peso de la culpa, volví a casa.

            Cuando entré no vi a nadie en el salón. Ni en el comedor. Ni en la cocina. ¿Adónde habrían ido? Por fin oí unos extraños ruidos que procedían del dormitorio; parecían gemidos, otras veces gritos entrecortados. Se confirmaban mis sospechas: se estaban peleando. Abrí la puerta y allí me encontré a las dos, desnudas y revolcándose sobre mi cama.

            Cualquiera que haya llegado hasta aquí en la lectura de este relato, sabe de mi larga experiencia con las mujeres. Pero, ¿cómo podía imaginar que las dos más activas iban a considerar insuficiente la clase de placer que yo les proporcionaba?

            —Anda, vente con nosotras, ¿a que tú nunca has participado en un trío? —dijo Paloma; por lo menos tenía que agradecerle que no hubiera referido a Amelia mi aventura con las chicas del instituto.

            El ménage à trois continuó durante varios días, aunque ya me parecía advertir en Amelia cierto cansancio, como una nostalgia de la relación que manteníamos antes de la intromisión de Paloma. Y yo ya estaba harto de dos de los trois miembros que componíamos el ménage.

            Un día, la intrusa no quiso participar. Le dolía la cabeza, estaba cansada, tenía gana de vomitar.

            —No te preocupes, cariño —le dijo Amelia—, te vas a tomar una pastilla que te va a dejar como nueva —sacó una píldora de un bote que llevaba en el bolso y se la dio.

            —Parece un milagro —dijo Paloma poco después de ingerir la medicina—, ya estoy bien del todo.

            —Ahora te conviene dormir mucho —recomendó la boticaria—. Vete a casa y aprovecha que mañana es sábado.

            —¡Al fin solos! —dijo Amelia cuando Paloma se hubo marchado.

            ¡Al fin solo! —me habría gustado gritar a mí. Pero aún tenía que convivir con Amelia, a saber cuánto tiempo, y, además, Paloma volvería, eso era seguro, al día siguiente.

            Pero no apareció ni el sábado ni el domingo. El lunes sí vino; sus ojos y su sonrisa denotaban felicidad.

            —Amelia y yo estábamos preocupados. ¿Por qué no has venido antes? ¿Es que te ha sentado mal la medicina? —dije fingiendo alarma.

            —No, todo lo contrario. Este fin de semana he estado reflexionando sobre la vida absurda que llevábamos. Y he llamado a mí exmarido, que ha estado muy cariñoso y muy comprensivo, y nos hemos reconciliado. Así que, a partir de ahora, no contéis conmigo.

            Una menos —pensé—; pero aún tenía que deshacerme de Amelia.

            —Tienes que volver a casa —le dije—. No sabes cómo habrá quedado después de la marcha de Eduardo.

            —¿Y si no se ha ido? —se resistía—. Solo de pensar que todavía esté allí me entra pánico.

            Aceptó a duras penas aunque me hizo prometerle que yo la acompañaría.

            En cuanto salimos del ascensor, oímos los ladridos de Kiki. La vecina abrió inmediatamente la puerta; el perro se lanzó a los pies de Amelia y mostraba su alegría moviendo incesantemente la cola.

            —Mira cómo te quiere —dijo Lourdes—, y eso que nos llevamos muy bien y ha vivido a cuerpo de rey.

            Amelia le preguntó si Eduardo estaba en el piso o si venía de vez en cuando.

            —No, la última vez que lo vi llevaba una venda en la cabeza. Dijo que había tropezado y se había herido al caer. En fin, que yo no sé lo que pasó; ya sabéis que a mí no me gusta meterme donde no me llaman. Pero a los pocos días vino su amigo Víctor y me dijo que Eduardo estaba muy malito, y que se iba a vivir a su piso, y que por eso había venido él, para llevarse todas sus cosas.

            Dimos las gracias a Lourdes y entramos en el piso acompañados por Kiki. El armario de Eduardo estaba vacío y habían desaparecido sus libros y el ordenador; solo quedaban unas botellas de whisky en el mueble bar. Vacías, por supuesto. Habían dejado, eso sí, todos los cuadros de Amelia; pero sobre su autorretrato alguien había escrito en gruesos caracteres —menos mal que ella no lo vio— la palabra “zorra”.

            —Pues yo no me quedo a vivir aquí sola —dijo Amelia—. O te vienes tú también o seguimos en tu piso.

            Pero yo no estaba dispuesto a aceptar ninguna de las dos condiciones.

            —Tú sabes, cariño, el trabajo que tengo con las traducciones y la tesis. Y si seguimos juntos, con lo encelado que me tienes, no me va a quedar tiempo para nada.

            —¿Encelado tú? Eso es mentira. Pero si cada vez estás más frío. Lo que pasa es que ya no me quieres, que te has cansado de mí —se echó a llorar—. Pero no te preocupes: mañana mismo me voy a Barcelona.

            Cumplió su palabra. Yo, libre ya de ataduras, me pude concentrar en mi trabajo. Pero de vez en cuando pensaba que la pobre no se merecía el trato que le había dado. Entonces la llamaba y le decía que la echaba mucho de menos —a veces era verdad.

            —Pues yo a ti, no. A ver si te crees que eres el único hombre sobre la tierra. Aquí estoy bien servida —y también sería verdad, no creo que le faltaran amantes.

            Al final del verano ya había terminado las traducciones y estaba bastante  avanzado el trabajo de la tesis. Fue entonces cuando Amelia me llamó.

            Iba a venir a Madrid. Quería vender el piso de la calle de Huertas y en cuanto lo hiciera regresaría a Barcelona. “A no ser que tú me propongas un plan más interesante” —dijo riendo.

            Nos abrazamos emocionados en la estación de Atocha. A ella se le saltaron las lágrimas. “¿Todavía me quieres a pesar de todo este tiempo?” —me preguntó—. “Claro que sí, ahora más que nunca” —contesté—. Y cuando llegamos a mi casa, celebramos ardorosamente el reencuentro.

            Por la tarde fuimos a su piso. Lourdes debía de haber salido porque no oímos los ladridos de Kiki

            Amelia se puso a leer la correspondencia que había recogido del buzón. Casi todas las cartas eran de los bancos.

            Pero al abrir un sobre, dio un grito de rabia:

            —Mira, mira lo que han metido aquí —me mostraba una esquela mortuoria: “Rogad a Dios por el alma de don Eduardo Leite...”—. Y fíjate, no me citan a mí entre los parientes. Eso es cosa de la puta de su hermana Raquel que nunca me ha tragado.

            Me repugnaba la actitud de Amelia, a la que solo parecía preocuparle que su nombre no figurara en la esquela. En cambio, a mí me remordía la conciencia por la traición a su marido y por pensar que mi conducta podía haber acelerado el proceso de su enfermedad. Estaba claro que no podía seguir con aquella mujer, tan fría para unas cosas y tan ardiente para otras. Entonces se me ocurrió una idea.

            —¿Qué te pasa?, te veo decaído —dijo ella alarmada.

            —Sí, me duele la cabeza y tengo ganas de vomitar —a propósito fingí los mismos trastornos que había sufrido Paloma la última tarde que estuvo con nosotros—. ¿Por qué no me tomo una pastilla como la que le diste a nuestra amiga, que tan bien le sentó?

            —No, no —contestó tajante—. Esa medicina es adecuada para las mujeres pero resulta muy perjudicial para los hombres, voy a hacer café, ya verás cómo te sientes mejor cuando te lo tomes.

            Cuando se fue a la cocina abrí su bolso; dentro había un bote con una etiqueta de Bodypharma; saqué una gragea y me la guardé.

            Volvió con los cafés y dijo: “Tómatelo ya; entretanto voy a ver si encuentro aspirina o ibuprofeno en el botiquín”.

            Aproveché su marcha para echar la píldora en su taza.

            —Este tío no ha dejado nada en el botiquín —dijo con rabia al volver.

            —No te preocupes, ya me encuentro mejor. El café te ha salido buenísimo; anda, tómate ya el tuyo —yo temía que no se lo bebiera si lo encontraba frío.

            Después nos sentamos en el sofá y empecé a acariciarla, pero ella respondía con frialdad, incluso hacía gestos de desagrado. Parecía que la medicina iba a dar el resultado apetecido. Pero yo tenía que hacer la última prueba: ¿Nos vamos a la cama, cariño? Yo ya estoy deseando —dije tirándole del brazo.

            —Pero qué cosas dices, hombre. Hoy me acuesto sola, estoy muerta de sueño. Anda, vete a tu casa ya.

            Llegué eufórico a mi apartamento. Lo primero que hice fue prepararme una opípara cena. Después estuve leyendo hasta las tantas. ¡Qué felicidad! Y pensar que Amelia había estado a punto de privarme para siempre de este placer...

            Al día siguiente me llamó: “Necesito que vengas esta tarde. Te espero a las siete”.

            Me eché a temblar. ¿Para qué me querría? ¿Habría dejado de surtir efecto el Bodypharma?

            Estaba vestida de negro: una blusa sin escote y la falda por debajo de la rodilla.

            —Quiero que me acompañes a la iglesia. Voy a encargar una misa por el alma del pobre Eduardo. También necesito confesarme...

            Mis temores eran infundados. Dejamos a Kiki con Lourdes y fuimos andando en silencio por la calle de Atocha.

            —Tú espérame aquí en la puerta; saldré dentro de media hora —me dijo.

            Mientras ella se entregaba a sus nuevas devociones, yo apagaba la sed en la taberna Dolores y pedía al cielo que su conversión fuera definitiva.

            Salió de la iglesia sonriente, parecía feliz.

            —Ahora estoy tranquila, hasta contenta. Le he contado al padre Salustiano todas las locuras que he hecho y me he arrepentido de la mala vida que le he dado al pobre Eduardo. El padre ha estado muy comprensivo y me ha perdonado. Anda, ven conmigo que te lo voy a presentar.

            Amelia me llevó a la sacristía. Allí estaba el padre Salustiano. Era alto, robusto, llevaba unas gafas de pasta que le daban un aire intelectual. Yo estaba avergonzado: seguramente estaría al tanto de mi complicidad en los pecados de Amelia. Pero estuvo muy amable. Se interesó por mi trabajo como profesor, por mi tesis doctoral, por mis traducciones. Mientras hablaba, Amelia lo miraba con embeleso. Pero se despidió en seguida porque tenía que decir misa.

            —¿Qué te ha parecido? —me dijo Amelia al salir—. ¿Verdad que es maravilloso? Le he pedido que sea mi director espiritual y ha aceptado.

            —Entonces, ¿nosotros hemos terminado? No quiero ni pensarlo —dije yo simulando pesadumbre.

            —Claro, tonto. No ves que he decidido cambiar de vida. Ahora me voy a hacer unos ejercicios espirituales. Después..., ya veremos.

 

            Mi aventura con Amelia, había llegado a su fin. Las semanas que faltaban para el comienzo del curso las pasé en el pueblo corrigiendo la novela, aunque más que novela era una autobiografía novelada, algo que los críticos denominan ahora autoficción o metaficción o algo así. Solo faltaba el broche, un final llamativo que pensaba escribir cuando llegara a Madrid.

            Cuando al comienzo de curso volví al instituto me encontré con Paloma. Estaba embarazada de tres meses y se sentía feliz con el marido recobrado. Yo también: siempre me alegra dejar bien colocadas a mis amantes. Pero, por otra parte, estaba desengañado de las mujeres y dispuesto a prescindir de ellas por una larga temporada. Era como si yo también hubiera tomado el Bodypharma.

            Al terminar una clase, me abordaron dos chicas. Una era morena; la otra, rubia.

            —¡Qué alegría verlo de nuevo, don Álvaro! —dijo la morena. 

            —Nosotras ya hemos cumplido dieciocho años, ya somos mayores de edad —añadió la rubia.

            —¿Verdad que ahora podemos reanudar tranquilamente las clases particulares de Lengua? —concluyó la morena.
 


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Capitulo-9- RAQUEL

¡Qué cansada estoy! El hospital agota pero no solo físicamente, llega un momento, que es imposible hilvanar una idea. Al salir, el ruido de la calle y el ajetreo de la gente me marean. Solo quiero llegar a casa y quedarme echada a oscuras y sobre todo hacer silencio en mi cerebro donde todo es un embrollo de ideas que se superponen unas a otras. No quiero pensar. Ahora mismo solo siento un dolor que no sé dónde empieza ni donde termina. Creo que el fin se acerca.

            El doctor de paliativos me ha preguntado si le seda más. Yo que sé ¿Que querría él? Sé que más sedación implica acelerar el final, pero, no quiero verle sufrir. No hace mucho he presenciado la muerte de un familiar, inconsciente, aparentemente muerto, durante horas. El único signo de vida era una especie de ronquido. El sonido que producía fue bajando de intensidad, hasta que dejó de oírse ¿Quería yo que le provocasen ese estado?

            Toda la mañana sentada cerca de la ventana, oyendo su respiración entrecortada y observándole mientras parecía dormir. Sabía que no le quedaba mucho para atravesar esa puerta por la que desaparecerá para siempre. Él no creía que hubiera nada detrás, yo estoy convencida de que lo hay ¿Llegará a descansar, a tener paz?

            Últimamente no la ha tenido. Ha tratado de mantener el tipo pero todo ha sido más fuerte que él.

            Ya hacía mucho tiempo que se le veía mal. Le delataban sus temblores y un evidente deterioro físico. No solo debido al alcohol. Habían sido muchas más cosas: la separación, el declive profesional y algo, que no me explicó, pero que sé que le angustiaba. Nunca supe quienes le seguían ni por qué huía de ellos, ni la causa de la gran paliza que le habían propinado aquella tarde que vino a casa. No me contaba nada y cuando le veía tenía la sensación de que sin saber la razón de tanto mal, nada podía hacer por él. Sentía una impotencia tremenda al no poder ayudarle pero, ¿cómo? Estuvo algún tiempo sin aparecer por casa. Hacía unos días que había venido a traer un regalo a mi hijo por su cumpleaños. El aspecto descuidado y la lengua estropajosa delataban el estado en que estaba. Llevaba un paquete en la mano. No estuvo ni un cuarto de hora. Dijo que vivía con Victor.

            —Dale esto a mi sobrino. Es un ordenador portátil. Seguro que le va a encantar. En cuanto supere este bache un día vendré a buscarlo y le llevaré donde él quiera. Debería pasar más tiempo con él pero no es tan fácil encontrar el momento.

            Le quise hacer un café porque me parecía que tal vez le ayudaría a superar esa borrachera que trataba de disimular. Lo rehusó e hizo ademán de querer irse ya.

            —Hoy me es imposible quedarme. Tengo una cita importante para un asunto de trabajo y voy tarde.

            Todavía se le notaba la cicatriz en la ceja, sin embargo las señales de los golpes habían desaparecido.

            Me sonrió, como acostumbraba y frunciendo la nariz en un gesto de niño pequeño se despidió. Me dio un beso.

            —No debes preocuparte. No me ves que bien estoy.

            No lo estaba.

            Me preocupaba mucho, tanto que cuando Fernando me habló de aquel fármaco, en lugar de no hacerle caso le escuché con atención.

            Fue un día, comiendo, cuando Fernando dijo, de repente:

            —Recuerdas que te hablé de mi amigo Teo, el dueño de los laboratorios, pues le he encontrado hoy. Estaba muy contento y me ha hablado, un poco en secreto, de una sustancia llamada, algo así, como nalmefeno con la que están haciendo pruebas. Me lo contó por encima, otro día que le vi..., pero hoy me ha explicado que se trata de una sustancia que actúa sobre el cerebro haciendo desaparecer la sensación gratificante que produce el alcohol en las personas dependientes. Siempre he creído que si se curara de su alcoholismo, tu hermano volvería a ser el de antes.

            —¡Ojalá! Y ¿Por qué no va al médico para que se lo recete? 

            —Todavía no está comercializado, no tiene el visto bueno de Sanidad.

            Le miré con desconfianza. Tendríamos que esperar algún tiempo y a mí me parecía que todo corría en su contra.

            —Entonces no hay nada que hacer por el momento —le dije decepcionada.

            —Espera. Lo del permiso de Sanidad es un trámite burocrático que llevará tiempo. Lo importante es que los ensayos que han realizado son positivos aunque siguen trabajando en ello.

            Le notaba entusiasmado. Creía que este producto solucionaría todos los problemas de Eduardo. Me preguntaba si le habría dicho a su amigo que se trataba de mi hermano. A pesar de mi falta de entusiasmo siguió con sus explicaciones.

            —Fíjate, lo que hace es descodificar los patrones adictivos del cerebro.  ¿Entiendes? Si es eficaz ¿por qué esperar a una autorización oficial? Él tiene muchas esperanzas de que sea un éxito y presiona para ponerlo en el mercado lo antes posible.

            —¿Cuándo? ¿En un año, en dos? Esas cosas son muy lentas.

            Me levanté a retirar los platos. Los niños comían en el colegio y estábamos los dos solos. Me sentía decepcionada. Todo era aire. Poniendo el café me sujetó el brazo y me dijo:

            —Yo lo podría conseguir.

            Me sorprendió la determinación con que lo dijo.

            —¿Tú? ¿Cómo?

            —Ya te dije que me debe favores.

            Se sentía muy seguro. A mi todo me parecía muy repentino, muy precipitado, hasta un poco extraño. Nos quedamos callados. Nunca había sido ingenua, sabía lo que significaba eso de deber favores. Mal asunto.

            —Lo consigues y solucionado el problema. Muy fácil, ¿verdad? —le dije.

            —No, no es fácil porque existen efectos secundarios y pueden ser peligrosos. Si bebe después de tomar el fármaco le provocaría taquicardia, náuseas, vómitos, y mil cosas más que le podrían durar un tiempo indeterminado. Tampoco podría tomar ansiolíticos. Tendría que arriesgarse. No entiendo de esto, aunque Teo se ha tomado mucho tiempo en explicármelo.

            Me estaba poniendo muy nerviosa. Comprendía que necesitaba ayuda pero de esa manera, como a escondidas... Tal vez en un caso terminal pero, por lo que yo sabía, Eduardo seguía haciendo su vida o eso creía yo.

            —Primero hay que saber si él aceptaría porque hay que informarle y después… ya veríamos. Mira, no creo lo más acertado convertirlo en un conejillo de Indias.  ¿No se podría esperar y arriesgar menos?

            Siguió con su disertación sobre cómo funcionaba en el organismo, parecía que no me había oído.

            —Creo que hablaré con él. Hay que parar esta carrera que lleva. Si con esta medicina bebe menos habremos conseguido mucho. Con los ensayos en cobayas, la primera semana el consumo de alcohol baja un cuarenta por ciento y a los seis meses llega a un sesenta. Reduce el deseo y si después de tomar la medicación bebe, los efectos son como los de la peor resaca, por lo que empezaría a rechazar la bebida. Al menos es lo que a Teo le aseguran sus químicos. ¿No te parece estupendo?

            Lo percibía como jugar a aprendiz de brujo. Prescrito por un médico, aunque peligroso, entraba dentro de lo normal, pero administrado así me asustaba.

            —Eres muy lanzado. Yo creo que algo no funciona en su organismo. Cada vez está más delgado. Es muy aventurada una cosa nueva sin consultar con un médico.

            —Entonces, ¿nos cruzamos de brazos y esperamos? —me dijo enfadado—. Teo dice que cuánto antes empecemos, mejor...

            Fernando tenía razón. Esperar, ¿a qué? El cambio que había sufrido le estaba convirtiendo en otra persona. Tan exigente como había sido con su trabajo se había vuelto muy tranquilo. Todo lo dejaba para última hora y sus reflejos se habían ralentizado. Iba descuidado, se le notaba triste a pesar del esfuerzo que hacía en aparentar que todo iba bien.

            Me inquietaba el empeño que ponía Fernando en emplear ese fármaco. También me parecía extraña la impaciencia de su amigo por comenzar cuanto antes con el tratamiento. A mí no me convencía. Además esto, ¿le iba a arreglar su matrimonio? ¿Qué sabíamos nosotros de su vida?

            Había pasado una temporada en casa del tío José, en el pueblo, pero no se recuperó. Seguía muy desmejorado.

            —¿Quieres que comamos un día con tu hermano y que se lo explique? Pero no tiene que divulgarlo.

            No le contesté. ¿Y si le iba mal? ¿Por qué probar algo en él? Sólo tenía dudas. Era una irresponsabilidad. Después de un momento le dije:

            —No me gusta. Me parece peligroso. Yo no me atrevería..., no lo veo claro. Vamos a ver si poco a poco lo deja, empieza a rehacerse, autorizan ese medicamento y lo puede tomar.

            Comprendo que fui cobarde inhibiéndome. En mi descargo puedo decir que me movía en una especie de caos, nuevo para mí.

            Dejamos la conversación. Nunca me dijo si llegó a hablar con mi hermano.

 

            A las pocas semanas, me estaba arreglando para salir a ver una exposición cuando sonó el teléfono. Llamaban del Gregorio Marañón. Eduardo se había desvanecido en la calle, le habían llevado a urgencias y desde allí me avisaban. Fue una casualidad ya que él tenía mi número en su lista como SOS. Salí corriendo al hospital. Estaba en observación. Alguien le había recogido y habían llamado al SAMUR. Me dijeron que a lo largo de la tarde me informarían. Fernando apareció, se quedó un rato conmigo pero tenía que ir a su despacho y me quedé sola. Fue una tarde angustiosa. No me decían nada y en un momento me decidí: atravesé una cortinilla de plástico que separaba las urgencias y entré a la parte no permitida. Andaba con aire muy seguro como si supiera donde iba para no llamar la atención. Todo el personal sanitario parecía muy ocupado y creí que nadie iba a reparar en mí. Iba mirando a derecha e izquierda para ver si podía ver a mi hermano pero sin aflojar el paso, disimulando. De repente oí una voz detrás de mí:

            —¿Adónde va?

            Me volví asustada, tratando de decir algo que me justificara y me encontré frente a una enfermera, que me miró primero con enfado pero al reconocerme, cambió la expresión. Era Rosa, la hija del médico del pueblo de la sierra.

            —¿Qué haces aquí?

            —Busco a mi hermano. Le han traído hoy y no sé qué tiene, ni le he visto.

            Le di el nombre completo.

            —Espérame fuera, voy a localizarle y averiguar qué le pasa. Aquí no puedes estar.

            Volví a la sala de espera, abarrotada de gente. A la media hora apareció Rosa y me llevó aparte. Me traía una bolsa con pertenencias de Eduardo y el móvil.

            —No es la primera vez que le traen ¿Lo sabías?

            Me explicó que ya se había desmayado en la calle anteriormente. Yo lo desconocía. En su historial figuraba que llevaban algunos meses haciéndole pruebas de todo tipo porque no encontraban a qué se debía este deterioro progresivo.

            —Con los alcohólicos es muy difícil encontrar una sola causa para estos desórdenes. De alguna manera todo el organismo está afectado. Se está tratando de equilibrarlo. Hasta que no se terminen todas las pruebas no va a haber un diagnóstico claro pero… —Rosa me miró y añadió—, siento no poder decirte nada mejor. Sería conveniente que no estuviera solo cuando salga de aquí. Probablemente hoy o mañana le mandarán a casa. ¿Quieres verle un momento?

            La acompañé a una de las salas detrás de la cortina y me señaló una cama. Me pidió que guardara silencio y que no estuviera más de cinco minutos.

            Estaba adormilado y muy pálido. Le cogí la mano, abrió los ojos e intentó sonreír.

            —¿Cómo estás? —le acaricié la frente—. Ahora que te den el alta, te vienes conmigo a casa.

            Movió la cabeza.

            —No te preocupes, verás cómo esto pasa. Ya otras veces lo he superado. Llama a Víctor que me vendrá a recoger.

            Solo estuvo un día y, como él quería, volvió con su amigo. Le hice prometer que me llamaría todos los días y me tendría al tanto de su evolución. Lo hizo los primeros días. Luego dijo que no necesitaba nada, que iba mejorando.

            Pasó más o menos un mes, seguía con sus pruebas hasta que se le presentó un cuadro terrible. Un colapso cardiovascular y fuerte dolores. Lo ingresaron. Me dijeron algo de cirrosis pero yo veía que se moría. Se le notaban todos los huesos y unas enormes ojeras destacaban en su cara afilada.

            Me costaba hacerme a la idea, era joven todavía, podía recuperarse pero, le veía apagarse. Impotente. Pasaba horas a su lado. Un quejido se le escapaba continuamente. Fueron unos días espantosos. Le miraba y trataba de buscar en su rostro a aquel niño necesitado de protección. Bajo los efectos de los calmantes unas veces llamaba a Amelia y otras la insultaba.

            Le observaba con atención deseando descubrir algún signo de recuperación. Fueron días en los que el mínimo gesto lo interpretaba como un signo de mejoría.

            Lo último que le oí, antes de sumergirse en el coma, cuando aún hablaba, abriendo los ojos fue:

            —¿Qué me ha pasado? Estás aquí.

            Abrió los ojos, se mostraba confuso. Como para sí mismo dijo:

            —¿Serás la única que me ha querido?

            Después se sumió en un sopor del que jamás se recuperó.

            Un poco antes traté de recordarlo sano, joven, divertido, optimista. El más guapo de la pandilla. No pude. Le cogí la mano como cuando de pequeño no podía dormirse. Se iba solo y en silencio. Se moría sin que yo pudiera hacer nada. Sentí que de alguna manera le había fallado.

            No quise ver a Víctor ni a otros amigos. Cuando llegaron al tanatorio, me ausenté. Me refugié en un silencio, sin querer compartir mi dolor. Tampoco pregunté a Fernando si llegó a darle aquella medicina que fabricaban en los laboratorios de su amigo, el que le debía favores. Me daba un miedo tremendo.
 



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Capitulo-10- Fulgencio

–UNO–

 

            A finales del mes de julio estuve muy ocupado. Después de la conferencia en Frankfurt, donde cambiaron tantas cosas para la empresa; después de la desconvincente entrevista con Eduardo; después del empeoramiento del estado de Robi con la consiguiente decaída física y moral  de Lupita; después, además, justo el antepenúltimo día de julio, tuve que ir a Qatar: nueva reunión, esta vez para cerrar algunos flecos que habían quedado tras la división de la corporación en ocho empresas repartidas por todo el mundo. Estábamos en Qatar. Así que no había asistentes personales femeninas. De vuelta a Madrid, aún no me sentía recuperado del jet lag del viaje de ida a Doha. Me tomé dos días libres que pasé solo en un hotel en El Escorial. Solo los miembros de la Board Commission sabían como localizarme. Cuando el lunes dos de agosto volví a la oficina por poco me da un patatús (creo que se dice así).

            A mi insistente llamada a secretaría no respondió nadie. Cuando cinco minutos más tarde me levanté furioso e iba hacia la puerta, ésta se abrió. Una joven morena, en shorts y blusón verde semitransparente que no dejaba ver ningún sujetador, apareció sonriente ante mí.

            —Hola.

            —¿?

            —¿Has llamado, no?

            —¿Quién es usted? 

            —Conchi.

            —Conchi, ya —respiré hondo. Esta pausa me sirvió para comprobar que tenía instalado el fonochip.

            —¿Y puede decirme que hace “Usted” aquí?

            —Llamaste, ¿no?

            —¿Qué hace “Usted” aquí? ¿Quién le ha autorizado a?…

            —Soy tu becaria, tu asistente personal.

            —¿Mi becaria? Yo no soy el presidente Clinton.

            —¿Cómo dices? Yo suplo a Marisa, que está de vacaciones.

            —¿Y Lupita?

            —En no sé qué lugar de Francia. Con ese… eso... lo que sea, el chucho ese, Robi.

            Era una mala noticia. Me senté. Recapacitaba.

            —¿Me haría el favor de traerme una botella de agua? De las de cristal.

            Esperaba que tardaría. Mientras pensaba rapidamente. Cuando volvió con la botella tuve que enviarla por un vaso. No trajo posavasos. Suspiré.

            —Señorita Concha, tome asiento, por favor.

            Cruzó las piernas pero desde mi posición no podía verlas. Pasé la mirada por la blusa verde antes de elevar la mirada al techo.

            —Me temo que nadie la ha introducido —dije— a los principios de nuestra corporación. La Ahtworld Translimited Iberia Corporation somos una de las ocho empresas mundiales que conforman la Ahtworld Tramslimited Global Corporation. No somos una empresa del tres al cuarto...

            La miré a los ojos (¡verdes!) tratando de no ser insistente.

            —Le ruego no se tome a modo personal lo que le voy a decir. Primero: En nuestra corporación, el personal se dirige a cualquier persona de rango superior llamándola de “Usted”. Entenderá que lo mismo es válido para la asistente personal de un director. Está claro que esto también es válido para una becaria. Por muy, muy… circunstancial que sea su situación.

            Me miraba seria, sorprendida.

            —Segundo: Pertenecer a nuestra corporación implica que todos los empleados, todos, y todas, visten de un modo apropiado. Así que… 

            —Lo dices..., perdón, ¿lo dice usted por los shorts? Pero…

            —No solo por los shorts...

            —…si estamos en verano. ¡Hace un calor tremendo!

            —Tenemos aire acondicionado.

            —Pero si… si todo el mundo va así.

            —No en esta empresa.

            —Es que…

            —¡Señorita! ¡Basta ya!

            Lo expresé con tanta vehemencia que por poco se me sale el fonochip.

            —No se hable más. Tráigame el expediente del Sr. Eduardo Leite. Lo encontrará entre los papeles de Lupita... o Marisa. Llámele y diga que venga a mi despacho. Muchas gracias.

            Contemplé como salía mientras tomaba un largo trago de agua directamente de la botella. De cristal. No sé cómo es posible tal vaiven de nalgas andando sobre unas sandalias planas. No lo sé. Pero lo es. Ahí estaba. La visión duró poco. Suspiré. Tomé otro trago de agua.

            Esperé. En vano. La señorita becaria ni fue capaz de encontrar el expediente de Leite ni de ponerse en contacto con él. Estaba de vacaciones. ¿O es que no estabamos en el mes de agosto? Lo peor estaba aún por venir.

 

            –DOS–

 

            En principio cometí un error cuyas consecuencias entonces no podía preveer. Parecía intrascedente. Al desconocer las costumbres del país, no tuve en cuenta que los diez días naturales de plazo dados a Leite para que cerrara los asuntos en curso y planificara lo nuevo, expiraban en el mes de agosto. En ningún momento me pasó por la mente que un empleado de nuestra corporación se fuera de vacaciones sin cumplir lo que se le ordenó. Irse, de vacaciones, así, sin más. Porque tocaba, porque era agosto.

            Las cosas se complicaron. No entendía que RRHH no fuera capaz de localizar a Leite. A nuestras repetidas llamadas al móvil no respondía. La dirección de su domicilio tampoco coincidía. Hacía tiempo que no vivía allí. El mensajero enviado para entregarle en mano una carta de la Dirección ordenándole reincorporarse inmediatamente al trabajo y que de no hacerlo se podía considerar despedido volvió con las manos vacías. Contó no sé que rocambolesca historia de una vecina centinela, un perro con malas pulgas…, en fin… Que no se pudo localizar a Leite.

            Y he aquí que un sábado por la mañana, estando la señora de la limpieza vaciando la papelera en el despacho de Leite, sonó una llamada. El móvil que sonaba estaba en la papelera. María lo comunicó a su jefe inmediato, y éste a RRHH. Por el simple método de llamar al número de Leite se comprobó que se trataba del móvil que tenía asignado por la empresa. ¿Lo había perdido? ¿Quizá escondido? ¿Podría venir a recogerlo? Recursos Humanos avisó a Seguridad.  Seguridad se personó en el despacho. Sólo entonces se les ocurrió aplicar el protocolo de conficencialidad aplicable cuando un empleado abandonaba la empresa. Detectaron que se habían copiado los database de los dos ordenadores; más, que se había accedido desde uno de ellos al ordenador central y que, además, a través de éste, se habían introducido en el corporativo. Se encendieron todas las luces rojas.

            El protocolo indicaba que en estos casos había que comunicarlo inmediatamente a la direccion de Seguridad Corporativa Global.

            Cuando nuestro jefe de Seguridad recibió la llamada telefónica desde Qatar tenía las manos pegajosas y le sudaba la frente. Sentado en una silla, con un hilo de voz y en pésimo inglés empezó a responder al interrogatorio que una voz seca y dura le hacía desde Qatar.

            Mientras, yo, ese sábado, a esas horas, me encontraba en el vuelo nº 128B de la Latam Airlines de vuelta de Brasil.

            El lunes por la mañana, en mi despacho, descolgué el teléfono.

            —¿Sí?

            —Hay aquí… quiero decir está aquí… un señor, que se llama... ¿cómo se llama el Sr.?... Alá Ben…, no sé, que quiere verle.

            Tenía la voz alterada.

            —Está bien, Conchi, cálmese. ¿Cómo dice que se…

            La puerta del despacho se abrió con violencia y una figura alta y airada, vestida con túnica blanca y kafiyyeh, entró con determinación.

            —…que se llama?

            Me levanté de inmediato. Reconocí sus facciones cetrinas, la nariz afilada, la barba puntiaguda.

            —No se preocupe, Conchi. Todo bien. Que nadie, digo nadie, ni nada nos moleste.

            Como la conversación iba a transcurrir en inglés me quité el fonochip, lo envolví en un pañuelo de suave seda y lo guardé en el bolsillo superior de la chaqueta.

            Nos saludamos. Nos sentamos al unísono

            —¿Nos conocemos?

            —De vista, por referencias. De alguna reunión del Board Commision. Usted es Ali Benkr ben al Sahib —continué—, el SGO, nuestro Security Global Officer.

            —Y usted Fu-Hien-Tsió, CEO de la Corporación Ibérica.

            Asentí. Era la primera vez que me llamaban en mi despacho por mi propio nombre y sentí un raro placer.

            —¿Una taza de café? ¿Té?

            Negó con la cabeza.

            —¿Quiere que avise a nuestro director de seguridad?

            —Por ahora no —dijo impaciente—. Vayamos al grano. ¿Qué tipo de trabajo hacía exactamente Leite?

            —Analizaba las ventas de una serie de productos que se podían considerar pertenecientes tanto al sector alimentario como al farmacéutico. Pura estadística.

            —Eso no tiene nada que ver con nuestras actuales líneas de negocio.

            —Por eso le había encargado otras tareas.

            —¿Es bueno?

            —Sí, muy bueno. Teodomiro García, su anterior jefe, lo tenía infrautilizado. Al menos eso creía. Ahora no estoy tan seguro.

            —¿Por qué?

            —Leite se fue, en apariciencia, de vacaciones. Dejó aquí el móvil. ¿Olvido? ¿Intención? Al ser de la empresa tenemos las facturas con todas las llamadas. Se están comprobando qué números corresponden a qué nombres. Algunos ya los tenemos. Uno de ellos es el de Teodomiro García. Se ve que siguieron teniendo una relación muy estrecha. Relación que iba más allá de lo personal.

            —¿Qué se lo hace suponer?

            —Se llamaban a menudo varias veces al día. Muchas de ellas en horario laboral.

            —¿Se pasaban datos?

            —Pudiera ser. Pienso que más bien eran nombres de personas, citas, lugares. Quizá Teodomiro García le pedía información que Leite tenía en su ordenador.

            —¿No podemos acceder al contenido de las conversaciones?

            —Tendríamos que acudir a un juez y eso…

            —De eso me encargo yo. Hay otros caminos más… más expeditivos.

                        Se levantó arremangándose la amplia túnica y yo con él.

            —Déjelo de mi cuenta.

            —Volviendo a la copia de las bases de datos —dijo Alí Benkr—, parece ser que cuando hacía copias de seguridad hacía más de una, que era la que sacaba de la empresa. Creo que sabemos para quién.

            Se dirigió hacia la salida.

            —¿Quiere que le lleve a algún sitio? ¿Pedimos un taxi?

            No contestó. En dos zancadas estaba en la puerta. Dos hombres vestidos de europeos la abrieron. Antes de salir se volvió con un giro brusco que hizo ondular su túnica blanca.

            —¿Me puede decir cómo es posible que un empleado suyo saque copias de seguridad de las bases de datos de su empresa?

            Antes de que pudiera contestar, Alí Benks salió del despacho flanqueado por sus guardaespaldas. Aún le oi decir, en voz baja, como si hablara consigo mismo: Van a rodar cabezas.

            Conchi, toda asustada y nerviosa, movía sin sentido papeles de un lado al otro de la mesa.

            Cerré la puerta lentamente. Mientras me dirigía a la mesa pensé que Alí Benkr ben al Sahib habría hablado para sí en árabe, y yo no domino el árabe. ¿O había hablado en inglés? No sé. Quienes sabemos más de una lengua ignoramos a veces en cual oímos o leímos lo que sabemos. Me quedó la duda. Pero lo de rodar cabezas no se apartaba de mi mente.

            Me senté. Desenvolví con cuidado el fonochip del pañuelo de seda y me lo coloqué. Como antes, cuando Ali Benkr me llamó por mi nombre, sentí un extraño placer, como si con ello recuperara algo muy valioso.

            Pero también sentía una tenaz desazón.

 

            –TRES–

 

            Tuve que ir y venir varias veces a Brasil. Pasó el verano. Durante todo ese tiempo no supe nada de Ali Benkr. Un miércoles, cuando volvía de Petrópolis solo estaba en la oficina Conchita. Tenía cara triste.

            Pregunté por Lupi. Me dirigió una mirada compungida.

            —¿No está bien?

            —Sí, no, bueno..., es que…

            —¿Robi?

            Se encogió de hombros y dejó caer los brazos.

            —La palmó.

           

            Alquilé una limusina blanca con chófer. El lugar estaba en las afueras, dirección norte. Tardamos media hora en llegar. Lupita esperaba de pie, cerca de unos pebeteros de bronce colocados ante la entrada del templo. Tenía la cabeza rapada y vestía una túnica color azafrán que le cubría las sandalias. Se dirigió hacia los cipreses y la seguí. Caminamos en silencio sobre el césped húmedo. Hacía fresco y le pregunté si le traía un chal. Negó con la cabeza. Sonó un gong y entramos en el templo. 

            A la izquierda de la nave había una mesa rectangular de granito negro moteado de blanco. Detrás, pegada a la pared, una estantería con cortinas a ambos lados. La primera y la tercera repisa estaban vacías. En la de en medio, el cuarto por la izquierda y segundo por la derecha era Robi. Como en los otros cuatro, de una cinta verde colgaba una etiqueta con su nombre, nº de serie y lugar de origen. Las voces salmodiosas y profundas de los monjes callaron. Corrieron las cortinas de rojo oscuro ocultando la estantería. De un altavoz sonó lenta y solemne música de piano. La pieza de Takemitsu terminó con una reverberación de acordes. El silencio era absoluto. Descorrieron la cortina. La estantería estaba vacía. Un monje salió portando una bandeja con unos objetos que depositó en el altar. Por cada uno había un sobre con su etiqueta y una figurita metálica: un perro diminuto, un coranzocito… La de Robi era un cubo. Lupita lo cogió y lo encerrró en su mano apretando fuerte, como si quisiera enterrarlo en su carne. Cogí la etiqueta y el sobre me lo guardé en el bolsillo interior de la chaqueta. Salimos al jardin. Al pasar junto a uno de los pebeteros Lupi me pidió la etiqueta. Con la mano libre la puso en el rescoldo hasta que unas pequeñas llamas se agitaron levantando una nubecilla olorosa que se deshizo enseguida. Continuamos andando hacia el grupo de cipreses.

            —¿Te gusta?

            Abrió la palma de la mano. Tenía una gota de sangre. Una arista la había herido. Se la besé. El cubo estaba brillante. Aquella prueba de amor hacia mi y hacia la empresa me enterneció. No podía...

            —Lupi —dije—, yo... no sé... Ahora que está… que no está, me doy cuenta, quiero decir…

            Tenía que expresarme en mi lengua. No me importó que obsevara como me quitaba el fonochip.

            —Lupita, Lupita, me embalga la emoción, no puedo hablalte en esa lengua dula tuya. Peldóname, peldonáme. Lobi ela un pel-lo pel-lo, un pel-lo de veldad, todo un pel-lo, peldóname si alguna vez hice bloma al lespecto. Lobi ela, ela...

            Buscando palabras miré a los cipreses, seguí su tronco hacia arriba, hacia el cielo, gris, plomizo, silencioso. No vino en mi ayuda.

            —Ela un sel casi pelffecto. Ay Lupi, Lupi, tendlemos otlo, te lo plometo, lo julo.

            Lupita levantó sus dolientes ojos negros hacia los míos. Sus pálidos labios entreabiertos dibujaban una frágil sonrisa. Vi que me perdonaba, que me había perdonado ya, cuando decidió que los restos de Robi tuvieran la forma del cubo, del emblema de nuestra empresa.

            —Vete —dijo—. Tienes mucho trabajo.

            La eficiente secretaria había reaparecido.

            —¿No quieles que te lleve a casa? Tengo una limusina espelando.

            —No, quiero estar sola.

            Hice un gesto de impaciencia, resignación, no sé.

            —Por favor no insistas. Te llamaré.

            —¿De veldad lo halás? ¿Lo halás?

            —Sí —y se volvió.

            Antes de entrar en la limusina no olvidé ponerme el fonochip.

            —Vámonos –dije al conductor—.  A...

            Dudé. Recordé lo que dijo Lupita.

            —A la empresa. Sí, a la empresa.

            El tráfico era lento. Íbamos a trompicones. A través de los cristales oscuros veía a los otros conductores mirar la limusina intentando averiguar quién viajaba dentro. En otro momento la lentitud del viaje me hubiera exasperado. Ahora no me importaba.

            El sobre contenía un DVD con el vídeo de la ceremonia y la factura. La examiné. “Nunca ha sido más fácil pagar tu factura”, decía. “Escanea el código y paga con el móvil”. Lo hice. De inmediato apareció en pantalla la confirmación. “Tienes un descuento de 5 Euros. ¡Bienvenido al futuro!” Al futuro. Al futuro nunca se llega. Si crees que has llegado es que sigues en el presente. Observé por la ventanilla el rebaño de vehículos traquenteantes. Entre ellos y los vacíos asientos me sentía solo, hueco y solo.

            Al llegar a la empresa sin pasar por la oficina fui directo a mi Audi y me marché a casa. A mi casa. A la noche iría a la suya.

 

            –CUATRO–

 

            La primera Feria Global de Robótica organizada por China tuvo lugar en Beying. Lupita y yo acudimos como personas privadas. Era la primera vez que viajábamos juntos y también la primera vez que Lupita visitaba China. Durante los primeros días recorrimos incansables varios pabellones. Por la noche, en el hotel, estudiábamos, catálogo en mano, los diferentes modelos. No nos poníamos de acuerdo sobre las características: Color, tamaño, tipo de ladrido, si con batería, si híbrido… Discutíamos. Luego haciamos el amor y al día siguiente vuelta a empezar. Cuando parecía todo aclarado surgió la duda de que si tenía que ser macho o hembra. El quinto y último día, al comprobar que no había manera de conseguir una oferta de dos por uno, nos decidimos por un modelo transversal y reversible.

            Nada más finalizar la compra, y cuando ya pensábamos recoger el equipaje en el hotel para dirigirnos hacia el aeropuerto, me quedé petrificado: por encima de las cabezas de los visitantes del pabellón destacaba el kafiyyeh de Ali Bekr ben al Sahib. Tiré del brazo de Lupita mientras buscaba ansioso una via de escape. Demasiado tarde. Alí Bekr venía directo a por mí. Estaba asustado. Aquello de rodar cabezas se agolpó en mi mente. Habían pasado meses pero…

            —Fu-Hien-Tsió —gritó en inglés—. Le veo preocupado.

            —Cansado, agotado. Llevamos días aquí. Esta tarde volvemos a Madrid.

            —Entonces me alegro de haberle encontrado. Hace tiempo que quería hablarle pero el trabajo, ya sabe... Seré breve. Conseguimos averiguar lo que aquel empleado suyo… ¿Cómo se llamaba?

            —Leite, Eduardo Leite.

            —Sí, eso es, Leite. Después de muchas horas de dedicación por parte de todo el departamento de seguridad, hemos, por fin, averiguado lo que su empleado buscaba cuando se introdujo en la base de datos de nuestro ordenador central.

            —¿Sí...?

            —Ni se lo figura. Solo buscaba los contratos amañados bajo cuerda de ciertos futbolistas que juegan en la liga española.

            —¿Cómo…?

            —Así es. Por lo visto Leite no era más que un fanático del Atlético de Madrid. Y nosotros que pensábamos…

            —¿Consiguieron dar con él?

            —No me interesa. Ya cursé en su momento las ordenes al respecto. Si lo localizaron o no me es irrelevante.

            Me miró y se tocó la punta de la barba.

            —Con usted sí tengo alguna cosa pendiente… En fin, no les entretengo más Fu-Hien-Tsiú. Les deseo un feliz vuelo. ¿Vino por razones de trabajo? ¿Particulares? —dijo mirando a Lupita—. Espero que encontraran lo que buscaban. Buen viaje.

            Y desapareció entre el gentío del pabellón con su ondulante túnica blanca.

            Lupita bajó la mirada con un gesto avergonzado y me dijo:

            —¿Se refería a Eduardo Leite, verdad? Pobre hombre.

            —¿Por qué pobre...?

            —Una amiga de mi prima, que era su vecina, me contó que falleció hace poco.

 

            Un mes después llegó el aviso de que podíamos recoger el envío procedente de China. Ordené recoger el paquete y enviarlo a una guardería. Quiero decir, a un guardamuebles. Lupi y yo aún no sabemos si llamarlo Kalo o Kala.
 



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Capitulo-11- CaRMEN

Amelia pasó la primera noche, después de su separación de Eduardo, durmiendo relajadamente.

            Me levanté varias veces para ver cómo se encontraba y pude comprobar que, aparentemente, yo estaba más preocupada que ella. Ni siquiera el ruido que hice al abrir su puerta la despertó.

            Tenía un sueño profundo, quizás debido al calmante y al vino que habíamos tomado; también yo tomé un lexatín al irme a dormir, pero no me hizo demasiado efecto.

            A la mañana siguiente y después de desayunar tranquilamente me dijo que se iba.

            —No te preocupes por mí, Carmen. Estoy bien. Siento que me he quitado un peso de encima. Esto es algo que tenía que ocurrir aunque no me decidía. Ya está hecho y es mejor así.

            Se dirigió hacia el armario del recibidor a coger su chaqueta y la seguí.

            —Me alegro de tu estado de ánimo, pero me sorprende. Por lo que me dices no es nada improvisado y lo has ido asimilando antes de llegar a materializarlo anoche y por las bravas. De todas formas has vivido mucho tiempo con él. Habéis tenido buenas épocas, no sé si de apasionamiento pero si de complicidad y cariño. ¿Es que ni siquiera te queda un fondo de tristeza con este fracaso?-

            Entonces se volvió hacia mí y, con una voz entrecortada por la emoción, dijo:

            —Pero, ¿de qué me hablas? ¿Librarme de él es un fracaso? Siento que empiezo a tomar aire después de haber estado respirando una atmósfera enrarecida que me iba a producir un neumotórax y que con la trifulca de anoche me he librado de la punción y he expulsado el aire yo solita. ¡Fíjate que pena!Era él quien tenía que haber cortado por lo sano y hace tiempo. Motivos le he dado para salvar su dignidad plantándome; pero he tenido que actuar yo, como siempre… ¡Qué cómodo!

            Se puso la chaqueta mirándose al espejo. Hizo un gesto de desagrado al ver que tenía la cara enrojecida por la tensión de los últimos momentos. Aun así, yo continué:

            —También podrías pensar que no es cuestión de dignidad o de amor propio sino de que Eduardo te quiere mucho más de lo que tú le has querido nunca y por eso ha soportado todos tus caprichos, desprecios y hasta traiciones.

            —Que Eduardo me quiere… Ay, Carmen, todavía no has entendido nada.

            —Yo solo sé que cuando os conocisteis no bebía, era equilibrado, de buen humor; tenía personalidad, no era ninguna rémora con la que piadosamente había que cargar. Además, fuiste tú la que le casaste, porque él no estuvo por la labor hasta que le convenciste y entonces sí, se fue entusiasmando contigo y se enamoró.

            —Estás muy equivocada. Ninguno de los dos nos queríamos casar...

            —Explícate, entonces, ¿por qué os casásteis?

            —Es una historia muy larga… pero tú que conoces bien a mi padre podrías imaginártela.

            —¿Tu padre, el senador…?

            —No existe nadie que se atreva a llevarle la contraria.

            —¿Quieres decir que todo ha sido una mentira?

            —Exactamente. Una gran mentira.

            Abrió la puerta de la calle y, más calmada, sonrió diciendo:

            —Mira Carmen, ¿sabes lo que te digo? Todo eso es agua pasada que no quiero recordar. Esto se acabó. Ahora no voy a hablar más. Tengo otras cosas en qué pensar, así que me marcho. Después de pasar por la farmacia iré a casa de Álvaro y me quedaré allí de momento. Por lo menos él no me vendrá con monsergas y en breve iré a ver si mi ex… ha despejado el territorio.

            —Bueno, como quieras. Ya sabes dónde estoy si me necesitas. Oye, ¿y qué pasa con Kiki?

            —Seguro que lo tiene “La Cíclope”.

            —¿La Cíclope?

            —Sí, así le apodan a Lourdes, mi vecina, porque siempre tiene un ojo pegado a la mirilla. Kiki me echará de menos, pero estará bien con ella. Además pienso volver pronto a mi casa, que para eso es mi casa.

            Transcurrieron unas semanas sin tener noticias de Amelia. La llamé alguna vez y me insistió en que no la presionase. Todo estaba controlado y ella en forma.

            Traté de seguir sus recomendaciones y dejar a un lado mi preocupación por ella. También yo tenía problemas y una vida bastante complicada. Cuando acababa mi horario de traductora-intérprete en la empresa, me esperaba una casa que llevar y que me gustaba llevar bien. El día me resultaba muy corto; sin embargo, en cuanto me proponía descansar un rato, Amelia se introducía en mis pensamientos aunque intentase evitarlo.

            Toño, mi marido, había procurado no influenciarme con su opinión cuando le conté los últimos acontecimientos. La noche que Amelia pasó en casa, él estaba dando unos cursos fuera de Madrid. Como seguía viéndome tan preocupada me sugirió que llamásemos a Eduardo; Amelia no podría echármelo en cara ya que habían cortado y ella parecía no necesitarnos.

            Por fin y después de varios intentos conseguí localizarlo en casa de su mejor amigo, Víctor. Tuve que presentarme allí porque Eduardo no cogía el teléfono o lo tenía apagado. Se llevó una gran sorpresa al verme. La mía fue aún mayor porque su aspecto, aunque aseado, era deprimente. Había adelgazado varios kilos, pero eso no le daba un aspecto más juvenil; por el contrario, estaba demacrado, envejecido y su mirada reflejaba una gran tristeza. Intenté hacer una broma sobre lo difícil que era encontrarlo y él me siguió la chanza. Acordamos ir a dar un paseo y quizás, más tarde, llamar a Toño. Asintió con una sonrisa. Pensé que incluso en estos momentos seguía siendo amable y condescendiente. Fue a buscar una chaqueta y salimos a la calle.

            Caminábamos despacio porque pronto observé que le costaba seguir mi paso. Bajamos por Huertas y nos sentamos en una de las terrazas. Le hablé de Amelia sin comprometerla, pero dándome por enterada de su ruptura. No veía otra manera de iniciar la conversación. Me contó que sus primeras ilusiones habían durado poco, que pronto se dio cuenta de su egoísmo. Más tarde descubrió que el tedio se estaba apoderando de ella y que, además, no le dejaba inmiscuirse en su vida para tratar de combatirlo; Amelia empezó a pasar muchas horas fuera de casa sin la menor explicación y sólo parecía interesarle algún tejemaneje que se traía con la farmacia. Se enteró de sus líos con Álvaro, pero no creía que eso fuera el asunto que la preocupaba. Estaba abochornado por el comportamiento de ambos; el de ella por lo falso y el de él por lo cobarde y por dejarse arrastrar a la bebida en vez de solucionarlo. Tenía una gran pesadumbre en su interior. Hacía años que su matrimonio se había convertido en algo humillante. Los dos se fueron deslizando por una pendiente que los degradaba y entre otras consecuencias él había perdido su crédito como profesional y también el trabajo y la salud. Añadió que había estado con Amelia la semana anterior y que hablaron serenamente. Ella se ofreció a conseguirle una medicina nueva que le ayudaría a recuperarse. Después, cuando la dejó, sintió un vacío en el estómago que le provocaba náuseas; le sorprendió la falta de otros sentimientos, ni siquiera quedaba rencor.

            No volví a ver a Eduardo. Tampoco fui al tanatorio cuando me enteré de su muerte. Todo lo que pude hacer ya lo había hecho y esas reuniones con gente que apenas conocía me disgustaban profundamente. Sabía que Amelia lo comprendería, ya que ella apenas hizo acto de presencia. Lo justo para no escandalizar más a la familia y antiguos amigos comunes. Había pasado un año desde su separación y aunque se vieron alguna vez para solucionar ciertos temas y para entregarle las medicinas, se ignoraban por completo.

            Durante ese último año Amelia y yo nos habíamos distanciado. Comimos juntas algunas veces; de tarde en tarde íbamos al cine o al teatro; pero las conversaciones eran siempre superficiales, ella no quería profundizar en ningún tema. Ya había pasado algún tiempo desde la muerte de Eduardo y Amelia seguía con una actitud mohína que no dejaba traslucir su estado de ánimo. Pensé que nos vendrían bien unas pequeñas vacaciones a solas, como antes de casarnos y acordamos pasarlas en un pueblecito de la costa de Gerona donde mis padres tenían una casa. Nuestra amistad estaba en juego. Era absurdo seguir pretendiendo un cariño y una confianza que no existían. Tenía la esperanza de que esos días fueran una nueva oportunidad para nosotras.

            Tendidas sobre la arena, tomando el sol, sumergiéndonos en las aguas cristalinas y recorriendo los senderos entre peñas y pinos que bordean la costa, nuestro espíritu se iba serenando; sin comentarlo, ambas retrocedíamos mentalmente a épocas anteriores, cuando los problemas no eran tan agobiantes; nos sentíamos más ligeras, hasta físicamente, y con ello menos inseguras. Poco a poco empezamos a hablar de nosotras y aunque al principio solo recordábamos anécdotas de nuestra primera juventud, no tardamos mucho en atrevernos a encarar el presente, que era nuestro verdadero desafío. Y un atardecer, mientras contemplábamos el mar desde el porche de la casa, fue Amelia la que se decidió:

            —Me parece un sueño estar aquí, contigo, como si aún fuésemos aquellas jóvenes de Barcelona, alegres e ilusionadas, que esperaban todo de la vida, sin temores, creyendo que a nosotras nunca nos ocurriría aquello que nos desagradaba ver en nuestros mayores. ¿Cómo es posible que todo haya cambiado con tanta naturalidad? Bueno, lo digo sobre todo por mí. Tu vida, al menos en apariencia, transcurre dentro de unos cauces regulares. La mía es impredecible. No sé cómo ha sucedido, ni cómo comencé a rodar, porque esa es la impresión que tengo de mí cuando reflexiono; pocas veces, a decir verdad.

            Se puso en pie y fue a apoyarse contra la baranda que rodeaba el porche. Parecía hablar para sí misma. Me miraba sin verme.

            —Empiezas a dejarte llevar, pierdes poco a poco esa disciplina que te obligaba a la crítica de los demás y de ti misma; cometes un error, que ignoras para no sentirte mal y ese te lleva al siguiente y a muchos otros. Igual pasa con las mentiras, dices una y esa te lleva a otra, y a otra más. Si un día, al cabo de cierto tiempo, tienes la debilidad de ponerte a pensar en lo que te has convertido, tratas de engañarte, de cambiar aquellos criterios y opiniones que pregonabas; intentas justificar tu comportamiento quitando importancia a tus desmanes; lo que haga falta para seguir rodando sin asquearte. Luego te evades ayudando un poco a tus clientes de la farmacia; imaginas que todo podría cambiar si por fin ocurriese un milagro; algo como el logro de algún nuevo medicamento que revolucionaría el mundo farmacéutico y la vida de mucha gente y, de paso, redimiría la tuya.

            Respiró profundamente el aire marino que nos envolvía y se dio la vuelta para mirar al horizonte. Me puse a su lado y escuché su voz llena de tristeza:

            —Pero hay cosas que ya no tienen arreglo, como la muerte de Eduardo. No sé en qué grado soy responsable de ella. Seguro que mi comportamiento ayudó a su decadencia moral y física. Además le aconsejé y proporcioné un medicamento nuevo que me aseguraron obraba maravillas en casos de alcoholismo y sus consecuencias. Aunque no parece que surtiera efecto, tampoco creo que precipitara su muerte. Sin embargo, siempre me quedará la duda. Me pregunto qué voy a hacer con mi vida. No me fío de esta Amelia, pero no sé si merece la pena que intente resucitar a la antigua. Quizás ya no sea posible.

            Me quedé observando el paisaje sin hacer ningún comentario. Lo que me había confiado era demasiado duro para tratar de consolarla con frases indulgentes.

            Ya tendríamos tiempo. Sentí que había renacido la confianza entre nosotras y esto era un buen comienzo.
 



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Capitulo-12- Gregorio

Decidí dejar de tomar Vicodina. Un bálsamo natural que compré en un herbolario me alivió el dolor del hombro, aunque no curó mis manías ni las pesadillas. En una de ellas me sigue persiguiendo Kiki, convertido en perro guardián de la multinacional farmacéutica. Vaya con Kiki. Creo que el animalito es el único que lo sabe todo. Por otro lado, seguía recordando con frecuencia a la bailarina de striptease. Le pagaría encantado lo que me pidiera para que me hiciera un numerito privado. Con tanta neurosis decidí consultar a un psicoanalista, pero el doctor estaba peor que yo. Seguía obsesionado con mi esposa Remedios; sentía no haber sido mejor marido y haberla dejado sola durante mis viajes a México. Eso me hacía ver su cara en las mujeres infieles a las que grababa en mi trabajo. Pasé página, poniendo flores en su tumba para ya no volver. Me concentré en terminar mi último caso como detective. Ni uno más.

            El curso de mis investigaciones avanzó decisivamente cuando logré entrar en el hangar de la farmacéutica en Barcelona. En los documentos encontrados en la oficina del senador había información muy relevante, que comprometía a gente poderosa en un turbio negocio de contrabando de medicamentos. La policía lo llamaba Operación Ítaca. Sin embargo, aún no entendía la conexión entre este aspecto del caso y los experimentos clínicos realizados en los laboratorios secretos de la Bodypharma Corporation. No me encajaba que una gran multinacional se viera involucrada en un mercadeo de narcos en un barrio de Madrid. Suponía que la policía iba a detener a toda esa gente.

            Entrevisté al párroco del barrio, el padre Salustiano. Le había grabado saliendo con Amelia para fines muy poco piadosos. Me recibió en su despacho de la iglesia. Su sotana era pura fachada. Con gestos nerviosos se quitaba y limpiaba sus gruesas gafas; sudaba su alzacuellos como un gorrino. Quedó desconcertado cuando le mostré las fotos que les tomé en el Escorial, cuando salían de un hostal.

            —No sé nada, ¡déjeme en paz! No hice nada con ella. Y esas fotos son un retoque de Photoshop.

            —Son auténticas, y usted lo sabe. Al menos iban juntos e intentaba besarla. Se puede demostrar en un laboratorio. Colabore padre, por favor, o no recibirá ninguna jubilación tras 20 años de cura.

            —¡Miserable!, no pienso hablar, no logrará nada, el obispo es amigo mío, lo entenderá.

            —¿Ah sí? ¿Y si se lo cuento a su madre? ¿Qué pensará del golfante de su hijo? No me obligue, padre, a llegar a ese extremo con esa pobre beata. ¿No le da vergüenza? Con lo ilusionada que ella estaba desde que entró en el seminario. La matará del disgusto. Hágame caso y colabore.

            —¡Quiere que yo le dé información! Usted pretende que rompa el secreto de confesión...

            —Me dan igual los secretos de los curas. Está en juego la vida de mi cliente. Agoniza, gravemente enfermo, y temo que fallezca de un momento a otro. Si le pasa algo, usted llevará eso en su conciencia; si le queda...

            —¡Óigame! Seré pecador, pero tengo mis principios. Yo es que…

            Y entonces se derrumbó. Se frotó los ojos acuosos tras quitarse las gafas, casi se desmaya.

            —¿Se siente bien, padre?

            —¡Ay!, me he enamorado de Amelia. Usted no sabe lo durísimo que es el celibato; me derretía cada vez que venía a confesarse. Y, sin embargo, con lo pecadora que es, ¡conmigo nada!, no quería sexo, sino un consejero sentimental. ¡Habrase visto! Se acostaba con todos los tíos, pero solo quería a Salustiano para contarle sus miserias. Es que aparte de sacerdote, soy un hombre, con sus necesidades físicas, no un psicólogo.

            El cura me relató los problemas que tenía Amelia con su despótico padre y la farsa de su matrimonio. Pero de ahí a que ella hubiera envenenado a su marido había un abismo, me dijo. Reacio a entrar en detalles íntimos, me dio a entender que ella y su marido eran dos almas en pena que escribirían derecho con renglones torcidos, gracias al milagroso medicameno para la fidelidad de los esposos. Del contrabando no sabía nada. Luego admitió que acudió a las ponencias de la Bodypharma solo como asesor eclesiástico, y que, en efecto, la Iglesia era muy escéptica con el fármaco. Negó que lo estuvieran boicoteando.

            Esa vía de investigación dio un resultado nulo. Nos despedimos en paz.

            Después volví a la empresa de Eduardo: La Ahtworld Translimited Iberia Corporation. Allí soborné a un compañero de Eduardo, que me contó la escena que presenció. Teodomiro García, el antiguo jefe, había extorsionado a mi cliente. Le pilló follando con otro compañero de oficina en el lavabo. Le dijo: "O me obedeces o se lo cuento a Fulgencio, el nuevo jefe te despedirá y humillará ante todos, por maricón". Así, entre Teodomiro y el senador, lo obligaron a casarse con Amelia, a quien no amaba, en un paripé de matrimonio.

            Salí furioso de la empresa. Mi cliente me había mentido para encubrir a Ítaca. Recordé que había sido el mismo Teodomiro el que me recomendó como detective a Eduardo. Todo había formado parte de un plan desde el principio. Muy indignado, estuve a punto de abandonar el caso en ese momento. Lo único que me detuvo fue ver el aspecto de Eduardo: daba pena, cada vez mas demacrado, temía que la palmara de un momento a otro. ¿De qué rayos enfermó? Quizá lo estaban envenenando, para quitárselo de encima, porque metió la nariz en el contrabando. ¿Acaso se lucró también o es que era ya un estorbo? Había muchos cabos sueltos.

            No se me ocurrió otra cosa que ir a entrevistar a Lourdes, quien me dio la triste noticia de que Eduardo acababa de fallecer en el hospital. Me contó que los médicos le realizaron varias pruebas pero no pudieron salvarle. El diagnóstico final fue: parada cardiorrespiratoria por un virus de origen desconocido. El test de VIH había dado resultado negativo.

            ¿De qué murió Eduardo y por qué? ¿Quizá algún veneno que no deja rastro? ¿Amelia estaba implicada o era inocente? La vecina cotilla no sabía tanto, pero me dio una pista. No solo observaba por la mirilla, había seguido desde lo alto de su terraza con prismáticos la ruta del coche negro que transportaba las cajas desde la farmacia de Amelia hasta la calle Cervantes.

            En ese momento se agudizó mi conflicto interior en relación al caso. Por un lado, me decía a mi mismo: “Para ya, Gregorio, no sigas”. ¿No estás harto de este trajín? Además, muerto Eduardo, ¿qué sentido tenía continuar?  Pero no. No me daría por vencido todavía. Quedaban muchas interrogantes.  Debía proseguir hasta el final, por orgullo profesional.

            Después llamé al comisario Rodríguez, pensando que me daría toda la información que me faltaba, pero no quería perder tiempo con un don nadie como Eduardo Leite. A él solo le interesaba localizar el cargamento de los fármacos. Caso cerrado.

            Al salir de la comisaria, se me ocurrió otra pregunta, y cuando volví sobre mis pasos, vi salir de allí, vestida con gabardina y gafas oscuras, a Carolina, la empleada de la farmacia de Amelia. Me escondí en un portal para que no me reconociera. ¿Qué estaba haciendo en esa comisaría? Más tarde me contó Rodríguez que era una confidente clave en la Operación Ítaca. Este hecho me metió de nuevo en el caso.

            Fui a buscarla a la farmacia al día siguiente, y la invité otra vez a cenar, no le conté lo que sabía de ella. Ahora me caía mejor. Con su vestido de lentejuelas, los vapores del licor, y la luz tenue de las velas, me parecía fascinante, misteriosa, una especie de Matahari, metida en peligrosas aventuras de espías. Tenía cierto parecido con aquella mujer, de la que me había enamorado, la bailarina de stripteases del club de carretera de la A-2. La imaginaba desnuda, como la otra, con un tanga lleno de billetes. Pero la realidad se imponía, debía concentrarme en terminar mi trabajo. Me sobrepuse al embrujo de la cena, y le pregunté con calma sobre lo que ella supiera del tejemaneje de Bodypharma y del contrabando de medicamentos.

            Carolina estaba preocupada por lo que veía a su alrededor, el trajín de cajas que traía, llevaba, y descargaba un coche negro. Amelia le contaba, entre risas pícaras, que aguantaba las ordenes de su viejo padre solamente por dinero. Andreu Tomasa se reunía en la trastienda de la farmacia con su socio, Teodomiro García, donde tenían frecuentes discusiones. El senador temía una redada inminente y tenía muchas prisas por zanjar todo y marcharse con Amelia a Seattle. Siempre había sido muy conservador. Le importaba ya poco el negocio de las cajas, cuya venta final aun no estaba concretada. Estaba obsesionado en curar a su hija de su adicción tan compulsiva al sexo, mientras que Teodomiro reprochaba al senador el tiempo que había dedicado a encontrar un esposo para su hija.

            —Ayúdeme a encontrar a Teodomiro —le supliqué a Carolina. Era un último y desesperado intento.

            —Está bien, lo haré solo por que usted me lo pide. Aquí tiene la dirección donde puede localizarlo: calle Cervantes, 24.

            Me despedí de ella, agradeciéndole su colaboración. Debía apresurarme en encontrar a Amelia y a su padre antes de que salieran del país.

            Al día siguiente, muy temprano, me dirigí a la dirección indicada. Era la dirección de un almacén. De camino vi, escondido en un callejón a dos manzanas del local, al coche negro aparcado. Me subí a unas cajas de fruta vacías, pude colarme abriendo simplemente la manivela de un ventanuco. Con sigilo me deslicé en el interior. Llegué a tiempo. Un montón de embalajes con logotipo de Bodypharma llenaban el almacén. Estaban allí discutiendo Teodomiro con el senador. Tumbada sobre un sofá roído, al fondo del hangar, yacía Amelia, con una bata de casa, rímel descolorido, y el pelo revuelto, medio dormida o drogada. Mientras les escuchaba parapetado tras una cortina, me volvió el intenso dolor en el hombro ocasionado por aquella bala, y recordé la emboscada de México. Estuve a punto de marearme.

            Andreu protestaba por la demora, y al tiempo de llegar los compradores de la mercancía, irrumpió en el hangar la policía, que había acordonado todo el barrio de Las Letras. El senador, al oír las sirenas, en medio del desconcierto, agarró a su hija de la muñeca, y se escabulló con rapidez en el coche negro.

            Nunca más volví a verlos, ni a Amelia ni a su padre.

            Vi a Teodomiro salir del hangar esposado, se subía a un coche de la policía escoltado por dos agentes.

            Con la esperanza de poder interceptar al senador y a su hija, me dirigí hacia la terminal T-4 del aeropuerto de Barajas. Demasiado tarde. Al llegar a la puerta de embarque, una azafata me detuvo. Un vuelo hacia Seattle acababa de despegar. Salí cariacontecido.

            No me permitieron interrogar a Teodomiro sobre la muerte de mi cliente. El comisario me consoló por no haber resuelto el caso de Eduardo. Tenía órdenes de finalizar la operación, desmantelaron la red solo en los bajos fondos. No cayeron todos, pues se extendía al Mediterráneo, pero no querían tirar del hilo, estaban implicados muchos alcaldes costeros, incluso un ministro. Decidí no seguir escarbando en una farragosa investigación, en un caso ya cerrado sobre el que todos querían echar ya un tupido velo. Además había presiones del Gobierno, no querían molestar a la poderosa multinacional ni buscar pistas en otros países.

            —Tiene razón, comisario, estoy muy cansado del oficio, además me trae malos recuerdos. Ha llegado la hora de retirarme.

            Aunque sentía cierta comezón para perseguir al senador hasta Seattle, recordé mis novelas pendientes sobre los clanes criollos. Y recordé también que deseaba encontrar a la bailarina de striptease. No obstante, una semana después, todavía seguía con enredosas elucubraciones. No me resignaba a dar por finiquitado el caso. Seguía sin aceptar el final, como ya me había pasado con el fallecimiento de mi querida Remedios. La principal pregunta que me seguía rondando la cabeza era: ¿Cual fue la verdadera causa de la muerte de Eduardo?

 

            Decidí buscar a Víctor, a ver si me podía aclarar algo al respecto. Había tenido una estrecha amistad con él, tanta, tanta, ¡que estaban liados! Lo sé porque en varias ocasiones los seguí por varios antros de Chueca.

            Fue por eso que me atreví a visitar una sauna gay en ese barrio. Pagué una sesión y me dieron toalla y pantuflas. Me sentía muy extraño viendo a varios hombres desnudos, sentados o de pie, besándose o hablando, entre los vapores blancos con olor a menta y tomillo. Le enseñé al dueño la foto de la boda entre Eduardo y Amelia, la única que tenía de él, por si le habían visto con alguien allí. Entonces llamó al masajista, un tipo fornido y peludo que me miraba con ojos de pantera, y me dijo que él podía darme la información, que pasáramos a un reservado. Al cerrar la puerta me empujó sin modales.

            —Te voy a dar un masaje especial, gratuito, invita la casa, tú lo necesitas imperiosamente.

            No atendió a razones, y no pude negarme, pues parecía ser la única manera de hacerle hablar. Entonces empezó a crujirme los huesos con cara de mala leche mientras me increpaba al oído:

            —Mamón de mierda, así que aquí tenemos a uno de esos homófobos puritanos que pretenden "curar" a gays y casarlos con mujeres. Vinieron antes otros por aquí como tú... ¡Saca tu Biblia!

            —No, disculpe..., es un error, yo soy un detective, estoy investigando la muerte de un hombre.

            No hubo manera de que me escuchara, empezó a golpearme la espalda con palmetazos bruscos. A duras penas pude zafarme, y cuando regresé a la zona de baño, algo raro pasaba, porque cuatro de esos armarios me miraban con rostro de violadores, empezaron a rodearme, mientras el dueño del local sonreía. Intenté defenderme como pude pero eran mucho más fuertes que yo. Me agarraron el brazo, retorciéndolo detrás de la espalda y me llevaron al fondo más oscuro del local. Uno de ellos mostró su verga enorme, me quitaron la toalla y me pusieron a cuatro patas, atándome con rabia las manos a correas… Grité ¡Socorro!

            Cuando iba a empezar lo que llamaban mi "escarmiento", llegó Víctor y les ordenó que pararan, que me conocía. Me llevó afuera. No era la primera vez que me salvaba por la campana de situaciones límite.

            Después, ya más tranquilo, nos sentamos en un parque y hablamos un buen rato sobre Eduardo.

            —¿Que por qué empeoró? No sé, yo mismo lo llevé a una clínica para tratar su alcoholismo —me dijo Víctor.

            —¿Eduardo llegó a tomar las pastillas para la fidelidad? ¿Se podían mezclar con el alcohol?

            —Pues mire, a veces tenía periodos de euforia sexual y otros de depresión, en que tomaba de verdad las pastillas, no porque se creyera el paripé con Amelia, sino como un intento desesperado para dejar de ser gay. No aceptaba su orientación sexual, esa es la verdadera causa de su tragedia. Sabía que las pastillas no tenían efecto, además bebía para evadirse, y los efectos secundarios le dañaron mucho el organismo.

            —¿Por qué se casó con Amelia si era gay? ¿Qué estaban tramando?

            —Que yo sepa, nada. Eduardo se casó solo para fingir en su trabajo. Cuando se enamoró de mi, quiso abandonar su doble vida absurda de casado puritano y alocado promiscuo.

            —Entonces, ¿me contrató como detective aunque no le importaba ser un cornudo, solo para sacar el dinero que pudiera al padre de Amelia y quedarse con el piso tras el divorcio?

            —Tiene que entenderlo, don Gregorio. Eduardo me confesó que no sentía nada al hacer el amor con su mujer, igual que si abrazara a un calamar, estaba con ella para mantener las apariencias. Se sentía mal, se quejaba de ser utilizado como una cobaya. Yo también soy tan víctima como Eduardo. Nos engañaron.

            —No tan deprisa, Víctor. Usted no es ningún inocente en todo este entuerto —le dije encendiendo uno de mis puritos y mirándole inquisitivamente a los ojos—. Usted también está implicado en esto.

            —¿Que quiere decir? Yo amaba a Eduardo, dejé a Lucía por él, le quería de todo corazón, no soy culpable del tráfico, se lo juro. Lo que ocurrió fue que ese tipo, el socio del senador…

            —Sí, Teodomiro García, el jefe de los contrabandistas. Ya está tras las rejas. Prosiga...

            —Pues resulta que un día vino y me chantajeó con las fotos que él me hizo besando a Eduardo. Así es como me obligó a guardar las cajas ilícitas en mi trastero. Acepté, no por mí, sino para no perjudicar a mi amante.

            — ¿Por qué se llevaron las cajas de su trastero si era un lugar seguro para esconderlas? ¿Y quién me robó las fotos?

            —Fue Teodomiro. Supongo que ocultó el fracaso del fármaco a Bodypharma y al senador, para que así no se enteraran del adulterio y no pararan de distribuir las cajas.

            —Lo que me está contando confirma mis sospechas de que Eduardo fue asesinado.

            —Mire, don Gregorio, Eduardo no fue asesinado, está siguiendo una línea errónea. Él simplemente ya no quería seguir viviendo. Estaba muy deprimido... Se dejó morir… ¡Ay!, yo le quería mucho.

            Vi cómo las lágrimas comenzaban a asomar por sus ojos y le creí.

 

            Meses después, andando por la calle, me puse a imaginar personajes para una nueva novela criolla, ambientada en México. Eduardo sería un informático alcohólico y bisexual casado con Amelia, cantante famosa de rancheras líricas; Lourdes, vecina cotilla de su piso en el Distrito Federal; Álvaro, el amante bandido de Amelia; Lucía, la esposa de Víctor, un narco perseguido por la DEA, y amigo de Eduardo; José, el tío de Eduardo, viviría en su rancho cerca de un pueblo rústico de Tijuana; Prudencia, una amiga de Amelia, sería cliente de la tienda de productos dietéticos donde aquella trabajaba, junto al doctor Generoso, buhonero vendedor de brebajes y ungüentos para embaucar a incautos; Salustiano, el párroco de la antigua iglesia del pueblo de Tijuana; Carmen, la amiga de Amelia desde el colegio; Raquel, la hermana de Eduardo; y Fulgencio, el jefe de una empresa de coches usados.

            Iba así de distraído, y al cruzar la calle de Alcalá por el paso de cebra, no me fijé en una guapa mujer que me saludó. Al instante caí en la cuenta de que era Carolina, y le sonreí. Ella me guiñó sus pestañas, al tiempo que me lanzó un beso al aire con sus labios brillantes, y se marchó entre la multitud de peatones. Confundido, no entendí que por allí estaba pasando la mujer de mi vida, sin duda. Reaccioné tarde, y la volví a mirar, pero ya la había perdido.

            Me dirigí hacia la farmacia de la calle Lope de Vega pero me encontré con que ahora era una tienda de frutas y legumbres regentada por una familia de chinos. Pregunté en el barrio por Carolina, pero nadie sabía su paradero. Fue entonces cuando al pasar frente a un escaparate vi un maniquí con una peluca color malva. ¿Cómo no me había dado cuenta antes? Me quedaba la otra mujer, la bailarina de striptease. Recordé la tarjeta de promoción que ella me dio aquella lejana noche en el club de la A-2: Ponía: "Espectáculo de variedades MOULIN ROUGE", y la busqué con desesperación entre mis papeles. Tuve suerte, apareció, y llamé. Me quedé de piedra al ver quién era, cuando estaba quitándose el maquillaje de la cara en el camerino…

 

            Me he casado con ella. Necesitaba jubilarme y vivir tranquilo junto a una mujer. Compré el piso de Amelia a bajo precio, tras ser incautado en Ítaca. Entonces, apareció Kiki, el pobre perrito olvidado en la refriega. Me imploraban los ojitos del canido seguir a Amelia a Seattle. Se le fue pasando. Gregorio le iba a cuidar. Desde que volvimos de la luna de miel, sentimos que unos ojos cotillas nos miran desde el otro lado de la mirilla. Es la vecina, que nos observa con avidez. Aparte de eso, Carolina y yo somos muy felices en esta casa. Estoy terminando al fin mi novela sobre los clanes criollos. Kiki se ha encariñado mucho con nosotros y ha ido olvidando a Amelia. Y yo, al lado de mi nueva esposa, he olvidado también a Remedios.

             La felicidad nunca es total, y un día de marzo, con mucha corriente de aire, salí a comprar el periódico, hubo un fuerte portazo, y la maciza letra B del piso cayó de lo alto de la entrada, haciéndome una gran brecha en la cabeza. Empecé a sangrar. No fue grave y recogí la letra.
 


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