1- Un acontecimiento sin precedente
La división en dos del planeta Marte superó todo lo sucedido hasta entonces. Tardó unos tres años en completarse. Y no fuimos capaces de asumirlo. Cundió el pánico, porque si le había ocurrido esto a Marte, sin antes recibir el impacto de un meteorito, probablemente le pasaría lo mismo a la Tierra. En mil novecientos sesenta y nueve el hombre pisó la Luna por primera vez y a todos nos pareció increíble. Mucho después se derrumbaron las torres gemelas en Nueva York. Parecía un montaje, pero, por desgracia, no lo era… no como aquella broma pesada de hace muchísimos años: el anuncio en la radio, por Orson Welles, de la guerra de los mundos, un supuesto ataque de los marcianos que sembró el pánico. Sin embargo la división del planeta Marte nos dejó todavía más impresionado.
Cuando empezó el fenómeno trabajaba como reportero para el diario El Reflejo, un periódico de gran tirada que se publicaba en Madrid. Y como había estudiado biología durante tres años en la facultad antes de darme cuenta de que mi verdadera vocación era el periodismo, el director me asignaba siempre los artículos científicos. Iba servido.
Mi primer artículo sobre el tema ocupa toda la portada del diario, relega incluso a la segunda página la visita del mandatario chino, tan esperada para salvar nuestra economía.
Es el sueño de todo periodista ocupar la primera plana. Destaca el enorme titular en gruesos caracteres: MITOSIS, y debajo mi nombre: Miguel Ángel Cerrado. Recuerdo que quería un título impactante, a la altura de las circunstancias, pero ¿sabrá el vulgo qué es la mitosis? Si no lo sabe, ya pronto se enterará.
La escisión de Marte ocurrió poco a poco. El Mars Orbiter mandó fotos donde el planeta se asemejaba cada vez más a un balón de rugby, y los astrónomos pensaron al principio que la lente del telescopio se había estropeado.
Luego el astro se fue estrechando por la zona ecuatorial hasta que Marte 1 se separó de Marte 2, como los llamaron, y se alejaron el uno del otro. Menos mal que no modificó de forma significativa la órbita terrestre.
Entonces nos olvidamos de la crisis económica y del paro que afectaba al veinticinco por ciento de la población No es que nuestro planeta fuera un lugar muy estable. Antiguamente periodos de glaciación habían acabado con gran parte de la fauna y violentos terremotos arrasaban zonas del globo, pero de aquí a partirse en dos había un trecho. Eso llevaría a un cataclismo de consecuencias imprevisibles. Sí, estábamos aterrorizados.
Quité el polvo de mis antiguos libros de biología. Una serie de dibujos en color representaba la división de la ameba, un ser unicelular microscópico, inofensivo y transparente, que pulula en las charcas y en los caldos de hierbas. Probablemente tragamos muchos ejemplares en la salsa de tomate o las infusiones si las dejamos reposar unas horas. A través de la lente de un microscopio las había observado nadar en un líquido.
Después de un tiempo el cuerpo de la ameba se estrechaba en el centro, se duplicaban los cromosomas del núcleo y el bichito se separaba en dos mitades idénticas… y vuelta a empezar.
Esto es la mitosis, expliqué en mi artículo: la forma más simple de reproducción. Sin sexo. Todos los individuos son iguales.
Aparentemente, visto desde el exterior, a Marte le había pasado lo mismo. ¿Podría tratarse por tanto de un ser vivo? ¿Una especie de ameba gigantesca cuyo desarrollo duraría millones de años?
No lo decía yo, por supuesto; lo había sugerido el profesor Salensky, un experto en la materia, nada menos que un premio Nobel por su trabajo sobre la inhibición de la división celular. Un hito esperanzador para la curación del cáncer.
A decir verdad, hasta ahora, a nadie que yo sepa se le había ocurrido tal hipótesis. Se daba por sentado la naturaleza mineral de los planetas. Indagué en Internet la obra de los filósofos griegos, ya que habían sido capaces de intuir la existencia de los átomos, e incluso consulté la literatura de ciencia ficción. Ni siquiera Isaac Asimov había intuido aquella posibilidad, sin embargo: ¡vaya tema!
De aquí en adelante todos los escritores de ciencia ficción se tirarán de los pelos. ¿Cómo no se me ha ocurrido a mí?, se lamentarán. Demasiado tarde.
Nada más publicarse el artículo, a la sede del periódico llegó una avalancha de correos electrónicos de los lectores. Para todos los gustos.
Tanto los periodistas como los políticos tenemos que aguantar chaparrones de críticas demoledoras que harían dudar de si mismo al común de los mortales. Y cuando no, insultos, hagamos lo que hagamos. Sin embargo no hay que preocuparse: pocos se suicidan, sino que acaban desarrollando una piel tan resistente como la de los cocodrilos. Como casi siempre, hay dos facciones con ideas opuestas, a cual más agresiva.
Señor Cerrado, su mente está tan cerrada como su apellido. ¿Acaso ha visto los cromosomas de Marte? Un poco de seriedad por favor. A otro perro con ese hueso.
Yo no hacía más que transmitir las conjeturas del señor Salensky, pero siempre creen que encarnas lo que cuentas, así que no me di por aludido... También tenía mis dudas.
Y otro: ¡Qué guay! Perder de vista el hemisferio sur. Ya no podrán invadirnos los sudacas ni los negratas. ¡Ojalá desaparezcan en el espacio!
En la redacción todos nos miramos inquietos. Eso no era más que el comienzo de lo que se avecinaba. Solo dos muestras… Y la pantalla del ordenador seguía vomitando mensajes.
2- Un mal despertar
La habitación estaba en penumbra. Una persiana dejaba filtrarse estrías luminosas procedentes del exterior, que arrancaban leves destellos de luz al agua de la jarra y al vaso de cristal en la mesilla de noche. Igor Salensky movió a tientas la mano derecha, la otra estaba dormida, como muerta, debajo de su cuerpo.
Le dolía la cabeza y tenía la lengua pastosa. No conseguía recordar cómo había llegado a este sitio que, desde luego, no era su hotel. Fuera, un pájaro emitía una nota sonora a intervalos regulares, una especie de silbido rítmico desconocido.
Al pulsar el interruptor de la lamparita, una luz difusa iluminó la estancia. Miró inquieto la manga de su pijama: una prenda sedosa de color burdeos, que no era suya.
¿Dónde diablos me he metido?, se preguntó inquieto.
En su mente desfiló su viaje desde Nueva York a Madrid. Se había alojado en el Hotel Convención, un sitio céntrico, invitado por la cadena de televisión estatal, la Una, a dos pasos de Torre España donde se encontraba el estudio de grabación. Y sin embargo, a pesar de la cercanía, le habían escoltado dos guardias de seguridad desde el hotel hasta el estudio, como si fuera una personalidad importante y no un simple investigador en un laboratorio de biología.
––Profesor Salensky, ¿puede explicarnos brevemente en qué consiste la mitosis? ––había preguntado el locutor–– Usted afirmó que Marte es un ser vivo, que no se ha roto bajo un impacto, sino que se ha dividido en dos, poco a poco, como las amebas.
Él tuvo que puntualizar:
––No he afirmado nada, solo lo he supuesto. Visto desde el exterior el proceso es similar.
–– ¿Qué le pasaría a la Tierra si el hemisferio norte se separase del sur?
––Probablemente sobrevivirán las cucarachas, pero eso arrastraría una serie de cataclismos y cambios climáticos que quizá la raza humana no podría superar. Para empezar, los países situados a cada lado del ecuador formarían nuevos polos, zonas glaciares. Y como hay que tener en cuenta que la mayoría de los océanos se extienden por el hemisferio sur, puede que el Norte tuviera entonces un déficit de precipitaciones y se volviera zona desértica.
Como biólogo, no quería aventurar vanas suposiciones. Su trabajo consistía en evitar la proliferación de células tumorales, inhibiendo justamente la mitosis.
–– ¿Se podría evitar la mitosis?
––Si, desde luego, bastaría con modificar los cromosomas, o con destruir a tiempo el núcleo. A nivel microscópico eso es fácil, pero de momento no hemos sido capaces de alcanzar el núcleo terrestre, si bien es verdad que nunca se ha intentado.
Recordaba esas preguntas entre otras. La entrevista había durado más o menos treinta minutos.
Cuando salió de la emisora el presentador le invitó a un aperitivo en la cafetería. Reflejados por el cristal de una puerta del pasillo vio a los dos guardianes de seguridad que le seguían. Caminaban discretamente detrás de él a cierta distancia, enfundados en sus uniformes azul marino. No podía afirmar que fuesen los mismos que en el viaje de ida. Era como retroceder en el tiempo. Si había dejado la Unión Soviética para trabajar en Estados Unidos era, en parte, porque no podía soportar este perpetuo espionaje.
Mientras estuvo contestando algunas preguntas de un periodista que consiguió colarse a su lado en la barra – un tipo joven, del periódico El Reflejo, pero cuyo nombre no conseguía recordar–, los guardas no lo perdieron de vista. Como si fuese la joya de la corona.
Cuando el chofer le abrió la puerta del coche oficial para llevarle de vuelta al hotel, un Audi reluciente, los dos hombres habían reaparecido de repente. Se instalaron, flanqueándole en el asiento trasero. Algo innecesario, incluso un poco raro.
En algún momento tuvieron que desviarse de su ruta. Era de noche. A través de los cristales ahumados solo distinguía luces borrosas de escaparates, halos de colores y faros de vehículos. Luego nada. No recordaba nada en absoluto. Debió de quedarse dormido en el asiento trasero del coche.
Quizá le habían administrado algo, unas gotas de un potente somnífero en el Martini que dejó abandonado un momento en la barra cuando fue al servicio.
De repente le pareció ser el protagonista de una novela negra, y no tenía gracia. Ninguna gracia.
Deslizó un pie fuera de la cama y se calzó unas chanclas de piel que parecían esperarle.
¡Hasta saben mi número! Parece que lo saben todo de mí.
Tanteó la puerta blanca al lado del armario: el baño. Luego se precipitó sobre la otra. Giró el pomo y comprobó con alivio que no estaba cerrada con llave. Avanzó de puntillas por un corredor enmoquetado cuyas ventanas daban a una especie de parque con grandes árboles y zonas de césped. Mientras miraba afuera le sobresaltó una voz:
–– ¡Ah! Señor Salensky, veo que se ha despertado. Me presentaré: soy David Levy. ––El hombre le tendió una mano con dedos rechonchos. No mediría más de un metro setenta, moreno, medio calvo y con gruesas gafas de miope. En cuanto se vista, desayunaremos juntos. Aquí le esperaré, y señaló una puerta con el dedo.
––A usted no le conozco ––farfulló el profesor, que cegado por la ira casi no podía articular palabra. El corazón le latía desbocado. Se acordó de que no se había tomado las pastillas para la tensión y debía tenerla por las nubes. ¡Solo faltaba que le diese un infarto!
–– ¿Con qué derecho me tiene retenido? ¡Ni siquiera sé donde me encuentro!
––No se enfade. Quizás mi nombre no le sugiere nada, pero enseguida le daré toda clase de explicaciones. Hasta luego, señor Salensky. Y, por favor: no está preso.
Considérese mi invitado de honor.
3-Un empleo precario
Dos días después de la desaparición del profesor, nada más llegar por la mañana a la sede del periódico, encontré en mi mesa una nota escueta de la secretaria: Miguel Ángel, el jefe quiere verte.
Mientras caminaba por los pasillos recién fregados, repasé mentalmente todas mis actuaciones de los últimos días para detectar lo que podría haber hecho mal, pero no encontré nada llamativo. Quizá me excedí la víspera cuando salí a comprar tinta para mi impresora de casa. Tardé media hora y puede que el cabrón se enterase. Desfilaban por mi cabeza una serie de excusas posibles, como por ejemplo, la necesidad de una medicina que me había olvidado en mi piso y cosas por el estilo; pero tuve que guardar mi arsenal de trolas.
El hombre me hizo sentar muy amablemente e incluso me alargó el estuche de los cigarrillos, unos Winston con filtro. Por lo visto se había enterado de que fumaba, a pesar de todas mis precauciones. Como sospeché que podía tratarse de una trampa, rehusé, y le dije que intentaba dejarlo.
Del cajón del escritorio, sacó un billete de avión de ida y vuelta a Bruselas. Solo uno. No podré llevarme a mi novia, pensé. Cuando hablo de Alejandra, siempre digo: mi novia.
––Ahora mismo te vas a casa y preparas lo que puedas necesitar ––ordenó el mandamás. Dentro de tres horas sale tu vuelo. Informarás a la redacción de las decisiones tomadas por los jefes de gobierno que se reúnen urgentemente en la sede de la Comisión Europea.
–– ¿Y si no puedo volar? ––Sugerí ––Ya sabe, los controladores aéreos están últimamente muy díscolos, amenazan con huelga. Sin embargo, a todos nos gustaría tener sus sueldazos. Son unos cabrones.
––Arréglatelas como puedas. Si no hay vuelos, vas en coche, o en tren, o a lomo de camello, me da igual. Y si no llegas, quedarás despedido. Es un asunto trascendental. Cuento contigo.
¡Siempre tan simpático! Por otra parte estaba satisfecho, pues si este segundo artículo que tendría que redactar llegará a ocupar también una primera plana, quizás podría pedir un aumento de sueldo.
Antes de marcharme llamé a Alejandra.
—Vos, ¿de qué habláis? —dijo con su encantador acento de Buenos Aires. ¡He sacado entradas para el teatro para mañana a las ocho! Bueno, a ver si encuentro algún guapetón que quiera acompañarme. No te preocupes, pasaré por tu casa a dar de comer al gato.
—Lo siento. Te quiero.
— ¿Sientes quererme? O ¿sientes marcharte? —preguntó guasona. Y se despidió con un beso telefónico.
4- En Bruselas
El edificio de la Comisión Europea en Bruselas es una construcción moderna. La fachada acristalada reflejaba aquel día el cielo gris poblado de nubarrones. Cerca de la entrada, un par de golondrinas yacían muertas en el césped después de estrellarse, sin duda, contra el engañoso espejo.
La sala de prensa estaba a rebosar. Corresponsales de todo el mundo se apiñaban delante de las pantallas gigantes que retransmitían las reuniones. El presidente de turno, el francés Pierre Delatour, abrió la sesión:
Citoyens de l’Europe… bramó el hombre. Solo un francés, o quizá también un italiano, pueden ser tan grandilocuentes. Me puse los auriculares para escuchar la traducción al castellano. Me habría gustado que fuese directamente al grano, sueño imposible. Lo mismo que en las películas francesas, siempre hay demasiado bla, bla, bla… se trata de un pueblo cerebral y literario; todo lo contrario de los sajones.
Por fin expuso los hechos y subrayó la necesidad de una pronta decisión común. Se pueden hacer dos cosas ––dijo––: dejar que el fenómeno siga su curso si empieza la división del globo, o intentar intervenir para evitarla.
––De momento no hay ningún indicio de que vaya a ocurrir ––aseguró tranquilizador––, pero es imprescindible prever el fenómeno. Habrá una reunión del G20 dentro de un mes y los estados de la Unión Europea deben presentar un frente común.
El hombre estuvo casi una hora hablando.
Me habría gustado tomarme un café y fumarme un pitillo, pero no quise alejarme un solo instante por temor a perder mi sitio. Rebusqué febrilmente en mis bolsillos, saqué una goma elástica, un par de tornillos, pañuelos de papel y una pastilla para la tos. Mejor que nada: el sabor mentolado me refrescó la boca. Me maldije por no haber sido previsor. Podía haber traído un termo de café, o de té, como la china a mi lado. Le sonreí mientras pensaba cómo seducirla para que me invitara, así que le señalé el termo con el dedo. No conocía su idioma y mi inglés era muy deficiente.
Si, lo sé, un periodista no puede andar por el mundo en estas condiciones. Menos mal que el jefe todavía no se había enterado.
La chica sacudió la mano como si alejará un moscón. No hacía falta ningún idioma para comprender que la molestaba. Como último recurso ladré bajito, muy bajito, y doblé mis patitas delanteras. Mi actuación de perrito mendicante no le hizo ninguna gracia porque me echó una mirada furibunda.
Con todo eso, me había perdido el nombre del orador de turno: un geólogo alemán, un tipo flaco de rostro rubicundo y casi calvo. De momento, en mis notas, tuve que llamarle Schmidt.
––Siempre se han pospuesto los créditos para la investigación del núcleo terrestre y se ha dado prioridad a los viajes espaciales, más vistosos ––se quejaba amargamente–– Si los gobiernos dedicasen más dinero a la ciencia no estaríamos en está situación.
El presidente le interrumpió, recordándole que de nada servía lamentarse y que estaba aquí para explicar de qué forma se podría neutralizar al núcleo terrestre.
El geólogo recordó brevemente las tres partes fundamentales del planeta: corteza, manto y núcleo, y sus dimensiones.
––Jamás se ha llegado a alcanzar la profundidad del núcleo. No se puede perforar tan profundo. No hay aparato que resista estas presiones, ni tan altas temperaturas. La única solución, quizás, sería provocar explosiones nucleares subterráneas de gran potencia en zonas de fallas, donde la corteza terrestre presenta ya fisuras. Lo más eficaz sería intentar perforar la falla de San Andrés que abarca muchos kilómetros de longitud y es bastante profunda. Pero, claro, discurre cerca de San Francisco.
Silencio súbito en la sala.
––Tenemos también fallas importantes en África –añadió después de reflexionar––. En el cuerno de África, y en la parte central. Pero probablemente eso provocaría fuertes terremotos. Y por tanto podría dar lugar a una serie de radiaciones nocivas en superficie.
Pierre Delatour se secó el sudor del rostro con un pañuelo de los de antes, un ancho pañuelo blanco de batista, y retomó la palabra.
Me pregunté si tendría sus iniciales bordadas. Mi abuelo si las tenía.
––Como comprenderán, descartaremos la falla de San Andrés ––anunció el francés––. Tendremos que actuar en África, indemnizando por supuesto a los países afectados.
Nadie protestó.
Eran las doce y media y se levantó la sesión hasta las tres.
Todavía en la sala de prensa, oímos regocijados al primer ministro italiano proponer el cuerno de África, creyendo los micrófonos cerrados, porque nos libraría de los piratas. Y añadió que si se arrasara Somalia no se perdería gran cosa, ya que son poblaciones que no saben organizarse. Las tribus se masacran entre sí y se mueren de hambre.
En la pantalla no distinguí con quien estaba hablando.
Todos los corresponsales, como buitres hambrientos, devoramos encantados aquella sabrosa declaración.
Me olvidé de mi amor chino fallido. Con un pitillo sin encender en la comisura de la boca, me precipité fuera a la busca de un sitio donde comer.
5- Hogar, dulce hogar
―Y ahora viene lo mejor −anunció mi madre al volver de la cocina con una fuente humeante tapada con papel de aluminio, que descubrió delante de Alejandra―. Sírvete mientras está caliente.
Alejandra se dividió en dos…, pero no como Marte.
Sabía muy bien lo que le pasaba; no era la primera vez. Por una parte una Alejandra que le agradecía la atención a mi madre, y por otra un puma carnívoro que lamentaba que la carne espesa del churrasco, dorada por fuera, no estuviera casi cruda por dentro.
Ya se lo había explicado; los españoles somos capaces de devorarnos los unos a los otros con ferocidad pero, aunque pueda parecer lo contrario, no somos muy lobunos; solo comemos carne muy hecha.
Después del melón, brindamos con champán por el cuarenta y dos aniversario de boda de mis padres. Todo un record. Quizás habían durado tanto porque cada uno iba a lo suyo. Mi madre de merendola cada jueves con las amigas y mi padre asistía los martes por la tarde a unas tertulias en el café Lyon. Por tanto se solían encontrar, bastante relajados, en la mesa de la cocina a la hora de comer.
Entonces, después del postre, mi sobrina Marina me preguntó:
—Tio Mig, ¿puedo plantar las semillas del melón en el jardín? ¿No le hará daño a la Tierra?
¡Demonio!, hasta las niñas de ocho años se habían enterado que el planeta era un ser vivo.
—No, corazón, no le harás daño. —contestó mi madre. Cuando te pones un lazo en el pelo no te duele, ¿verdad?, pues a la Tierra tampoco le duele si se hace un agujerito para plantar semillas.
—Anda, piojito, luego iré a ver lo que has hecho —dije.
Y no le gustó nada eso de piojito. Le debió recordar el champú maloliente al uso contra las plagas del colegio.
Tuve que explicarle que todos éramos piojos, ya que además de pulular sobre la piel de la Tierra no parábamos de destrozarla.
— No le hagas caso al tío Mig, él es peor que un piojo —dijo su padre—. Es una chinche.
Una reflexión muy propia de mi hermano mayor. Menos mal que solo tengo un hermano.
Dudo de que la niña supiera lo que era una chinche, pero que yo fuera algo peor que un piojo la dejó satisfecha.
—Y tú, dadas las circunstancias, ¿qué vas a hacer? ¿Te quedarás aquí, o volverás a la Argentina? —le preguntó mi padre a Alejandra.
Él hubiera preferido una novia española. Lo sé.
¿Por qué lo sé? No sé por qué lo sé.
Pero, lo sé.
Alejandra me miró indecisa, pasó un brazo sobre mi hombro y depositó un beso en mi mejilla. Se apresuró a explicar que todavía no era muy claro lo que pudiera ocurrir, así que de momento no había tomado ninguna decisión. Añadió que al ser hija única no iba a abandonar a sus padres a la deriva en el espacio, pero tampoco quería separase de mí.
—Quedaremos juntos ante la adversidad —repliqué al devolverle el beso y nos miramos riéndonos.
Mi madre nos observó desconfiada.
—No dejaré que te vayas a la Argentina. Esperemos que todo quede en un susto. De momento no pasa nada ¿verdad? Bueno, serviros un poco de pastel.
La víspera por la mañana Alejandra había hecho una serie de gestiones, intentando convalidar su título de veterinaria para poder ejercer en España, en vez de mal vivir impartiendo clases de tango en una academia; así que estaba dispuesta a quedarse.
Y para no perder la destreza, esta misma tarde íbamos a castrar a Rock and Roll. Eso de íbamos era un decir porque yo no pensaba mirar siquiera.
— ¡Pobre gato! ¿Por qué no lo dejáis como está? —suspiró mi madre.
—Meándose por toda la casa y maullando como una criatura en pena. ¿Sabes lo que pasa?, creo que ha visto demasiados documentales en la tele. Enroscado en el sofá, ronronea como si nada…, pero se fija. Entreabre un ojo amarillo, y venga leones, y osos, y jaguares y más bichos, todos echando chorros de orina para marcar territorio.
¿Harán lo mismo israelíes y palestinos?
A veces se me disparan preguntas tontas difíciles de responder.
Cuando mi madre trajo la cafetera, saqué la caja de bombones comprada la víspera en el aeropuerto de Bruselas. Sé que adora el chocolate. Se abalanzó, como siempre, sobre uno de licor envuelto en papel rojo brillante.
Arrastré a Alejandra hasta la cocina. Tuvimos que rebuscar bastante tiempo en el cajón de la mesa repleto de medicinas antiguas. Nunca se tiraba nada, por si acaso. Hasta que por fin encontramos una caja amarillenta por el paso del tiempo, que contenía todavía algunas pastillas para dormir. Se las había recetado el médico a la abuela un par de años antes de su muerte.
—Están caducadas —aventuré después de leer la fecha sobre el envase−. Llevan casi un año caducadas.
— ¡Bah! Para un gato, no importa. Pero tendremos que marcharnos en seguida porque habrá que esperar unas horas hasta que la droga le haga efecto.
Al volver al comedor, vi como mi padre acababa de desplegar el periódico sobre la mesa. Aunque no decía nada, creo que estaba orgulloso de ver mi artículo en primera plana.
Entonces mi hermano Pedro se levantó y salió al jardín a fumar un pitillo.
Lo que pasa es que soy una chinche periodista y mi hermano un piojo administrativo en el Ministerio de Asuntos Exteriores. Eso es lo que pasa.
6-Un progreso científico
Cruzaron el parque hasta llegar a un edificio de ladrillos rojos con ventanas enrejadas que parecía una cárcel. David Levy aplicó la palma de la mano derecha sobre una pequeña pantalla de cristal empotrada en la pared, una luz verde parpadeó un instante y después de una serie de crujidos la puerta se abrió. Una puerta metálica blindada, como pudo comprobar Igor Salensky.
—¿No pensará encerrarme aquí dentro? —preguntó a su anfitrión en un tono que pretendía ser bromista.
Después del copioso desayuno, se sentía algo mejor. Estaba alerta. No se quería perder ningún detalle de su entorno por si tenía ocasión de huir. Ya no era joven y todos estos últimos años había descuidado el ejercicio físico, lo que ahora lamentaba, así que no podría correr, ni saltar por una ventana. Tendría que ser astuto, muy astuto. Quizá lo mejor sería seguirles la corriente de momento hasta que confiasen en él. Desde luego, a nadie se le rapta solo para ofrecerle un magnífico puesto de trabajo, como parecía ser el caso.
—Quiero que vea algo y luego decida, sin prisa. Tranquilícese. No está secuestrado. Nada más lejos de mi mente. Simplemente nos gustaría que cooperase.
El laboratorio estaba situado en la primera planta. Para acceder se necesitaba introducir un código de siete cifras. Desde dentro una serie de chillidos denotaban la presencia de animales.
A lo largo de la pared se alineaban unas cuantas jaulas, y unos empleados con batas blancas, gorro y mascarillas se afanaban de un lado para otro. Incluso uno de ellos se desplazaba en silla de ruedas. Se lo presentaron como Peter Wright, doctor en biología por la Universidad de Minneapolis, un colega interesante.
−Póngase esto −le apremió su acompañante mientras se enfundaba él también el mismo atuendo.
“Así disfrazado me podrían confundir con cualquiera de los empleados”, pensó el profesor. “Si supiera algo más de este sitio sería un buen momento para escapar.”
Acompañados por Peter Wright, se pararon delante de las jaulas de dos grandes simios. David Levy sacó una nuez del bolsillo del pantalón. Desde lo alto de una rama seca el chimpancé lo observaba con sus pequeños ojos brillantes, se descolgó hasta el suelo y pasó dos dedos a través de la malla metálica para agarrar la nuez, y luego cascarla con un leño que había en el suelo.
—Ahora observe −murmuró el señor Levy.
Repitió la misma operación con el animal de la segunda jaula, pero esta vez el chimpancé agarró el fruto seco y lo partió golpeándole contra el suelo.
—Como ve no ha utilizado el leño, pese a tenerlo a mano.
—Bueno, uno ha aprendido a utilizar herramientas y el otro no. No veo nada raro en todo eso.
—Ahí sin embargo está el milagro. Hace quince días pasaba lo contrario. El primer animal no sabía utilizar el leño y el segundo sí. Los hemos operado. Hemos intercambiado partes del cerebro de uno a otro. ¿Qué le parece?
Vieron también un par de gatos trasplantados, de una etapa anterior, pero uno había quedado ciego. Por lo visto, el nervio óptico daba muchos problemas. David Levy pensó que no era el momento de informar a su huésped de que para evitar ese tipo de complicación ahora intercambiaban en bloque toda la masa cerebral y los ojos. Cada cosa a su tiempo.
—Aquí es donde le necesitamos a usted —le apremió David Levy una vez salido del recinto. Al volver la cabeza hacia el laboratorio, Salensky descubrió que Peter Wright lo estaba observando desde una de las ventanas—. Usted es la persona que más sabe de células madre. Debo reconocer que hemos tenido problemas, no en los trasplantes sino en la cicatrización para restablecer las sinapsis entre las neuronas y las conexiones entre el cerebro y la médula espinal. Tenemos que regar la sutura con un chorro de células madre para regenerar las conexiones nerviosas y a veces ocurre una proliferación celular que da lugar a pequeños tumores. Como ve, necesitamos sus conocimientos, se trata de su especialidad.
Antes de volver al edificio donde se alojaba Igor, los dos hombres se habían sentado en un banco, frente a un estanque donde evolucionaba una pareja de cisnes negros.
—Entonces ¿no se trata de mitosis? Últimamente he tenido que viajar a países muy diversos para dar conferencias sobre el tema. Se ha convertido en una obsesión. ¡Con lo difícil que era obtener créditos para ese tipo de investigación!
David Levy se quitó las gafas que limpió con un pañuelo de papel. Sus ojitos de miope parpadearon al sol.
− La mitosis. Nos encantaría que la Tierra se partiera en dos si nos separase de Irán. Si no ¿par qué nos vale? Y catapultar a aquel país al espacio, pero por desgracia, no es posible. No, tenemos que idear otras soluciones. De momento, queremos especializarnos en trasplante cerebral. Como podrá comprender, eso abre un gran abanico de posibilidades al cambiar la mentalidad del individuo sin modificar su aspecto —.El hombre se quedó pensativo un momento antes de proseguir −.Necesitamos su cooperación para poder controlar la cicatrización. Usted, como judío, no podrá negarse a trabajar para los laboratorios Krubber, el más famoso centro de investigación israelí, como sabrá. Le dará prestigio. Aquí todos somos judíos y estamos en Jerusalén. Quizá no se habrá dado cuenta.
“¡En Jerusalén!”, exclamó para sus adentros, Igor Salensky. "¡Qué cabrones! Me habrán transportado en avión como un vulgar paquete."
— Ya le hablé de las condiciones −seguía diciendo el señor Levy, como si se tratase de una mera transacción comercial—: un sueldo, el doble de lo que percibe ahora, una casa con jardín que le gustara a su mujer, con todas las comodidades, y un laboratorio moderno a su disposición. Cualquier cosa que necesite lo tendrá sin restricción de crédito. ¿Qué más puede desear? Píenselo.
Y hablando de otra cosa, esta tarde le acompañaré a visitar la ciudad. ¿Quizá querrá rezar delante del muro de las lamentaciones?
No, necesitaba ningún muro para lamentarse de su situación, además le repugnaban los judíos ultra ortodoxos con sus tirabuzones y sus sombreros negros, pero había decidido llevarle la corriente a su anfitrión hasta comprender de qué se traba exactamente.
— ¿Sigo sin entender por qué me raptaron? Lo lógico hubiese sido proponerme el cambio de trabajo. ¿No?
—No señor, no hubiese sido lógico. Antes de actuar hemos estudiado su perfil. A usted no le gustan los cambios. Va al trabajo siguiendo siempre el mismo itinerario. Se ha distanciado de su mujer pero no se separa y sigue poniéndose esa vieja gabardina beige aunque este raída. Un hombre de costumbres inquebrantables. Así que decidimos traerle a la fuerza porque también es un eminente científico interesado en nuevas investigaciones. ¿No tengo razón?
Sí, la tenía. Nunca en condiciones normales hubiera aceptado todos esos cambios.
7-Una operación delicada
—Mig, por favor, mantenle las patas traseras abiertas y no lo sueltes —ordenó Alejandra mientras se embutía unos guantes de plástico.
Rock and Roll yacía despatarrado sobre un lecho de periódicos viejos encima de la mesa de la cocina, un trocito de lengua rosa asomaba por su boca así como dos rendijas amarillas entre el pelaje negro de su cara.
— ¿No estará muriéndose? —pregunté asustado—, no le veo buena pinta.
De repente sentí que me mareaba. Solté las patas del animal, agarré la botella de coñac del estante sobre la pila y eché un trago directamente del gollete. Ella me miró furibunda. Ya estaba retorciéndole los testículos al gato, haciendo un torniquete.
—Agarra —gritó. Ató un cordón justo por encima de los huevos y cortó—. Ya está. Terminado. Como ves, es muy sencillo, al alcance de cualquiera. Pasó un algodón con un desinfectante encima de la herida y depositó el animal en su cesta.
Entonces me puso en la mano el par de testículos, y la odié. Si, la odié, aunque el gato no había rechistado.
¿Podría casarme con una mujer así? Cada vez que deslizaría la mano hacía mi bajo vientre empezaría a preguntarme, y si…, y si…Bueno, de momento más valía no pensar en ello. Saqué del armario una lata de paté de atún para gatos, capaz de resucitar a cualquier minino, y la dejé abierta al lado de la cesta.
—Tardará todavía un par de horas en recuperarse —dijo Alejandra—; si quieres mientras tanto saldremos a tomar unas cervezas.
Pasé la mano sobre el lomo de Rocky. Parecía una piltrafa, pero la piel sedosa estaba cálida.
Antes de salir, llamé al periódico. Se puso Carmen.
Carmen era la encargada de redactar los sucesos: las riñas, los apuñalamientos y ajustes de cuentas. Tendría unos treinta años —nunca comentaba su edad—, la melena larga y oscura y una cara risueña. Al verla nadie se la imaginaría contemplando cadáveres muy poco presentables en general, personas con la cara destrozada por un tiro, sangre por todas partes; sin embargo Carmen los observaba sin desmayo y, a pesar de que todo el mundo usaba medios electrónicos, ella tomaba notas en un bloc que le habíamos regalado por Navidad, con pájaros de colores en la tapa.
Una chica muy amable. Había intentado llevármela a la cama un par de veces después de invitarla a cenar, pero, por lo visto, no estuvo lo suficientemente borracha para aceptar.
Sin embargo, tenía sus peculiaridades. En la oficina no se le podía pedir café, porque entonces su mirada se volvía oscura. Teníamos, y seguimos teniendo, una máquina de café en el pasillo, al lado de la sala de redacción; no hay ni siquiera que bajar escaleras. Basta introducir una moneda en la ranura. Por supuesto no pretendíamos tener un café gratis, siempre adelantábamos el dinero, pero era como si no nos oyese, pasaba de largo.
Entonces lo habíamos comentado entre nosotros.
––Ya no se puede pedir nada a las mujeres, es como si intentarás violarlas, ––había dicho Abelardo, el encargado de la sección cultural—. Han cambiado los tiempos. Bueno, hace mucho que cambiaron. En seguida nos tratan de machistas… y solo por pedir un café. Tendremos que unirnos para protestar contra el hembrismo.
En eso estábamos todos de acuerdo.
Abelardo tenía sesenta y ocho años y le faltaba dos para la jubilación.
Carmen me preguntó si iba a asistir a una manifestación en la Puerta del Sol, a las ocho. Unos chalados organizaban un acto de desagravio a la Tierra. Ya sabes, unos cuantos melenudos que cantan, bailan, y encienden velas; lo de siempre. Le dije que no. Solo deseaba informarme de si se sabía algo del profesor Salensky, si había aparecido su cadáver en algún sitio, o si alguien había pedido rescate. Nada de nada.
8- Minusvalía
Antes de afeitarse Igor Salensky desplazó la silla de ruedas hasta el lavabo. Estaba furioso. Después de cinco días todavía le costaba manejar aquel artilugio, y sobre todo nunca se acostumbraría a aquel extraño cuerpo. Se pasó la mano por las mejillas y notó debajo de los dedos las puntas ásperas de la barba naciente. Ni siquiera en su juventud había sido tan velludo. Cuando miró su imagen en el espejo del cuarto de baño tampoco le gustó su melena negra rizada, reconoció inmediatamente la cara del doctor en biología que le habían presentado días atrás en el laboratorio. Esos cabrones le habían tratado como un vulgar simio de laboratorio. Ahora el conjunto de su cerebro y de sus ojos estaba alojado en el cuerpo de aquel tullido. ¿Por qué? Probablemente porque no quiso colaborar, porque echó a correr por el parque en un ridículo intento de huida. Ahora sí que no podía moverse. ¿Y su cuerpo? ¿Dónde andaría su antiguo cuerpo?
Entonces el profesor concentró toda su voluntad en levantarse de la silla de ruedas, pero las piernas no le obedecieron. Permanecían inertes, muertas como si fueran objetos ajenos. Hubiera podido pellizcarlas o quemarlas con la punta del cigarrillo sin notar dolor. Así que era verdad, aquellos cerdos eran capaces de trasplantar cerebros de un individuo a otro. ¿Cómo se llamaba aquel científico en silla de ruedas? Wright, Wright,… Sí, Peter Wright. Un colega biólogo que se interesó mucho por sus investigaciones. Ahora comprendía por qué lo miraba de arriba abajo con tanto detenimiento, como si quisiera recordar cada detalle de su persona. Iba a heredar su cuerpo, más mayor que el suyo, pero podría andar. Una nueva oleada de cólera le invadió. Así que el tal Peter ahora podría suplantarle.
¡Maldito sea!, ¡cabrones!, rezongó. Resultaba muy difícil vestirse en esas condiciones, Igor Salensky tardó veinte minutos en ponerse los calcetines y los pantalones. Nada más acabar, entraron sin llamar a la puerta David Levy acompañado de un médico.
—Veo que se las ha arreglado bastante bien. ¿Cómo se encuentra?
El médico lo examinó. Con unos golpecitos en las rodillas comprobó los reflejos y le tomó la tensión.
—Ha sido todo un éxito −dijo, y una sonrisa de satisfacción iluminó su rostro−. Se tendrá que acostumbrar a su nueva situación, eso le llevará algún tiempo, pero lo conseguirá.
— ¡Cabrones! Son unos cabrones −gritó el profesor fuera de sí.
Le salió una voz ronca que le desconcertó. Con la fuerza de los brazos consiguió alzarse en la silla, pero las piernas muertas le obligaron a sentarse de nuevo.
—No se altere. En cuanto veamos que colabora le devolveremos su cuerpo, u otro más joven quizá. Y si no quiere que su cerebro recién transplantado se llene de tumores más le valdrán facilitarnos sus conocimientos. De aquí en adelante usted será el señor Wright. Ya le daremos las informaciones necesarias.
—Los denunciaré. No crean que se saldrán con la suya —chilló el profesor.
—Inútil, señor Salensky. Sería perder el tiempo. ¿Quién se lo iba a creer? Nadie sabe nada de nuestros trasplantes. Su aspecto, sus huellas digitales son las de Peter. Sus colegas jurarían que es Wright. A lo sumo, lo que conseguiría es que lo encierren una temporada en un manicomio, y, créame no sería divertido. Aduciremos que ha sufrido un atropello y que ha perdido parte de la memoria.
¿Qué hacer? ¿Una huelga de hambre? Se dejaría morir poco a poco, así se fastidiarían, no podrían acceder a sus descubrimientos, pero entonces ¿quién habría muerto? ¿Wright o Salensky? Porque a fin de cuentas ¿quién era él ahora?
No. Decidió que para vengarse tenía que vivir, tenía que aprender a desenvolverse dentro de sus limitaciones y cuanto antes mejor.
9-
Vida matrimonial
Sentada a la mesa de la cocina, Alice Salensky mojó una magdalena en su taza de té. El bizcocho se hinchó para luego disgregarse en gruesas migajas que se hundieron en el fondo de la taza mientras ella reflexionaba. No se lo acababa de creer, su marido había cambiado, y cosa inverosímil había cambiado para bien.
Desde su desaparición tras su comparecencia en la televisión madrileña, de eso hacía quince días, nadie sabía donde se había metido. Como lo reclamaron en Bruselas, donde tenía que intervenir en una conferencia de la Unión Europea, no tuvo más remedio que señalar su desaparición, rogando en su interior que no volviera nunca. Lo buscó el FBI y no lo encontró. Esos quince días le habían parecido unas vacaciones muy agradables. Para qué quería tener a un hombre que andaba como un zombi por la casa, que se tragaba la comida sin ni siquiera fijarse en el plato y desayunaba por la mañana con la nariz en el periódico, sin mirarla jamás, como si ella fuera un viejo mueble a pesar de ser unos quince años más joven que él. Luego depositaba un leve beso en su frente como un autómata antes de desaparecer camino del laboratorio.
Con la cucharilla pescó las migas de la magdalena y se las metió en la boca. ¿Dónde había estado todo ese tiempo? Dijo que no se acordaba. Una especie de amnesia. A ella le tenía sin cuidado. El caso es que había cambiado.
Sacó el móvil de su estuche y llamó a Linda.
—Ya sé que has recuperado a tu marido, ¡pobre de ti! —exclamó su amiga nada más descolgar—. Todos los periódicos comentan su extraña reaparición. ¿No te parece raro que no recuerde nada de lo que pasó? Puede que haya echado una cana al aire y que disimule, ¿no crees? Aunque, perdona por decírtelo, no imagino a ninguna mujer lo suficientemente desesperada como para ligar con él.
Con el móvil sujeto entre el hombro y la oreja Alice aclaró la taza debajo del grifo y limpió la mesa. Ahora Linda, su mejor amiga, esa arpía que despedazaba sin piedad a todos sus conocidos, se iba a enterar.
—La noche pasada hemos hecho el amor, como nunca —dejó caer. Se produjo un silencio al final de la línea—. Y además ha decidido ponerse en forma, así que en vez de coger el ascensor baja los diez pisos por las escaleras. Dice que es maravilloso tener piernas que funcionan, que nunca nos fijamos en ello, pero que es una bendición. Un poco raro, ¿no? Tiene un montón de proyectos, se va a apuntar a un gimnasio y quiere que salgamos. ¿Te imaginas a Igor yendo al teatro? Un verdadero milagro. Es magnifico, ¿no te parece? Lo debe de haber pasado muy mal porque ha vuelto que parece otro, cariñoso, atento. Me quiere, no hay duda. Nunca creí que el amor podría renacer entre nosotros, pero así es.
—Si es como tú dices: está chalado, no hay duda.
La voz de Linda se oía mal, con un rumor de fondo salpicado por los ladridos de un perro.
―¿Puede que haya tenido algún accidente? ¿O lo habrán llevado a Lourdes? Por lo menos si es para bien esperemos que le dure. ¡Alice, que disfrutes de tu nueva luna de miel! Me alegro por ti, pero, como ya sabes, yo nunca he creído en los milagros. Oye, querida, te tengo que dejar, estoy camino del supermercado y hay un ruido infernal. Acuérdate de que el martes hemos quedado para comer. Chao. Tenme al corriente.
10- Futuros suegros
Mientras yo encargaba una ración de pulpo a la gallega, Alejandra, acodada a la barra, observaba cómo se deshacía la espuma en su vaso de cerveza.
―Mig, te tengo que pedir un favor ―dijo después de masticar una croqueta de pollo―. Van a llegar mis padres el viernes veintidós y no sé donde alojarlos. Había pensado que quizás podrías cederles una habitación ya que tienes tres sin usar.
Casi me ahogo con una aceituna. ¡Sus padres en mi casa! ¡Con todas las habitaciones de hotel que hay en la ciudad!
¿Pero tú has visto en qué estado están? Son absolutamente impresentables, llenas de trastos y sin pintar.
Todo eso por haber heredado ese piso viejo de mi tía abuela, un piso enorme con largos pasillos que se abren camino como anacondas entre habitaciones destartaladas.
Alejandra me miró, una sonrisa cautivadora en los labios. Alejandra puede ser irresistible. Con su aureola de pelo rizado, a veces parece un ángel, y ¿quién dice que no a un ángel?
―Tú no te preocupes ―añadió―, me encargaré de todo. Además, solo necesitarán un cuarto. Le daré una mano de pintura y puedo acondicionar algunos de los viejos muebles. Todo quedará como nuevo.
Se acercó y depositó en mis labios un beso liviano que tenía todavía el sabor amargo de la cerveza.
Así que dentro de quince días tendré a Marta y a Leopoldo en mi casa. Marta pinta paisajes horrorosos según su hija, eso es lo de menos, siempre podré tirarlos cuando se vaya, ¡pero Leopoldo! Para empezar, ya nadie se llama Leopoldo. Y además, y eso es lo peor de todo, es psicoanalista y psiquiatra y no sé que más. Me veo tumbado en el sofá del salón y su papá sentado en una silla a mi lado preguntándome:
―Explícame por qué quieres a mi hija, ¿Crees que será un amor duradero?
Los psicoanalistas padres también pueden hacer preguntas tontas. ¿Por qué no?
Y yo busco en mi subconsciente. Lo primero que me viene a la imaginación es el algodón de azúcar, ese que se vende en las ferias. El bien denominado barbe a papá. Me chiflaba de pequeño. Me ponía la cara pringosa cada vez que iba al parque de atracciones, y me sigue gustando hoy en día. Cuando salgo con mi sobrina siempre compramos. Por eso, por eso mismo creo que seguiré amando a su hija hasta el final de mis días, o de los suyos; si bien los hombres solemos morirnos antes. Cada vez que toco el pelo rizado de Alejandra, todos esos muellecitos negros que forman su cabellera se hunden suavemente, igual que el algodón de azúcar, y en mi mente se forman recuerdos gratos de mi infancia. Así que, no hay duda, la amaré siempre. A no ser que se quede calva, claro.
―Despierta ―me susurra Alejandra al oído al mismo tiempo que me descarga un codazo en las costillas―. Si no espabilas, cuando quieras darte cuenta me habré comido toda la ración de pulpo. Está delicioso. ¿En qué estabas pensando?
―Intentaba imaginar por qué me quieres ―miento descaradamente.
―Porque eres mi osito ―dice, categórica, mientras me introduce en la boca un trozo de tentáculo, con todas sus ventosas, pinchado sobre un palillo―. Tenemos que regresar para ver como está Rocky, ¿no te parece?
Camino de casa, me quedo más tranquilo. Somos una pareja estable. Ella sigue amando a su viejo osito de peluche hasta el punto de traérselo de Buenos Aires; un osito destartalado. Entonces me amará incluso cuando envejezca.
¿Por qué no se indaga ese tipo de cosas antes de celebrar los matrimonios?
No me lo explico.
11- Un duro oficio
Debido a la crisis económica que no terminaba el director del periódico se negaba a subirme el sueldo, así que no tuve más remedio que plegarme a sus exigencias cuando me ordenó escribir un artículo sobre las medidas tomadas en Europa para hacer frente al cataclismo que nos esperaba: la mitosis terrestre. Si rechistaba podía verme sustituido en cualquier momento por algún periodista novato ansioso por colarse en la redacción de un periódico importante, aún a cambio de una paga miserable.
Los gobiernos de la Unión Europea están tomando las primeras medidas frente al posible desdoblamiento del globo en Tierra I y Tierra II−empecé a teclear en la pantalla del ordenador después de trazar graciosos arabescos con la flecha del ratón en la página en blanco −. Para no gastar más dinero de lo necesario, Francia ha decidido reutilizar uno de sus satélites geodésicos que ya tenía en órbita, el Stella, para detectar cualquier movimiento sospechoso de la corteza terrestre.
Todo eso no tenía nada que ver con mis estudios de biología, pero al gran jefe no le importaba, así que me tuve que sumergir en Internet en busca de información.
Stella es el nombre de un satélite artificial francés. Lanzado en septiembre de 1993 desde el puerto espacial de Kourou, en la Guayana Francesa.
Es un satélite pasivo utilizado para realizar mediciones geodésicas. Se trata de una esfera densa de aleación de uranio con 60 reflectores láser en su superficie que permiten mediciones geodésicas muy exactas para determinar, con precisión de hasta 1 cm, el geoide, las mareas terrestres y oceánicas y movimientos tectónicos. Toma los datos desde una altura media de ochocientos kilómetros.
Probablemente muchos de los lectores no habrán oído hablar de la geodesia. Qué hagan como yo, que busquen. ¡Pandas de vagos, que solo hablan de fútbol! Ya tendrán balones cuando la tierra se divida.
Cualquier anomalía, por tanto, sería inmediatamente detectada dado el grado de precisión del aparato; y además contamos con la presencia en el espacio de un cierto número de satélites geoestacionarios justo encima del ecuador, a treinta y seis mil kilómetros de altura, cuya velocidad de desplazamiento está sincronizada con la de la rotación terrestre de manera que si se observan al telescopio parecen fijos en el firmamento.
Como sabrán los lectores, estamos rodeados por un sinfín de aparatos que no solo nos vigilan y nos suministran todo tipo de información, sino que también nos amenazan desde el espacio.
A mí, esto me parecía mucho más preocupante que la división de la Tierra. Deberíamos siempre pasear con paraguas por si acaso.
Unos artefactos nucleares recorren el cielo, listos para ser disparados en cualquier momento. Forman parte del secreto militar. Existen más de cinco mil satélites artificiales girando sobre nuestras cabezas. ¿Qué sabemos de ellos? Casi nada.
Hay que ser muy listo para construir esos aparatos y ponerlos en órbita, y muy imbéciles para arriesgar la vida de la humanidad, escribí furioso, con tinta roja. De vez en cuando, necesito plasmar mis opiniones personales aunque luego tenga que borrar la frase antes de mandar el artículo al jefe.
¿Qué pasará cuando se estropeen? Nos aseguran, para tranquilizarnos, que serán destruidos por el roce con la atmósfera antes de alcanzar la superficie terrestre, pero todos sabemos que los gobiernos no son de fiar, cuentan las mentiras que creen oportunas cuando les convienen. Basta recordar el escándalo de Wikileaks; todos esos documentos secretos que salieron a la luz en el año 2010. Los jefes de gobierno tratan al pueblo como un rebaño de ovejas, ocultándole la existencia del matadero. Así que puede ser que todo ese material radioactivo que nos rodea nos aniquile mucho antes de que se produzca la propia mitosis.
Levanté la vista y, a través del cristal de la mampara vi a Carmen que me sonrió y me hizo un gesto amistoso con la mano.
Conté unas cuantas cosas más para rellenar el espacio dedicado a mi columna en la portada del periódico y con un clic mande el artículo al director para su aprobación. Cinco minutos más tarde, en vez de su beneplácito, recibí la orden de comparecer cuanto antes en su despacho.
−Podrías omitir algunos detalles técnicos. No creo que a los lectores les interesen los sesenta reflectores láser del Stella ni el material utilizado en su fabricación. Y tu artículo es un poco catastrofista. ¿No te parece?
¿Qué deseaba? ¿Que volviese a redactar mi artículo convirtiéndole en un escrito inocuo? Me negué. Aduje que se trataba de una columna científica y si queríamos tener credibilidad teníamos que atenernos a datos técnicos precisos. Si a algunos lectores incultos no les interesaban, siempre podían saltarse el párrafo o abonarse al Marca o a cualquier otro diario dedicado a los deportes.
El hombre se rascó la nuca con el extremo del bolígrafo mientras reflexionaba.
−Bueno, lo dejaremos tal cual −decidió de pronto−. Y para hablar de otra cosa, ¿has visto la tira gráfica de “El Pegote”? Me alargó por encima de la mesa la secuencia de viñetas de nuestro dibujante gráfico que hacían cada día las delicias de los lectores. Se titulaba, como no: mitosis.
En la primera imagen se veía el mapa de España con una especie de divieso en la zona catalana. En la segunda se desprendía una bolita; y por fin, en la última, la bola se alejaba en el espacio con la bandera catalana ondeando al viento y una voz exclamaba: ¡Quina pena! ¿A qui fastiguejar ara? (Según el traductor oficial de Las Cortes significaba: ¡Qué pena! ¿A quién fastidiaremos ahora?)
12-Una difícil suplantación
En el viaje de Jerusalén a Nueva York, el cerebro de Peter Wright, alojado en el cuerpo de Igor Salensky, se había sentido nervioso. Franqueó la aduana sin problemas después de que los funcionarios examinasen el pasaporte de Igor. Pero introducir la llave en la cerradura del piso del profesor y enfrentarse a Alice, la mujer de Salensky, le produjo pánico. Según las fotografías que le habían mostrado antes de marcharse era una persona de buen ver, de unos cuarenta y cinco años. Ya lo sabía todo de ella y de sus gustos, sin embargo le temblaba todo el cuerpo. Al abrirle la puerta ella lo recibió con toda naturalidad, pero sin mucha efusión. Y menos mal que su hijo Tommy vivía en Canadá. Encontrarse con un hijo postizo habría sido superior a sus fuerzas.
No tiene por qué sospechar nada, le había asegurado David Levy, antes de emprender el viaje. Al ver el cuerpo de Salensky su mujer jamás sospechara que no se trate de su marido. En cuanto a los ojos, los tuyos son de un gris quizás un poquito más claros que los del profesor, pero nadie se dará cuenta. Y si metes la pata lo achacará a algún accidente. Y así fue.
Pero se enfrentó a un nuevo reto cuando, el primer día de vuelta al trabajo, al querer entrar en el despacho del profesor, sonó la alarma. Primero había tenido que aplicar el dedo índice de la mano derecha sobre el lector digital situado al lado de la puerta de entrada del edificio. Hasta aquí todo fue normal y pudo franquearla sin problemas, pero nadie le había avisado que para acceder al despacho de Salensky tendría que situar el ojo ante una mirilla, que no era otra cosa que un lector del iris. Al minuto de dispararse la sirena, apareció el vigilante de seguridad.
−Parece que ese chisme ya no me reconoce −le dijo sin atreverse a mirarle a la cara.
El hombre, de uniforme, dio unos golpecitos con los nudillos en el cristal del aparato, sin éxito.
−Solo unos quince días sin aparecer por aquí y ya no quiere saber nada de usted −bromeó−. ¡Qué aparato más rencoroso! Tanta tecnología y luego no funciona. Todos nos alegramos de su vuelta −añadió, mientras lustraba la superficie del vidrio con un pañuelo de papel por si estuviera sucio−. Estuvimos muy preocupados por usted.
Después de varias intentonas fallidas para que funcionara, el hombre desapareció al final del corredor en busca de la llave.
Peter Wright, en pie en el pasillo, respiró rítmicamente para recuperar el sosiego. El corazón le latía desbocado en el pecho. Eso de sustituir a alguien le resultaba más difícil de lo que se había imaginado, siempre había cosas que ignoraba, aunque hasta ahora nadie había dudado de su identidad: él era Igor Salensky, algo mermado y con fallos de memoria debido a algún accidente, no aclarado, en el curso de su desaparición.
Después de inyectarle la anestesia para la operación de transplante de cerebro, se había hipnotizado al profesor para recopilar datos de su vida, sin embargo faltaban algunas informaciones esenciales que se habían pasado por alto; eso era inevitable.
Ahora mismo llamaré al técnico para reprogramar el aparato − dijo el vigilante después de franquearle el paso−. Lo curioso es que funciona con el resto del personal. Pero si usted ha sufrido un golpe en la cabeza puede que le haya afectado al ojo. Debería consultar a un oftalmólogo.
Tras cerrar la puerta, Peter Wright se dejó caer en el sillón delante del ordenador. Antes de actuar tenía que recuperar el aliento. Después de un rato quieto, se puso a registrar los cajones del escritorio. Bastante desorden, concluyó después de extraer una corbata arrugada y un tubo de pastillas para el ardor del estómago de entre una maraña de clips, lápices y papelitos diversos. Los colores tristones de la corbata no le gustaron y la tiró a la papelera, pero se metió las pastillas en el bolsillo del pantalón. Aquel cuerpo que había heredado necesitaba muchos cuidados; sería difícil remozarlo, pero algo se podría hacer. Si un día tenía que devolverlo a su dueño, aquel profesor malhumorado, quizás le agradecería las mejoras. Lo más difícil era acostumbrarse a las manos con esos dedos toscos y velludos; procuraba no mirarlas. Sin embargo, el hecho de tener piernas que funcionaran no tenía precio. No se cansaba de ir de acá para allá por el simple placer de desplazarse con entera libertad.
Antes de encender el ordenador, sacó su agenda del bolsillo de la americana, donde había anotado la contraseña de Igor
Salensky; una contraseña bastante tonta: kitty135. No se lo creían cuando el profesor lo murmuró entre sueños. Se la hicieron repetir dos veces hasta convencerse de que era verdad. También sacó dos pendrive de 20 gigas cada uno; más que suficiente para copiar toda la información relativa a los trabajos de investigación del científico sobre la mitosis y la producción de células madre.
Mientras el aparato copiaba archivo tras archivo, Peter Wright extrajo de la cartera una serie de fotos: los colaboradores de Salensky en el laboratorio; repasó los nombres escritos al dorso. Estaba enfrascado en aquella tarea de memorización cuando llamaron a la puerta. Antes de abrir, hizo desaparecer las fotos en un cajón, suspendió la tarea del ordenador, y después de un vistazo rápido a la habitación volvió a recuperar la corbata. Salensky no tiraba nada.
Se sobresaltó al oír un tiro: el disparo del tapón de la botella de champán cuando los colegas de Salensky entraron en tropel con una copa en la mano para celebrar su regreso.
13-Astucia
Aquel miércoles, el hijo de la señora de la limpieza no tenía colegio. Un cohete palestino, caído la noche anterior en el patio de la escuela, había destrozado los aseos, y según había declarado el director tardarían por lo menos dos días en arreglarlos. Así que el chico, que aparentaba unos diez años, se encontraba ahora sentado en una silla, en el pasillo, delante del cuarto de Igor Salensky, mientras su madre pasaba la aspiradora. Estaba intentando matar marcianos a golpe de espada en la pantalla de su pequeño portátil cuando el profesor, que no soportaba los rugidos de la aspiradora, se instaló, con su silla de ruedas, al lado del muchacho.
−¡Anda, si puedes utilizar Internet! –exclamó Salensky, al descubrir el diminuto modem enganchado en el lateral del ordenador. Levantó la vista: en su cuchitril acristalado el vigilante estaba leyendo el periódico–. ¿A que no tienes correo electrónico?
El chico, que acababa de matar el último extraterrestre, cambio de pantalla para que viera aquel vejestorio que sí tenía correo.
Con premura, Igor extrajo del bolsillo de su chaqueta un par de fichas para la máquina de café.
−Oye chaval ¿podrías hacerme un favor y traerme una taza de café? ya que te mueves mejor que yo; y dile también al vigilante que le invito. Yo te sujetaré el ordenador.
Le alargó las dos fichas y le indicó con el dedo el extremo del pasillo.
El joven se alejó corriendo, dando brincos como una cabra. “No tan de prisa, por favor”—rogó Salensky para sus adentros, al mismo tiempo que tecleaba con premura un mensaje para Alice. Tuvo que ser breve, no le daba tiempo a pensar con claridad. Por si acaso, añadió la palabra Katiuska, que de pronto le vino a la mente como un viejo fantasma polvoriento. Ella se acordaría. ¿Cuántos años sin usarla? Fue cosa de enamorados. Así la llamaba, con ese nombre ruso, cuando la conoció poco después de abandonar Moscú e instalarse en Nueva York. Consiguió escribir el texto mientras el vigilante charlaba con el muchacho. El correo salió de forma casi instantánea e incluso pudo borrar su rastro en la lista de mensajes enviados antes de la vuelta del recadero.
Miro la pantalla y comprobó con agrado que no quedaba ningún rastro de su actuación, mientras se aproximaba el joven por el pasillo, a paso lento para no derramar el café.
−Un bonito aparato –comentó al devolverle el portátil. Con eso no te aburrirás.
Me parece que tu madre ha terminado –añadió, al no oír ya los chirridos de la aspiradora. A ver si vuelves otro día y gracias por el café.
El chico guardó el ordenador en su cartera y tendió una mano infantil para despedirse.
– ¿Para qué sirven todos esos botones? –, preguntó, antes de alejarse, al observar con curiosidad los apoyabrazos de la silla de ruedas. Alargó el índice, pero no se atrevió a presionar ninguno.
– ¡Ojalá nunca necesites saberlo! –Suspiró el hombre–. Apoya aquí si quieres –, y le indicó un mando algo gastado por el uso.
La silla se puso en marcha e Igor cruzó el umbral de su habitación mientras levantaba una mano en señal de despedida.
14- Reciclaje
Alejandra se asomó al balcón y miró calle arriba. Había un contenedor de escombros casi en la esquina de la calle de la Luna con la plaza de Santa María, delante de unos andamios.
−Mig, ¿qué te parecería si tirásemos allí está vieja silla que tiene una pata rota?
Lo que significaba: Miguel Ángel, coge este trasto en brazos ahora mismo, baja cuatro pisos y después de andar un par de manzanas a la vista de todos, tírala delante de las mismas narices de los obreros, para que te echen la bronca. No, gracias.
En el pasillo se amontonaban varias bolsas de cachivaches después de vaciar la habitación destinada a los padres de ella. También las tendríamos que acarrear hasta la plaza donde se alineaban los contenedores para el reciclaje.
−No se deben mezclar muebles con los escombros −dije, para zafarme, pero no conseguí engañarla.
Se puso las manos en las caderas y me miró de frente.
−Mirá que sos boludo vos. −Cada vez que se enfada le sale el deje argentino−. Lo que más me repatea de ti −añadió, cambiando de registro− es que te hagas el muy formalito: no se puede tirar la silla donde los escombros… no se puede tirar la silla donde los escombros −repitió la frase con la boca pequeña y un tono sarcástico− cuando en realidad no te importa un pito. Si fuera de noche seguro que la tirarías de inmediato, pero no puedes afrontar la idea de que te llamen al orden. ¿A que sí? ¿Qué quieres? ¡Que esperemos un mes hasta que el ayuntamiento mande un camión para recoger muebles!
Agarró el respaldo de la silla y cuando miré por la ventana la vi pasar, muy derecha. Habló con un albañil de pelo cano, un hombre muy servicial que depositó nuestro trasto encima de restos de azulejos y trozos de ventanas. Sentí una oleada de celos. Claro, como es una chica mona, siempre tiene éxito.
Al volverse, desde la acera, me hizo el signo de la victoria con dos dedos.
Nada más entrar tuvimos que seguir con la tarea.
− ¿No te da pena tirar todas esas cosas de tu tía? −dijo ella, mientras llevábamos el resto de los trastos en el carrito de la compra hasta la plaza.
−Pues no, más bien me siento aliviado al ver el cuarto vacío. Nunca me decidía a meterle mano.
Y empecé a introducir un montón de viejos libros polvorientos entre las fauces del contenedor azul.
−Este cacharro ¿para qué es? −pregunté, señalando un contenedor rojo adosado a una especie de cabina telefónica.
−Nunca lo adivinarías. El ayuntamiento acaba de instalar unos pocos, de prueba. El lunes pasado vi uno en la Puerta del Sol. Y no sabes qué cola se formó. Se le podría llamar: triturador de malos rollos. En realidad los han copiado de los de Nueva York.
− ¿Un qué?
−Triturador de malos rollos, o algo por el estilo. No me acuerdo cual es el nombre exacto. Es para la gente que quiere deshacerse de la peor basura; la psicológica.
Me pareció estar soñando. Aquello era de lo más surrealista. No me lo podía creer.
−Si quieres lo probamos ahora mismo, ya que no hay nadie.
Nos metimos en la cabina, un sitio estrecho, previsto para una sola persona y empezamos a leer las instrucciones.
1- Descolgar el aparato.
2- Introducir su DNI en la ranura.
3- Si se trata de agresiones físicas, pulse el botón rojo. Problemas psicológicos, pulsar el botón verde. Otros, pulsar el botón amarillo.
4- Cuente su caso después de oír la señal, tiene diez minutos.
5- Al terminar su relato, pulse de nuevo el mismo botón y no olvide retirar su DNI.
Empezaremos por el botón verde, dijo Alejandra. En una pantalla apareció un reloj digital marcando 10-00, que empezó a desgranar segundo tras segundo.
−Me llamo Alejandra y estoy deprimida. Mi antiguo novio, Miguel Ángel, me ha abandonado. Soy huérfana y no tengo amigos. Mi vida es un desierto de soledad. ¿Qué puedo hacer?
−Siga contando, dijo el aparato con una voz robótica mientras la trituradora se ponía en marcha.
−Quiero morir. Quiero morir. Beberé hasta emborracharme, hasta caer muerta. ¡Socorro! ¡Socorro!
Me harté, así que le di un buen pellizco que la hizo chillar de verdad antes de pulsar otra vez el botón verde.
−Su queja ha sido registrada. −salmodió la máquina.
El aparato siguió triturando con fuerza un rato más y el reloj desapareció.
−Ya ves, la persona sale aliviada. No sé si por contarlo, o por lo de la trituradora. Debe de ser un disco. No se pondrá a triturar de verdad todos esos agravios, pero parece que tiene un efecto psicológico, aunque bien pensado, es una chorrada.
−Bueno, −dije− es más o menos lo mismo que el rollo de los curas con la confesión. Cada cual se agarra a lo que puede.
¿Y para qué querrán el DNI?
Para ponerte una multa en caso de falsas denuncias. Se ve que no has leído la letra pequeña, abajo del todo. La bromita nos puede acostar cincuenta euros.
−Me podrías haber avisado, ¿No crees?
−Si acabo de leerlo ahora mismo mientras tú hacías el asno.
Nos miramos los dos con cara compungida y nos echamos a reír.
15- Un incidente sospechoso
Alice Salensky se quedo sentada, mirando fijamente la pantalla del ordenador. Acababa de borrar toda una serie de correos indeseados, unos en español que ni siquiera intentó descifrar, otros para alargar el pene, y unos cuantos más por el estilo. Solo quedaban cuatro. Uno era de su hijo Tommy que se había afincado en Vancouver donde trabajaba como ingeniero de sonido. Anunciaba su paso relámpago por Nueva York; estaría un solo día: el jueves 12, es decir dentro de una semana. Cogería un taxi hasta casa y así podría llegar a tiempo para cenar con la familia. Otros dos provenían de unas amigas que se habían ido de viaje por Europa. Pero lo que la tenía subyugada era el cuarto mensaje, cuyo asunto era. Katiuska
Hacía por lo menos veinte años que Igor había dejado de llamarla así y ahora ¿a qué venía aquello?
Volvió a releer el correo: Llama a la policía. Estoy en silla de ruedas. Los israelíes me tienen secuestrado en Jerusalén. No contestes a ese correo. No deben enterarse de mi comunicación. Serían capaces de matarme.
Un mensaje caótico. Estaba fechado de la víspera y provenía de un tal Edwinrpq@hotmail.com. Se quedó cavilando. No, no conocía a ningún Edwin. Además, aquel mensaje no tenía sentido. Igor estaba en casa y no le iba a mandar aquellas estupideces. ¿Para qué? Lo de Katiuska, sería una mera casualidad. ¡Pero qué casualidad!
Será algún loco, pensó. Internet permite acceder a todo tipo de informaciones, es campo abierto para todos los chalados del planeta. Lo guardó y cerró el aparato. Quizás, más adelante, se lo enseñaría a Igor.
Se puso un delantal a rayas negras y rojas antes de pelar unas zanahorias para el guiso de ternera. Desde que había reaparecido su marido ya no compraba comida preparada porque, cosa impensable, ahora él halagaba sus dotes de cocinera. Puede que se haya vuelto un poco raro. No recordaba muchas cosas anteriores a su desaparición, pero allí estaba ella para refrescarle la memoria. A fin de cuentas, la vida conyugal se había vuelto mucho más placentera. Ayer mismo, al volver del trabajo, le había traído un ramo de rosas rojas.
Sin embargo, eso de Katiuska le rondaba por la cabeza. Así la llamaba Igor, y solo Igor, cuando eran novios. Nadie más de su entorno había utilizado este nombre. Incluso Linda, su amiga de toda la vida lo ignoraba. Luego, en el curso de los años, Katiuska se fue esfumando, así como el amor, entre la niebla de la rutina.
Añadió una hoja de laurel, sal y un chorrito de vino tinto a la carne antes de cerrar la olla a presión y se sentó a hojear una revista.
16-Política y moral
La decisión había sido unánime. En la reunión del G20, en Bali, los jefes de gobierno acordaron hacer todo lo posible para evitar la escisión de la Tierra. Para eso habría que alcanzar la superficie del núcleo terrestre y provocar, en la zona más profunda posible, una serie de explosiones nucleares subterráneas para matar a aquel extraño ser. No era una solución agradable. La destrucción del núcleo provocaría, sin lugar a duda, el rechazo de parte de la población. Ya había ecologistas díscolos, como nubes de picajosos mosquitos, que se arremolinaban en las principales plazas de las capitales del mundo para revindicar el derecho a la vida de nuestro planeta; bailaban y cantaban, alabando a la Pachamama, la madre Tierra.
Quedaba una incógnita: ¿Qué pasaría una vez muerta la Tierra? Según los simuladores, tardaría más de mil años en enfriarse. Et aprés moi, le déluge- como dijo Luis XIV. Los científicos estaban decididos a seguir adelante. Por lo menos, no habría más terremotos, ni erupciones volcánicas, una vez enfriado el magma.
Aunque yo había insinuado que no estaría de más viajar hasta Bali para asistir en directo a la conferencia de prensa, dado que se trataba de asuntos de suma importancia, el director del periódico no se dejó convencer. Así que mi cometido se redujo, como tantas veces, a consultar las agencias de noticias antes de escribir mi artículo y, lo peor de todo: tendría que renunciar a traicionar a Alejandra con una esbelta bailarina de ojos pintados.
¿Por qué en Bali, y no en Washington? Quizás todos esos mandamases querían disfrutar de los placeres de este paraíso terrenal antes del cataclismo que se nos avecinaba.
Según la agencia Efe, se iban a destinar, por fin, unos fondos generosos a investigar la naturaleza del núcleo terrestre para luego proceder a su aniquilación. Después de consultar los mapas geológicos y desechar el centro de África, habían decidido mandar unos equipos, compuestos por geólogos e ingenieros, para tantear el terreno en dos sitios diferentes del globo. Uno de ellos era El Afar, en el cuerno de África, y el otro en una zona remota de Siberia arrasada, años atrás, por la caída de un meteorito. El Afar. Por mucho que intentaba recordar mis nociones de geografía,el nombre no me decía nada.
Eso es lo que pasa con los periodistas, pensé; tenemos que escribir artículos sesudos sobre temas que ignoramos por completo, y además con prisa; sin tiempo para investigar. La actualidad no espera. Y luego, siempre habrá un especialista en el tema dispuesto a mandar unas cartas iracundas al director, protestando por la falta de rigor científico.
Miré mi reloj; ya eran las diez y cuarto. Tenía que entregar mi artículo lo más tarde a la una. Así que en la casilla de Google teclee: El Afar, para luego pulsar la tecla enter. Inmediatamente aparecieron en pantalla una serie de páginas sobre el tema.
Decidí nombrar a Google, patrón de los periodistas, y construirle, cuando tuviera tiempo, un pequeño altar en un rincón de mi dormitorio.
En busca del núcleo, escribí en la página en blanco. Un bonito título para mi columna. Se asociaba en la mente con la famosa película: En busca del arca perdida. Lo malo es que había que seguir.
Después de roerme la uña del pulgar izquierdo, resumí en pocas palabras las decisiones del G20. Y luego me lancé a contar la aventura de unos geólogos que aterrizaron en aquel lugar.
El triángulo de El Afar, que atraviesa Etiopía, Eritrea y Djibouti, es el sitio de construcción de nuevos trozos de corteza terrestre, el más grande en el planeta. Tres placas tectónicas se encuentran allí: las placas Africanas y árabes.
En septiembre de 2005, el geólogo Dereje Avalew y sus colegas de la Universidad de Addis Abeba se sorprendieron - y asustaron. Acababan de bajar de un helicóptero en las llanuras del desierto de Etiopía central, cuando el suelo comenzó a temblar bajo sus pies. El piloto llamó a gritos a los científicos para que regresaran al helicóptero. Y entonces sucedió: la tierra se abrió. Una grieta empezó a correr hacia los investigadores como la apertura de una cremallera.
Copié tal cual, como un vulgar alumno de instituto, porque me gustó la metáfora. Después de unos segundos, el suelo dejó de moverse, y cuando se habían recuperado de la conmoción, Avalew y sus colegas se dieron cuenta de que acababan de ser testigos de la historia.
Al mismo tiempo, los científicos pudieron observar el magma subiendo desde lo más profundo.
Sin duda, debió de ser impresionante.
Según un informe del equipo de científicos de Christophe Vigny del Laboratorio Geológico de Paris, publicado en el 2006 en el Periódico de Investigación Geofísica, mientras dos placas se separan, las grietas se ensanchan varios centímetros al año y el suelo se hunde. El valle que se forma está a unos cien metros bajo el nivel del mar, facilitando un espacio para el Mar Rojo y el Golfo de Aden. Por primera vez, los seres humanos fueron capaces de dar testimonio de las primeras etapas en el nacimiento de un océano. Dentro de unos años el cuerno de África dejará de existir. El mar se precipitará en aquella depresión del terreno y, en el mejor de los casos, quedara una isla.
A fin de cuentas, estábamos asustados ante una posible división del globo, y resultaba que siempre había estado rompiéndose en pedazos delante de nuestras narices. Me habría gustado acompañar mi artículo de algunas fotos donde se veía a unos hombres diminutos en el borde de la gigantesca grieta, pero el jefe era muy reacio a la incorporación de imágenes.
Consulté de nuevo el reloj; me quedaban solo veinte minutos para hablar del meteorito siberiano. Así que tuve que resumir y explicar que los rusos estaban dispuestos a cooperar con los americanos, si fuese necesario, para excavar en el cráter formado por la caída de un meteorito, años atrás, en la tundra siberiana. Aquel impacto había agrietado la corteza terrestre, lo que facilitaría el poder alcanzar el núcleo.
Apagué el ordenador. Me agarré los riñones y estiré las piernas. Pensé un segundo en la necesidad de hacer ejercicio físico para rebajar mi tripa de buda, como la llamaba Alejandra; por tanto decidí andar los veinte metros que me separaban del bar más próximo para tomarme una caña.
La gran ola de Kanawaga
17-Cambio de rumbo
Peter Wright no dejaba de cavilar. Llevaba un mes en Nueva York y no estaba dispuesto a volver a su antigua vida. ¿Qué iba a ser de él ahora que había terminado de recopilar los trabajos del profesor? Muy interesantes, por cierto. Su misión, como sustituto del profesor Salensky, tocaba a su fin. Tuvo que reconocer que se había enamorado de Alice, no es que fuera una mujer joven, ni siquiera bella, pero era una compañera cariñosa e inteligente. La víspera, en el cine, se habían comportado como un par de tórtolos, riéndose y rozándose como si fueran unos quinceañeros. ¿Y ahora, tendría que viajar a Israel para devolver su cuerpo a Salensky? Algo se rebelaba en su interior. Entonces, pasase lo que pasase, decidió que jamás dejaría a Alice, y tampoco renunciaría a ese par de piernas que le permitía caminar de un lado a otro.
Esa misma tarde, al más puro estilo de las novelas de espionaje de John Le Carré, Peter había quedado con su enlace Israelí en el Metropolitan Museum of Art, delante de la famosa estampa japonesa: La gran ola de Kanagawa, del pintor Katsushika Hokusai.
Ahí tenía que entregarle el último lote de documentos sacados del laboratorio del profesor Salensky. Ya se habían encontrado un par de veces, en ocasiones anteriores; siempre en sitios diferentes muy concurridos, donde no llamaban la atención al conversar o al intercambiar papeles. Sacó una entrada y consultó el plano del museo para luego dirigirse hacia la sección de arte oriental. Con la mano derecha palpó el bolsillo de su chaqueta y notó el pequeño bulto del pendrive dentro de su funda.
Tantos años de investigación, pensó, y todos los resultados cabían en esa cosa diminuta. No le parecía justo. En tiempos remotos, se habrían plasmado en espesos volúmenes, encuadernados en piel, dignos de provocar el respeto de los estudiosos del tema.
En la sala, unos turistas japoneses rodeaban el cuadro. Al acercarse a él, juntaban las dos manos e inclinaban la cabeza en actitud reverencial. Sin lugar a dudas, aquella ola gigantesca les recordaba la tragedia del último tsunami y la consiguiente catástrofe nuclear que desencadenó, que tanto hizo retroceder el poderío industrial nipón.
Un guía iba hablando del arte del grabado Ukiyo, una técnica que consistía en utilizar planchas de madera, cuando alguien tocó el hombro de Peter Wright y le susurró al oído:
−Un obra excepcional, verdad.
Estaba tan enfrascado en la contemplación del cuadro que no pudo reprimir un ligero sobresalto. Era el mismo correo de siempre, un individuo de mediana edad, de aspecto anodino, con los clásicos tejanos algo raídos.
Ambos se alejaron del grupo y al caminar hacia la salida Peter Wright extrajo el pendrive de su bolsillo. Estaba tan nervioso que estuvo a punto de dejarlo caer.
−Ya no nos veremos más −comentó lacónicamente el hombre al apoderarse del pequeño objeto−. Aquí tiene las últimas instrucciones. Y le tendió un sobre abultado que sacó de la cartera.
Se iba alejando cuando Peter Wright, preso de un instante de pánico, le retuvo agarrándole del brazo.
− ¡Espere! Tenemos que negociar. Ya saben que soy discreto. Nunca revelaré sus secretos, pero como precio de mi trabajo, dígales que me quedaré aquí. No quiero volver. Incluso, si hace falta, devolveré el dinero. No pido otra cosa.
Hablaba atropelladamente.
−Por favor, mantenga la compostura. −susurró el hombre, que se sacudió como un perro mojado.
Y antes de desaparecer al final del pasillo se alisó la manga con la mano, como quitándose alguna pelusa molesta.
18- Los placeres del hogar
Nada más abrir la puerta me llegó el olor a bollo recién horneado. Desde que habían llegado los padres de Alejandra, mi casa había dejado de ser una guarida a la cual volvía al anochecer, después de mis andanzas del día. Ahora era lo más parecido a un hogar, y debo reconocer que resultaba agradable. Incluso llegué a pensar seriamente en el matrimonio, sobre todo si llevaba también incluido a Marta, mi futura suegra. Una mujer risueña, algo rubia, que me cuidaba como si fuera su hijo.
Cuando entré en la cocina, Alejandra y su madre terminaban de poner la mesa. El gato, tumbado encima de la nevera, supervisaba las operaciones, y ni siquiera se digno saludarme. Besé a las dos mujeres y fui en busca de Leopoldo que encontré en el balcón fumando en pipa. Noté que se sobresaltaba ligeramente al verme, como sintiéndose culpable.
−Una vieja costumbre, se excusó.
Para acompañarle saqué un pitillo y le ofrecí una copita de Oporto.
Nos miramos como dos machos ocupando el mismo territorio, con cortesía, pero con desconfianza mutua.
−Por mí, puedes fumar en el salón si te apetece. No me molesta.
Creo que nos esperan para comer, − solté, después de que apurara su copa.
Mientras me precedía por el pasillo, observé su parecido con Alejandra. El mismo pelo rizado, formando muellecitos, solo que entrecanos. Era mejor no tocarlos. ¿Y si luego dejase de gustarme el algodón de azúcar?
− Leí tu último artículo −dijo Leopoldo mientras desplegaba su servilleta−. Tengo serias dudas del éxito de las explosiones nucleares para evitar la mitosis, o lo que sea. Porque todo son suposiciones, ¿verdad? De momento no se ha demostrado nada. Puede que sea peor el remedio que la enfermedad. ¿No te parece? Solo nos faltaría que se genere radioactividad como ocurrió en Japón. ¿Y luego qué? Aunque no creo que afectase a la Argentina. Nosotros estaremos lejos de todos esos experimentos; al otro extremo del globo.
−Si las cosas van mal, tú y Alejandra, venir a vivir con nosotros, en Buenos Aires −propuso Marta−. Ya nos las arreglaremos… Incluso si las cosas van bien. Estaremos encantados de teneros en casa.
Vi como buscaba con la mirada la aprobación de su marido, pero él estaba absorto quitándole el hueso a la pata de conejo.
Les expliqué que mi misión, como periodista, era informar de las decisiones tomadas a nivel mundial, sin incluir mis opiniones personales. Para eso me pagaban. Y, además, tenía que tener un cuidado extremo en no herir la sensibilidad de unos y otros o corría el riego de ser despedido. En mi penúltima columna había hablado de la división del globo en Tierra I y Tierra II, maldita mi suerte; habíamos recibido una avalancha de insultos bajo forma de correos electrónicos.
Asqueroso racista: ¿quién sería Tierra II? ¿El sur, verdad? Y cosas peores que prefería no recordar, y que me había valido una reprimenda del director, aunque, el muy cabrón, también había leído el artículo antes de publicarlo sin ponerle ninguna pega.
− Tú no te preocupes −me dijo Alejandra. Lo mejor es no hacer caso a los insultos. Nunca llueve a gusto de todos, como se dice aquí. Últimamente había adquirido una gran variedad de dichos tópicos. Me estampó un beso en la mejilla. − Siempre habrá gente desagradable. Sírvete un poco de guiso, a ver si te gusta.
En ese momento Rock and Roll saltó sobre mis rodillas. Ahora, con la carne en mi plato, ese desgraciado se acordaba de mí, así que le eché al suelo con gesto destemplado, pero no se desanimó. Acto seguido, se instaló sobre los muslos de Marta y desde allí me miró desafiante.
−Más nos vale disfrutar del presente −sentenció Marta−. Seamos felices−. Recorrió la mesa con su mirada risueña. Con una mano acarició el lomo del gato y con la otra agarró una cuchara y añadió un trocito de hígado de conejo en mi plato−. Toma; que tiene mucho hierro.
− ¿Y yo qué? −exclamó Alejandra indignada. No dejaré que lo mimes más que a mí.
− Tengo que cuidar del futuro padre de mis nietos, ¿No crees? −dijo sonriente− ¿O solo vais a tener gatos?
Me ruboricé y Alejandra me pellizcó la pierna por debajo del mantel.
−Supongo que no esperáis una boda de blanco y por la iglesia. −miró agresivamente a sus progenitores−. De momento hemos decidido vivir juntos…, hasta que el aburrimiento nos separe. Y de niños, nada de nada. Habrá que ver primero lo que pasa con el mundo.
Marta sonrió y me guiñó un ojo mientras Leopoldo aparcaba despacio un trozo de cebolla en el borde del plato. Miré, boquiabierto, a Alejandra. Por lo visto había tomado sus propias decisiones, sin siquiera consultarme. Puede que tuviera razón. Yo siempre eludía el tema.
19- Un hijo postizo
−Te he preparado tu antigua cama −dijo Alice mientras alisaba con la mano el embozo de la sábana. ¿Cómo has encontrado a tu padre?
Tommy reflexionó un instante.
− A decir verdad, raro; muy raro. No sé que pensar. Es como si intentará evitarme. ¿Crees realmente que no se acuerda de nada? Hemos hablado como si fuéramos dos extraños.
− Nadie sabe lo que le pasó en esos quince días. Si tuvo un accidente, o si lo secuestraron. Dice el médico que debió de sufrir algún trauma profundo que su memoria se niega asumir. También puede que más adelante aquella amnesia desaparezca. Ya veremos. La verdad es que se ha vuelto más agradable. Parece arrepentido de no haber disfrutado de la vida antes. Es como si quisiera recuperar el tiempo perdido. ¡Hasta hace deporte! Corre una media hora por el parque. ¿A qué no te lo habrías imaginado? ¡Ojalá no cambie!
− No quisiera inquietarte −añadió Tommy, que se sentó en la cama al lado de su madre y le pasó el brazo por los hombros− pero hay algo que no encaja. ¿Estás segura de que papá no tiene algún hermano gemelo? Mientras comíamos la ensalada, observé su ojo izquierdo y le faltaba la manchita marrón. Ya sabes, aquella mancha diminuta en medio del color del iris. La lenteja, como la llamaba yo de pequeño; pues, la lenteja ya no está. Puede que incluso le falte la cicatriz de la rodilla, ¿no crees? No iba a pedir que me la enseñara, no quiero líos.
Alice si sabía que le faltaba aquella manchita: fue de las primeras cosas que descubrió cuando volvió, pero procuraba no pensar en ello. Ni siquiera lo había comentado con Linda. Que tuviera un hermano gemelo o no, le daba igual. Igor siempre había constado como hijo único en todos sus papeles oficiales. Lo cierto es que su vida había mejorado y eso era lo único importante.
− ¡No digas tonterías! Claro que sigue la cicatriz en su sitio, pero puede que al recibir un golpe en la cabeza… No acabó la frase. Y además aquel extraño correo que había recibido.− A ver si se encuentra mejor la próxima vez que pases por aquí. Hay que dar tiempo al tiempo, como se dice. Buenas noches, Tommy.
−Siento no poder quedarme unos días más, me habría gustado indagar el caso. Debe de haber alguna manera de enterarse de lo que pasó. Quizás podríamos contratar un detective privado; si quieres, lo puedo pagar.
− Por favor, Tommy, deja a tu padre en paz. Bastante ha pasado ya, ¿no te parece? Si ocurriese algo raro, te avisaría.
Cerró la puerta despacio y se fue a la cocina a calentar un poco de leche. Se llevó el vaso a la mesita de noche. Su marido estaba ya en la cama, tumbado con los ojos cerrados.
−Tommy se ha tranquilizado al verte. Estaba preocupado por tu estado −mintió con descaro−. Ha sido una visita relámpago; qué pena que no se pueda quedar más tiempo. Mañana, a las siete, tiene que tomar el avión.
− Sí, es una pena −suspiró Peter Wright aliviado porque lo había pasado muy mal. Había reconocido a Tommy por las fotos, pero el encontrarse súbitamente con un hijo postizo era demasiado complicado. Tendría que haber preguntado por sus asuntos privados, por una posible novia, pensó, al fin y al cabo Tommy tenía veintinueve años. No era un chaval. Pero solo hablaron de la empresa y del trabajo, como si fueran colegas.
Alice se acurrucó entre sus brazos.
−Mañana lo llevaré yo al aeropuerto murmuró −y tú te quedarás durmiendo. Te sentará bien descansar. Buenas noches, cariño.
Se quedó un buen rato con los ojos abiertos en la oscuridad, mirando los leves destellos de luz roja en el espejo del dormitorio cada vez que se encendía y apagaba el anuncio en la fachada del hotel de enfrente.
20- Un hombre incomprendido
La kinesiterapeuta llegaba todos los días, excepto los domingos, a las diez de la mañana. Era una mujer morena, bien parecida, de unos treinta y pocos años, según calculaba el profesor Salensky. Después de unos golpecitos en la puerta, entraba y se dirigía directamente hacia la silla de ruedas. Le ayudaba a reincorporarse a la cama para luego remangarle el pantalón del pijama y, con manos vigorosas, masajearle las piernas paralizadas.
−Conviene que circule la sangre para evitar que se formen úlceras −, explicaba−. Señor Wright, debería usted tomarse eso más en serio, y ya que tiene los brazos en buen estado, podría frotarse las piernas de vez en cuando, en la misma silla. No se lo digo por decir, pero si no hace nada al respecto acabaran amputándoselas.
−Ya se lo he dicho; y se lo repito −contestó el hombre, con voz irritada−: no soy Peter Wright. Soy Igor Salensky. Se quedó pensativo un instante. Siempre le quedaba una duda. Desde el punto de vista legal: ¿Qué sería? ¿Igor o Peter? Una cuestión interesante, pero, claro, de momento no había punto de vista legal.
−De acuerdo: si usted no es el señor Wright, entonces yo soy Blancanieves ¿Verdad? ¡Qué pena de hombre! Por eso lo tienen aquí recluido. No sé lo que le ha pasado, pero necesita un psiquiatra. Sabe, todos sus colegas preguntan por usted. ¿Qué puedo decirles? ¿Que se ha vuelto majareta? Debo reconocer que ha cambiado por completo y que efectivamente no parece el mismo.
−Por favor, se lo suplicó, escúcheme de una vez y deje de decir sandeces. Mis colegas, como usted los llama, saben de qué va todo eso. ¿Qué cree que pasa tras los muros del laboratorio? Si usted intentara entrar allí, no la dejarían. Nadie del exterior puede entrar. Son investigaciones secretas. Nada menos que trasplantes de cerebros. Dígales solo eso, pero por favor dígaselo: en el cuerpo de Peter han puesto el cerebro de Igor Salensky. Ellos lo entenderán. Y otra cosa, usted tiene ordenador, supongo, le agradecería que mande un correo a mi mujer. Se llama Alice y vive en Nueva York.
Sacó de uno de sus bolsillos un papelito arrugado.
−Hay que ver lo que es capaz de inventar. Ahora se saca de la manga una mujer, como un mago se saca una paloma de la chistera. ¡Si siempre ha sido soltero, que yo sepa! Debería dedicar su tiempo a escribir novelas, seguro que tendría éxito. Le sobra imaginación. No sería un mal tema eso del transplante de cerebro. A decir verdad, a algunos nos les vendría mal. Lo siento, tendré que avisar al señor Levy. Usted va de mal en peor y quizás debería ingresarle en algún hospital.
Echó una mirada al mensaje. Después de ver la dirección de la destinataria, leyó lo siguiente en voz alta:
Asunto: Katiuska
Querida Alice, no tengo ordenador y te mando este correo por persona interpuesta; no sé si recibiste mi primer mensaje. Estoy preso en Jerusalén. Avisa a la policía. Es urgente. Si se te presenta un hombre que se hace pasar por mí, haz que lo arresten y lo interroguen. Él sabe lo que ocurre y donde estoy. Solo tú puedes salvarme. Te quiero .Igor
− ¿Y quién es esta Alice? −preguntó la masajista.
−Ya se lo he dicho: mi mujer.
−Otra de sus chorradas. Bueno si le hace feliz, se lo mandaré. Todo el mundo recibe correos absurdos. A lo mejor, si se trata de una mujer soltera, reaviva sus ilusiones. ¡Hay que ver cuanta gente busca el amor a través de Internet!
Salió y cerró la puerta tras de si, sin despedirse siquiera.
A Salensky le invadió la cólera y quiso dar una patada a la cama pero su pierna se quedó inmóvil.
−Mierda. Todo esto es una mierda −gritó a pleno pulmón.
Su voz retumbó por los pasillos, rebotó en las paredes hasta extinguirse en el silencio del edificio.
21- San Google
Leí en Google lo siguiente:
La caída de un meteorito gigante en Siberia (Rusia), en septiembre del año 2002, arrasó unos 100 kilómetros cuadrados de taiga. Ocho meses más tarde, en mayo, una expedición compuesta por decenas de científicos y médicos pudo localizar y alcanzar el epicentro de la zona arrasada, situada en una zona semimontañosa y boscosa, extremadamente remota, en la región de Vitimsk y Bodaibo, según informó el responsable de la misión, Vadim Chernobrov.
Cientos de personas fueron testigos de la caída del meteorito, indicó Chernobrov. Aparentemente, no causó ninguna víctima, ya que la zona no está habitada. Sin embargo, los ciudadanos de las zonas próximas a la catástrofe se quejaron masivamente de dolores articulares, problemas de tensión arterial y renales durante los dos meses que siguieron al impacto.
Seguro que algunos lo atribuyeron a una invasión de alienígenas. Deseché inmediatamente la idea. Ese tipo de argumento no tenía cabida en nuestro periódico. Al director le faltaba imaginación y, lo que es peor, sentido del humor. Solo creía en lo tangible. Me pregunté si creería en Dios. Nunca hablaba del tema con los miembros de la redacción. Desde luego, no tenía por qué; yo tampoco lo hacía.
Miré el dichoso reloj. No era el momento de divagar. Tenía que parir un nuevo artículo, sin dilación.
Debería apuntarme a clases de geografía en la universidad, pensé. Después de desistir del Afar, donde era imposible cavar sin que saliera lava, por tanto la bomba explotaría antes de poder enterrarla, ahora los gobiernos habían elegido Siberia para el experimento del siglo. Se excavaría en el cráter dejado por el meteorito.
¿Qué sabía yo de Siberia? Recordaba vagamente una estampa de un libro juvenil donde una manada de lobos perseguía a un trineo. Un cochero, en pie, fustigaba los caballos a trallazos y solo se veía la cara asustada de los viajeros arropados en gruesas pieles. El trineo se deslizaba veloz por un bosque nevado. Puede, incluso, que el libro estuviera en alguna estantería, en casa de mis padres. Mi madre guarda religiosamente los objetos de nuestra infancia, tanto de mi hermano como míos. En aquel entonces, con solo ver esta ilustración, un ligero escalofrío me recorría el cuerpo. Unos años después, leí el libro de Alexander Solzhenitsyn: Archipiélago Gulag. Quizás no estaría de más echarle otra vez un vistazo. ¡Como si tuviera todo el tiempo del mundo!
¡Y el jefe sin subirme el sueldo! ¡Que hablara él de Vitimsk y Bodaibo!
−San Google, sálvame.
Me salvó a medias, ofreciéndome varios artículos en inglés; eso sí, me propuso traducírmelos. Menos mal. Y algunos en ruso, imposibles de descifrar. Por lo visto, para España, Bodaibo no existía. Ninguna referencia en castellano; ni siquiera en catalán. Sin embargo, es una población que se extiende en la ribera del río Lena. Sobrevolé el lugar como si fuera un águila, gracias a Google Earth. El río era muy ancho, no se parecía para nada al Manzanares y serpenteaba en medio de grandes extensiones de bosque.
En Vitimsk, un sitio perdido en medio de la tundra siberiana, solo se notificaba la existencia de silvicultores, aserraderos, y de una industria maderera importante en la ribera izquierda del Lena. Una compañía de solo veinte trabajadores, como se indicaba en su página web; se facilitaba un teléfono. Estuve a punto de llamar para que me relatasen de forma directa aquel acontecimiento de la caída del meteorito - a cuenta del periódico, claro,- para que viera el jefe mi interés por el tema, pero indicaban el idioma a utilizar, en letras cirílicas y en rojo: Русский. No hablo Русский.
De todas formas, ¿a quién le importaban Bodaibo y Vitimsk? El meteorito no había caído ahí, sino a kilómetros de distancia, en medio del bosque.
Volví a leer el artículo. El hecho de que la expedición científica visitase el lugar ocho meses después del impacto indicaba que aquel sitio tenía también una pega, sería intransitable en invierno, y allí el invierno duraba de octubre a mayo. Por suerte estábamos en junio, así que tendrían que darse prisa para instalar un campamento, descargar el material y empezar la obra antes de la llegada del frío.
Ninguna carretera llegaba a ese territorio perdido, y tampoco había pistas de aterrizaje. Pero si había conseguido llegar aquella expedición, los nuestros también llegarían.
Expliqué todo eso en mi artículo, pero omití hablar de la enorme suma de dinero que había recibido Rusia para montar la infraestructura necesaria a fin de acometer la obra. No era correcto hacer predicciones, como a que los contratistas convertirían gran parte de ese dinero en lujosas dachas. Unas bonitas casas de campo donde pasar los fines de semana. Eso lo anoté para mí, como recordatorio para su posterior utilización y lo guardé con los demás documentos, en una carpeta que nombré: asunto siberiano. Cuando tecleé la palabra dachas, a mi procesador de texto no le gustó, la subrayó en rojo y me propuso en seguida sustituirla por gachas.
¡Sí, sí! ¡Esos nuevos ricos se iban a atiborrar de gachas! ¡Qué falta de cultura tienen algunos procesadores de texto, ignoran el comportamiento de los humanos cuando hay dinero de por medio!
22- Un ratón en la ratonera
Aunque no quedase nadie en el piso, se encerró en el cuarto de baño. Alice había salido a comprar unos filetes para la comida de mediodía. Pero, por si acaso volvía antes de tiempo, corrió el pestillo.
Una vez sentado sobre la taza, Peter Wright sacó del bolsillo el sobre con las instrucciones que aquel hombre anodino le había entregado la víspera en el museo y que no se había atrevido a abrir todavía. Le temblaban las manos y no acertaba a rajarlo, así que optó por desgarrarlo con las tijeras de uñas. Un fajo de billetes cayó y se desparramó por el suelo. Dólares americanos. Billetes verdes de cien dólares. Nunca pagaban con cheques, para no dejar huellas, supuso. Ahora tendría que buscar un escondrijo donde meter parte del dinero. Resultaría sospechoso ingresar una suma así, de golpe, en el banco. Se agachó para recoger los billetes que habían volado hasta detrás del lavabo y los introdujo, de mala manera, en los bolsillos del pantalón antes de leer la misiva.
Tenía las manos heladas. No conseguía respirar, le faltaba el aire, y el corazón retumbaba en su pecho como si fuera un tambor.
En el mensaje le anunciaban que su misión había terminado. Le ordenaban regresar a Israel en Julio, es decir dentro de unos quince días, así podría aprovechar su mes de vacaciones para desaparecer sin levantar sospechas.
Entre la carta y el fajo de dólares había un billete de avión a nombre de Salensky, para el dos de julio, a las ocho de la mañana.
Sacó el mechero para quemar el papel en el inodoro. Le habían recomendado, cuando sustituyó al profesor, no dejar rastro de los correos. Se sentía tan mal que no consiguió prender el encendedor.
Le entró el pánico. Se ahogaba y tenía el cuerpo bañado en sudor frío. Eso debe de ser un infarto, pensó. No pudo reprimir el temblor de sus manos mientras descorría el pestillo de la puerta. Si se estaba muriendo, por lo menos que pudiera entrar Alice. Encontraría su cadáver tirado en el suelo, al lado de la bañera, en medio de un mar de billetes. ¿Qué pensaría ella? Alice era lo que más le dolía. Rezó para que volviera cuanto antes. A duras penas, consiguió levantarse apoyándose en las paredes. Un frío repentino le hacía tiritar. Por fin consiguió salir del cuarto de baño, alcanzar la cama y tumbarse sobre la colcha. Los temblores no cesaban y sentía que se asfixiaba como si estuviera muriéndose. Tenía que contárselo todo a Alice antes de perder el conocimiento. Y luego, que fuese lo que Dios quisiera.
Así lo encontró ella al volver a casa con una barra de pan debajo del brazo.
−Ahora mismo te llevo a urgencias −dijo, asustada por su cara pálida y sus manos heladas. Lo más rápido será bajar al sótano a por el coche, tardaremos menos que llamando a una ambulancia.
Al ponerse de pie, unos cuantos billetes se cayeron de uno de sus bolsillos.
− ¿Y eso?
−Ya te explicaré −murmuró.
Con un brazo pasado sobre los hombros de ella, apoyándose con todo su peso, se dejó arrastrar hasta el coche. Sacudido por temblores espasmódicos, se acurrucó en el asiento trasero, mientras ella conducía como una loca hacia el hospital, abriéndose camino a golpe de bocina, saltándose los semáforos en rojo como si el coche fuera una ambulancia.
23- Un artefacto extraordinario
En la taiga siberiana, instalado en medio del cráter dejado por la caída del meteorito, un artilugio metálico estaba inmóvil, como descansando, según pudieron observar unos cazadores de cibelinas a través de agujeros en la empalizada. Estaba rodeado por unos militares de uniforme y algunos civiles, que habían salido en tropel de unos barracones prefabricados, Aquello tenía la forma de un huevo, la parte más ancha en contacto con el suelo.
A Dimitri se le empezó a dormir la pierna derecha, y desplazó el peso del cuerpo sobre la otra, pero no se atrevió a moverse mucho por miedo a ser detectado por el personal de la Base.
“¡Quién sabe lo que puede contener!”, pensó. Tampoco hizo el menor gesto cuando un mosquito le hincó el dardo en la frente. Solo maldijo para sus adentros.
Después de un tiempo que le pareció eterno la estructura emitió unos crujidos y se abrió, desplegando lentamente unos paneles y unas patas articuladas que le hacía parecerse a un insecto gigante. Empezó a desplazarse con torpeza, apoyando sucesivamente un pie metálico tras otro. Parecía tantear el terreno, al tiempo que barría el suelo con un potente rayo de luz azul, como para reconocerlo. En medio de los chirridos del artilugio uno de los militares, subido en la plataforma de un camión estaba grabando la escena.
Los cuatro cazadores miraban asombrados a través de las rendijas de la valla, dispuestos a huir si aquella estructura se aproximara demasiado. A Serguei le retumbaba el corazón en el pecho: estaba aterrado; y a los demás también les temblaban las piernas. No sabían si se trataba de un simple robot o de una nave con sus tripulantes, ya que era lo bastante grande como para albergar a varios astronautas. ¿Y qué hacía aquello en medio de la nada?
“Quizás fuese el ensayo secreto de un nuevo ingenio para viajar a Marte”, pensó uno de ellos. Extrajo el móvil del bolsillo con la intención de sacar una fotografía, pero después de pensárselo lo volvió a guardar. A todas luces, aquel suceso estaba vetado al público. La valla, los cobertizos, la intervención del ejército y todo el sigilo de la operación. Y si no los habían descubierto todavía fisgando a través de la empalizada era porque no se imaginaban a nadie circulando por aquel lugar. Más les valdría desaparecer antes de que se dieran cuenta. Si no, podrían acabar sepultados bajo la hojarasca, sin que jamás nadie supiera de ellos.
Mientras Serguei reflexionaba, el artilugio había empezado a girar sobre sí mismo, cada vez más rápido, emitiendo al mismo tiempo destellos de luz y pitidos agudos. Todos quedaron boquiabiertos de asombro al comprobar que se iba enterrando poco a poco justo en el centro del cráter. Después de una hora, no quedaba ni rastro de aquello, aunque, de momento, se oía todavía el sonido lejano de los pitidos, cada vez más apagado por la capa de tierra.
− ¿Qué será? −preguntó Yuri a sus compañeros− como si pudiesen contestar a semejante cuestión.
Media hora más tarde, por fin se atrevieron a salir silenciosamente de sus escondrijos. A pesar del frío, estaban sudorosos.
−Cuando lo contemos, nadie se va a creer lo que hemos visto −comentó el más alto tras internarse entre los abedules del bosque.
Sacó un frasco de vodka que hizo pasar de mano en mano. Después de un buen trago, ensillaron los caballos. En el bosque, arrasado tiempo atrás por el meteorito, los animales trotaban en fila india, sorteando las ramas bajas de los abetos y los troncos caídos mientras los hombres, agotados por tanta emoción, cavilaban en silencio.
24- Malas noticias
En la sede de El Reflejo, Carmen, la redactora de los sucesos, estaba alterada. Acababa de volver de Cádiz para informar de un acontecimiento siniestro: una patera cargada de emigrantes subsaharianos había sido ametrallada cuando se acercaba a la costa, hasta hundirla. El mar depositaba, uno por uno, cadáveres acribillados en las playas. Y no era la primera vez.
Ella sabía que, a través de las redes sociales, había cundido el rumor de que efectivamente la tierra se estaba partiendo en dos. Había empezado el proceso, se decía, pero los gobiernos lo callaban por miedo a que provocase el pánico. A pesar de todos los desmentidos, la gente ya no se fiaba de los políticos. Desde el siniestro asesinato de Bin Laden y las revelaciones de Wikileaks, el comportamiento de la clase dirigente estaba en entredicho. Se podía esperar cualquier actuación fuera de la propia legalidad que ellos mismos habían establecido y el engaño más descarado para justificar acciones siniestras. A Carmen le resultaba cada vez más difícil desentrañar la verdad entre tantas mentiras.
Como consecuencia de aquel rumor, se había incrementado hasta límites insostenibles el desembarco de emigrantes en las costas españolas e italianas. La isla de Lampedusa, otrora un islote poblado casi únicamente por pescadores, se veía incapaz de hacer frente a ese incremento de población que, por falta de espacio y de alimento, se volvía violenta.
Como siempre −ella lo había señalado en un artículo anterior−, era la excusa idónea para un grupo de fanáticos de ultraderecha en su intento para remediar el problema a su manera: provistos de fuera borda de gran potencia, su meta era hundir a balazos las embarcaciones en alta mar, acribillar a los náufragos y luego desaparecer sin dejar rastro.
A pesar de todo, esto no bastaba para frenar nuevos desembarcos al considerarse que era la última posibilidad de acceder a un mundo mejor.
−Si las cosas siguen así tendré que dejar ese trabajo −dijo Carmen, que al beber su café demasiado caliente se quemó la lengua−, ¡mierda! Todo eso
me supera. Me da ganas de vomitar. Y no es más que el principio.
−Pero ahora podrás escribir un suculento artículo sobre el tema y recibiremos otra avalancha de correos electrónicos de la gente deseosa de afiliarse a esos grupos. Cada vez tienen más adeptos. No lo dudes. Con tu permiso, esto me sugiere una excelente tira gráfica.
El Pegote sacó su pluma y se puso a dibujar. Parecía relamerse de gusto.
−Sabes que me das asco −murmuró Carmen de pie a su lado −. Pareces un buitre, alimentándose de carroña.
−De eso vivimos los periodistas y los lectores: de la carroña. No ves que gracias al futuro desastre que se avecina, ha aumentado muchísimo la tirada de los diarios. Nunca hemos vivido tan bien de una catástrofe. Pero yo, por lo menos, le pongo salsa picante −dijo el humorista−. ¿Por qué lee la gente las revistas del corazón?, sino para alimentarse de las desgracias de uno y otros y de toda clase de escándalos. Solo en Japón parecen más decentes. Sabes que después del tsunami de 2011, la mafia japonesa ofreció grandes sumas de dinero para la reconstrucción de los edificios dañados. Algo increíble desde el punto de vista occidental. Quizás deberías retirarte a aquel país, aunque allí los extranjeros no son bienvenidos, creo.
−En un mundo feliz no habría noticias, −añadió−. Por tanto, ¡viva el horror!
25- Alice se mosquea
Alice acarició la frente de su marido que seguía tumbado en la camilla de la clínica bajo la luz impersonal del tubo de neón. Según el médico, el electrocardiograma no había revelado más anomalía que una taquicardia provocada, sin duda, por el pánico del paciente. El pequeño exceso de colesterol tampoco era como para preocuparse dado su edad.
−Profesor Salensky −dijo el doctor−, todos estamos al corriente de lo que le pasó y era de prever que tendría alguna repercusión en su salud. No se preocupe, no tiene nada grave. Esos síntomas que me ha descrito: ahogo, sensación de muerte inminente, seguidos de temblores y frío, no son más que las manifestaciones típicas de un ataque de ansiedad. Sí, es muy aparatoso, pero de eso no se morirá. Se lo garantizo. Ahora la enfermera le inyectará un calmante y luego váyase a casa y descanse. Debería tomarse un mes de vacaciones y quizás no estaría de más consultar a un psicólogo.
Antes de despedirse con un caluroso apretón de mano, el hombre le tendió una receta.
−Si se siente muy estresado tómese un valium, pero si puede evitarlo, tanto mejor.
Al salir del hospital, Alice le propuso:
−Podríamos andar un poco si te encuentras con fuerza. O si no, nos
sentaremos en un banco. Necesito respirar aire fresco. Me has dado un susto de muerte.
Agarrados del brazo recorrieron los senderos del parque bordeados por setos cuadrados de aligustre que rodeaban el edificio. Como una paloma herida, en el césped revoloteaba una bolsa de plástico arrastrada por el viento.
En un recodo del camino se cruzaron con un paciente en pijama que fumaba, la espalda apoyada en el tronco de un olmo.
Alice dio un codazo a su compañero.
−Por un momento creí que era mi hermano. ¡Joder! ¡Cómo se parece! −mintió descaradamente. − ¿No te diste cuenta?
−No, no me fije −farfulló él.
−Obsérvalo, ahora que no nos mira.
Nada más pronunciar la frase, mientras esperaba una repuesta, Alice se quedó asombrada de su propia crueldad. ¿Por qué necesitaba, de repente, lanzarle aquella pulla? si aquel hombre no tenía nada que ver con su hermano.
−Puede que tenga algún aire −murmuró Peter−. No sé, ya no sé nada. Vámonos a casa, me siento muy cansado… Y tenemos que hablar −añadió después de un momento de silencio.
−Creo que sí. Por lo visto, hay mucho de que hablar −contestó ella−.
Como para animarle y hacerse perdonar, acompañó la frase de un beso.
26- Viva Internet
No tenemos corresponsal de prensa en el lugar del experimento, una zona deshabitada de la taiga siberiana donde cayó el meteorito. Por tanto, mis artículos sobre la perforación de la Tierra en un intento de alcanzar el núcleo, solo se fundamentan en el blog del prestigioso catedrático de geología de la Universidad de Oklahoma: el profesor Dan Irving que dirige los trabajos a pie de obra. Esto forma parte del secretismo tanto de Estados Unidos como de Rusia.
Las tiradas de: El Reflejo iban en aumento, no tanto como lo desearía el director del periódico, pero sí, habían mejorado debido a la expectación de los lectores por lo insólito de los acontecimientos. Gracias a mí: Miguel Ángel Cerrado González, debería decir. A pesar de que, en esos tiempos, la gente iba buscando más información en Internet que en la prensa de los quioscos.
Así que tendría que resumir aquellas informaciones en un nuevo artículo. Quería terminar pronto para acompañar a Alejandra al médico. No paraba de vomitar por las mañanas, y me temía lo peor. Lo peor de lo peor. Y me tenía sin cuidado el núcleo terrestre. Había núcleos mucho más preocupantes a la vista.
En el blog del profesor Irving, leí lo siguiente:
Las perforaciones profundas son complicadas y altamente costosas. Solo poder atravesar completamente la corteza terrestre significaría perforar más de treinta kilómetros y las más profundas que se habían realizado, las referidas a la explotación de hidrocarburos, difícilmente superaban los cinco kilómetros, aunque se había llegado a casi los diez en una mina de oro en África. No se pueden usar caños y trépanos para alcanzar tales profundidades, sino un robot, propulsado por energía nuclear, con un caparazón de cerámica refractaria extremadamente resistente al roce y capaz de aguantar una presión mil veces la de la atmósfera.
Otra vez tendría que hablar de cosas que ignoraba por completo. Menos mal que la mayoría de los lectores tampoco sabrían nada de esos temas.
El departamento Siberiano Oriental de la Academia rusa de Ciencias financia el experimento, conjuntamente con su homologo de Nueva York y, en menor cuantía, la Comunidad Europea.
Al principio, reinaba la euforia en nuestro equipo de científicos, −escribía Irving− a pesar de las condiciones de vida en aquel lugar. Un sitio aislado, en medio de la taiga Siberiana. Un bosque ralo de abedules y abetos, poblado por osos, algunos alces, y lobos, situado a centenares de kilómetros de poblaciones insignificantes. Pero lo peor es el asedio de nubes de mosquitos al atardecer; millones de ellos se abalanzan sobre cualquier ser vivo que se atreve a salir al exterior.
¡Vaya sitio! Al leerlo, hasta a mí me daba ganas de rascarme.
Nunca habría imaginado que pudiera haber mosquitos en un sitio tan gélido. Claro, no los había en invierno, solo durante el deshielo y en verano.
Cuando el robot empezó a girar sobre sí mismo, cada vez más rápido, emitiendo al mismo tiempo destellos de luz y pitidos agudos, todos los presentes quedaron boquiabiertos de asombro al observar como se iba enterrando justo en el centro del cráter dejado por el meteorito. Funcionó todo a la perfección. Los ordenadores procesaron los datos recibidos, con normalidad, anotando: profundidad, presión, temperatura y composición de la capa geológica. Confirmaron lo que ya se sabía gracias al estudio de las ondas sísmicas. El aparato tardó dos días en atravesar los treinta y siete kilómetros de la corteza terrestre, señalando sucesivamente la existencia de la capa granítica, la discontinuidad de Conrad, la capa basáltica, ya mucho más caliente, y por fin la discontinuidad de Mohorovicic que anunciaba la perforación del Manto.
Otra vez un montón de datos científicos que utilizaré en mi artículo; no gustarán al jefe. Pero en eso, soy inflexible y lo sabe. El Reflejo es un periódico serio.
Ningún artilugio jamás había llegado tan profundo: al otro lado de la corteza terrestre. Aunque quedaba muchos kilómetros que recorrer, a través del manto, hasta alcanzar el núcleo, aquella noche todo el equipo celebró con champán el acontecimiento, terminé de leer.
Como no tenía champán para celebrar aquello, después de mirar a Carmen inútilmente, salí al pasillo a por una taza de café; si se puede llamar café a este brebaje.
27- Proyecto de fuga
Igor Salensky nunca había prestado mucha atención a las personas en silla de ruedas. Una desgracia como otra cualquiera. Ahora que tenía que vivir la experiencia en carne propia −en realidad era más bien en carne ajena, rectificó mentalmente, ya que su cuerpo actual era el de Peter Wright −, estaba decidido a donar parte de sus ahorros a un organismo dedicado a la investigación para la recuperación de tetrapléjicos… si un día lograse salir de su encierro, claro está. Había ensayos con células madre, pero reparar roturas de la medula espinal era muy complejo, sin embargo el mayor escollo era la falta de créditos a la investigación. No había fondos para pagar a los científicos. Si se destinara una mínima parte del dinero que se manejaba en el fútbol, se podría mejorar el mundo, pensó. Sintió que le invadía la cólera ante lo que consideraba la estupidez de la humanidad.
Entreabrió la puerta de su habitación y asomó la cabeza. Detrás del cristal de su cuchitril, al final del pasillo, el vigilante estaba enfrascado en la lectura del periódico. Era el tipo corpulento del turno de la mañana. El Can Cerbero que impedía a Salensky llegar al ascensor para poder escapar. Solo desaparecería unos minutos, hacia las once, para ir a los aseos, aprovechando probablemente para fumar algún pitillo a escondidas. Al charlar con él había notado un ligero olor a humo de tabaco. Un hombre aburrido que se pasaba las horas muertas resolviendo crucigramas.
Una vez en el pasillo, Igor dirigió la silla hacia la máquina de café. Antes de introducir la ficha en la ranura, llamó al hombre.
− ¿Quiere uno? −preguntó.
El vigilante denegó con un gesto de la mano.
− ¿Primer periodo de la era terciaria, en seis letras? −gritó−. La tercera es una C.
Igor se encogió de hombros. Tuvo ganas de preguntarle si sabía qué era el terciario, pero ¿para qué ponerle en evidencia? ¿De todas formas, de qué le serviría saberlo si mañana mismo lo habría olvidado?
−Pruebe con Eoceno −contestó, después de que la máquina dejase de emitir crujidos internos.
Bebió la mitad del café, antes de depositar el vaso de plástico en el hueco del brazo de la silla de ruedas. Lo que quedaba del líquido oscilaba peligrosamente mientras se desplazaba hacia su cuarto.
Hoy sería el gran día, había decidido. Acecharía detrás de la puerta de su habitación hasta oír el leve chasquido de la puerta de cristal del garito del vigilante al cerrarse y los pasos de éste alejándose hacia los lavabos. Tendría entonces unos ocho o diez minutos como máximo para acercarse al ascensor, según había cronometrado a lo largo de la semana. Ató la bolsa de lona donde había guardado algunas pertenencias al respaldo de la silla, guardó en el bolsillo de su chaqueta un destornillador oxidado que había encontrado detrás de un radiador del cuarto de baño y echó una mirada circular a la habitación por si se olvidaba de algo imprescindible. Luego se puso a escuchar detrás de la puerta, atento al menor ruido, como una araña al acecho en su tela.
28- Un descubrimiento aterrador
Desde la ventana del dormitorio Alice contempló el cachito de cielo tenebroso que asomaba entre las hileras de casas. Súbitamente un relámpago desgarró las nubes y empezó a granizar. Las bolitas de hielo, que repiqueteaban en el alfeizar, machacaban el tiesto de hierbabuena al rebotar como pelotas de ping pong.
− Por fin refrescará − murmuró aliviada mientras se dirigía hacia la cama donde reposaba el enfermo. Se sentó encima de la colcha y le acarició la mano−. Ya tienes mejor cara...
Él no le dejó terminar la frase.
−Alice, te he engañado. Y, créeme, no me lo perdono. −le dirigió una mirada indecisa antes de continuar−. Te quiero. Te quiero más que a nadie, de eso puedes estar segura. − Hablaba atropelladamente−. Tengo que confesarte una cosa: no soy Igor. Aunque sí, soy Igor en cierta medida. Mi cuerpo es el de Igor…, pero solo mi cuerpo. No mi cerebro. Aunque el cerebro también es parte…
− Un momento. Un momento, por favor... Para... ¿Qué es lo que me estás diciendo? Estás delirando ¿No tendrás fiebre, verdad? Quizás deberíamos volver a urgencias.
Lo miró con cara asustada. Le puso la mano sobre la frente y luego sobre la suya, la temperatura parecía la misma, pero habían vuelto los temblores. Parecía un náufrago a punto de hundirse.
− Escúchame, por favor −rogó él−. Ya sé que te parecerá inverosímil lo que te voy a contar. Eso es lo malo, nadie se lo puede creer. Sin embargo es real.
Así fue como Peter Wright le contó a Alice Salensky toda la historia de los trasplantes, de la usurpación de personalidad y del robo de los datos de la investigación sobre células madres.
−Denúnciame a la policía si quieres −concluyó−. Lo comprenderé. Estoy harto de todo eso, créeme. Ya no lo aguanto más. ¡Que me pongan en la cárcel si quieren! Si se enteran los del Mossad de que he revelado el gran secreto, me eliminarán. No hay lugar a duda. Casi sería lo mejor. Ya no puedo más. Estoy muy cansado. −Alargó la mano hacia Alice y la contempló con una mirada de perro apaleado. −No podía prever el enamorarme de ti, porque te quiero, Alice. Te quiero.
Ella retrocedió. Se le había puesto la cara congestionada. De repente, la oleada de ira que la invadía casi no la dejaba hablar.
− ¿Y tú aceptaste? ¿No te dio reparo condenar a Igor a una silla de ruedas y truncar su vida? Eres un cerdo. Eres un cerdo −gritó mientras le descargaba unos puñetazos por todo el cuerpo. Luego te plantaste aquí y yo, como una tonta, me dejé engañar.
Hundió la cara entre las manos y se puso a sollozar.
Él le agarró la muñeca y la atrajo hacia sí.
−Alice, no sabes como lo siento. No fue fácil. Me obligaron. Era
aceptar de buena gana o morir asesinado. No tenía elección. Ahí, nadie tiene elección. Él no quiso colaborar y sabía demasiado para poder liberarle. Si hubiera aceptado trabajar para ellos, nada de eso hubiera ocurrido.
−¡Pobre Igor! −se desesperó ella− ¡Estará en silla de ruedas, y dices que con tu antiguo cuerpo! Así que ya ni siquiera se parecerá a si mismo ¡Es espantoso! Todo eso es espantoso. Hay que denunciarlos. No podemos dejar que hagan eso con la gente.
Sollozaba ruidosamente, con una desesperación que parecía inagotable. Hasta que, de repente se pellizcó el brazo con rabia, hasta chillar de dolor. No, no se iba a despertar, no era una pesadilla. Levantó la vista: había amainado y un rayo de sol se colaba a través de los visillos. Alice respiró hondo una y otra vez, intentando superar el sofoco. Se levantó y, con paso inseguro, se fue a la cocina. Abrió el grifo de agua fría y la dejó correr sobre su rostro. Necesitaba pensar. No, no podía ser verdad. Todo eso era absurdo. No tenía ni pies ni cabeza. Necesitaba una copa. Necesitaba una botella entera. Llenó dos vasos con whisky, que se llevó al dormitorio, y ni siquiera les añadió hielo. Miró a Igor con desconfianza. Puede que estuviera enfermo. Una consecuencia de su extraña desaparición. El pobre, lo más probable es que empezara a desvariar. Eso es, quizás tuviera un tumor cerebral. Tendrían que consultar a un neurólogo.
Sin embargo, ahí estaba la palabra Katiuska; había recibido dos correos firmados por su marido llamándola Katiuska. Solo el verdadero Igor podía haber empleado la palabra. Entonces, puede que fuera verdad. No. A todas luces era impensable.
−Y ahora ¿qué piensas hacer? −preguntó al tenderle el vaso.
29- Catástrofe emocional
Alejandra se ha marchado, me ha dejado. Son la siete de la tarde. Sus ropas han desaparecido del armario. Falta la maleta marrón. Incluso se ha llevado su muñeco destartalado que reposaba sobre la almohada. Ese que me garantizaba su amor eterno. Sí, me duele; yo también le tenía afecto a este trasto deshilachado. Quizás me equivoqué, no soy su osito, sino un mal bicho. Busco por todos los rincones una nota de despedida. Nada.
Me da mala espina el cuenco del gato lleno a rebosar de pienso. Tanta comida significa sin duda que no piensa volver.
En el piso reina un silencio espeso y, de repente, me siento agotado.
Derrumbado sin fuerzas en la butaca del salón, lo que recuerdo de esta mañana es a una niña desolada. Yo, como un tío bruto que soy, dije que tenía que ir a trabajar, que se había hecho tarde, y me alejé sin un beso de despedida. Sin siquiera un beso.
Sin embargo el día amaneció normal, incluso había una luz dorada sobre los tejados y de repente todo se derrumbó. Peor que un terremoto. No puedo aducir que no estaba preparado porque llevaba días que me lo temía.
Alejandra está embarazada.
Esta mañana me miraba de reojo, con la cara llorosa, mientras nos alejábamos del consultorio del ginecólogo.
−Son pocos días −dijo−. Cuando vinieron mis padres y me quedé a dormir en tu casa, debe ser cuando sucedió.
Si no lo quieres podría abortar −añadió después de un silencio−. Total son pocos días−. Podría abortar, volvió a repetir.
Yo estaba abrumado. No habría estado peor al recibir un mazazo en la cabeza. ¡Con lo bien que vivíamos los dos! Tengo que reconocer que hasta ahora no se me había pasado por la mente la idea de ser padre. Joder, ¡que no me eche a mí la culpa! El quedarse embarazada es cosa de mujeres. Respiré hondo el aire que olía a gases de tubo de escape. Con rabia, di una patada a un bote vacío de cerveza, rebotó contra el bordillo de la acera antes de alcanzarme en la pantorrilla. Mierda, mierda y mierda.
−Aquella noche, con las prisas no usaste condón.
− ¿Y qué? ¿Acaso te habías tomado tú la píldora? Tuve ganas de agarrarla por los hombros y sacudirla.
Las lágrimas resbalaban por su rostro. Lloraba en silencio y se limpiaba las mejillas con un gesto furtivo, con un pañuelo hecho un rebujo húmedo. Una niña desolada.
Y la dejé ir. Sí, la dejé ir sin despedirme siquiera.
30- Un medio marido
Alice miró a su alrededor. La mayoría de las mesas del restaurante estaban ocupadas. La gente comía apresuradamente antes de reincorporarse al trabajo.
−No comprendo por qué te enfadaste tanto con él −dijo Linda. Miró con detenimiento la gamba que acababa de pelar−. Me parece que no son frescas. Huélelas. Habría sido mejor pedir ensalada, ¿no te parece?
Alice aspiró el vaho que se desprendía de la fuente.
−No sé, a mí me gustan. −Apartó de un gesto nervioso un mechón de pelo de su rostro−. Sin embargo es fácil de comprender −siguió diciendo−. Me engañó. Sí, me engañó. Él no es Igor.
− ¿Cómo que no es Igor? Según lo que tú cuentas, casi todo él es Igor, mucho más Igor que Peter, no te parece. ¿Qué le falta? El cerebro. Total, solo el cerebro. ¿Para qué quieres su cerebro? Como científico estaba bien pero como marido era un verdadero petardo. Siempre te quejabas. Más que enfurruñada, deberías estar contenta. Y además, vete a saber si lo que cuenta es verdad. Ignoramos lo que le pasó, pero no parece que ande bien de la cabeza. Todo eso es muy raro. A mí me suena a cuento chino. No, no me lo imagino. Aunque a mucha gente le vendría bien un cambio de cerebro. Por ejemplo al Bush aquél; él de la guerra de Irak, y también a mi casero, el muy cabrón me quiere subir la renta otra vez.
Linda se limpió los dedos con la servilleta. Se había pintado las uñas de negro y su pelo teñido de rojo llameante parecía iluminar la sala. Llamó con un chasquido al camarero.
Alice se encogió en su silla. Se volvió a preguntar por qué seguía saliendo con Linda si tanto le molestaba su vulgaridad. Como otras veces, juró que no la volvería a llamar.
−No me contestes como si fueras una psicópata −dijo Alice exacerbada −. ¿ No te da pena el pobre Igor?; ¡lo que debe sufrir encerrado en un cuerpo medio paralítico! Tiene que ser horroroso.
−Bueno, supongamos que vuelva: ¿con cuál de los dos te quedarías? Porque no te quedarías con los dos, verdad. Sería un caso de bigamia, aunque en ese caso sería discutible. ¿Qué te parecería acostarte con el tullido? ¿A que no? Déjate de tonterías y quédate con ese tipo. Es lo mejor que te puede pasar, créeme −se quedó pensativa un momento−. Para que lo sepas, porque nunca te lo conté, también a mí me gustaba Igor cuando era joven. Incluso pensé en quitártelo en un momento dado.
Alice casi se atragantó con el filete. Notó como una bocanada de calor le subía por las mejillas. ¡Así que la cerda de su amiga estuvo a punto de robarle el novio! Con gusto le habría tirado el plato de patatas fritas a la cara.
−No sabes lo que me alegro de haber desistido −seguía insistiendo Linda−. Hay que ver lo que ha cambiado este hombre, ahora está casi calvo y parece que se le ha secado el cuerpo. Te enamoras de un aspecto físico y apenas es reconocible después de unos años. Bueno, no pongas esta cara de asesina. Si eso fue hace muchos años, a decir verdad casi cuarenta. Parecemos un par de
buitres que se disputan una carroña.
Para Alice fue demasiado. Se levantó y recogió su chaqueta que colgaba del respaldo de la silla, pero antes de que pudiera alejarse Linda la agarró de la muñeca.
−Anda mujer, no te ofendas. Ya sabes como soy, siempre hablo más de cuenta. Pero tienes que reconocer que no es una situación cualquiera. Mira, para terminar nos tomaremos un helado y no estaría de más pedir una tila.
− ¿Y qué hago con Tommy? −preguntó Alice, que se había vuelto a sentar.
−Pues, no le digas nada; solo complicaría las cosas. ¿No crees? Desde Vancouver no tiene por qué enterarse. Ese problema lo tenéis que resolver tú y tu medio marido. −A pesar de sus esfuerzos, no pudo reprimir una sonrisita burlona.
31- ¡Por fin libre!
Al empujar las ruedas con las manos, la silla se desplazó silenciosamente por el pasillo. Igor Salensky presionó el botón para llamar al ascensor, rogando que no estuviera en la séptima planta.
Venga, venga, date prisa, murmuró entre dientes, en tanto miraba hacia los aseos donde el guardia de seguridad debía saborear su pitillo de la mañana. Cinco minutos; han pasado cinco minutos, verificó al consultar su reloj. En el mejor de los casos me quedan otros cinco. Gotas de sudor le resbalaban por el rostro y le empañaban las gafas. Por fin la puerta se abrió y consiguió introducir la silla en el ascensor con rapidez, al mismo tiempo que maldecía a Peter Wright por haberle cedido un cuerpo tan torpe. Por qué será todo tan lento, se quejó, mientras ésta se iba cerrando.
Saldría por el garaje, en el sótano, le evitaría pasar delante del portero de la entrada. Nadie se daría cuenta de su fuga hasta la hora del almuerzo. Por las mañana, después de la sesión de masaje, no solía recibir visitas y se le supondría en su cuarto, ocupado a leer, como tenía costumbre las últimas semanas.
Abajo no había nadie a la vista. Mientras la silla se desplazaba por el pasillo del sótano, de repente oyó las voces de un grupo de personas que se acercaban. Le entró el pánico. Miró a su alrededor y decidió entrar en el salón de actos. En la penumbra de la sala distinguió una puerta que daba a un cuchitril lleno de trastos donde consiguió introducir la silla después de embestir unos grandes cubos de plástico. Ahí dentro reinaba un olor espeso a productos de limpieza que le recordó a su casa; a un líquido que él odiaba y que empleaba Alice para lustrar su mesa de despacho a pesar de sus protestas. Maldita sea mi suerte, masculló cuando por la puerta entreabierta de su refugio vio como la sala se iluminaba y un grupo de cinco individuos se dirigían a la primera fila de butacas. Todos eran hombres morenos de rostro triangular, pelo entrecano espeso y ojos pequeños. ¡No puede ser!, ¡son idénticos!, exclamó para sus adentros. Dios mío, ¿qué es lo que se cuece aquí? No solo trasplantan cerebros sino que también crean réplicas que parecen verdaderos clones.
El cerebro de Salensky trabajó a toda máquina, hasta que consiguió poner un nombre a la cara de esos individuos que le resultaba familiar, nada menos que Mahmoud ¿no sé qué? El presidente de Irán. Solo que cinco presidentes con el mismo traje gris y corbata a rayas. En el fondo de la sala se iluminó la pantalla de cine y apareció lo que debía ser el verdadero mandatario pronunciando un discurso.
Luego uno de los hombres subió al estrado y, con los mismos gestos y tono de voz, volvió a escenificar aquel discurso. Una actuación magistral. De estar juntos, Igor no hubiera podido discernir cual de los dos era el verdadero Mahmoud Ahmadinejad, cuyo apellido recordó de pronto. Sin embargo, después de los comentarios minuciosos del que parecía el jefe del grupo, rectificó un pequeño ademán de la cara. Uno tras otro, cada uno de los clones repitió la actuación.
En su escondite, Igor intentó averiguar la hora escudriñando la esfera de su reloj de pulsera, pero la luz era demasiado tenue. Por lo menos deben de ser las once de la mañana, calculó. Si tardan demasiado no podré escapar. Se darán cuenta de mi ausencia antes de que pueda huir. No se atrevió a moverse, aunque nadie iba a reparar en su presencia en el fondo oscuro de la sala. Con el pulgar y el índice se masajeó la nariz en un intento de neutralizar el picor que le provocaba el aire polvoriento del cubículo. Solo me falta estornudar, se lamentó en tanto se sonaba discretamente.
Cuando por fin concluyó el acto, tuvo que esperar a que desapareciera la pequeña tropa al final del pasillo antes de salir de su escondrijo.
Con el motor eléctrico en marcha, la silla de ruedas subió la rampa de salida del parking. Al emerger al aire libre, en el parque del edificio, miró receloso en derredor y fue entonces cuando un colega de Peter, un científico que trabajaba en el laboratorio de los simios, cuyo nombre no recordó en ese momento, le interpeló:
Hombre, Wright, ¿dónde te habías metido?
32- Amor amargo
Después de una noche de insomnio que pasé derrengado en un sillón, sin siquiera quitarme los zapatos, decidí no ir a la sede del periódico sin antes recuperar a Alejandra. Fui a la cocina a poner en marcha la cafetera eléctrica. Actuaba como un autómata. Dispuse sobre la mesa el pan sin tostar y saqué la sartén para freír un huevo. Al abrir el armario, mis dedos tropezaron con la taza preferida de Alejandra, con unos gatos pintados. Al verla, me entró una profunda congoja. Tengo que tranquilizarme, así no puedo razonar, pensé. Miré el reloj, eran las seis y media de la mañana. Demasiado temprano para llamar por teléfono a casa de las amigas de Alejandra para saber dónde había pasado la noche. Así que, después de sorber el café, abrí el ordenador. Era jueves y tenía que entregar mi informe semanal sobre el desarrollo de los acontecimientos en Siberia. No había preparado nada, pero para salir del paso escribiría cualquier cosa después de leer el blog de los científicos de la base y luego lo mandaría en forma de PDF al director del periódico y le avisaría de que me sentía demasiado enfermo para acudir a la redacción.
Según Dan Irving, que dirigía las operaciones en la taiga rusa, el robot seguía funcionando a pesar de la temperatura elevada y de las enormes presiones que soportaba. Poco a poco se iba aproximando a la primera capa del núcleo terrestre. Una zona semilíquida formada sobre todo por hierro. Para ser más preciso, le faltaba recorrer todavía unos tres cientos kilómetros, más o menos. Tenía intrigado al equipo de científicos porque desde el martes enviaba unas señales extrañas, unas pulsaciones rítmicas difíciles de interpretar. Pudiera ser que el aparato estuviera estropeándose, comentaba el profesor, entonces desde la superficie tendrían que detonar su carga nuclear, antes de que dejase de funcionar y fuera destruido. Un poco pronto para garantizar el éxito de la misión, es decir la aniquilación del núcleo. Sin embargo, a pesar de las presiones gubernamentales para detonarlo cuanto antes, el equipo científico había decidido esperar un poco más porque era una ocasión única para recopilar información sobre esta zona desconocida del interior del planeta. Todos esos datos recogidos en los ordenadores de la base se mandaban a laboratorios especializados de todo el mundo para su interpretación. Por medio de sus escritos, se notaba el entusiasmo del señor Irving.
Parece un niño desempaquetando regalos de cumpleaños, pensé. El hombre añadía algunos comentarios sobre las incidencias de la vida en el campamento. El miércoles, al anochecer, había sonado la alarma después de oír unos golpes extraños en el cercado. En seguida los guardas de seguridad se habían desplegado y después de salir al exterior sonaron unos tiros. Los asaltantes eran un par de osos hambrientos atraídos, según los colegas rusos, por los contenedores de basura situados en el extremo norte del recinto. Resulta, señalaba el científico, que esos animales tienen el sentido del olfato más desarrollado del reino animal, mucho más que perros y cerdos, y detectan los olores incluso a kilómetros de distancia; siempre se aprende algo nuevo, concluía. Además, por gentileza del equipo, se podía descargar un documento sonoro de aquellos latidos retransmitidos por el robot.
¿Y a mí, que me importaba todo eso? Lo único que deseaba en ese momento era volver atrás en el tiempo, rebobinar mi vida hasta la víspera y rodar una nueva escena. Empezaría así: salida de la consulta del ginecólogo. Sonarían las claquetas para indicar: se rueda. El novio, que soy yo, coge del brazo a su amada y se inclina para besarla. Es feliz, va a ser padre. Ella se apoya en su pecho y se siente reconfortada…
Creo que me estoy volviendo loco. ¡Vaya escena más cursi!
Con un clic mandé mi artículo un poco chapucero a la sede de El Reflejo, acompañado del documento audio que se podría utilizar en la versión digital del diario.
Al ir al cuarto de baño, eché un vistazo a mi cara reflejada en el espejo ¡Qué desastre! No hacía ni siquiera veinticuatro horas que Alejandra me había abandonado y ya tenía yo la pinta de un vagabundo: la barba sin afeitar, la ropa arrugada. Solo me faltaba desprender un hedor a vino y a suciedad.
Hice una fea mueca a mi imagen que me la devolvió con ganas y me puse la chaqueta dispuesto a salir en busca de Alejandra. Además, para más inri, llovía. Iba a poner la llave en la cerradura cuando sonó el teléfono. Descolgué precipitadamente. Era Julia, la dueña del club de baile donde trabajaba Alejandra. Aprovechaba el momento en que ella se había quedado dormida en el diván de su casa para avisarme y, por favor, déjate de tonterías y ven a recogerla; está hecha polvo, rogó.
33- Despedida
Peter Wright estaba alerta. Puede que sea la última vez que pise este lugar, pensó.
Con la vista recorrió el despacho del profesor Salensky. Puso en orden los cajones del escritorio. A punto estuvo otra vez de tirar la vieja corbata, pero después de agarrarla la volvió a soltar. Encendió el ordenador, verificó cada una las carpetas de archivos por si hubiera olvidado algún dato importante, y borró luego el rastro de sus actuaciones. Fue un trabajo minucioso que le llevó un par de horas. Se entretuvo luego leyendo sin escrúpulos los correos del profesor. Qué hombre más aburrido, pensó. Eran escuetos comunicados entre colegas sin el más mínimo sentido del humor.
−Bien, creo que está todo −murmuró.
Se sentó en el sillón dispuesto para las visitas y estiró las piernas. No consiguió relajarse; sus manos seguían presas de un ligero temblor a pesar de haberse tomado un valium dos horas antes. Ahora, se tendría que despedir de sus colaboradores, pero no tenía ganas. Siguiendo las recomendaciones del médico, el director del centro le había concedido un mes de vacaciones anticipadas, y hoy era su último día porque el lunes volaría, en compañía de Alice, hacia las playas de California.
Para retrasar el momento de la despedida empezó a hojear las revistas amontonadas sobre la mesa. Apartó un par de ellas que se llevaría a casa para leer los artículos con más detenimiento. Antes de marcharse quiso echar un vistazo a Science and Research, editada por los israelíes, una edición especial destinada al público norteamericano. Por supuesto no había ningún artículo sobre trasplante de cerebros, pero de repente se sobresaltó al encontrar una foto suya. Si, no había duda, ahí estaba él, en silla de ruedas. Recordaba incluso el día en que le sacaron esta instantánea. Fue la primavera pasada, en el laboratorio, delante de la jaula de los gatos, aunque aquello se le antojaba lejanísimo, como si el tiempo se hubiera estirado como un chicle. Incrédulo empezó a leer la esquela: el eminente biólogo Peter Wright ha muerto, victima de un desdichado accidente. Seguía un artículo elogioso sobre su carrera profesional que le agradó a pesar de todo.
Había muerto. Llevaba muerto diez días según la fecha del óbito. Notó en la boca como un sabor agridulce. Había abandonado su cuerpo y ahora era cadáver, puede que incinerado o pudriéndose bajo tierra. Así que nunca podría recuperarlo. No es que tuviera ganas de volver a la silla de ruedas, pero era como perder a un amigo íntimo. Sacó un pañuelo del bolsillo del pantalón y se secó el sudor de la frente. Qué raro, pensó, se muere mi propio cuerpo y yo sin enterarme −se sentía agraviado−. Ni siquiera recibí una señal telepática. ¿Y ahora qué?
Por un momento, se imaginó en la consulta de un psicólogo: No consigo superar el dolor por la pérdida de un ser querido −le explicaría−. Un ser muy próximo con el que he convivido muchos años. No, no soy homosexual. Pero, sabe doctor, resulta muy difícil llevar el luto por uno mismo. Se le dibujo un esbozo de sonrisa. Acabaré en un manicomio −masculló.
Volvió a leer el párrafo. No se especificaba el tipo de accidente. Le resultó sospechoso, porque su cuerpo siempre había actuado con prudencia, consciente de sus limitaciones. ¿Y si se tratase de un asesinato?, ¿o de un suicidio? ¿O de una trampa? Sí, una trampa. David Levy le conocía muy bien y sabía que solía consultar Science and Research para estar al tanto de los últimos descubrimientos científicos, por tanto lo más probable fuese que leyera la esquela. Se supone que una vez muerto su cuerpo, él no tendría reparo en volver a Israel ya que su cerebro quedaría cómodamente alojado en el cuerpo del profesor. Eso debía pensar Levy. No, no iba a caer en tan burda trampa. Una cosa estaba clara, una vez desvelados los conocimientos del profesor Salensky, los israelíes ya no lo necesitaban y él sabía demasiado. ¿Y qué pasa con los que saben demasiado? Un escalofrío le recorrió el cuerpo.
Quizá Forbes, su amigo y colega Miguel Forbes, supiera algo. Llamarle o mandarle un correo era impensable, no escaparía a la vigilancia de la policía secreta. Sin embargo, tendría que contactar con él. Ya idearía alguna manera.
Estatua de Andersen en Central Park
34- Un paseo por el parque
Después de comer con Linda, Alice no se sentía con ánimos para regresar a su casa. Necesitaba serenarse y reflexionar a solas. El día estaba soleado y no le pareció mala idea ir a caminar por Central Park, pero antes entró en una tienda a comprar bombones.
− ¿Quiere que se los envuelva para regalo? −preguntó la dependienta que, sin esperar la respuesta, sacó una hoja de papel floreado y una etiqueta dorada.
−Para serle franca, me los voy a comer ahora, así que será mejor una bolsita de celofán. Es un regalo que me hago a mí misma.
−Eso está muy bien, hay que mimarse de vez en cuando −opinó la mujer. Entonces le añadiré un lacito rosa, para que se anime. Pruebe este, al licor, le quitara la depre −añadió, después de coger, con unas pinzas, un chocolate de la vitrina del mostrador.
Con los bombones en el bolso pasó delante de la parada del autobús. Como no había ninguno a la vista decidió seguir caminando hasta el Consulado de Francia, luego solo le quedaría cruzar la avenida antes de internarse en el parque. Siempre le había gustado esta zona arbolada de Central Park, próxima al estanque del Conservatory Water, poco frecuentada por los turistas. Rodeó el pequeño lago y, después de limpiarlo de hojas otoñales, se encaramó al banco de piedra del monumento, y se sentó al lado de la estatua de Hans Christian Andersen. Intentó apartarle la mano de bronce, pero fue inútil, así que se sentó encima de sus gélidos dedos. Por una vez no había nadie ahí sacándose fotos con el celebre cuentista.
− ¿Y tú, que harías en mi lugar? −preguntó, con la voz pastosa de masticar praliné. El hombretón, con su libro abierto en la mano, y el pato de bronce a sus pies no se inmutaron, parecían absortos en sus propios pensamientos. Alice agitó las piernas en el aire. Al ser tan alto aquel banco resultaba incómodo porque sus pies no alcanzaban el suelo y el frío de la piedra traspasaba poco a poco la fina tela de sus pantalones. Cuando se iba a bajar del asiento sonó su móvil. Su mano empezó a rebuscar en el fondo del bolso como un hurón en las galerías de la madriguera de un conejo, apartó unas gafas, el monedero, un tubo de carmín y unas cuantas cosas más, hasta que por fin dio con el aparato.
−Sí, sí, soy yo. ¡Tommy! ¿Dónde estás? ¿Vas a venir?
−Dices que para el día de Acción de Desgracia de los pavos. ¡Qué bien!, entonces compraré la víctima. Aunque luego tengamos que comer los restos durante quince días. Solo es una vez al año.
− ¿Tu padre? Tu padre está regular. Necesita unas vacaciones. Nos vamos a ir unos días a la costa de California. Le vendrá bien tomar el sol. Claro que queremos verte. Sí, para el día de Acción de Gracia estaremos en Nueva York. ¿Te tomaste las vitaminas que te mandé? Bueno, bueno, así me gusta. Un besote y hasta pronto.
Su padre. Había dicho su padre. Claro que era su padre. No le había engendrado con el cerebro. Así que no mentía. Aquel hombre era su padre. No tenía por qué dar más explicaciones. Alice se alejó por el sendero cubierto de hojas secas. Olía a humus y empezaba a refrescar. Un mirlo escarbaba con el pico entre la hojarasca. Quizás tuviera razón Linda, lo mejor era aceptar la realidad ya que no podía cambiarla. Pero ¿y el tullido? Interiormente se defendió: ella no tenía nada que ver con el cuerpo del paralítico. Para mitigar su sentimiento de culpa sacó el último chocolate. Seguro que me vuelve a subir el colesterol, pensó antes de hincarle el diente.
35- Una
suplantación arriesgada
Por muchos esfuerzos que hacía Igor Salensky no conseguía recordar el nombre del colega de Peter que le había interpelado a la salida del parking. Algo como Borges o Forges; un nombre hispano, desde luego. Pero si él lo había llamado Wright, significaba que no estaba al tanto del trasplante. El hombre, después de un apretón de manos, se había adueñado de la silla de ruedas que empujaba hacía la salida con un gesto decidido. El vigilante, sentado en su garita, alzó una mano en señal de saludo cuando franquearon la puerta del recinto.
Soy Wright. Para todos soy Wright, se repetía Igor. Nadie lo duda y mientras siga actuando como tal no habrá problemas, por lo menos hasta que descubran mi desaparición.
−Ahora te invito a comer y no acepto un no por respuesta. ¿Qué te parece: “La Paloma”? −propusó el hombre.
Igor farfulló una excusa, pero por otra parte no conocía el barrio y necesitaba orientarse. Ante la insistencia del otro no se atrevió a rechazar la oferta, rogando para sus adentros no encontrarse con David Levy u otros comensales conocidos de Peter. Miró hacia atrás. La fachada del edificio donde había sido recluido tenía un letrero: “Laboratorios Krubber, centro de investigación”; seguro que no olvidaría jamás este nombre. Pensó que mientras estuviera acompañado nadie se fijaría en él. Una vez en el restaurante, con el pretexto de tener más espacio para manejar la silla, eligió una mesa en el rincón más apartado de la sala.
− ¿Y qué te pasó? ¿Por qué no me llamaste? −preguntó el amigo−. Levy nos contó que tuviste un problema de riñón. Te llamé un par de veces, pero sin éxito.
−Ya sabes, con este cuerpo… ¿Para qué molestar a los amigos? − Por un fugaz instante tuvo la tentación de contar la verdad, pero era arriesgado. No sabía cómo iba a reaccionar aquel hombre al enterarse de que solo su cuerpo era el de Wright. Pudiera ser que decidiera entregarlo de nuevo a Levy para ahorrarse problemas.
−Bueno, y por aquí ¿qué hay de nuevo? −indagó Salensky después de reflexionar.
−Corren rumores por la Red, que cada vez me gustan menos.
El hombre desplegó su servilleta, se ajustó las gafas y echó un vistazo a la carta.
−Voy a mandar a Leslie y a los niños lejos de aquí, a Paris −continuó− allí tiene ella una tía; una hermana de su padre. Creo que en cualquier momento habrá un ataque a Irán, y vete a saber lo que desencadenará.
»− ¿Qué hacemos? ¿Pedimos el menú? −preguntó−. Aquí sirven un cuscús muy bueno. La última vez no estaba mal, ¿verdad?
Salensky asintió. Estaba dispuesto a comer cualquier cosa con tal de
terminar pronto. Miró discretamente el reloj. No quería demorarse mucho por si acaso estuvieran buscándolo por toda la ciudad.
− ¿Y se puede saber por qué te parece tan inminente un conflicto armado? −indagó−. ¿No te habrás vuelto paranoico?
Se pasó, nervioso, la mano por el pelo encrespado. Lo que son las costumbres, siempre esperaba encontrar los pocos mechones de pelo gris que tenía antes, y no aquel pelo enmarañado que cubría ahora su cabeza.
−Hay que ser ciego para no darse cuenta de las maniobras de Israel. Poco a poco ha ido neutralizando a sus enemigos más próximos. ¿Qué te crees que han sido esas famosas primaveras árabes? Ese afán democrático nunca existió −. Levantó su copa y bebió un trago de cerveza−. Eso fue orquestado desde fuera, a través de Internet y las redes sociales. Luego infiltraron unos cuantos agitadores para iniciar las revueltas y la gente se lo creyó. Si no fuera por un político despechado, que reveló lo que se cocía, ya se habría desencadenado la guerra.
Hablaba cada vez más fuerte y parecía subrayar las frases agitando el tenedor. Salensky le presionó el brazo para recordarle que quizás no convenía llamar tanto la atención de los comensales.
− ¡Me indigna tanta maquinación! −prosiguió− ¿Por qué crees que han muerto estos últimos años varios científicos iraníes, especialistas en energía nuclear? Todo eso son maniobras para socavar el régimen, para intentar que fracase la fabricación de bombas nucleares. ¡Como si se pudiera evitar! −Con la punta del cuchillo apartó un hueso de cordero en el borde del plato−. Israel tomará la delantera, como siempre lo ha hecho, para no ser borrado del mapa por los iraníes. Si ataca ahora ningún país árabe del entorno, sumido en el caos, podrá oponerse una vez muerto Gadafí y apartado Mubarak.
−Bueno, no es de extrañar; siempre ha sido así, −comentó Igor− y no podemos hacer nada. Nosotros, los que nadamos en superficie, nunca sabemos que tiburones hay debajo, pero los hay, y muy poderosos. Lo sabía de sobra. No quiso hablarle de los cinco Mahmoud Ahmadinejad… No hubiese podido explicar por qué deambulaba en los pasillos del sótano a esa hora para luego esconderse en el salón de actos.
A la salida del local, Salensky rebuscó en sus bolsillos mientras se despedía del amigo de Peter.
−Me he dejado el móvil −dijo, fingiendo−. Hazme el favor de llamar a un taxi apto para minusválidos. Y dale recuerdos a Leslie. Supongo que nos veremos antes de que se vaya. La próxima vez invitaré yo−añadió con cinismo antes de despedirse con un gesto de la mano.
36- Reconciliación
− ¿Qué te parecería si fuera una niñita de pelo negro rizado, como un caniche? −aventuré.
− Guau, guau, ladramos los dos a la vez y nos echamos a reír.
Después de tanto disgusto, parecía uno de esos aguaceros de verano cuando, en medio del chaparrón, de repente sale el sol.
Estábamos tumbados en la cama, después de hacer el amor. Me sentía feliz. Había conseguido el perdón de Alejandra, o por lo menos eso creía, y mientras deslizaba mis dedos entre sus bucles me daba cuenta de cuanto la quería. La sola idea de vivir sin ella se me hacía insoportable.
Así que íbamos a tener un hijo. A mí me apetecía una niña, pero no quería insistir. Más me valía ser cauto y portarme bien.
Pasé con mucho cuidado mi mano por su vientre. Dios mío, no me habría gustado ser mujer. Nueve meses con algo creciendo en tu interior, y luego había que parir a la criatura. ¡Jamás me cambiaría de sexo! Suspiré aliviado.
−Quédate descansando un rato más en la cama− le dije, mientras me enfundaba mis tejanos. Ya prepararé yo algo para comer. No es que tuviera grandes dotes de cocinero, pero era capaz de abrir el congelador y poner una bandeja de guiso de ternera en el microondas.
En cuanto pisé la cocina sonó el teléfono. Era mi madre. Había comprado un codillo de cerdo y como sabía que le gustaba a Alejandra nos invitaba a comer. Solo quería saber a qué hora nos convendría mejor.
−He llamado a tu oficina, y como no te he podido encontrar llamé también a la academia de Alejandra. Ella tampoco estaba. ¿Se puede saber qué os pasa?
Farfullé una idiotez, que se había roto una cañería del agua caliente y que nos habíamos quedado en casa a esperar al fontanero. Me sentí como un niño cogido en falta. Quizás ante los padres seguimos comportándonos siempre como menores de edad, pensé.
− Embustero −soltó mi madre, categórica−, a mí no me mientes. Ya es hora de que madures, ¿no crees? Julia me lo ha contado todo cuando he llamado a la academia. No se te ocurra tratar mal a Alejandra porque te echaré de mi casa, por muy hijo mío que seas. No tiene a nadie aquí para defenderla, pero me tendrá a mí. Para que lo sepas.
No hay quién engañe a mi madre. Es como una mariposa, pero con más genio. Tiene unas antenas que todo lo detectan. Le aseguré que no pasaba nada, que estaba muy enamorado de Alejandra y que íbamos a ir encantados a comer el codillo.
De camino a casa de mis padres entramos en La Taberna del puerto, un bar regentado por un peruano donde servían mariscos.
−Ahora, solo bebidas sin alcohol, le advertí. Quiero tener hijos sanos, y me pedí un Martíni doble. Alguna ventaja tenemos que tener los hombres.
−Quizás deberíamos pensarlo mejor −dijo ella al tanto que despellejaba unas gambas a la plancha, su plato favorito, y se chupaba los dedos pringados de sal−. No sé si tenemos derecho a traer un hijo a un mundo que se desintegra. ¿Y si todo se fuese al garete?
Después de beber mi copa, mi espíritu flotaba agradablemente entre vapores alcohólicos.
−Entonces nos tomaremos unos Martini dobles − repliqué tontamente.
El mundo siempre se ha ido al garete. Hay guerras, terremotos, dictadores, pero también hay peces de colores, catedrales, Chopin, selvas tropicales y buena gente. Nos quedaremos con la belleza. Le enseñaremos la belleza − enfaticé con voz pastosa.
−¡Anda!, vámonos antes de que estés borracho del todo. ¡Vaya padre que va a tener la criatura! Y me agarró del brazo.
Iba pisando la acera como si el suelo fuera mantequilla. De momento, el mundo no estaba del todo mal.
37- Una mala película
En su apartamento de Nueva York, Alice iba revolviendo los cajones del armario en busca de un bañador que llevaba años sin usar. Encima de la cama tenía una maleta abierta donde había apilado unas toallas de colores y varios vestidos. Por un lado, resultaba excitante la idea de ir a la playa, pero por otro estaba nerviosa; tenía como a un Pepito grillo que le susurraba al oído que debía de hacer algo para salvar el cerebro de Igor alojado en el cuerpo del paralítico, ¿pero el qué? No tenía ni idea. Como había subrayado su amiga Linda, no estaba dispuesta a acoger en su casa al tullido Peter Wright. Jamás, por muchos esfuerzos que hiciera, podría considerarlo como su marido.
Como no conseguía encontrar el bañador azul pasó la mano por detrás del cajón que estaba lleno a rebosar, por si se hubiera caído en un hueco. Entonces sus dedos tropezaron con unos hilos eléctricos que salían de un diminuto aparato. ¿Qué será? , se preguntó y llamó a Igor.
Después de palpar aquello, Igor se puso el dedo índice sobre los labios para que ella guardara silencio y fue en busca de papel y lápiz.
Han instalado micrófonos, garabateó.
−Pues tampoco encuentro tu bañador −dijo en voz alta. Ya compraremos otro. Pronunciaba las palabras, articulando bien y en tono demasiado alto. La cogió del brazo y se la llevó fuera del piso, hasta una cafetería donde pidieron un desayuno.
Mientras el camarero traía los cafés, Igor sacó una libreta del bolso de Alice... Nos tienen vigilados, escribió. Cambiaré la reserva de hotel, iremos a otro lugar, pero tenemos que engañarlos, que sigan creyendo que vamos al Claridge. Así que hablaremos como si fuéramos a ir. Puede incluso que tengamos un micrófono en la ropa, suelen instalarlos hasta en los tacones de los zapatos.
Alice odiaba ser la protagonista de una novela de espionaje. Recordaba, asustada, que muchas veces aquel personaje acababa mal. Si unos desconocidos habían entrado en el piso, sin tener la llave, para instalar micrófonos en su ausencia, podían volver en cualquier momento para matarlos. Terminaron de desayunar y cogidos del brazo emprendieron el camino de vuelta a casa. Se sentía insegura. Bajó las persianas por si la observaban desde la casa de enfrente. Miró debajo de la cama y abrió las puertas de todos los armarios para cerciorarse de que no había nadie escondido.
En su cerebro se agolpaban escenas de películas donde unos personajes siniestros espiaban a las futuras victimas con catalejos desde pisos aparentemente vacíos, o desde furgonetas aparcadas en la acera próxima al portal. Siempre le había gustado ese tipo de cine negro, donde se disfrutaba, desde una butaca, de la descarga de adrenalina. Pero ahora, ante la sensación de peligro inminente, se sentía como un animal acorralado: como un conejo, en una madriguera poco profunda, perseguido por cazadores y una jauría de perros −pensó.
Después de rebuscar por todo el piso, descubrieron otro micrófono detrás de lavadora y uno en la lámpara del salón. Vete a saber cuántos más habrá, escribió Igor.
La mejor estrategia, propuso él siempre escribiendo, será comprar ropa y zapatos nuevos y depositarlos en casa de Linda, y aquí comportarnos como si no nos hubiéramos dado cuenta de nada. Haremos una maleta allí y que nos la lleve ella al aeropuerto el día del viaje.
Alice tenía sus dudas. Linda no era muy de fiar; le sería difícil guardar el secreto, pero no podía elegir. Por otra parte, Linda la quería y procuraría protegerla.
Igor se ausentó el resto de la mañana. Cuando volvió a la hora de comer, entregó a Alice un pequeño revólver niquelado que ella miró con horror.
38- Un extraordinario descubrimiento
El cocinero ruso escuchaba el borbotear del agua de lluvia en los charcos del patio mientras contemplaba, a través de los cristales, como las ráfagas de viento curvaban la cima de los abetos. Si después del chaparrón saliera el sol, sería un buen momento para recolectar setas en el bosque y variar el menú, pensó, aunque la idea de enfrentarse a las nubes de mosquitos le echaba para atrás. ¡Malditos bichos! Pero, por otra parte, le apetecía salir del recinto y romper así la monotonía de su vida en el campamento. Nada más aburrido que la taiga, un paisaje monótono de abedules y abetos. Jamás se afincaría en un lugar así. ¡Menos mal que pagaban bien!
Instalados delante de uno de los ordenadores del despacho de los ingenieros, Dan Irving y el médico de la expedición contemplaban el aparato.
Los dos hombres examinaban los datos de las pulsaciones recogidas por el robot al perforar el manto de la tierra. Iban formando una curva regular que cruzaba el ancho de la pantalla. La perforación se hacía cada vez más lenta y todavía faltaban unos trescientos kilómetros para alcanzar la frontera que separaba aquella zona, del núcleo. Si el aparato seguía funcionando tardaría por lo menos tres semanas más hasta llegar a su meta.
−Como podrás observar −comentó el médico− se alternan, a intervalos regulares, tramos casi planos y picos idénticos. Se pueden contar unas quince pulsaciones por minuto, más o menos. Mi querido amigo, estamos ante algo muy raro. Si comparas esta curva con la de tu electrocardiograma verás que es casi idéntica: sístole, diástole, sístole… No hay duda, la tierra es un animal. Y tiene corazón. Aunque, si se mira bien, el ritmo no es del todo regular, probablemente debido al estrés provocado por la cercanía del robot al núcleo.
− ¡Extraordinario! ¡Es extraordinario! −exclamó el profesor Irving después de escuchar los comentarios de su compañero−. Así que eso desmiente la teoría de la ameba gigante. No se trata por tanto de un simple núcleo que se va a dividir en dos. Es mucho más complejo. Muy, pero que muy interesante para la ciencia. −comentó Dan Irving después de quitarse las gafas y limpiarlas metódicamente con un pañuelo de papel; se repantigó en la silla y se rascó la calva−. ¿Está usted seguro? No podemos hacer el ridículo y publicar una noticia tan trascendente sin antes contrastarla ¿Quizás el robot se está averiando y la curva refleje el traqueteo del motor? Al estar sometido a tanta presión y temperatura es un verdadero milagro que todavía funcione. No podía soñar que aguantase tanto.
−Claro que estoy seguro. Enseña esta curva a cualquier cardiólogo, incluso a un estudiante de medicina y te dirá lo mismo. Para los biólogos va a ser el mayor descubrimiento del siglo; más bien de todos los siglos. Una nueva especie. ¡Y qué especie! Un animal que vive millones de años antes de reproducirse.
−Habrá que informar primero al presidente antes de difundir la noticia, pero esperaremos unos días hasta obtener más datos.
−Y también habrá que informar a los rusos −puntuó el médico.
−Los rusos pueden esperar, creo yo. …Ruego, por favor, que mientras tanto, guarde el secreto, aunque me temo que los demás laboratorios que analizan nuestros resultados habrán llegado a las mismas conclusiones. Hoy en día no hay quien oculte nada. Las informaciones circulan por la Red a la velocidad de la luz y todo el mundo se cree con derecho a opinar.
39- Suplantación de identidad
Igor Salensky se apeó del taxi frente a un edificio moderno, cuya fachada de cristal reflejaba una nube blanca como perdida en el azul del cielo. Ahí vivía Peter Wright, según indicaba su documento de identidad.
Después de la operación de cerebro, al vestir las ropas de Peter había encontrado su cartera, en el bolsillo interior de la americana. Quizás se la dejaron para hacer más verosímil su cambio de identidad pero, por desgracia, no encontró la llave del apartamento y ahora contemplaba la casa desde la acera de enfrente sin atreverse a aproximarse. Sin embargo, si quería huir necesitaba más dinero del que tenía, porque con los cuatro billetes de cinco shekalim que le quedaban, no iría muy lejos. Seguro que en el apartamento de Wright algo habría. Miró el reloj. Lo debían ya de echar en falta. Observó con temor un par de coches aparcados en el bordillo de la acera. Parecían vacíos, pero pudiera ser que unos esbirros estuvieran agachados en el interior, esperando para capturarlo de nuevo. ¡Cuantas veces lo había visto en películas de gángsteres! De haber podido andar se habría apostado detrás de un árbol para observar el entorno sin ser visto, pero con la silla de ruedas era imposible pasar desapercibido. Por fin se decidió; iba a cruzar la calzada cuando una mujer se ofreció a ayudarlo. Salensky protestó, pero ella ya había agarrado los manillares y bajaba con destreza el bordillo de la acera.
−Debería cruzar por los pasos de peatones para evitar el escalón, ¿si no, cómo va a subir solo por el otro lado? No hay que poner las cosas más difíciles de lo que son, ¿no cree? –dijo la mujer.
Igor, con la mano derecha en el bolsillo del pantalón, aferró el mango del destornillador que había descubierto un buen día detrás del radiador del cuarto de baño. Si aquella mujer lo llevase hasta uno de los coches, él estaba decidido a defenderse. Calculó que con un rápido gesto del torso hacia adelante, le podría clavar el instrumento en el pecho. No, no se iba a confiar. Si creían que iba a bajar la guardia mandando a una mujer, se equivocaban. Aunque tuviera todas las de perder, lucharía como un tigre.
Llegados al otro lado de la calle, a la joven le costó un gran esfuerzo levantar las ruedas delanteras de la silla para situarlas en la acera.
−Bueno, ya ha llegado, ¿o necesita que le acerque a alguna otra parte?
−Gracias. Pero no tenía por qué − refunfuñó el hombre.
−No sea tan orgulloso. Deje que alguien le ayude, aunque sea solo para que la persona se sienta útil. Ya ve, ahora estoy más feliz a pesar de sus gruñidos.
En el mismo momento en que la mujer se alejaba, el portero de la finca salió del edificio para fumar un cigarrillo.
−Ah, señor Wright, me alegro de verlo. Empezaba a pensar que le había pasado algo.
−Sí, tenía que haberle avisado, pero fue algo precipitado. Un viaje… Ay, ¡por Dios!, me he dejado la llave −exclamó, fingiendo rebuscar en sus bolsillos.
−No se preocupe, en seguida le abro.
El hombre desapareció un momento en su garita y volvió con un manojo de llaves.
Una vez en el ascensor, Salensky observó cómo presionaba el botón de la tercera planta. Tercero A, anotó mentalmente mientras el hombre abría la puerta.
El apartamento estaba en penumbra. Las persianas dejaban filtrar rayas luminosas que dibujaban una piel de cebra sobre la pared del salón. No había tiempo que perder. Igor echó una mirada. Se dirigió a lo que parecía una mesa de despacho, con un ordenador portátil y varios cajones laterales. Por suerte, Peter Wright debía de ser una persona ordenada y confiada. Encima de la mesa los lápices estaban perfectamente alineados al lado de un bloc de notas y un calendario. Ninguno de los cajones estaba cerrado con llave. En el de arriba encontró una chequera y algunas tarjetas de crédito, pero nada de dinero. ¿Dónde lo esconderá? −se preguntó Salensky. Él lo tenía metido en una gramática alemana. Quizás fuera una ingenuidad, como decía Alice, pero ¿a qué ladrón le podría apetecer una gramática alemana?
Miró en derredor y observó que el lomo de un libro de cocina sobresalía unos milímetros de la fila de volúmenes en la parte más baja de la biblioteca. ¡Bingo! −exclamó al abrir la cubierta.
Se guardó el dinero en la cartera y se embolsó también el carné de cheques. Siempre podría intentar falsificar la firma si fuera necesario. Nunca nadie podría demostrar que él no fuera Wright. Llenó una bolsa de viaje que encontró en un armario del dormitorio con un par de mudas, algunas camisas y un traje de recambio. Le resultaba raro elegir la ropa a sabiendas que las prendas serían de su talla. Le habría gustado descansar un rato en ese sitio tan acogedor, pero no era prudente. Descolgó el teléfono y llamó a un taxi.
40- Unas vacaciones muy cortas
Sobre la tumbona, Alice se estiró. El agua de la piscina titilaba al sol. De los balcones del hotel caían unas sombras puntiagudas sobre los blancos muros. Sacó del bolso un tarrito y un espejo ovalado. Con la punta del dedo se untó de crema las mejillas. Masajeó con un leve movimiento circular los párpados y la zona debajo de los ojos en un vano intento de borrar su aspecto ojeroso. Esto sí que es vida, pensó. Recordó, con resentimiento, que jamás el verdadero Igor le habría llevado a veranear a California. Para él, habría sido perder el tiempo y despilfarrar el dinero. Sin embargo, tampoco era tan caro. Además, no tenían por qué quedarse un mes. Solo llevaban dos días en Laguna Beach y ya habían disfrutado paseando por los jardines exóticos del hotel, entre bananeros y palmeras. Le parecía estar muy lejos de casa, en otro mundo. Respiró con deleite el aroma de la vegetación recién regada. Después de tumbarse sobre la arena de la playa, había decidido que era más agradable bañarse en la piscina del hotel que en las frías aguas del océano, asediada por grandes olas. Pasase lo que pasase, se sentía incapaz de volver a su vida anterior, antes del secuestro. Se tapó la cara con el sombrero y se quedó adormilada.
−Señora Salensky, sentimos despertarla. ¿Dónde está su marido? −preguntó una voz con fuerte acento de Tejas.
Al abrir los ojos, Alice vio, a través de las gafas de sol, los rostros de dos hombres que la miraban desde arriba. Dos hombres con trajes oscuros. Como dos buitres con las alas replegadas.
Se enderezó de un sobresalto.
− ¿Qué quieren? Mi marido no está. No sé donde está. ¡Ni siquiera aquí podemos descansar unos días tranquilos! ¡Estamos de vacaciones! −exclamó furiosa.
−Por favor, en cuanto vuelva, avísele de que lo estamos esperando en la cafetería del hotel. Lo sentimos, pero se trata de algo importante.
Alice se levantó, agarró la toalla y el bolso. Se fue, a pasos apresurados, hacia el hotel. Al entrar en su habitación, se precipitó sobre la maleta. Rebuscó un momento entre las blusas y los bañadores hasta encontrar un estuche de lona del que extrajo el revólver. Después de vestirse y vacilar un instante lo introdujo en el bolsillo de su pantalón. Se llevó también un fajo de billetes, su documentación, así como la de Igor. Dejaría abandonado el resto del equipaje si fuera necesario. Ahora, tenía que encontrarle antes de que volviera de su paseo. Quizás les daría tiempo suficiente para alquilar un coche y huir. Desde el sendero de la cornisa que dominaba el paisaje, seguro que podría divisarlo, porque a él le gustaba caminar cerca del faro para contemplar las olas que estallaban con un ruido sordo sobre los arrecifes. Caminaba de prisa por la estrecha senda que serpenteaba entre la vegetación, intentando esquivar las piedras y los arbustos cuyas espinas le arañaban los tobillos. Al doblar el último recodo antes de llegar al mirador, delante del faro, lo vio sentado en un banco frente al océano, y flanqueado por los dos tipos de trajes oscuros. Con el rumor del oleaje no pudo distinguir de qué hablaban, pero no había más que verlos para adivinar que él se negaba. Aquellos individuos parecían insistir mientras él rehusaba con un gesto de la cabeza. Alice introdujo la mano en el bolsillo del pantalón y sacó el arma.
41- Indignados
Después de enseñar su carné de periodista a los agentes del orden, por fin Carmen pudo infiltrarse en el interior del recinto vallado de la Puerta del Sol. Tuvo que sortear innumerables tiendas de campaña, sacos de dormir y mochilas hasta lograr, no sin esfuerzo, alcanzar una pequeña explanada donde se desarrollaba la reunión.
−Si hace falta, iremos hasta allí −gritaba un joven delante del micrófono.
−Sí, sí −aulló la multitud.
− ¿De qué está hablando? −preguntó Carmen a un señor mayor que tomaba notas en un bloc.
−De ir a Siberia. Para impedir que maten a la Tierra. Como si fuera algo fácil. Desde que se ha descubierto que tiene corazón, están como locos. A través de Facebook se han puesto en contacto con estudiantes rusos para organizar la marcha. Creo que pretenden remontar en barco parte del río Lena, suponiendo que los dejen cruzar la frontera. Han abierto una cuenta para recolectar dinero. Si te quieres apuntar, entras en: AmigosdelaTierra/Facebook, le apuntó en un papel.
Después de escuchar al orador un rato más, Carmen decidió marcharse. Sería más fácil enterarse a través de la Red sin el riesgo de un desalojo violento por parte de la policía. Atravesó, aliviada, el cordón de agentes pertrechados con cascos y escudos, respaldados por camiones cisternas con potentes mangueras.
−Miguel Ángel, no veo por qué tengo yo que escribir este artículo −, me comentó, refunfuñando, nada más entrar en la redacción, si eres tú el que suele tratar el tema.
Me defendí aduciendo que yo solo trataba los aspectos científicos. Bastante esfuerzo me había costado informar a los lectores de los últimos descubrimientos. El gran jefe, presionado por las altas esferas de la política, no quería alarmar a la población. Así que tuve que pasar de puntillas sobre el hecho de que nuestro planeta tuviera corazón, como si se tratase de la cosa más normal del mundo. Aunque lo consideré una estupidez, porque todo el mundo lo sabía, al alimentarse de las noticias de la Red.
Las actuaciones de los indignados, como le expliqué a Carmen, se estaban convirtiendo en sucesos mundiales −recalqué la palabra sucesos, por tanto le tocaba a ella−, así como lo demostraba un artículo publicado por el New York Time digital, que me había leído Alejandra esta mañana a la hora del desayuno. Ahí lo tienes −añadí, al tenderle el papel impreso con la noticia.
“La policía se presentó en el emblemático Parque
Zuccotti neoyorquino,
donde surgió tiempo atrás el movimiento de los indignados norteamericanos y
donde se habían congregado los manifestantes y detuvo a numerosas personas
antes de cerrar el acceso al lugar, indicaba The New York Times en su página
web. Los allí reunidos cantaban eslóganes como "asesinos,
asesinos. Viva la Pachamama, la madre Tierra”. Mientras
los agentes los detenían, uno a uno, y les hacían salir del parque,
según la fuente.
Tras desalojar de la zona a los manifestantes, la
policía colocó
vallas metálicas alrededor del perímetro del parque,
mientras los detenidos eran obligados a subir
a un autobús municipal. Una mujer,
que aparentemente resultó herida, fue
trasladada en ambulancia a un centro médico cercano,
añadía el diario.
−Sí, me temo que, de aquí en adelante, voy a tener mucho trabajo −concluyó Carmen mientras introducía una moneda en la maquina de café. Sin invitarme, claro está.
42- ¿Quiénes somos?
Si no hubiera sido por el altísimo mástil donde ondeaba la bandera de Estados Unidos, Igor Salensky no hubiese adivinado que aquella lujosa casona rodeada de jardines fuera la sede del consulado de Estados Unidos en Jerusalén. Pidió al taxista que le esperase mientras hacía una consulta. Para que el hombre no se impacientara si tuviese que tardar, le alargó un generoso billete.
Al dirigirse hacia la puerta de entrada, le paró un guardia de seguridad.
−Lo siento, no puede entrar con esta silla.
− ¿Y cómo quiere que entre si no? ¿Quizás deba reptar por el suelo?
−No se lo tome a mal, son las normas de seguridad. Esperé un par de minutos hasta que le trasladen a uno de nuestros aparatos.
En seguida, dos jóvenes fornidos intercambiaron las sillas y le dejaron, después de cruzar un hall espacioso, delante de la ventanilla de información donde, por suerte para Igor, no había nadie esperando.
− ¿Qué desea? −preguntó el funcionario, que dejó con desgana el periódico que estaba leyendo.
−Verá, no es fácil de explicar. Quiero denunciar un secuestro y un trasplante de órgano, sin mi consentimiento.
− ¿Es usted ciudadano de Estados Unidos? Su documentación, por favor.
−Aquí pone que usted es israelí: Peter Wright, nacido en Tel Aviv. Tendrá que poner una denuncia en una comisaría de policía si realmente le ha pasado lo que usted dice. El hombre volvió a agarrar el periódico cuando Igor le interrumpió de nuevo.
−Perdone, sé que lo que le voy a contar puede parecer inverosímil, pero sin embargo podrá comprobar que se trata de la verdad. No soy Peter Wright. Si, reconozco que la foto corresponde a este cuerpo, incluso las huellas dactilares, pero soy Igor Salensky, ciudadano americano. Como usted sabrá, días atrás me secuestraron. Supongo que dieron la noticia en los medios de comunicación. ¿Conoce los laboratorios Krubber? Allí me retuvieron.
−Pues aquí, en su tarjeta, pone: Peter Wright. Incluso se señala su invalidez. No me negará que se trata de usted.
Sí, lo sé. Todo está en mi contra. Pero deje que se lo expliqué. Los israelíes necesitaban apoderarse de mis últimos hallazgos y como no quise colaborar, para neutralizarme trasplantaron mi cerebro a este cuerpo, al de Peter Wright, un tipo que trabajaba para ellos.
− ¡Ah, sí! − exclamó el hombre con una sonrisa burlona en los labios, acercando su rostro al cristal de la ventanilla−. ¿Y qué más le pasó?
−No se lo tomé a broma, por favor. Ahora el cerebro del tal Peter está alojado en mi antiguo cuerpo. Se hará pasar por el profesor Salensky, robará impunemente mis descubrimientos, y no quiero pensar lo que habrá ocurrido con mi mujer −.Sacó un pañuelo del bolsillo de su chaqueta y se enjugó el rostro. Estaba sudando a pesar del aire acondicionado.
−Si yo fuera usted, dicho a título personal −le aconsejó el funcionario, con la nariz pegada a la ventanilla−, ni siquiera pondría una denuncia en la comisaría más próxima, sino que pediría una cita con un psiquiatra. Y ahora márchese. No puedo hacer nada.
−Una última cosa −suplicó Salensky− y luego dejaré de importunarle.
− ¿Qué considera usted cuando habla de ciudadano de Estados Unidos? Supongamos que se presenta aquí un hombre, nacido en Washington, de padres norteamericanos, pero con un corazón ruso y un pulmón francés. ¿Qué pasaría con él?
−Pues, que estaría muy jodido el pobre. Pero no se podría negar que se tratase de un ciudadano de Estados Unidos, aunque dudo mucho de que un compatriota aceptase un corazón ruso. En cuanto a usted, suponiendo por un momento verosímil que lo que me cuenta sea cierto, solo su cerebro sería norteamericano. Es poco. Demasiado poco, me temo. No da la proporción, como comprenderá. De momento no hay leyes al respecto; solo rige el sentido común, tengo que reconocerlo. Aunque supongo que podría apelar a los tribunales en el caso de no estar conforme.
−Sin embargo, no me podrá negar que se trate de la parte fundamental del individuo. ¿Qué sería de usted, sin su cerebro?, píenselo.
El hombre se enfureció de repente. Presionó un timbre y en seguida se presentaron los dos tipos musculosos que habían introducido a Igor en el edificio.
−Llévense a este señor a la salida y procuren que no vuelva a entrar −ordenó con voz destemplada. Y usted, vaya a contar sus chorradas a otra parte, gritó, fuera de sí.
43- El revolver
Al oír pisadas en el camino, los tres hombres sentados en el banco volvieron la cabeza. Allí estaba Alice, revólver en mano, apuntando hacia el más alto de los hombres de traje oscuro.
−Apártense ahora mismo de mi marido o disparo −ordenó con voz gélida a los dos individuos que rodeaban a Peter Wright −. Empuñaba el arma con la mano derecha, el dedo en el gatillo, mientras afianzaba el brazo con la mano izquierda, tal como lo había visto hacer a John Wayne.
−Por Dios, Alice, suplicó Peter alarmado. No dispares. No compliques más las cosas. Se agarró la cabeza con las manos y cerró los ojos, esperando la catástrofe.
La gravilla del sendero crujía bajo los pies de Alice que seguía avanzando.
−Que se vayan −chilló−. Su voz se entremezcló con el graznido de las gaviotas que se deslizaban en el aire−. Quiero que desaparezcan. Que nos dejen en paz de una vez.
Como los dos extraños, después de ponerse en pie, se le iban acercando, desvió la mirada y apretó el gatillo.
En ese momento, el más alto se abalanzó sobre ella. Cuando rodaron por el suelo, la blusa de Alice se enganchó en unas zarzas. La tela se rompió con un crujido seco dejándole parte de la espalda al aire. Por fin, después de un breve forcejeo, el hombre consiguió agarrarla de la muñeca y le quitó el arma.
−Señora, cuando quiera disparar a alguien, no se olvide de quitar el seguro −dijo, después de ayudarla a ponerse en pie, aunque seguía debatiéndose como un gato montés. Después de echarle une mirada rencorosa, ella se sacudió el polvo del pantalón con la mano e intentó, sin conseguirlo, recomponer su blusa−. Ya ve esta palanquita de aquí, hay que levantarla. Lo siento, pero será mejor no dejarle este juguete entre las manos. Sería tan amable de explicarnos por qué va por la vida disparando a unos y otros.
Cogiéndola del brazo, la hizo sentarse en el banco al lado de Peter.
−Cuando nos interrumpió −siguió diciendo−, le estaba explicando a su marido que se requiere su presencia en Siberia. Estarán al tanto del famoso experimento, verdad. Han surgido unos fenómenos extraños y los ingenieros necesitan conocer la opinión del más reputado especialista en división celular. Eso es todo. Por tanto estará ausente muy pocos días y luego ustedes dos podrán reanudar sus vacaciones. No creo que por eso debamos ser asesinados.
−Señor Salensky, haga la maleta cuanto antes. −aconsejó el calvo−. No se preocupe por si se le olvida algo, le surtiremos allí de todo lo que pueda necesitar. Volará a Moscú en un avión militar y allí un helicóptero ruso se encargará de transportarle hasta la misma base en la taiga. Lo sentimos, pero no podrá acompañarle su guardaespaldas −añadió, mirando con sorna a Alice.
−Di algo. Diles que no quieres ir −vociferó ella−. ¿Cómo vamos a saber que nos cuentan la verdad? Quién nos asegura que se trata de agentes norteamericanos. ¿Sus placas? Sus placas pueden ser falsas.
−Por Dios, Alice, cálmate. Aunque fueran del Mossad, no podríamos hacer nada. No podemos hacer nada, entiendes. Solo cabe obedecer o pegarse un tiro. Me iré. Ten confianza. En este mundo, por mucho que nos haya pasado, no todo es engaño.
La miró largamente, con una sonrisa descolorida en los labios, como si quisiera no olvidar jamás su rostro. Sacó del bolsillo un pañuelo y le limpió con delicadeza la sangre que brotaba de un arañazo en su hombro, luego pasó los dedos por su pelo alborotado.
−Gracias por defenderme, le susurró al oído. Te quiero. Le pasó un brazo por la cintura y se alejaron en dirección al hotel.
44- Un reto periodístico
Para animarse, Miguel Ángel tecleó el titular de su crónica en imponentes letras mayúsculas: EL GRAN ESTALLIDO. Se quedó mirando la pantalla del ordenador un instante y reflexionó mientras daba un par de vueltas en su silla giratoria.
De repente borró todo y lo sustituyó por CIENCIA Y RELIGIÓN, que tampoco le gustó mucho; resultaba aséptico, pero le pareció más acorde con las tendencias del periódico. Por si acaso, volvió a añadir entre paréntesis el primer título. “Que elija el jefe, que para eso está, pensó.”
Fue un artículo difícil de redactar que le llevó un poco más de dos horas.
En él, reflejaba las opiniones de la iglesia católica. El Papa, que por una vez estaba de acuerdo con los grupos islámicos, se oponía a la destrucción del núcleo terrestre. Si Dios había creado la Tierra como un ser viviente, el deber de los hombres era respetarla y cuidarla lo mejor que pudieran. En todas las iglesias los sacerdotes organizaban oraciones colectivas para salvar el planeta, concentraciones de protesta ante las sedes gubernamentales, e incluso procesiones, como si fuera Semana Santa.
En cuanto a los grupos islamistas más radicales, amenazaban con una verdadera guerra santa; prepararían oleadas de atentados suicidas si se llevase a cabo la explosión. Estaban decididos a acabar con el gran Satán y sus aliados.
En su artículo, Miguel Ángel Cerrado recordaba también los riesgos que iba a correr la humanidad. Según los científicos, si no se actuaba, parte de ella, desde luego, no iba a sobrevivir al cataclismo y si se actuaba una parte de la población sería aniquilada por fanáticos religiosos.
Después de poner el punto final al texto con un clic, guardó el escrito, estiró las piernas y cruzó las manos detrás de la cabeza. Necesitaba respirar un poco de aire fresco antes de revisar el artículo y mandarlo a la redacción.
Ya era la una. Antes de salir hacia el bar de la esquina llamó a Alejandra para decirle que no iría a comer porque probablemente el Gran Manitú le obligaría a modificar el artículo una y otra vez y le avisó de que no se extrañase si le asesinaba algún fanático religioso.
− ¿Dónde quieres ser enterrado? −preguntó ella, muy atenta. Si deseas que esparza tus cenizas en el mar, no olvides dejarme un poco de dinero para el viaje. Oye, te recuerdo que tenemos entrada para el teatro a las siete, así que no te quedes a dormir en la redacción. Hasta luego, mi amor.
Después de una cerveza y una porción de tortilla de patatas se sintió más animoso y dispuesto a sentarse de nuevo delante del ordenador. Una vez el artículo en pantalla, modificó un par de comas. El texto le pareció algo catastrofista, pero no se podía negar que la situación lo era. Había intentado ser de lo más prudente y se limitaba a exponer los puntos de vista de cada una de las partes. Pero, aun así, sabía que jugaba con fuego.
Sin embargo, no pudo resistir a la tentación; en la parte del texto que trataba de la iglesia católica, añadió: ¿Y qué pasó con Galileo? ¿Y la Inquisición? ¡So retrógrados!
Una vez satisfechas sus recriminaciones personales, volvió a borrar la frase antes de mandar el artículo al director. Cerró el aparato. Metió las manos en los bolsillos de los pantalones y se quedó mirando por la ventana. En la acera un mendigo intentaba vender sin éxito unos pañuelos de papel a los transeúntes. Cuando sonó el teléfono lo descolgó, persuadido de que tendría que retocar el escrito. Pero, no. Nos quedaremos con: Ciencia y religión, anunció el jefe. Ya te puedes ir.
¡Ni un elogio, ni el más mínimo comentario, el muy cabrón!
45- Una visita inútil
Dan Irving contempló las cuatro fotos que le había mandado su mujer, acompañando el correo electrónico. En una estaba su perro Toby, erguido sobre sus patas traseras mientras ella le ofrecía algún manjar. Le extrañó que el jardín, las flores del arríate, todo siguiese igual a cuando se marchó. Solo habían transcurrido tres semanas y sin embargo le pareció una eternidad. En un apartado, su hija Margaret había añadido un mensaje redactado con grandes letras rojas. Le odiaría para siempre y no le volvería a dirigir la palabra en toda su vida si fuera capaz de matar a la Tierra. Agregaba que no quería ser la vergüenza de su colegio, teniendo como padre al mayor asesino de todos los tiempos.
Me temo que no va a ser fácil salir airoso de todo ese lío −pensó−. Puede que Toby sea el único capaz de seguir queriéndome.
Por la mañana había llegado a la base el hombre que le presentaron como el famoso profesor Salensky. Después de un desayuno rápido, los dos se habían encerrado en el despacho de Irving para estudiar los datos del ordenador. El encuentro fue decepcionante. Al profesor le temblaban ligeramente las manos y se tuvo que pasar varias veces un pañuelo para limpiarse el sudor del rostro. Parecía enfermo, hasta tal punto que Dan Irving tuvo que suspender el examen de los datos y ofrecerle una aspirina con un vaso de agua.
¿Qué quiere que le diga? −preguntó el supuesto Salensky. Es algo nunca visto. Personalmente, dejaría las cosas como están. No vaya a ser que provoquemos un cataclismo peor que el que nos aguarda. Claro está, Marte se dividió en dos, pero no podemos afirmar que vaya a pasar lo mismo con la Tierra en un futuro próximo. Todo son suposiciones. Desde luego, no tiene nada que ver con una división celular normal. No sé por qué se empeñaron en traerme aquí. Me temo que no voy a poder serle de ninguna ayuda.
Dan Irving suspiró.
−Yo también lo dejaría estar si estuviese en mis manos, pero hay presiones. Los que mandan aquí son los militares. Y hemos recibido un mensaje directo del despacho oval. Hay que detonar la bomba ya, antes de que se hagan insostenibles las revueltas en todo el mundo. Si no lo hacemos serán incontrolables, sobre todo, las avalanchas de refugiados y la violencia se adueñará del mundo occidental. Así nos lo pintan de negro. Desde luego no seré yo el que presione el botón. Será el general Clark. Ya tendrá usted el gusto de conocerlo durante el almuerzo. Un tipo decidido, con el pelo cortado casi al ras. −Sacó del bolsillo de la chaqueta un paquete de cigarrillos, se metió entre los labios un pitillo sin encender al tanto que caminaba hacia la salida −. Nos queda una hora antes de comer, siguió diciendo, sin quitarse el cigarrillo de la boca, si le apetece podríamos dar una vuelta por el bosque, así conocerá la taiga ya que ha venido hasta aquí.
−Úntese bien la cara y las manos con esto −le recomendó al tenderle un repelente para insectos−, si no le devoraran los millones de mosquitos que pululan por el bosque y cogiéndole del codo le empujó hacia la puerta.
El paisaje, según pudo observar Peter Wright, era desalentador. Una maraña de abedules y abetos crecían de forma caótica en medio de troncos caídos que dificultaba el paso. Olía a humus.
−Si le he traído aquí −dijo Dan Irving− es para poder hablar tranquilamente. Allí dentro me temo que no se fían de nosotros los científicos y no me extrañaría que grabasen nuestras charlas. Por mucho que disimulen los mandos militares, debido a las presiones gubernamentales, sospecho que la explosión tendrá lugar por la noche. Puede incluso que esta misma noche, cuando la mayor parte del personal esté dormida, o por la mañana al alba. Las órdenes las recibe el General. Nosotros solo somos peones en el tablero. Aunque para poder detonar la bomba necesitará esa llave. Él tiene una y yo la otra. El mismo sistema que las cajas fuertes de los bancos. Por si uno de nosotros se volviera loco y le diese por querer apretar el famoso botón.
El hombre tiró de la cadena que llevaba al cuello y extrajo una llave. Parecía un objeto inocuo; bien habría podido ser la llave de seguridad de la puerta de su apartamento. Casi me gustaría regalársela y que se la lleve lejos de aquí.
Peter Wright se puso pálido. Bastante le costaba ya hacerse pasar por Salensky, como para llevarse aquella maldita llave. Se añadiría además a la tropa de sus perseguidores unos militares del cuerpo de élite, y más le valdría suicidarse que seguir adelante.
El hombre volvió a introducir la llave debajo de su camisa.
−Lo siento por usted −añadió−. Es una pena que le hayan metido en todo ese embrollo para nada. Nosotros ya sabíamos a lo que íbamos.
− ¿Y qué cree que ocurrirá? −preguntó Peter Wright resignado.
Sentía una gran fatiga, y no era de andar por el barro del bosque.
−No lo sé. Al robot le falta unos doscientos kilómetros para alcanzar el núcleo externo que se supone de hierro líquido y muchos más hasta llegar al núcleo interno, un cuerpo sólido del que ignoramos casi todo. Así que no sé lo que pasará. Me habría gustado esperar algunos días más, era una buena ocasión para la ciencia, pero, ya se sabe, los políticos apremian. Hemos tramitado una petición en este sentido, por intentarlo nada se pierde.
−Siéntese en este tronco, nos haremos una foto para el recuerdo.
El hombre desplegó el trípode e instaló la cámara. Acto seguido, se sentó sonriente al lado de su compañero. El disparador automático zumbaba, como un mosquito más, hasta un clic y el relámpago del flash. Los dos hombres examinaron la pantalla. A nuestra edad, no podemos pretender salir muy favorecidos. Si luego no la quiere siempre podrá borrarla.
−Si no le importa, me gustaría mandarle un correo a mi mujer, simplemente para decirle que he llegado bien, nada más. Para que no se preocupe −pidió Peter Wright al volver a la base. Me gustaría añadir la foto para que tenga una idea del lugar.
−Como no, profesor. Sin embargo, no olvide que nos está prohibido difundir lo que pasa aquí sin autorización previa. Es triste decirlo, pero le recuerdo que aquí todo está controlado. De todas formas, eso no incluye el paisaje.
46- Proyectos de venganza
Con la fuerza de sus brazos Igor Salensky consiguió extraerse de la silla de ruedas y tumbarse encima de la cama. Por fin estaba en Nueva York. Se había alojado en el hotel Hudson, en West Street, un lugar próximo a su casa, bajo el nombre de Peter Wright, ciudadano israelí. Contempló las paredes forradas de madera color caoba. En la habitación, algo oscura, reinaba el silencio. Agotado por la tensión nerviosa a la que había estado sometido, cerró los ojos un instante en un vano intento de dormir, pero, como en una película, en su mente volvieron a desfilar las peripecias del viaje. El traslado en taxi desde Jerusalén hasta la frontera egipcia, agazapado en el asiento trasero del vehículo, sin atreverse a mirar afuera por temor a ser descubierto por David Levy o algunos de sus secuaces. Luego, después de cruzar la frontera con Egipto, un par de hombres se habían ofrecido a izar la silla de ruedas en la parte trasera de una furgoneta y tuvo que pagar una buena suma al conductor para que éste le depositase, pasadas muchas horas de viaje, en el aeropuerto de El Cairo. Tenía todavía los huesos molidos por el traqueteo de la camioneta en carreteras llenas de baches. Sin embargo, había tenido suerte al poder comprar una plaza en un vuelo directo a Nueva York que salía dos horas más tarde, las dos horas que pasó sentado detrás de una columna, rogando no ser descubierto.
Ahora trataba de recuperar fuerzas para poder afrontar lo más difícil. Tenía que pensárselo muy bien antes de llamar al timbre de su casa.
Primero compraría una pistola. ¿Qué pistola? Bueno, seguro que el vendedor podría asesorarle y no sería muy complicado aprender a usarla.
En un intento para alejar todas esas ideas que le envenenaban el cerebro, accionó el mando de la televisión. El locutor de la cadena CNN estaba dando los informativos de las tres de la tarde. Un atentado en Kabul había dejado veintiséis muertos y más de un centenar de heridos. En la pantalla apareció la zona devastada: un inmueble en ruinas y unos cuantos cuerpos destrozados en medio de escombros humeantes.
Todo sigue igual, pensó Igor, mientras buscaba la tecla del mando para apagar el aparato. Pero, de repente le llamó la atención el rostro de Mahmoud Ahmadinejad. Subió el volumen del sonido.
El presidente de Irán, después de un súbito malestar, había sido hospitalizado poco antes de embarcar en el avión que debía llevarle a Damasco, donde iba a reunirse con el mandatario Sirio. Esperó un momento, pero no hubo más que este escueto comentario.
Apagó la televisión y se recostó encima de la almohada. ¿Y si aquel individuo que había aparecido en pantalla fuera uno de los cinco Mahamoud que había visto en los sótanos de los laboratorios Krubber? ¿Habrían raptado los israelíes al verdadero? Igor ignoraba lo que se proponían, pero si habían entrenado a cinco individuos hasta alcanzar un mimetismo perfecto, algo maquinarían. Imaginó que mientras sustituían al presidente por uno falso, podrían muy bien trasplantar un cerebro al verdadero, antes de restituirlo en su puesto. Así modificarían la política amenazante de Irán, que renunciaría a borrar del mapa a Israel. ¡Quién sabe! Recordó las palabras de Levy: ya que no podían catapultar a Irán al espacio tenían que agudizar el ingenio.
47- Una mujer con antenas
A mi madre no se le escapa nada. Para su cumpleaños invitó a comer a toda la familia y, mientras servía un trozo de merluza en salsa verde en el plato de Alejandra, se quedó parada con el cucharón en alto.
−Te veo muy paliducha −dijó. ¿No te habrás quedado embarazada?
La pobre chica enrojeció y me echó una mirada de reproche como si fuera yo el culpable de difundir la noticia.
−Bueno, pensábamos anunciarlo en los postres, como regalo de cumpleaños −mentí con descaro, al mismo tiempo que me sentía aliviado. Algún día se tendría que enterar.
Mi madre dejó la merluza para abrazar a Alejandra. Se la veía tan feliz que sentí no tener media docena de niños que ofrecerle. A mi sobrina Marina, también le entusiasmo la noticia.
−Por fin tendré un primito, o una primita, como mis amigas. Le regalaré un Jesusito de mi vida
− ¿Y qué es esto? −preguntó mi padre.
−Es un peluche. Es muy bonito. Cuando le aprietas una mano se pone a rezar Jesusito de mi vida y también el padre nuestro.
Me quedé atónito. Eso no se lo iba a permitir. La iglesia se inventaba cada vez más negocios, aprovechando las nuevas tecnologías, como el famoso huevo mágico, que recitaba oraciones con la voz del mismísimo Papa.
Marina se ofreció para pasear el cochecito por el parque del Retiro.
No nos iban a faltar ayudas, desde luego,
Para celebrar el acontecimiento mi padre desapareció en busca de cubitos de hielo para enfriar una botella de cava que había sobrado de la Navidad.
Sin embargo, cuando mi cuñada trajo de la cocina la tarta con las velas encendidas, seis gordas y cinco pequeñitas según contó Marina, a mi madre se le había borrado la sonrisa y no la recuperó a pesar de nuestros aplausos, los cantos de rigor y la copas de espumoso que no había tenido tiempo suficiente para enfriarse.
Nos miró fijamente.
−No estáis casados −dejó caer, mientras nos miraba con cara de reproche.
Las velas seguían ardiendo y la cera empezaba a gotear sobre el chocolate de la tarta dejando unas manchas de colores.
−Abuela, tienes que soplar las velas: si no, te dará mala suerte −le apremió la niña.
No, no estábamos casados. Y para qué íbamos a casarnos si ni siquiera estábamos seguros de seguir vivos el año próximo si estallaba la bomba para matar el núcleo terrestre. Alejandra optó por desaparecer dejándome a mí solo en el campo de batalla. Se llevó al fregadero la fuente vacía del pescado y reapareció cautelosa con platos para el postre, en el momento en que mi padre intentaba mediar en el asunto.
−Déjales. Eso es cosa suya. Los tiempos han cambiado, ahora hay muchas parejas que no se casan.
− ¡Sí, tú encima animándoles!
La cara de mi madre se iba poniendo colorada y no era por el cava, porque todavía no lo había probado.
−Abuela, no te enfades, yo sí me casaré. Quiero tener un precioso vestido blanco con cola, y flores, y que la gente me haga muchos regalos −Marina se levantó de su sitio y se fue a sentar en las rodillas de mi madre−. Por favor, dame un trozo de tarta. Quiero el de la cereza −le susurró al oído−. ¿Tú no quieres un vestido de boda? −, le preguntó incrédula a Alejandra.
Por un momento, lamenté no ser un topo. Me era imposible hundirme en la tierra y escapar de la familia.
−Bueno, no estamos casados de momento −dije−. Dado que todo eso es muy reciente, no nos hemos organizado todavía. Ni siquiera se lo ha dicho a su madre. Así que sois los primeros en saberlo.
Para animarme, Alejandra que estaba sentada a mi lado, me paso el brazo por los hombros y me depositó un beso húmedo en la mejilla.
Mi cuñada, después de trocear la tarta y quitar las manchas de cera, se había puesto a repartirla en los platos.
−Nadie ha dicho que no nos íbamos a casar −añadí, al mismo tiempo que me odiaba a mí mismo por ser tan cobarde ante mi madre. Siempre, desde mis recuerdos más remotos, había ganado ella.
Cibelina
48- En busca de la noticia
La situación se había vuelto confusa. El director del periódico me citó en su despacho.
―Cerrado, ¿qué pasa con el robot? Los lectores llevan una semana sin noticias: como comprenderás, eso no puede ser.
Cuando me llama por mi apellido, mala cosa. Me miraba con aire de reproche. ¡Y yo qué sabía! ¡A buena hora había elegido la carrera de periodista! Era inútil buscar excusas. Repantigado en su sillón, el jefe exigía resultados.
Como ya eran las seis de la tarde, seguro que no iba a terminar mi trabajo antes de la diez de la noche. Avisé a Alejandra. Luego conecté con la agencia Efe sin encontrar nada interesante, así que me puse a bucear en Internet.
Dan Irving se había quedado mudo. Llevaba diez días, desde la visita del profesor Salensky, sin comentar nada en su blog. Lo último era la publicación, días atrás, de una foto de los dos hombres sentados en un tronco caído en medio del bosque. Salensky tenía mala cara, parecía exhausto y miraba de soslayo hacia la maleza como un animal acorralado. Había empeorado desde nuestra entrevista informal, después de su comparecencia en la televisión madrileña. Pobre hombre, debía de padecer todavía las secuelas del secuestro. En cuanto a Irving, un tipo optimista, seguía tan sonriente como siempre enseñando la dentadura. Le mandé, sin éxito, un mensaje apremiante en busca de noticias; claro que no tenía por qué estar pegado todo el día a la pantalla del ordenador. Calculé rápidamente: las seis en Madrid, por tanto serían las ocho en Moscú y en Siberia algo más. Puede que estuviera cenando. Nadie en el mundo cena tan tarde como nosotros los españoles. ¿Y qué haría después? No debía haber muchas distracciones en un sitio así, a parte de detonar una bomba nuclear.
Como dice mi madre, soy un soñador. Imagino escenas. Lo veo muy bien delante de la pantalla del ordenador, jugando a marcianitos mientras me estoy royendo las uñas, incapaz de escribir mi crónica. Por tanto, borré de mi mente a Dan Irving, su robot y su bomba, y llamé por teléfono a un colega del New York Times, un tipo simpático, que además podía hablar castellano. Era inútil intentar obtener informaciones de los colegas españoles, ya que cada uno guardaba celosamente sus fuentes para sí mismo. Mi amigo andaba tan perdido como yo. No habrá pasado nada, comentó. Porque de explosionar la carga nuclear, se habrían enterado por lo menos los rusos, los americanos y los chinos. Con la cantidad de satélites que nos vigilan días y noches, algo se habría filtrado. Ahora ¿por qué no actuaban?, no lo sabía.
― Se les habrá estropeado el chisme aquel –dijo.
Me quedé maravillado, hasta conocía la palabra chisme. Daba gusto charlar con un tipo así.
―Ándate por Facebook –añadió―, hay unos jóvenes que han conseguido remontar el río Lena, hasta unos astilleros. En el último mensaje que mandaron se iban a internar en la taiga, acompañados por cazadores de la zona. Sus intenciones eran llegar a la base del experimento dentro de un par de semanas. De eso hace seis días, así que, si no los han devorado los osos o atacado algún alce furioso, estarán allí el próximo lunes, más o menos.
Me acordé de Dersu Uzala, el cazador que acompañaba al investigador ruso Vladimir Arsenyev en sus expediciones a través de los bosques y pantanos de la taiga. Una novela, más bien un documental, que había leído años atrás, cuando era inocente y no tenía la menor sospecha de lo que iba a ocurrir. Pero esta vez, la mayoría eran estudiantes cuya única arma era el idealismo, poca cosa frente a osos hambrientos, hordas de mosquitos y vegetación a veces impenetrable.
−De momento no sabemos nada de ellos −dijo mi amigo−, pero, por si acaso, el ejército ruso ha acordonado la zona de excavación. Están construyendo una segunda empalizada alrededor de la primera, y unos pobres desgraciados van montando la guardia día y noche, así que nadie podrá acercarse por mucho empeño que ponga.
Le di las gracias y le prometí invitarle a comer una paella en su próxima visita a Madrid. No es que fueran noticias importantes, pero algo podría comentar en mi artículo. Hablaría del valor de la juventud, del secretismo de la maniobra y de la inminencia de la explosión, dadas las precauciones que estaba tomando el ejército. Ya tenía bastante material para dejar anhelantes a mis lectores hasta la semana siguiente.
49- Los entresijos de la política
Sentado en la silla de ruedas, Igor Salensky, cuaderno en mano, intentaba redactar el borrador de una carta. Le dolía la espalda, había dormido mal y no había conseguido ducharse al no haber agarraderas en la pared del cuarto de baño. Miró el texto, lo tachó y, con un gesto nervioso, arrancó la página. Tiró la bolita de papel en dirección a la papelera, pero rebotó en el borde y cayó fuera. No era tarea fácil, se trataba de denunciar al estado de Israel ante la embajada iraní en Washington.
Esta vez evitaría mencionar los trasplantes de cerebro para que no lo tachasen de loco. Recordaba con disgusto el trato recibido en el consulado de Estados Unidos en Jerusalén. Solo revelaría la presencia sospechosa de los cinco clones de Nueva York Pero, con el cuerpo heredado de Peter Wright no podía ser, así que mandaría la carta como una denuncia anónima.
Sacó el móvil y consultó Internet en busca de la dirección de la embajada iraní en Washington. No existía. Eso fue el primer escollo.
De no haber embajada, tampoco habría consulados. Se quedó atónito. Por lo visto, Estados Unidos había roto las relaciones diplomáticas con Irán. ¿Desde cuándo? Lo ignoraba. De repente, se sentía como un habitante de otro planeta. Después de leer varios artículos sobre el tema en la Red, encontró uno que le pareció muy interesante. En Teherán no había una embajada de los Estados Unidos oficial, pero se había creado una embajada virtual a la cual podían acceder los ciudadanos iraníes para presentar denuncias. Tanto los informáticos iraníes como los americanos se enzarzaban en una lucha sin fin, neutralizando el sitio que se volvía abrir unos días después con otro nombre.
Igor Salensky se quedó perplejo, con la carta en la mano sin saber qué hacer, pero decidido a vengarse de David Levy, de los laboratorios Krubber, y de los israelíes que le habían arruinado la vida. Si los iraníes no tenían embajada en Estados Unidos, sí las tendrían en otros países donde pudiera mandar un correo electrónico. Era cosa de buscar con un poco de paciencia.
Decidió salir a la calle a por tabaco y comprar el New York Times. Para aliviar la tensión había vuelto a fumar, lo hacía de manera compulsiva encendiendo un pitillo tras otro.
50- Alice se arma de valor
Alice examinó la foto que acompañaba al mensaje. Como pudo comprobar, solo podía tratarse de Siberia. A no ser que estuviera trucada, claro está. Esta vez parecía que no la habían engañado. Se veía a su marido posando con un extraño; ambos estaban sentados sobre un tronco caído, en medio de un calvero rodeado de oscuros abetos. Estaba demacrado y parecía enfermizo al lado de su sonriente compañero. Una oleada de ternura la invadió. A ella le tenía sin cuidado que la Tierra se estuviera o no dividiendo en dos; había cosas más acuciantes de qué preocuparse.
Tomó una decisión después de discutirlo largo y tendido con Linda: se quedaría con el cuerpo de Igor, al fin y al cabo era el de su marido, y si se le había cambiado el cerebro, tanto mejor. Además, el otro había muerto, según una esquela publicada en una revista israelí, aunque tenía sus dudas. Ya era hora de poner fin a aquella pesadilla. No se iba a quedar medio viuda pudiendo disfrutar de un hombre atento y enamorado. Ni siquiera medio viuda, sino apenas un diez por ciento, según Linda.
Cerró el ordenador y levantó la persiana del salón para echar un vistazo al cielo antes de salir. Las nubes no parecían tan densas como para tener que coger un paraguas.
Desde que él se marchó a Siberia, el encanto de las playas de California se esfumaron y Alice volvió a encerrarse en su piso de Nueva York. Como primera medida arrancó de cuajo todos los micrófonos para que se enterasen sus invisibles enemigos de que estaba dispuesta a dar guerra. Reforzó la puerta de entrada con una nueva cerradura de seguridad y un par de cadenas y además vivió en semioscuridad con las persianas bajadas. Aun así, al menor ruido se sobresaltaba. Después de desechar la idea de comprar un rottweiler como protección, porque le tenía pavor a aquellos perrazos, llevaba a lo largo del día el revólver en una funda colgando del cinturón para poder sacarlo en el acto, como un cowboy y, al acostarse, lo tenía a mano en la mesita de noche. Sacó del bolso las llaves del coche y las dejó en el cajón del escritorio. Tampoco se llevó el móvil. Ya no se fiaba de nada ni de nadie. Para ir al aeropuerto, a buscar a su marido, cogería un taxi directamente en la calle, así evitaría dar pistas a esos miserables agazapados en la sombra.
Como bien dice Linda, me estoy volviendo paranoica, pensó. Bajó un par de pisos por la escalera antes de llamar al ascensor. Al abrirse las puertas, un hombre con un portafolio debajo del brazo, surgido de no se sabe dónde, entró tras ella. Entonces Alice deslizó despacio su mano derecha hasta colocarla sobre la empuñadura del revólver.
51- Una boda controvertida
La negociación había sido más fácil de lo previsto. Tendría ocho días de vacaciones en noviembre y, aunque me casaba con Alejandra el martes a las once de la mañana, seguiría trabajando como si nada hasta este mes. Ambos vivíamos juntos desde la visita de sus padres, así que dábamos como terminada la luna de miel. Solo nos quedaba la luna de hiel, como decía Carmen con su peculiar sentido del humor. Al jefe le agradó la idea, ya que las circunstancias no eran para ausentarse del periódico en un momento tan álgido en que podía producirse un cataclismo de consecuencias imprevisibles.
¿Por qué en noviembre? Porque habría pasado la temporada de huracanes en Méjico y a Alejandra y a mí nos apetecía visitar las playas del Yucatán y de paso celebraríamos una boda espiritual, una linda ceremonia maya al aire libre, descalzos en la arena, en el borde del mar, rodeados de flores y humos mágicos, que además no comprometía a nada, tal como habíamos visto en Internet en una página Web llamada eventosluz.
Tanto ella como yo, a pesar del disgusto de mi madre, no queríamos caer presos en las redes de la iglesia católica.
Nuestra boda civil fue un simple trámite en el juzgado, acompañados de Carmen como testigo de nuestra soltería. Mientras esperábamos en la antesala, sentados en sillas metálicas; una estancia iluminada por la fría luz de los fluorescentes del techo, se presentaron mi madre y Marta, mi suegra. Mi madre sacó de su bolso una corbata gris perla.
−Podrías haberte vestido mejor, ¿no crees? −me reprochó, mirándome de arriba abajo.
Ella, recién salida de la peluquería y con el pelo teñido de color felino, como la mayoría de las mujeres de su edad, parecía un león: un león triste, con las melenas ahuecadas, sujetas con laca. Ni un pelo fuera de su sitio. Vestía un traje de chaqueta azul, que solo usaba en las grandes ocasiones. Al verla tan peripuesta y apenada, me remordió la conciencia.
Como siempre, soy culpable: culpable de no vestirme correctamente, culpable de no ir a misa, de escurrir el bulto en cuanto puedo y un largo etc.…
Pero no, ahí sí que no iba a ceder. Era mi boda. Alejandra se acercó, le pasó un brazo por los hombros y la besó cariñosamente en la mejilla. Luego me anudó la corbata al cuello, porque yo siempre me hago un lío y al final parezco un ahorcado.
Leopoldo se había quedado en Buenos Aires, lo cual era de agradecer, y mi padre así como el resto de familia solo asistiría a la comida.
A Marta no parecía importarle mi aspecto, seguía tan sonriente como siempre. Había llegado tres días antes para acompañarnos y estaba empeñada en regalarnos la habitación del bebé. Cogió a mi madre de la mano en un intento de reconfortarla, mientras Carmen, Alejandra y yo pasábamos al interior de la oficina.
52- Una luz en el horizonte
Sentado en el sofá del salón, Peter Wright, de vuelta de su viaje a Siberia, hojeó el periódico. Se sentía reconfortado después de una noche con Alice, aunque al despertarse, todavía medio inconsciente, había hecho unas flexiones con los brazos para levantarse de la cama. Su cerebro repetía automáticamente antiguos gestos hasta conseguir espabilarse del todo, aliviado al encontrarse con un par de piernas que funcionaban. Perezosamente, echaba un vistazo a los grandes titulares, mientras saboreaba una taza de café. Por mucho que rebuscaba, no se hablaba del robot ni de la bomba a punto de estallar. Sin duda, querían evitar las manifestaciones en su contra, y que la gente se olvidase del asunto. Allí estaría Dan Irving, ese tipo tan simpático, en medio de la nada, enfrentándose a aquel general. Otro que se encontraba también metido en un lío peligroso. De repente, una noticia en la sección internacional le llamó la atención.
No. No podía ser. Tuvo que leerla dos veces seguidas para asegurarse de que no soñaba, y casi se le cae el café.
Atentado en Jerusalén. El famoso laboratorio Krubber, pionero en la investigación de nuevos fármacos para la curación del cáncer, ha sido destruido, alcanzado por un potente obús. Un cohete palestino, sin duda.
Las represalias habían sido inmediatas y gran parte de Gaza ardía bajo las bombas israelíes. Agarró el periódico y se lo llevó al dormitorio para enseñárselo a Alice.
− ¿Entonces estamos libres? −preguntó ella incrédula. −. ¡Qué bien!, si es así no podrás volver. ¿Cuándo fue?
Por una parte se sentía liberada, pero por otra no pudo evitar acordarse de Igor. Si la esquela publicada en la revista Science and research fuese falsa, ahora sí que estaría muerto. Soy un monstruo, reconoció, al sentirse todavía más liberada. Por fin se acababa la pesadilla
−Ocurrió ayer por la tarde. Claro, ayer no leímos las noticias. No sé, me parece que algo no encaja. Los palestinos no lanzan ese tipo de cohetes, y además no tiran a un objetivo concreto, no pueden. Lanzan al buen tuntún. Demasiadas casualidades. ¿No te parece? –comentó Peter.
Ambos se sentaron delante del ordenador en busca de informaciones más recientes. Consultaron la última edición digital del New York Times y los periódicos israelíes, así como de otros países, todos confirmaron la noticia.
De entre los escombros se habían sacado ocho cadáveres de trabajadores, entre ellos el del director del centro, el señor David Levy. Las labores de desescombro seguían y no se descartaba encontrar más fallecidos. Un bombero comentaba que de los ocho, dos parecían gemelos, y que al principio, cuando desenterró el primero de ellos, se quedó espantado, aquel hombre tenía un parecido asombroso con el presidente de Irán. Se asustó tanto que llamó a su jefe. Pero cuando salió a la luz el segundo cadáver entonces se quedaron aliviados. Un Mahmud Ahmadineyad quizás, ¡pero dos! Habían sacado una foto para el recuerdo. La imagen salía algo borrosa, pero, a pesar de las manchas de sangre y de los cuerpos destrozados, se distinguía una extraña semejanza con el mandatario iraní.
−Todo esto es muy raro –comentó Peter Wright. Allí jamás vi a esos gemelos. Quizás fueran unos visitantes de paso. Y, desde luego, no se mencionan para nada los trasplantes de cerebro. Ese laboratorio siempre ha sido una tapadera. Detrás de las investigaciones de nuevos fármacos se escondían los más modernos descubrimientos de la cirugía. Solo unos pocos estaban al tanto.
−Sí –dijo Alice−. Por fin podremos vivir en paz. Menos mal, porque me estaba volviendo paranoica. Ayer, cuando fui a buscarte al aeropuerto, estuve a punto de dispararle a un vecino en el ascensor, solo porque se coló deprisa detrás de mí al cerrarse las puertas. Menos mal que en el último instante no llegué a sacar el arma del todo.
Con un gesto de alivio, se desabrochó el cinturón que sostenía el revólver y lo guardó en un cajón del armario.
53- Instante crucial
Ha llegado el momento y es inútil resistirse, pensó Dan Irving cuando el general Clark entró en su despacho para pedirle que le acompañase. Sin cruzar palabras, los dos hombres se dirigieron hacia el bunker de hormigón situado en el patio a escasos metros del barracón principal.
Fuera el ruido era ensordecedor. Unos jóvenes, armados con todo tipo de utensilios metálicos y alguna que otra trompeta, agrupados alrededor de la empalizada, gritaban unos eslóganes que Dan Irving no entendía. A él le habría gustado dejar entrar a los estudiantes. Contra todo pronóstico, habían conseguido llegar a su meta después de atravesar los bosques. Unos militares, después de rodearlos, los iban introduciendo a golpes dentro de unos helicópteros del ejército para luego evacuarlos.
Un par de soldados, que montaban la guardia a cada lado de la puerta del bunker, se cuadraron al acercarse el general acompañado de Dan Irving. El militar sacó de la cartera una tarjeta que debía ser un pase especial, porque los dos subordinados se apartaron de la entrada para dejarlos pasar. El hombre tecleó un código de seis cifras y la puerta blindada se abrió con un agrio chirrido. Adentro olía a moho. Al científico aquellos efluvios le recordaron el sótano de la casa de su abuelo, donde se guardaba el carbón para la estufa. Un olor a cueva.
La estancia, iluminada por la fría luz de un tubo fluorescente en el techo, estaba vacía, pero, empotrada en la pared del fondo, sobresalía una caja fuerte de metal verde con una enorme cerradura de doble entrada en la parte delantera.
Dan Irving tanteó un momento hasta conseguir quitarse del cuello la cadena con la llave, mientras el general Clark sacaba la suya de un estuche de piel. Si se oponía seguramente el hombre sacaría una pistola y no vacilaría en matarle. Al no haber testigos, su muerte se haría pasar por un suicidio y nadie podría aducir lo contrario.
Se debatía entre lo que sentía como su deber moral: no dañar a un ser tan especial como era la Tierra, y su curiosidad por conocer lo que podía ocurrir en el caso de una explosión nuclear a tal profundidad.
Después de tantear un rato, hasta acertar la sincronización correcta de las dos llaves, la tapa giró sobre sus goznes. En el fondo de la caja destacaba un botón rojo; y, atornillada al lado, una placa con una calavera pintada señalaba un peligro potencial.
―Si me lo permite, me gustaría volver a mi despacho para poder observar lo que le pasa al robot cuando usted apriete el botón ― sugirió el científico.
― No puede ser. Quédese ―ordenó con voz tajante―. El reglamento exige la presencia de ambos. Todos los aparatos de registro están funcionando. No se perderá nada, no se preocupe.
El semblante del general no se inmutó cuando, de un gesto decidido, apretó el botón y lo hundió tanto como pudo.
Dan Irving, tenso, estaba dispuesto a salir corriendo a la menor sacudida del suelo. El corazón le tamborileaba en el pecho, y gruesas gotas de sudor humedecían el cuello de su camisa.
A pesar de su cara impasible, el general debió de tener sus dudas porque, después de un rato, volvió a apretar el botón. Esta segunda vez lo mantuvo hundido más tiempo.
Por mucho que aguzó el oído, el científico no detectó ningún sonido nuevo en medio del griterío exterior. Ni siquiera el ruido como de motor de un terremoto lejano.
El general Clark volvió a cerrar meticulosamente la caja fuerte antes de entregar de nuevo la llave a su compañero.
―Puede que la necesitemos otra vez ―dijo antes de internarse en el barracón de los militares.
54-Una visita imprevista
Alice miró su reloj. Eran las diez de la mañana y el fontanero seguía sin aparecer. No es que la avería fuese gran cosa, solo unas gotas de agua que caían del calentador de vez en cuando. De momento, con poner un barreño debajo del aparato era suficiente, pero había que solucionarlo antes de que fuera a más. Así que cuando sonó el timbre del interfono, se sintió aliviada y pulsó la tecla para que el operario pudiera entrar en el edificio. Esperó de pie en el recibidor hasta percibir el chasquido del ascensor al pararse. Al lado, en el salón, oía como su marido estaba hablando con Tommy, una conversación tensa que la ponía nerviosa. No distinguía las palabras, pero sí el tono de voz.
¿Qué podía hacer? Si Igor no era del todo Igor, puede que fuese demasiado tarde para explicárselo a Tommy. Tal como conocía a su hijo, después de enfadarse le reprocharía no haberle avisado antes.
Todo era muy complicado, demasiado complicado.
Al abrir la puerta se encontró de frente con el fontanero, vestido con un mono azul y una caja de herramientas en la mano. El hombre se presentó, pero en este momento ella pudo percibir detrás de él a un segundo individuo, en silla de ruedas, que salía del ascensor. Se puso extremadamente pálida y se desplomó.
― ¿Hay alguien? ―gritó el fontanero asustado, al encontrarse con la mujer yaciendo en la moqueta a sus pies. Se inclinó sobre ella e intentó reanimarla dándole unas palmaditas en la cara.
El discapacitado también se había acercado.
Cuando el falso Igor y Tommy, acudieron precipitadamente al recibidor para socorrer a Alice, el tipo en silla de ruedas sacó una pistola y apuntó. Fue como apuntar a su antigua imagen en un espejo. Cegado por la ira, una oleada de calor invadía su rostro. Odiaba a muerte a aquel hombre que había usurpado no solo su identidad sino también su mujer y su trabajo. Sin embargo, el enfrentarse a su antiguo cuerpo le desconcertó. Vaciló un instante. De repente le resultó difícil disparar, aun a sabiendas de que seguiría hasta su muerte encarnando al tullido Peter Wright.
Los laboratorios Krubber estaban destruidos y David Levy muerto, como había podido comprobar en el noticiario de la televisión, y aunque no fuese así, jamás nadie había tenido la menor intención de revertir el trasplante de cerebro. Esto lo supo desde el primer día, a pesar de las falsas promesas.
Alice por fin recobró el sentido, justo a tiempo para ver a Tommy saltar sobre el agresor. En el momento en que le agarró por la muñeca en un intento de quitarle el arma, sonó el disparo.
El fontanero, parapetado detrás de la puerta, al ver que el asunto no iba con él se precipitó escaleras abajo, saltando los peldaños de dos en dos.
―Maldito cabrón―rugió Tommy al sujetar el brazo del paralítico. La bala le había rozado un hombro para luego incrustarse en la pared. En un ataque de furia, agarró la silla y la empujó hasta despeñarla por la escalera, al tanto que Alice chillaba sin parar:
―No, Tommy. No. No lo hagas, por favor.
Seguía sentada en el suelo sollozando. Su marido, de pie, mudo, inmóvil, parecía una estatua.
Se oyó el ruido metálico de la silla estrellándose sobre los peldaños. Unos cuantos rebotes y luego el silencio.