Julián ha desaparecido. Nadie sabe nada de él desde hace una semana.
Eso fue lo que me dijo Camila el otro día por teléfono, desesperada y llorando. Yo al oir la noticia en el fondo me alegré, aunque, por supuesto, fingí consternación. Lo primero que pensé fue el típico chiste de que salió a comprar cigarros y nunca volvió. Sabía que mi hija y su novio llevaban una relación muy conflictiva. Ya era hora de que terminara.
A Julián siempre le he llamado así: “El novio de mi hija”, aunque a decir verdad, nunca he sabido cómo llamarlo. No sé si debería referirme a él como “La pareja de mi hija”, “El galán”, “El escritor”, “El negro” o “El tío ese”, como le dice Patricia, mi otra hija. Desde que llegué de México todavía hay costumbres, como llamar tío a cualquier sujeto, que no me parecen adecuadas y dudo mucho en emplearlas.
Patricia, la pequeña, vive conmigo. Tampoco soporta a Julián. Me contó que Camila lo conoció en Tinder, esa aplicación para ligar en Internet, y no a través de su compañera de la clínica de rehabilitación donde trabaja como fisioterapeuta, que fue lo que a mi me dijo. Para colmo, Patricia también averiguó que Julián está casado. Igual hasta tiene hijos. El muy cabrón. No es más que un sinvergüenza.
Julián López, por lo que sé hasta ahora, es un escritor cordobés que hace unos años ganó un premio literario por su primera novela, no recuerdo el título. El dinero del premio lo despilfarró entre viajes, alcohol, drogas y mujeres. Esto último me lo contó Patricia. Claro que aquello debió ser antes de conocer a mi hija, porque no creo que fuera tan descarado. Al final, desesperado, tuvo que suplicar a su editor que le consiguiera algún trabajo para poder liquidar sus deudas.
Camila me contó poco después que Daniel Burgos, su editor, le ofreció un generoso anticipo a cambio de que hiciera de negro literario y escribiera la “autobiografía” de un famoso actor de televisión. El libro resultó un éxito de ventas. Daniel se forra. Julián, en cambio, solo recibe una pequeña paga por escribirla, misma que dilapida, otra vez, en muy poco tiempo. Indignado, Julián amenaza al editor con publicar que él es el verdadero autor. «Será un escándalo mediático», le dice.
Daniel, asustado, cede ante el chantaje.
—Ok. Te voy a proponer para un nuevo libro —le dijo Daniel—. Es un encargo muy especial. No puedes fallarme.
—¿Otra vez como negro?
—Sí. Tienes que escribir las memorias de don Gonzalo Martín, “El Único”.
Camila y Julián no vivían juntos porque el pequeño piso que él alquilaba en el barrio de La Latina le quedaba a mi hija muy lejos de la clínica de rehabilitacón y le daba pereza el trayecto diario. Ella seguía compartiendo vivienda en Sanchinarro con su compañera de trabajo. Sin embargo, todos los fines de semana se reunía con Julián en el nidito de la calle de San Bruno.
—Ay, mamá, ahora que Julián no aparece, no sé qué hacer con el Mostacho. ¿Podrías llevártelo a tu casa? —me preguntó Camila entre llantos.
—Ya sabes que tu hermana es alérgica a los gatos.
—Siempre defendiendo a Patricia, en lugar de ayudarme a mí…
Eso no era verdad, al contrario, me había pasado la vida atendiendo los caprichos de mi hija mayor que era una gran manipuladora. Precisamente, debido a sus chantajes, había acabado aceptando aquello que Camila y Julián me propusieron durante las vacaciones del verano de 2018, que pasamos juntos en Marbella.
—Elisa, tienes que convencer al grupo de Escribas Reunidos para que me ayuden a terminar las memorias del banquero Gonzalo Martín —me dijo Julián mientras disfrutábamos de una sangría en el chiringuito.
—Sí, mamá. Juli no tiene tiempo, está muy ocupado. Pueden ayudarlo entre todos tus compañeros del taller de novela.
Cuando llegué de México con mis dos hijas, diez años atrás, una de las primeras cosas que hice fue apuntarme a un taller de novela en la Biblioteca Pública de Retiro en la calle de Doctor Esquerdo. Era un grupo fantástico. No escribíamos mucho que digamos pero sí disfrutábamos nuestra compañía, sobre todo al salir de la clase para tomarnos una caña en el bar de al lado. Al poco tiempo se institucionalizó organizar una comida el primer miércoles de cada mes en “Casa Sonia”.
Fue durante una de esas comidas mensuales cuando se propuso escribir entre los doce miembros del taller una novela conjunta. Así, unos años después publicamos “La Letra B”.
El día de la presentación en la Biblioteca Retiro de “La Letra B” conocí por primera vez a Julián López. Mi hija llevaba saliendo con él ya unos meses, pero a pesar de que yo sabía de su relación, nunca lo había visto. Entraron los dos cogidos de las manos, en mitad de la presentación, justo cuando Pilar, la directora de la biblioteca, dirigía unas palabras al auditorio. Así que este es Julián, pensé, no está nada mal. Era un hombre maduro, como de cuarentaytantos años, con barba entrecanosa y gafas redondas que le daban el aire de intelectual que él seguramente buscaba. Vestía una camisa blanca y unos pantalones vaqueros ceñidos que marcaban con definición sus atléticos muslos. La primera impresión fue llamativa aunque, la verdad, yo no estaba en ese momento para distracciones visuales porque estaba muy nerviosa por mi inmediata intervención en el acto. Se sentaron en unas butacas en la parte de atrás del público.
El evento terminó y los múltiples autores (éramos casi más autores que oyentes, más caciques que indios) comenzamos a firmar ejemplares de nuestra novela. Camila y Julián se acercaron a la mesa y compraron un libro para que se lo autografiara.
—Mira, Felipe —dije a uno de mis compañeros del taller que en ese momento estaba a mi lado—, ella es mi hija mayor, Camila.
—Ah, cómo te pareces a tu madre. Mucho gusto, guapa.
—Gracias. Encantada. Este es mi novio, Julián López, él sí es escritor. Ganó el premio Primavera Breve por su libro “Días difíciles”...
Me sentó como bomba el comentario. Él sí era escritor, no como nosotros, claro. Entonces me fijé con más atenció en él y descubrí un gesto en su cara que me produjo antipatía. Sería la primera señal.
Una tarde calurosa en pleno verano, dos años después de la presentación de nuestra novela conjunta, Camila me llamó desde Marbella. Ella y Julián habían alquilado un apartamento de lujo frente a la playa. Según me dijo, habían contratado a Julián para que escribiera las memorias de un rico banquero, Gonzalo Martín, apodado “El Único”.
Todos los días su novio tenía que ir a la mansión del banquero en esa ciudad malagueña, para entrevistarse con él y grabar en unas cintas las historias que le iba contando para el libro.
—Ah, ya entiendo —dije a mi hija—, otra “autobiografía oficial” como la anterior, la que escribió para aquel famoso actor de televisión. Eso significa que tu novio no es más que un simple “negro” —añadí recalcando con sorna lo de “negro”.
Fue un pequeño desquite personal. No olvidaba el comentario de que su novio sí era un escritor de verdad; no como nosotros, los del taller, Y no porque me sintiera al mismo nivel que él, sabía que yo era una simple aficionada, sino por el recuerdo de la cara de condescendencia que había puesto en la presentación: pura arrogancia y desdén.
—Pero esta vez el editor le pagará todos los gastos durante el tiempo que dure la escritura, incluyendo este pisazo en Marbella. Además, nos ha prometido que le pagará también un extra por las regalías. Si se vende tanto como las memorias del actor incluso podremos dar el enganche para comprarnos una casita en la sierra —me dijo Camila.
Después de un rato de discusión sobre si era buena idea vivir en la sierra de Madrid o no, Camila agregó:
—Bueno, mamá, olvídate de eso. La verdad es que te llamo para ver si quieren venir, tú y Patricia, a pasar una semanita aquí a Marbella. Este departamento está súper bien. Dos recámaras, cada una con su baño, una terraza enorme con vistas al mar, alberca con jacuzzi, todo de lujo. Anda, ¡ven! Tienes que conocer este lugar, el clima es fabuloso. Aunque lo mejor de todo es el servicio de primera, nos atienden como marqueses, viene una cocinera todos los días…
Imposible rechazar tamaña oferta.
Llegamos Patricia y yo un martes a la hora de la comida dispuestas a disfrutar de aquellas maravillosas vacaciones. Lo que no sabía entonces era el precio que tendría que pagar después por aquel dichoso verano.
Julián salía todas las mañanas temprano a entrevistar al banquero y volvía por las tardes, a la hora de la siesta, así que casi no le veía la cara, por suerte. Luego, por la noche, salían él y Camila a cenar a alguno de esos restaurantes carísimos y después se iban de discotecas o antros hasta la madrugada. A mi hija menor nunca le interesó ese estilo de vida y nos quedábamos toda la noche viendo series en Netflix frente a la enorme pantalla del televisor del salón, con el fondo del ventanal de la terraza desde donde se dibujaba un horizonte marino con la luna brillando en lo alto.
El viernes Camila nos comentó que Gonzalo, como a ella y a Julián les gustaba llamar al banquero con el afán de demostrar que pertenecían a su círculo de confianza, iba a organizar en su mansión un fiestón, al estilo El Gran Gatsby, y que estábamos todos invitados.
—No, gracias —dijimos a coro Patricia y yo.
—Nosotras somos nadie —dijo mi hija menor—. No queremos salir en el Hola.
—Además, no tenemos nada qué ponernos —añadí.
—Ahora es cuando puedes usar tu Kaftán azul rey —me dijo Camila.
—Pero qué dices, si lo traje para ponérmelo encima del traje de baño cuando vaya a la playa.
—Pues se te ve muy bien. Con unos aretes llamativos y un chal estarías muy elegante —dijo mi hija mayor.
—Sí, claro, y con un medallón me parecería a Demis Rousseau —le contesté.
No sé qué habilidad tiene Camila que siempre termina convenciiendo a todo el mundo y saliéndose con la suya. Aunque, a decir verdad, también reconozco que mi curiosidad por conocer la “casita” del magnate era infinita. Así que finalmente aceptamos.
Era una mansión color rosa montecarlo, muy de los años ochenta, con dos columnas jónicas a los lados de la puerta principal para acceder al vestíbulo. En el hall de la entrada nos recibió el mismísimo banquero, Gonzalo Martín. Pelo relamido, bronceado de yate, sonrisa paralizada, ojos acuosos que indicaban que ya llevaba unas cuantas copas de anticipo. Mientras nos daba la bienvenida en ningún momento sacó la mano izquierda del bolsillo trasero del pantalón. Quizás lo hizo para compensar su dudoso equilibrio o para comprobar que no había perdido la billetera.
—Me ha dicho Julián que usted es mexicana, ¿verdad? —me dijo el “Único” después de ser presentados.
—Así es —respondí con mi mejor sonrisa.
—Justo me acaban de informar los del cattering que en el bufet que se servirá en el jardín, una gran carpa blanca en la terraza detrás de la piscina, habrá tacos mexicanos con guacamole. Espero sean de su agrado. Están en su casa. Adelante.
Así que ahí estábamos, rodeados de un auténtico gentío, puro Jet-set como diría mi amiga Loli. Cantantes, políticos, actrices, toreros, pura gente famosa. Aunque yo la verdad, por ser extranjera, no conocía a nadie.
—Mira, mamá —me dijo Camila señalando discretamente a un hombre alto en un rincón—, ese que está ahí parado junto a la gorda del vestido verde, es precisamente el actor de la “autobiografía” que escribió Julián. No voltees.
Pero volteé. El actor se dio cuenta enseguida de que estábamos hablando de él. Julián, que llevaba el brazo derecho alrededor de mi hija mayor, lo saludó haciendo un ligero gesto con la cabeza y levantando la mano. El actor no respondió al saludo sino al contrario, en cuanto pudo nos dio la espalda. Pensé que eso demostraba que no quería reconocer a su “negro” literario. Julián, furioso ante el ninguneo, arrebató bruscamente un vaso de whisky al primer camarero que pasó cerca de nosotros con una bandeja, y casi se lo bebió todo de un trago.
—Ven, Patricia —le dijo poco después Camila a su hermana—. Te voy a presentar a unos amigos, Carmen y Luis. Son un encanto. Ya verás.
Se dirigieron los tres hacia un grupo de jóvenes parejas que charlaban y reían alrededor de la chimenea en una estancia contigua.
Sola, con una copa de vino blanco en la mano, me puse a observar los cuadros de las paredes para, al menos, parecer una mujer interesante. ¡Qué otra cosa me quedaba!
—”Tapie” —Escuché una voz a mis espaldas—. Y esos de allá “Chillida”, “Miró” y “Manolo Valdés”. En este salón solo tiene artistas españoles del siglo XX. El que está encima del sofá es un “Saura”.
Tenía alrededor de sesenta años, pelo canoso, también el color bronceado de yate, como todos, aunque lo más impresionante eran sus ojos azules tras las gafas de pasta. Después me contó que era propietario de una galería de arte en Puerto Banús. Él mismo asesoraba y le había vendido a don Gonzalo varios de aquellos cuadros.
—Para mí, el cuadro estrella de toda su colección es el “Pisagó” que tiene en la Biblioteca. Si quiere se lo enseño.
Me sentía como en una escena de una película de Woody Allen, no sé por qué, quizás por las gafas de pasta.
Recorrimos juntos el largo pasillo que llevaba hasta la Biblioteca. El hombre de las gafas de pasta sacó unas llaves, abrió las puertas correderas y encendió las luces con la confianza del guía de turistas que va a mostrar las joyas de la corona. Me acerqué a ver la pintura. Era un paisaje con árboles y casitas, demasiado convencional para mi gusto. Habrá notado la decepción reflejada en mi rostro porque enseguida empezó con justificaciones.
—Costó mucho trabajo —y dinero, por supuesto— traerlo desde Washington. Las autoridades americanas pusieron muchas pegas. Es uno de los miles de cuadros expoliados por los nazis durante la segunda guerra mundial… Su anterior propietario era descendiente de un judío que murió en el holocausto… Como usted sabrá, Camil Pisagó fue uno de los primeros pintores impresionistas que…
Media hora después estaba harta de escuchar a aquel hombre sin haber yo pronunciado más que uno que otro monosílabo, así que aproveché el momento en que dijo el nombre del pintor, Camil, para interrumpirlo.
—Mi hija se llama también Camila. Es la novia del famoso escritor Julián López, ¿lo conoce?
Buen cambio de jugada, aunque en el fondo odié tener que decir lo de famoso escritor.
—No, no me suena —dijo el hombre de las gafas de pasta. Y continuó—. Como le decía, Camil Pisagó fue un artista invaluable, muy cotizado durante…
En ese momento lo entendí. Como una rebelación me acordé de Monique Dubois, mi compañera francesa del taller de Escribas Reunidos, de la manera en que, a pesar de llevar muchos años viviendo en Madrid, seguía teniendo dificultades al pronunciar la letra r.
—Ah, ahora caigo, este cuadro es de Camille Pissarro —dije de pronto poniendo mucho énfasis en la doble rr.
El hombre se me quedó viendo alucinado. El eje horizontal de las gafas de pasta se inclinó treinta grados hacia su hombro. Después dio media vuelta, se dirigió a la puerta, apagó las luces, esperó hasta que yo saliera tras él y se despidió con un seco “Buenas noches”.
Otra metida de pata más. Cuándo aprendería yo a quedarme callada. En fin. Eso me pasaba por haber dejado que Camila me convenciera de ir a dónde no quería. Nada. Me marcho inmediatamente de aquí. Voy a buscar a Patricia…
Mi hija menor seguía donde la había dejado, en el grupo junto a la chimenea. Tenía cara de aburrimiento. En cuanto me vio alzó las cejas como pidiéndome que la rescatara.
—Vámonos de aquí —le dije al acercarme—. No pintamos nada en este cuadro.
Ella estuvo de acuerdo.
—¿Dónde están Camila y Julián?
—Salieron a la terraza. Deben estar en el jardín.
Cruzamos el enorme ventanal que comunicaba con el exterior. En la terraza había una pista de baile con música estruendosa, luces de colores tipo disco y gente haciendo extraños movimientos que no me atrevería a llamar danza. No estaban ahí. Los buscamos en la piscina, pero tampoco. Dentro del agua había unas pocas chicas en bikini, con unos cuerpazos envidiables, debían de ser modelos profesionales. Un poco más allá estaba la enorme carpa blanca donde se serviría el bufete. Me acordé de que “El Único” había dicho que habría tacos mexicanos con guacamole y me entró hambre. Pero no. Mejor irse ya.
En un rincón del jardín, cerca de una farola, encontramos por fin a mi hija mayor y a Julián. A estas alturas de la noche él estaba visiblemente borracho y discutiendo con otro hombre.
—Buenas noches —dije suavente al acercarme al trío—. Perdón por la interrupción.
—Hola, mamá —me respondió Camila—. Mira, te presento a Daniel Burgos, es el editor de Julián. Ya te había hablado de él, ¿te acuerdas?
—Sí, claro, por supuesto. Mucho gusto. Mi nombre es Elisa Cueto.
Era verdad que Camila me había hablado de él en varias ocasiones. Era el mismo editor que le había conseguido a Julián el trabajo de negro literario.
Después de las presentaciones los dos hombres se retiraron un pasito hacia atrás y siguieron con su acalorada discusión. El estado de Julián era patético.
—Lo siento, Cami, pero tu hermana y yo ya no aguantamos más, nos queremos ir.
—Ok. Ahorita le mando un whatsapp al chofer para que las lleve a casa.
Mientras esperaba a que Camila enviara el mensaje al chofer escuché que el editor le decía en voz muy alta a Julián:
—Eso no puede decirse, no es conveniente. Tienes que entenderlo, ¡carajo!
Lo primero que pensé, no sé porqué, fue que estaban hablando sobre el libro del actor de televisión. Me imaginaba que Julián le estaba pidiendo al editor que confesara públicamente que él era el verdadero autor. Era comprensible que quisiera algo de reconocimiento. Hasta a mi me había dolido el desaire que le habían plantado cuando llegamos a la fiesta. Pero después escuché otras palabras que me hicieron caer en la cuenta de que hablaban del nuevo libro, el que estaba escribiendo ahora para el banquero.
—Si se sabe eso, cae todo…
—Pues que se sepa, ¡coño!
Nunca me imaginé que al terminar ese verano, e iniciar un nuevo curso del taller de novela, estaríamos, en el aula de la biblioteca, escuchando la propuesta de Julián López. Quería que el grupo de Escribas Reunidos le ayudara a escribir un libro autobiográfico sobre el banquero Gonzalo Martín, “El Único”.
—Dichas memorias deben ser personales, puras anécdotas rosas, para que limpien su nombre que ha quedado muy manchado con tanto escándalo de corrupción. Podrían centrarse en sus primeros años de vida, la familia, el colegio, los amigos y esas cosas banales. Quizás mencionar sus primeras experiencias profesionales. Nada de sus líos con la industria farmacéutica, ni el asunto de las comisiones, ni relaciones con políticos.
Nos entregó las grabaciones que le había hecho en días pasados cuando lo entrevistó en Marbella, para que nos repartiéramos el trabajo.
—Si necesitan más información pueden buscar en la Wikipedia. Hoy en día todo aparece en Internet —dijo Julián al despedirse. El muy descarado. De cuánto nos pensaba pagar no mencionó nada.
Capítulo
2. MONIQUELa llamada de Elisa me preocupa. Su hija Camila, novia de Julio López, dice que éste ha desaparecido. Quizás sea una exageración. La chica está desesperada.
El jueves pasado había quedado con él, a las seis delante del cine Renoir Retiro para ver una película , no apareció. Ella intentó llamarle al móvil, pero no hubo forma. Ningún tono. De eso hace cuatro días. Desde entonces no pudo comunicar con él. A mí, este individuo no me gusta, no es trigo limpio, cómo se dice aquí. Si no fuera por el negocio que nuestro grupo de escribas tiene con él lo habría dejado. —Este mal nacido ha dejado plantado a tu hija, le dije a Elisa.
—No tendré esta suerte —suspiró ella—.
Camila tiene la llave del piso, fue allí y se encontró con la asistenta, que estaba molesta porque el hombre le debe dinero y Mostacho, el gato, maullando, muy desmejorado.
—La cama lleva variaos días sin deshacer—, le dijo la mujer, por tanto no ha dormido allí.
—¿A ti, qué te parece? ¿Qué le habrá pasado?
No puedo contestar a estas preguntas. El próximo miércoles, Julio tiene cita en nuestro taller de novelas: Escribas reunidos, más bien: Negros de negro, como lo llamamos ahora. Le íbamos a entregar los manuscritos de la biografía de Gonzalo Martín García digo los porque cada uno ha descrito un tramo de su vida. Así resulta menos trabajoso y todo el mundo participa, incluso Faustino, el nuevo. Julio solo tendrá que unificar los tonos. La que le damos es la biografía oficial, la bonita, no la verdadera. La que él debía haber escrito, y por la que cobra un buen dinero, y nosotros, no; pero como este tío es un vago, se le la ha atrasado el trabajo. Entonces, Camila, que es tan servicial, le reveló la existencia de nuestro taller.
La verdadera bibliografía la escribimos también, pero para consumo propio o quién sabe, puede que algún día la publiquemos, sería una bomba. Gonzalo Martín García, tras su fachada de banquero y empresario de éxito, es un individuo poco recomendable, esconde unos trapos sucios de mafioso. Es lo que estamos descubriendo en el transcurso de nuestras indagaciones. Estoy inquieta. ¿Qué le habrá pasado a Julio? Cuando le llamo al móvil tampoco contesta. No sé nada de su familia, sino llamaría a su madre, si es que la tiene todavía. ¿Habrá tenido un accidente? Ni en la televisión, ni en los periódicos se le cita, sin embargo es un escritor conocido, desde que obtuvo el premio Primavera Breve con su novela Días dificiles, aunque dudo si realmente fue él quien la escribió. Si hubiera muerto en accidente se sabría.
Yo, Monique Dubois, como coordinadora de nuestro grupo de novelistas aficionados, tengo una responsabilidad. A veces me pregunto cómo he podido llegar a este puesto, quizás he heredado mis genes de Napoleón, ya que soy francesa y me ha dado por tomar el poder, o quizás fuera por la apatía general. Meter las narices en asuntos turbios puede ser peligroso, aunque como mujer de la limpieza que soy para completar mi mísera pensión de jubilada, no pocos secretos he descubierto hurgando en papeleras de directivos de empresa o en cubos de basura de familias pudientes.
El jueves pasado, mi entrañable amiga y miembro del taller, Carmen Ruiz, que solo escribe historias de su pueblo, El Ral de Abajo, me hizo una visita. Pasaba por mi calle y llovía. Miró extrañada el suelo del pasillo. Nunca había entrado antes en mi casa
—Carmen, ya sabes, en casa del herrero, cuchillo de palo. Creo que en España, hay más refranes que en todo el conjunto de los demás países. —Es que esta mañana pasó por aquí la estampida de los ñus —dije.
—¿Con cocodrilos, o sin cocodrilos? — preguntó ella. Después de reírnos un rato, le expliqué que las casas son para vivir. No deben ser espejos impolutos, aunque en este caso, con el barro, casi parecía una huerta para plantar lechugas.
Fabriqué una página Web dónde alegremente subo los textos de los miembros del taller para que todos puedan leerlos y comentarlos, sin pensar jamás en los malvados de este mundo. Ahora que ha llegado Faustino que es informático, me podrá aconsejar. No me pasa por la cabeza que estos escritos puedan interesar a alguien, aunque si se trata de un personaje tan conocido y poderoso como Gonzalo Martín García, es otro cantar. Me precipito sobre el ordenador y paso todos los textos a un pendrive antes de borrarlos del portátil. Puede que sea tarde. Si me reprochan mi ingenuidad, tendrán razón. Espero no haber puesto en peligro a mis amigos.
Una cosa es cierta, a Julio, le gusta el dinero. Cuando el banquero Gonzalo Martín García le contrató para que escriba su biografía, eso fue cuando salto a la fama por el premio literario, porque, como la mayoría de los famosos, no es capaz de hacerlo él mismo, no se lo creía. Daba saltos de alegría, cuando se lo contó a Camila, su novia, eso me dijo Elisa. Se fueron a cenar a un restaurante famoso para celebrarlo (poner nombre). Pagó ella. Él se acostumbró a un lujoso tren de vida cuando se pasó el mes de agosto invitado en la mansión del banquero, en Marbella, entrevistándole por las mañanas. Cada uno en una tumbona, al lado de una gigantesca piscina, según nos contó. Nos entregó estas grabaciones, un poco caóticas, se interrumpen a veces y se les oye sorber alguna bebida a través de una paja y el plof de alguna persona que se tira al agua. Con este material hemos elaborado nuestros textos, aparte de nuestras propias indagaciones. No renunciará, si está vivo, a ponerse en contacto con nosotros para hacerse con los textos, porque le apremia el editor y el propio Gonzalo Martín García, que quiere entrar en política y necesita una imagen de hombre de éxito.
Quizás, al sentirse inseguro, Julio estuviera escondido en casa de un amigo. Ya veremos el miércoles si aparece o no. Si viene, no habrá problema. Seguiremos en la sombra, como negros de negro nadie sabrá de nuestra existencia. Después de entregarle los textos, continuaremos con la verdadera bibliografía, pero de forma discreta. Habrá que tener precauciones, nada de comentarlo con los amigos, ni a los familiares. Me temo que algunos de nosotros ya se han ido de la lengua. Yo, para empezar. Se lo conté a mi hijo mientras comíamos una deliciosa sopa de pescado. Y él, a su vez, se lo comentó a un amigo suyo, un tal Fernando, periodista.
Se han incorporado unas personas nuevas al taller, lo cual nos alegra mucho. De momento no saben si participar a nuestras investigaciones. Una compañera que es mucho más sensata y conocedora del mundo editorial que todos nosotros, nos avisa que nos estamos metiendo en un avispero.
―Os he mandado la película de Roman Polanski: El escritor, para que reflexionáis un poco antes de seguir con el trabajo ―dice. Desconocíamos la existencia de esta película. Parece que Polanski nos ha plagiado. Da gana de denunciarlo, si no fuera que la rodó hace años mucho antes de que se nos ocurriese nuestra historia. El tema es el mismo: un hombre famoso encarga su biografía a un escritor fantasma, es decir un negro. Este descubre que su predecesor en el cargo ha muerto de forma sospechosa. Él también acabará mal, atropellado. ¡Para animarnos!
Fernando, el periodista, está tan interesado por el tema que me llamó, pidiéndome pasarse por el taller. Acepté, pero ahora no sé si a mis compañeros les gustará tal decisión. Pero, ¿¡y si no viene Julio!? Tendremos que decidir qué hacer. Seguir o no seguir. El editor no está al tanto de nuestra existencia. Sería una pena tirar por la borda estos meses de trabajo, quizás podríamos entregarle nuestros textos. A él tampoco le gustará perderse un suculento negocio, y si nos pagase algo, no estaría mal. Nadie tiene por qué enterase de que la biografía la hemos escrito nosotros. Esta decisión la tenemos que decidir entre todos. El próximo miércoles, a ver lo que pasa y qué opina cada uno de nosotros.
Capítulo 3. FELIPE, el nieto del sacristán
NEGROS REUNIDOS (novela conjunta)
31/12/2020
Primera Parte
Felipe, el nieto del sacristán.
¿Qué me había llevado hasta allí, al taller? No lo sé. Y así, sin saberlo, ya llevo unos años. Es algo cierto lo que dice mi mujer que, nosotros, los que nos dedicamos a esto, vivimos una realidad paralela. Tanto es así que mi vida se ha convertido en un estado virtual, casi diría que indeleble, y tengo que pellizcarme, de vez en cuando, para volver a la realidad. Confieso solemne que la ficción es un estado apetecible. Gozo hasta sufriendo recreándome en mis personajes. Viajar a través del tiempo con la piel de otro hace que puedas elegir edad, sexo y condición. Y creo que estoy en lo cierto cuando considero que, en mi última etapa, he sabido escoger la profesión adecuada.
En el taller, todos y cada uno de nosotros andábamos a primeros de octubre de 2018 enredados con nuestras novelas. Digo novelas por situar con cierta corrección a mis compañeros, ya que, en mi caso, se trataba de recopilar unas memorias de un tiempo pasado, aunque inmediato, en donde yo aún creía en la posibilidad de cambiar de vida convirtiéndome en un eremita hortelano.
Observaba en mis colegas, con admiración escolar, su capacidad de contar historias y de cómo eran capaces de tejer, suceso a suceso, su obra literaria para el deleite de los demás.
De las pocas convicciones que me van quedando, vivir es lo que tiene, hay una que mantengo por muy cierta: triunfa el ángel al que le des más de comer. Sí. Así es. Y envuelto en ese ambiente iba, a trancas y barrancas, saliendo adelante con lo mío.
Una sorpresa nos trajo Elisa, la compañera mexicana, en una de las sesiones del mes de octubre de ese año. Y no me estoy refiriendo a una botella de tequila, fue algo mucho más intrincado.
—Tengo que hacerles una sugerencia a todos ustedes.
—Y esta vez, ¿dónde te vas de viaje? —intervino Monique.
—No, no se trata de ausentarme, es más bien todo lo contrario, tengo una propuesta para el taller que implica un cierto cambio en nuestros hábitos.
—Estupendo —dijo Monique y añadió—: Como supuesta coordinadora del taller me encantan las ofertas que nos hagan trabajar más. Somos todos unos vagos. Dinos de qué va ese asunto.
Y Elisa nos contó. Al parecer se trataba del novio de su hija, un joven escritor con algún premio al que la fama le había caído grande. Se había comprometido con una editorial a realizar una biografía de un personaje de alto voltaje y, según Elisa, llegaban los plazos de entrega de borradores y no cumplía. Capturado de terror estaba buscando quién le echara una mano para salir del apuro. Todo esto nos detalló dejando caer, por fin, que según su parecer, nosotros, los miembros del taller, podíamos ayudarle a cumplir sus compromisos para salir airoso del aprieto.
En el taller, después de salir todos de la turbación a causa de la noticia, se armó una cierta convulsión general. El escritor en cuestión que estaba incumpliendo su contrato era Julián López, al que yo no conocía, y tampoco debía conocerlo ya que en una lista de pendientes pudiera ser que hiciera el numero cien, así son mis conocimientos. Entiendo que suplantar a un escritor del tres al cuarto no es muy apetecible.
Por su parte, Faustino, el colega informático que, en todas sus novelas, recrea el mundo de las empresas y sus directivos, se obsesionó por conocer todos los pormenores, caso de aceptar la propuesta de Elisa. Es Faustino muy de detalles, minucioso, diría yo, claro que, de tanto trabajar con ceros y unos, estará acostumbrado a cuidar las combinaciones para que no den error.
No prestó ningún interés en el asunto la camarada Adventia, Carmen Ruíz, valenciana del Ral de Abajo, empeñada en recrear todas las vivencias de su infancia. Veo yo en esta compañera una especie de deseo vital por dejar escrito todo aquello que hemos sido, como si de un testamento se tratara, un estigma en el corazón, una señal indicándonos lo que debemos cumplir antes de desaparecer. Entendí con claridad que para Adventia lo primero era lo suyo y que lo de un tal Julián López podía esperar.
Yo, comportándome como un viejo zorro, esperé a ver cómo reaccionaban mis compañeros ante la propuesta de Elisa y dejé mi intervención para el final. Pude percibir que de los que estábamos ese día había un cierto interés en aceptarla, alguna reticencia y solamente, Victoria, mostró un rechazo claro y absoluto. Con los resultados en la mano me incliné por el caballo ganador aduciendo que los trabajos colectivos tienen un plus de creatividad y además, ¡qué leches!, me sentiría mucho más arropado en este proyecto, he emprendido otros como héroe solitario y ya sé yo el camino que llevan.
Fue en la cafetería que hay junto a la biblioteca, regentada por Sandra, “la chinita”, en donde sellamos nuestro interés. Sí, es verdad, la cerveza, el vino, los bares… no sé, el bullicio, los aperitivos… quizá todo ello, no lo sé; es innegable que ese ambiente ayuda a desinhibirnos y el resultado final es que nos volvemos más transigentes. Por cierto, además del aperitivo, algunos miércoles también comemos allí y tengo la sensación de que Sandra, “la chinita”, insisto, se muestra muy interesada en nuestras conversaciones, ¿por qué?, tampoco lo sé. Ya solo me faltaría por conocer que se trata de una persona ávida de historias e incluso, un nivel más allá, creadora de ficción.
Pilar, la directora de la biblioteca Retiro, ahora Elena Fortún, nos visita, de vez en cuando, en la sala donde se celebra el taller para informarnos de los eventos que ella cree de nuestro interés. Sabe de nuestros logros y también de nuestros fracasos y como persona conocedora del mundo literario, no duda en darnos ánimos. Nos conoce a todos y con alguno tiene un cierto trato de amistad por ser usuarios de la biblioteca de muchos años. Tengo la sensación de que aprecia mucho lo que hacemos de forma común y no pierde ocasión de encumbrar nuestro atrevimiento. Esta vez, algo le debía haber llegado, porque, muy sutil, nos confirmó la disponibilidad de la sala para todo el curso y lo encantada que estaría de que, de forma individual o conjunta, presentáramos al público nuestras obras en la biblioteca. Y añadió que los proyectos colectivos eran muy bonitos y todas esas galanterías del trabajo en equipo que se cuentan.
Para sorpresa general, salvo el ya conocido caso de oposición total, los demás aceptamos el reto de echar una mano. Fue en ese momento cuando Elisa nos desveló el personaje sobre el que estaba trabajando el novio de su hija, se trataba de Gonzalo Martín García, un empresario financiero al que la prensa siempre había vinculado con la política y al que no se le descartaba un posible intento de participar en las instituciones públicas. En fin, todo un héroe deseoso de alcanzar la deidad.
Había en el ambiente un conflicto general previo que debíamos resolver: consistía en determinar, o más bien acotar, las áreas de trabajo en donde cada uno de nosotros deberíamos movernos. No parecía oportuno duplicar esfuerzos en algún aspecto irrelevante, ni dejar una faceta de utilidad general sin cubrir por falta de nuestro interés.
En un primer momento se trataba de aportar un borrador con ideas a desarrollar. Elisa, trataría de defender las propuestas ante Julián López y conseguir su visto bueno e incluso, se barajó la idea de que viniera él mismo al taller de novela, a debatir con nosotros cómo orientar nuestros escritos. En los asuntos legales no quisimos entrar ninguno, tampoco era el caso, a nivel contractual nos la traía a todos al pairo, queríamos escribir y ya está. Cuando estás ahí, con las palabras, los dedos esperan la orden de atacar al teclado, la idea quiere plasmarse en el papel, convertirse en un párrafo. Todo lo demás se convierte en accesorio.
Aquellos días tuve la sensación de rejuvenecer, los retos son de gratificar, enfrentarte a una nueva aventura novelística parece que te convierte en un hombre distinto.
Yo esperaba realizar una participación más bien corta en todo el proyecto. Es conocido el paso de algunos años de mi infancia por el Seminario Conciliar de Segovia. Ello debió dejarme algún poso porque, es muy usual en lo que escribo, tratar de los asuntos de los representantes eclesiásticos. El tema de la pederastia en los colegios es un látigo que está golpeando a la Iglesia por los cuatro costados y, aprovechando estos recursos que invaden las noticias, quise indagar en el pasado formativo de nuestro hombre a biografiar, de Gonzalo Martín García, ya que estaba seguro de encontrar músculo al respecto. Su infancia, como la de todos, determinante en el desarrollo de la personalidad, tendría que haber marcado a este hombre y, como en cualquiera de nosotros, seguro que encontraría historias relacionadas con su despertar en la sexualidad.
Por otro lado, no me quería olvidar de mi novela, ni tampoco del huerto, aunque ahora en invierno, la verdad, no me da ningún quehacer, ni del resto de actividades que practico, incluyendo la familia. Todo ello, tengo la sensación de acarrearlo como si de una pareja de bueyes se tratara camino de la era. ¿Por qué me metía en más líos? La única respuesta que encuentro es la necesidad de tener la sensación de no llegar, de no ser capaz de todo, de no poder con lo que tengo, y así, de esta manera, me levanto todos los días como una escopeta. Sin embargo, y aunque ya estoy acostumbrado a esta tribulación, me propuse redoblar mis esfuerzos para no quedar mal con Elisa ni tampoco con mis compañeros del taller ni, lo que sería peor, conmigo mismo.
El tema del proceder en la colaboración creaba, a menudo, discrepancias entre nosotros. Si bien validábamos todos en el taller nuestras aportaciones, el conflicto aparecía cuando Julián López lo filtraba. Eran las discordancias acerca de la verosimilitud de los hechos históricos en los que se vio involucrado Gonzalo Martín García, lo que más trabajo nos daba. Si en las sesiones que celebrábamos en la biblioteca, a todos, nos parecía posible que nuestro protagonista realizara, en un mismo año, el servicio militar, trabajara en el Banco Central y aprobara el segundo curso de la carrera de Derecho, luego, cuando el novio de la hija de Elisa tamizaba los datos, siempre aparecían los temores de reseñas no deseables que algún ratón de hemeroteca había incluido en su parte. Tanta pulcritud nos agobiaba, en ficción estamos más acostumbrados al libre albedrío.
Me encontraba pasando la última semana de noviembre en Ibiza, con unos amigos y, esperándolos a que bajaran de sus habitaciones, desayunábamos todos juntos, me dio por ojear el Diario de Mallorca. Una noticia retuvo mi atención. Dentro de la sección cultural del periódico, la editorial de Daniel Burgos presentaba sus últimas novedades y, también, una pequeña reseña sobre sus proyectos, ahí es en donde deduje que se retrasaban en la edición de un futuro “superventas” porque el colaborador suyo, Julián López, estaba esfumado.
—Adiós al relax de vivir en otro mundo —me dije— y empecé por mandar un WhatsApp para confirmar la noticia con mis compañeros del taller de novela, incrédulo aún de lo que acababa de leer. Ya sabían algo y en consecuencia no comuniqué ninguna primicia. Lo que no les quise desvelar es que el suceso me quitó las ganas de comer, no así las de beber, circunstancia que apreciaron mis amigos. Tuve que emplearme a fondo los dos días que nos quedaban de las mini vacaciones para explicarles que, en el mundo del escritor, cuando un proyecto se desbarata es como una catástrofe interior. Los sentimientos que vas creando hacia tus personajes se quedan huérfanos y tú, hasta que les buscas un nuevo destino, notas el aislamiento como si de un destierro se tratase. Tuve la sensación de no ser entendido.
Ávido de noticias, ya de nuevo en Madrid, retomé el taller el primer miércoles de diciembre. Elisa nos comunicó que, a través de su hija, podría ponerse en contacto con la editorial de Daniel Burgos.
—Si os parece puedo intentar mantener el proyecto —nos dijo Elisa.
—¿Te crees capaz de convencer a los de la editorial? —la pregunté.
Nos llegó a insinuar que, si lo de la desaparición se consolidaba, tendríamos muchas posibilidades de que nos lo adjudicaran, aunque la última palabra le correspondía a la editorial.
—¿Y todo lo que ya hemos entregado, aunque sea en plan de borrador, no es suficiente para convencer a la editorial? —interrogó Faustino para concluir—: ¿No te parece, Elisa, que estamos un poco perdidos para poder tomar una decisión?
—Sí. Así es. No obstante, el contacto que me ofreció mi hija puede funcionar, tiene peso en la editorial. Yo lo que os propongo es seguir adelante con el proyecto como si nada hubiera pasado y, para ello, tenemos que comprometernos todos.
—Tú inténtalo, Elisa. Nosotros, al fin y al cabo, vamos a seguir haciendo lo mismo que habíamos empezado —dijo Severiano.
—Hombre, Severiano, lo mismo, lo mismo, no. Ahora trabajaríamos para una editorial, antes lo hacíamos para un escritor, ¡y que Dios le haga aparecer donde quiera que esté! —puntualizó Adventia.
Estuvimos las dos horas del taller de ese día mareando la perdiz para ver si éramos capaces de vislumbrar los pros y los contras de la nueva situación.
Ahora ya nos costaba desengancharnos del proyecto, habíamos formado una especie de cadena, nos gustaba lo que escribían los demás compañeros. Cada eslabón trataba su parcela con mayor libertad.
Cuando, después del taller, nos fuimos a tomar nuestra cervecita al bar de Sandra, “la chinita”, en el trayecto, más o menos cien metros, estuve hablando con Elisa del asunto. Pude comprobar la emoción que sentía ante lo que nos podía caer encima y, al mismo tiempo, ver la fragilidad femenina combinada con una voracidad salvaje por crear algo nuevo. Advierto en mí cierta incompetencia en entender a las mujeres y, en mis mundos de ficción, suelo huir de estos personajes femeninos por lo complicado que me resulta hacerlos creíbles.
Monique, nuestra coordinadora del grupo “Escribas Reunidos”, viendo el cariz que tomaban los acontecimientos, se ofreció para colaborar con Elisa en todo aquello que hiciera falta. Ya no solo organizaría el calendario de lecturas individuales, nuestras sesiones gastronómicas y las recomendaciones bibliográficas, ahora también se encargaría de hacernos trabajar como negros. Sí, se obsesiona nuestra compañera francesa con el trabajo y, en algunas ocasiones, nos trata como si fuéramos sus discípulos. No obstante, ¡qué bonito es obedecer!, si de lo que se trata es de vencer a la indolencia.
Un nuevo ambiente se había creado en el taller. La perspectiva era distinta y el destino final, incierto. Como si gozásemos de una transformación, habíamos salido del primer intento fortalecidos y nos apoyábamos, unos en otros, para seguir adelante. El tan consabido método de trabajo del escritor en solitario tenía, en nuestro caso, una fase gratificante de desarrollo en equipo. Era esperanzador y lo estuvimos celebrando con más cerveza. Después, en el autobús, camino de casa, iba pensando que me tendría que poner a trabajar siguiendo, con mejor o peor tino, los criterios establecidos. Por y para mi buena salud no debía exponerme a la ira de Monique.
FIN PRIMERA PARTE DE FELIPE
AHORA: Cosas a tener en cuenta para evitar contradicciones:
a) Estamos en octubre 2018, empezando el taller del curso 2018/2019
b) Elisa nos propone trabajar de “negros”, en una de las sesiones de octubre, para un tal Julián López que, a su vez, trabaja de “negro” para Gonzalo Martín García a través de una editorial propiedad de Daniel Burgos.
c) Última semana de noviembre es cuando Felipe se entera de que Julián López ha desaparecido de la tierra.
d) Primera semana de diciembre de 2018, Elisa propone a “Escribas Reunidos”, en base a los últimos acontecimientos, gestionar con la editorial de Daniel Burgos nuestro compromiso de seguir adelante con el trabajo de “negros”.
e) Ahora, pongamos mediados de diciembre, los “Escribas Reunidos” se han comprometido a trabajar de “negros” para la editorial de Daniel Burgos.
NOTA 1ª.- Entiendo que el espacio temporal en donde se desarrolla la primera parte de la novela es el primer trimestre del curso 2018/2019. No obstante trabajamos un borrador y, como tal, todo está sometido a cambios por y para lograr el objetivo final.
NOTA 2ª.- Sería bueno que todos hiciéramos apuntes marginales de los acontecimientos que pudieran involucrar a los demás para evitar contradicciones entre nosotros. Por ejemplo, si Julián López aparece muerto el día 28 de diciembre de 2018, es ese día y no otro el que nos condiciona su muerte y aparición del cadáver.
Capítulo 4. FAUSTINO CALIN "TICO"
Faustino “Tino” Calin. Informático. En torno a los cuarenta, de estatura algo por encima de los de su generación, calvo, grandes gafas de montura negra. Cojea de un modo casi imperceptible de la pierna derecha
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Correspondencia
From/De: Faustino Calín 21 de julio de 2018
To/A : Tým
Siguiendo vuestras indicaciones me pasé por la biblioteca y solicité inscribirme en el taller de Escribas Reunidos. Me informaron que ellos no llevaban esa actividad, la biblioteca se limitaba a facilitar el espacio de encuentro. Me dieron el número de teléfono de la coordinadora del grupo, una tal Monique Dubois. Aún no he podido contactar con ella. Da la llamada, pero no lo cogen. Seguiré intentandolo.
From/De: FC 8 de agosto de 2018
To/A : Tým
Por fin pude contactar con la coordinadora. Había olvidado el móvil en su casa de campo y hasta que no volvió allí no vio las llamadas perdidas. Estuvo muy amable. Dijo que estarían encantadas de admitir alguien nuevo en el grupo. Cuando le dije que aún no había escrito una novela me sugirió que para el primer día llevara una sinopsis de lo que pensaba escribir.
Quedamos en que cuando volviera a Madrid me llamaría para tomar un café y charlar un poco. El primer día es el miércoles tres de octubre.
De que trataría la novela que voy a escribir no hemos hablado. ¿Me invento algo o tenéis previsto algún tema concreto?
From/De: FC 9 de agosto 2018
To/A : IK Team
Entendido. Me pongo enseguida en ello. En un par de semanas os envío los primeros borradores.
(Tengo pendiente de describir o referenciar la parte correspondiente hasta el comienzo del curso 2018/2019 y la presentación por Elisa de JL y su posterior desaparición.)
El autobús se detuvo justo en la glorieta que formaba la inter- sección del bulevar Prat con la calle de El Almendro. La información de Movemos Madrid era exacta. Fui el único pasajero que bajó.
A mi izquierda, en el centro de la rotonda, había una fuente de ocho caños que despedían ocho arcos de agua. No fue necesario consultar Google. Elisa me había dicho que junto al edificio había un supermercado. Estaba a mi derecha, un Día Maxi. El terreno vallado con tela metálica de la que colgaban seis grandes anuncios me impedía ver más allá de la calle. Muy por encima de la amplia nave de un solo piso del supermercado, se elevaba un edificio de once plantas de ladrillo visto rojizo con sobresalientes de amarillo ocre en las esquinas. Me acerqué. Era el primer bloque. En la planta baja, esquina con la acera, había una lavandería. Unos números grandes de metal indicaban que se trataba del número 40. Detrás de la verja de la entrada estaba la caseta de seguridad. Busqué como llamar. El cuadro tenía tres paneles además del teclado. El piso era el 7B pero no había timbre. Había que marcar un código. Calculé. El edificio era de once plantas. En cada planta los pisos estaban señalados con letras de la A hasta la L. Me salían 9 pisos por planta , 99 en total. Una colmena de 99 celdas. Me pregunté si también serían hexagonales. Mientras estudiaba el teclado llamé con el móvil a Elisa. Empezaba a impacientarme cuando finalmente respondió.
--Soy Tino. ¿Cómo entro aquí? ¿Qué código tengo que marcar?
Conforme me decía una a una las cifras yo las repetía en voz alta para confirmar y pulsaba la tecla correspondiente. Sonó como una chicharra, la cerradura se abrió. Empujé la puerta con barrotes de hierro.
--Gracias, estoy dentro.
En la garita de seguridad no había nadie. Al cruzar el césped hacia la entrada vi a mi izquierda parte de una piscina. Había varios pasillos e invertí más de dos minutos en localizar el ascensor para el 7B. Apreté el botón de llamada.
--Abriendo puertas, dijo el ascensor.
Entré. El teclado con los números de los pisos estaba junto al espejo. Al apretar el botón del 7B me vi frente a mi cara.
--Cerrando puertas.
El ascensor se movió silenciosamente. Traté de poner cara de circunstancias. ¿Qué cara debe poner uno encerrado con su sola imagen en un ascensor que sube raudo a un séptimo piso? Antes de que pudiera averiguarlo la voz habló de nuevo
--Piso séptimo.
¿Ya?, pensé. El ascensor se detuvo.
--Abriendo puertas.
Salí de un salto antes de que la voz me dijera que las cerraba. No quería volver a oírla. . De nuevo tuve que orientarme . La letra L estaba en el pasillo de la izquierda. Había leído alguna vez lo de las viviendas que eran como colmenas. Ahora estaba en una. La puerta L era la del fondo a la izquierda. Molesto porque no me esperaran en la puerta apreté el pulsador. Tuve que insistir. Por fin una de las abejas de la colmena me abrió: era la abeja madre.
--Perdona, no te hemos oído, pasa, dijo Elisa. --El despacho está por ahí.
Atravesamos un salón gris decorado con cuadros de estilos diferentes. El televisor estaba encendido y mudo.
Había una chica morena sentada en el sillón ante la mesa mirando en la pantalla de un laptop. Monique estaba de pie a su lado. En una esquina de la mesa había un teléfono fijo antediluviano.
--Mi hija Camila.
Nos aludamos.
--¿Es ese el ordenador?
Elisa asintió. --Tenemos también el móvil. ¿Qué hacemos?
--Empezaremos con el móvil.
Me quité la mochila y saqué los cables y mi portátil. Conecté el USB con el móvil.
-- Copiar los ficheros del móvil no es problema, dije . --Me permites? Camila se levantó del sillón sin decir nada. Empuje el portátil de Julián hacia donde estaba Monique y coloqué el mio en su sitio.
--Este tendremos que llevárnoslo, le dije.
Lo guardé en la mochila. Encendí el móvil, mi ordenador y los interconecté.
--¿Tenemos el pin?
--Pues.. Elisa miró a Camila. .--¿Lo sabes?
Camelia se sonrojó. –No me lo sé de memoria pero sé que Julián lo tiene apuntado en su agenda.
Abrió el primer cajón de la mesa, rebuscó nerviosa y sacó una agenda marrón tamaño medio folio.
--Toma, dijo.
Me la alargó con las dos manos, como si fuera un presente. La cogí sorprendido. Se trataba de una agenda perpetua.
¿Y?... pero… por donde busco?
--Ah, sí, claro.
Me la quitó de las manos y hojeó nerviosa las páginas.
--Está en el día en que nos conocimos, aquí, dijo triunfante, lo tengo. Ya está, y nos miró sonriente. A uno B dos, añadió. Miré a Elisa y a Monique. Ay, ay abejita, abejita, pensé, cuan de dulce debe ser tu miel.
Existía la posibilidad de Bluetooth pero la conexión por cable me parecía más fiable. Además de la memoria del teléfono había una tarjeta SD. Transferí primeo los datos de ésta. Luego, uno por uno, copié todos los ficheros. Copiar las carpetas de modo global hubiera sido más rápido pero también era más fácil que se produjeran errores.
Mientras trabajaba estaban las tres en torno a mí, mirándome en silencio. No me sentía cómodo. La situación me recordaba a la de un panchito, con mono y casco amarillo trabajando en el fondo de una zanja mientras otras tres personas, dos con casco blancos y otra con casco azul lo observaban desde arriba sin decir palabra.
Terminé de copiar. Esperé el aviso de que podía desconectar la unidad externa sin problemas, retiré el cable , limpié en profundidad el portátil con un kleenex y se lo entregué a Camila.
--Ponlo en el mismo sitio donde lo cogió.
--¿No lo apago?
--Pues...—Pensé rápidamente.—Si lo deja encendido pudiera ser que alguien llame y a lo mejor eso nos pudiera dar una pista. A ver, permítame –le cogí el móvil.
--¿Cuándo dice que des...dejó de ver a su novio?
--Pues… desde el martes pasado.
--Estoy analizando las llamadas perdidas. De las fechas y las horas se podría deducir cuando des... no contestó. Es extraño.¿ Su novio solía dejar el móvil en casa cuando salía?
-- No, lo llevaba siempre encima.
-- Bueno –intervino la madre. Se dirigió a Camelia.
--Me dijiste una vez que cuando iba a correr nunca lo llevaba. Te enfadabas con él por eso.
--Cuándo hizo la denuncia, ¿le preguntaron cómo iba vestido?
--Sí, me pidieron una descripción de su ropa, pero no lo sabía—le temblaba la voz—no me acordaba de nada, de nada. Le temblaban los labios. —estaba muy nerviosa, se puso a llorar, --mamá, mamá no puedo, estoy sufriendo mucho, ay mamá mamá. Se tapó la cara con las manos.
Elisa abrazó a su hija y me miró furibunda .Sus ojos castaños llameaban.
--Ven, niña mía, mi niña, vamos al dormitorio, anda ven.
En esto el gato , que había visto tumbado en el sofá del salón, entró maullando con el rabo enhiesto erizado y el lomo encorvado y se plantó junto a Camila. Nos miraba y bufaba.
Monique parecía una estatua. Alargó los brazos hacia las dos, musitó algo ininteligible, dio un paso hacia ellas, se detuvo. Me miró con la facciones rígidas. Yo no sabía que hacer. Recordé mi cara en el espejo del ascensor.
--Yo...No pretendía causarle ningún daño, joder, no me mire así, quería ayudar.
Cojí los cables, mi portátil y el de Julián y los metí en la mochila.
--Será mejor que me vaya, dije.
--Y el portátil de Julián?
--Lo devolveré en un par de días. Hoy qué es ¿jueves? Viernes, sábado...El lunes lo devuelvo. ¿Te lo entrego a tí?
-- Si, mejor a mí, contestó Monique en su acento gutural. –No sería conveniente hacerlo en la biblioteca.
– Si, me parece bien. Te llamo antes y quedamos.
Eché un vistazo a mi alrededor.
--¿Y ese ordenador antiguo que hay ahí?
--No tiene clave, dijo Monique. –Ya lo ha mirado Camila. No tiene más que notas sin importancia. Ni siquiera tiene Internet.
Me eché la mochila al hombro. –Ah, si, el cargador del portátil de Julián nos vendría bien. Miré por la mesa, la estantería. --¿Quizá en algun cajón? ¿Donde la agenda?
–Espera –dijo Monique. –Antes, cuando estuvimos buscando por la casa, vi en un armario el maletín del portátil. El cargador podría estar dentro del maletín.
–Es posible. Miré a mi alrededor. –Y dónde está el armario?
.—Es el armario roper. En el dormitorio. Ya voy yo, espera.
Cuándo al poco volvió con el cargador tenía Elisa a su lado.
--¿Pero tú qué eres, me espetó, policía? ¿Quien te crees que eres?
Era una buena pregunta. Informático en el taller, investigador aquí, un nombre en clave para Tym, para Irina un…Prefería no pensar en ello. De nuevo me vi mirándome mi cara en el ascensor.
-- Solo es que leo novelas policíacas. Lo siento Elisa, no quería ser …hacer un interrogatorio.
--Pues si no lo era se parecía mucho. Además, con ese tono.
--Lamento haberte causado esa mala impresión. Pero es que sobre la marcha me venían cosas a la cabeza. Cosas que a lo mejor pueden ayudar. Camila debería mirar en el ropero si falta algún tipo de ropa de la que solía usar Julián. Al entrar en el edificio he visto coches aparcados. ¿ está el de Julián entre ellos? Las llamadas perdidas pueden ser una pista. Creo que el móvil debería ser entregado a la policía.
Monique había cogido su bolso , grande como un bote inflable con asas y se dirigió a Elisa.
--¿Me puedes llamar un taxi?
--No te preocupes, te llevo yo—dije—He pedido un Cabify. Llegará de un momento a otro.
Monique se despidió de Elisa dándole un beso en cada mejilla.
--¿Como se encuentra Camila?
--Tranquila. Le he dado un valium con una taza de tila—me miró.—Está muy afectada.
--La pobre, dijo Monique, es un golpe duro.!Pero se repondrá pronto, ya verás –añadió en tono alegre y confiado.
--Nos vemos en el taller el próximo miércoles. Adieu.
Elisa dio la vuelta sin mirarme y se dirigió hacia el dormitorio. La seguí con la mirada. Se movía con empaque. Al abrir la puerta del dormitorio el gato sacó la cabeza y nos observó moviendo el rabo de un lado para otro a ras del suelo.
En el ascensor apreté el botón y me coloqué de espaldas al espejo, frente a Monique.
--Cerrando puertas, dijo la voz.
Abrí la boca para decir algo pero la voz se interpuso:
--Ascensor bajando
--Lo de entregar el móvil a la policía, preguntó Monique—Es por eso que borraste tus huellas del móvil antes de devolverlo a Camila?
--Si Julián no aparece, el móvil acabará tarde o temprano en manos de la policía. Sería difícil explicar como llegaron mis huellas allí. Fue una de las cosas que se ocurrió mientras copiaba los archivos. Si lo hubiera pensado antes habría cogido un par de guantes. Desde ahora los llevaré siempre en la mochila.
Monique parecía pensativa. Sus pupilas parecieron contraerse.
--En un cajón de la mesa encima de un sobre había una cinta con una nota para entregar a Severiano.
--¿A Seve? ¿Julián le conoce?
–Que yo sepa no, afirmó Monique.—Se incorporó al grupo más tarde.
--¿Entonces?
–Debe ser de Elisa…O de su hija.
Se calló. Algo raro estaba pasando.
-- ¿Que había en el sobre?
—Una lista de todos nosotros con la parte de la biografía que le corresponde tratar. El reparto de tareas que hicimos en su día. Nada de particular.
El ascensor se detuvo.
–Planta baja, dijo la voz. Monique y yo nos miramos.
–Abriendo puerta.
Una impaciente pareja en chándal y zapatillas esperaba dando saltitos que saliéramos del ascensor. Nos dirigíamos hacia la salida cuando Monique se detuvo.
— Había algo más, un escrito. Parecían los términos de un acuerdo. No le presté atención.
--¿La cinta era como las que entregó Julián al grupo?
.. Sí, idéntica.
Tuvimos que hacernos a un lado para dejar paso a un runner en pantalón corto que corría a piñón fijo. Consulté el móvil
–Ese debe ser el coche, el que está donde la chica con los perros, el oscuro.
Nos acomodamos en el asiento de atrás. Antes de cerrar la puerta el conductor preguntó por la dirección. Miré a Monique.
—Vamos primero a tu casa, te dejo allí y yo sigo.
Monique dijo la dirección. El conductor introdujo los datos en el GPS mientras arrancaba. En la rotonda de los ocho surtidores el Cabify giro a la izquierda y se dirigió por la misma avenida ancha que había recorrido yo antes con el autobús , ahora dirección centro.
—Elisa dijo que Julián practicaba jogging ¿no?
Pensaba en voz alta.
—Si, y cuando lo hacía no solía llevarse el móvil—dijo Monique.
—Monique, debes decir a Elisa que pregunte a Camelia si echa en falta el chándal de Julián o algo así. Monique asintió .
–Y que le pregunte también por las llaves del coche. Así sabríamos si si se desplazó a algún otro lugar.
El Cabify subió por Dr. Esquerdo y entró en la calle Ibiza.
—Estamos llegando, dijo Monique.
Iba a abrir su bolso pero no la dejé.
—Pago yo. Ya ajustaremos cuentas.
—Pare ahí, en la esquina, así no hay tanto que maniobrar.
Dentro del coche era complicado despedirse con el beso de rigor. Nos miramos sonrientes desde una postura forzada.
—Hasta el lunes, dije.
Monique bajó y desde la acera me saludó con la mano. Le devolví el saludo, puse mi izquierda sobre la mochila, me repantigué en el asiento contento y relajado.
La voz impaciente del conductor me sacudió.
—Y ahora adonde vamos?
-- Ah si, claro, disculpe, estaba pensando.
Le di la dirección de la oficina de Seur más cercana a mi piso. Tardaríamos aún varios minutos en llegar.
Mientras lo hacíamos pensé en Monique. Algo en ella no me cuadraba. No me creía eso de que fuera una mujer de la limpieza. Las limpiadoras, las señoras de la limpieza, todas ponían un cuidado exquisito en el arreglo de su persona. Sobre todo en su peinado. Y a Monique le colgaban siempre los pelos lacios, como los un perrito de aguas lanudo que saliera sacudiéndose el agua del estanque adonde su dueño le empujó. Y ese aspecto desaliñado. Y si no lo era ¿porqué se hacía pasar por una de ellas?
Di la dirección de Tym al empleado, le dije que lo enviara urgente, pagué, cojí recibo y resguardo y volví andando a casa. No tenía prisa. Quienes tenían que dársela eran ellos. Tampoco me apetecía demasiado volver al piso después de estar en el de Julián. Ese no estaba construido como el mío, que parecía fabricado según patrón de Ikea. Sus muebles no eran mis muebles pero eso era lo que había.
Capítulo
5. ESCARLATA, la sindicalista.(De momento no encuentro el texto de Charo)
Capítulo 6. FERNANDO, el periodista.
- ¡Cariño!, ¡el teléfono!, ¿puedes contestar? estoy en la ducha. Seguro que es para ti, a las 23 horas son tus llamadas sorpresa.
Así atrapaba mi atención Margarita, mi novia. Sus últimas frases me resultaron conocidas por su carga de ironía.
-Si, buenas noches, --era Escarlata. Me sorprendió su llamada, hacía tiempo que no sabía nada de sus andanzas, apenas nos veíamos dos o tres veces al año coincidiendo con celebraciones de bodas, cumpleaños, funerales, etc., entre los compañeros de promoción de la carrera.
En esos momentos, celebré escuchar su voz, nos reímos a placer…hasta que ella interrumpió los últimos saludos; me aconsejó buscar un lugar relajado y que prestara atención a sus palabras.
-Anda, no exageres, seguro que te vas a casar, o esperas un bebé, --me atreví a insinuarle con una sonrisa cargada de guasa.
Pero, cuando escuché su tono brusco y confiado; “por favor bromas aparte” el pulso y los latidos se descontrolaron. Le pedí perdón y después de un silencio tedioso prosiguió:
- ¿Te acuerdas de Julián López?
-Claro, cómo no, lo recuerdo perfectamente. La última vez que nos vimos fue en la feria del libro. Me sorprendió su actitud enclenque y rostro taciturno. Tomamos juntos unas cervezas y me contó la preocupación que le embargaba por una biografía que le había encargado la Editorial Daniel Burgos sobre un banquero. Debí poner cara de sorpresa, y después de unos segundos, como si leyera mi pensamiento, añadió: “yo también tengo muchas dudas, no me fio de estos peces gordos, y para más inri, dicha biografía la tengo que convertir en una tarta virginal de chocolate blanco, cuando nada más comenzar la investigación, descubrí que su interior era más negro que una carbonera”
- ¿Escarlata, escuchas?
- Sí, sí, claro, no quería interrumpirte. Sigue, es muy interesante.
- Vale, Ambos nos miramos y creo que los dos vimos un universo bastante gris y sin final posible. Al despedirnos le deseé mucho éxito y que contara conmigo si podía serle útil. Parece que lo estoy viendo alejarse con pasos cortos, hombros caídos que apenas podían sostener los brazos y la cabeza tan baja como si tuviera miedo de caminar.
-Me entristece todo lo que me cuentas. Qué le habrá pasado y dónde andará.
- Escarlata, por favor, si sabes algo dímelo. No tengas miedo.
- Fernando, sólo sabemos que Julián López ha desaparecido. Ni los amigos, ni la familia, ni su novia saben dónde se encuentra.
Estas frases me paralizaron la vida en un punto fijo: la figura lánguida de J.L alejándose de la feria del libro. El auricular me abrasaba y el dolor se prolongaba al compartir con Escarlata un sentimiento de temor que nos encerró por unos instantes en un mutismo absoluto. Yo no quería saber y Escarlata me suplicaba con frases cortas y firmes:
- Fernando, tenemos que hacer algo. Me he acordado de ti… como periodista siempre te gustaron los asuntos complicados y analizabas hasta el último resquicio…
- Sí, claro, no sé, me siento culpable. Debería haber hablado más con él después del encuentro en el Retiro.
En estos momentos fui yo el que prolongué un silencio tedioso. El calor del auricular en la oreja desapareció. Imaginé el rostro marchito de mi interlocutora. La última conversación con J.L. y el ambiente festejo de la feria del libro me pareció un sueño helador. Las hojas de los árboles se convertían en carámbanos puntiagudos que sin piedad se clavaban en mis entrañas. Gracias a que escuché de nuevo la voz de Escarlata pude volver al instante que nos ocupaba.
- Fernando, ¿sigues ahí?
- Sí, claro. Me has dejado helado.
-Tranquilo, escucha:
Ella me informó del Grupo de Negros Reunidos y del encargo que J.L. les había confiado, y la aceptación del grupo para continuar con la biografía edulcorada del “Único”, que por lo visto así llamaban al banquero Gonzalo Martín García.
-Es decir; qué J. L. os encarga la misteriosa biografía y desaparece. No entiendo nada, ¿me puedes explicar? –Al no obtener respuesta, me precipité en confesar a mi amiga la inquietud que sentía y el deseo de participar con el Grupo de Negros Reunidos hasta dar con el paradero de J.L.
Escuché la respiración de Escarlata tras el cable del aparato, y con un suspiro amplio me dijo:
-Me alegro de haberte llamado, sabía que la noticia no te iba a ser indiferente. y seguro que nos vas a ser de mucha utilidad como periodista. Quiero aclararte que yo no voy a participar directamente en la investigación, últimamente estoy muy liada y no tengo tiempo. Sin embargo, a través del grupo de Negros Reunidos, al que sigo perteneciendo, seré informada y podré ayudarte en tu investigación.
-Bien, Escarlata. Contribuiré con esfuerzo y profesionalidad hasta que encontremos a nuestro amigo Julián López. Espero recuperarme de la emoción que en estos momentos me embarga porque aún no salgo del asombro, pensé que tu llamada era para acontecimientos más placenteros.
Seguimos hablando unos minutos más. La realidad que vislumbramos era cruel. Cuando pude poner voz al miedo, le rogué que me concertara un encuentro con su Grupo de Negros Reunidos.
Escarlata fue eficaz y a los dos días de la noticia me presentó al grupo destinatario del encargo de J.L. Después de las presentaciones de cortesía todos los participantes aceptaron mi colaboración para aportar información sobre la desaparición de J.L. Escuché con sumo agrado las siguientes intervenciones y tomé buena nota de ellas:
-Y ahora, ¿qué hacemos? ¿Dónde queda el esfuerzo realizado en los últimos meses? Íbamos dando pasos para desembrollar la vida del famoso banquero Gonzalo Martín García. A todos nos gustaba el personaje del “Único” por los filones tan variantes que podríamos conseguir. Es verdad, que desde un principio no entendimos por qué J.L. quería compartir con Negros Reunidos tal mina de oro, por otra parte, encomendada a él por la Editorial Daniel Burgos. Tal vez le resultó aburrido hacer una biografía edulcorada y contradictoria con los fines que se perseguían; limpiar la imagen de un banquero con fines políticos.
-Y si J.L. ya había conseguido la información necesaria ¿por qué nos entrega su trabajo y desaparece? ¿Qué entramado se cierne en torno al banquero?
-Una cosa me ha quedado clara después de la noticia: Lo más importante ahora, es encontrar vivo o muerto a J.L. y estoy seguro que su barco no navega solo. Me gustaría cortar las redes que lanzan esos operarios atrapados por capos que se esconden en mansiones inviolables.
Así, hablaron algunos de los presentes a lo largo de dos horas de reunión. Comprendí sus interrogantes al mismo tiempo que aprecié tan valiosa información. El rostro de cada uno del grupo se me quedó grabado; los percibí asaltados por un temporal borrascoso donde la confianza mutua podía desaparecer. Mi cerebro trabajaba acelerado y varías ideas me rondaban persistentes: Dejar mi ofrecimiento de colaboración con el grupo; total qué podríamos conseguir si J.L. había desaparecido. Sin embargo, esta idea me resultaba cobarde y falta de ética en mi profesión. Además, no podía fallarle a Escarlata ni a Julián López. A punto estuve de levantarme de la silla como si un resorte me empujara a proseguir en solitario el trabajo. No obstante, miré de nuevo los rostros de cada uno de los presentes y adiviné que a todos les podían asaltar las mismas dudas que a mí. Entonces, volví a sentirme motivado para un trabajo en equipo. De inmediato, me vi en diferentes escenarios donde encontraba respuestas a la desaparición de J.L. y capaz de cercar todo el entramado de los acontecimientos. Pero, tengo que confesar que tuve miedo y temí que mis espaldas no estaban exentas de ojos fijos capaces de leer los pensamientos. Después de unos segundos tuve la idea de proveerme de una pistola y solté una carcajada. Al instante, percibí las miradas de asombro del grupo. Felipe, con sonrisa burlona, me preguntó:
- ¿Qué te sucede? ¿Tal vez has descubierto el paradero de J.L y te ríes de nuestra ignorancia? –Inmediatamente respondí con voz entrecortada:
-Nada, nada, sólo me imaginaba el lugar dónde podríamos encontrarle a y reía por todos.
Luego, volví al pensamiento de la pistola: ¿por qué no? Sería un agente periodista. No obstante, comprendí que ambos nombres no encajaban bien, mientras mi mano derecha, en un acto reflejo, se escondió en el bolsillo del pantalón vacío y comprendí la insensatez del momento. No quise levantar más sospechas y les dije:
-Me encuentro aturdido, confuso, y no sé por dónde empezar. –a lo que Faustino con sorna contestó:
-Bueno, yo creo que puedo desentrañar los discos duros de mi ordenador y limpiar de tu cerebro esas nubes tormentosas de verano, posiblemente nos revelen secretos sustanciosos. --inmediatamente, se interpuso la voz de Severiano:
-Parece que Faustino quiere hacerme la competencia, ante lo cual, tendremos que ponernos de acuerdo; yo también tengo en mi poder unas grabaciones que pueden dar luz a la oscuridad que nos invade a todos.
Habló con tanta seguridad que mi estómago se revolvió. Fijé mi mirada interrogadora en él y solo acerté a preguntarle:
- ¿Cómo has dicho? ¿Qué tienes unas grabaciones?
La estancia quedó en silencio, los parpados de todos se plegaron para no cerrarse y poder contemplar el rostro de Severiano. Luego, Elisa fue la primera en romper la crispación que todos aparentábamos.
-Si es así, deberíamos conocer esas grabaciones de inmediato. ¿O cada cual va describir la historia según nos vaya en ella?
-Nada de eso, aquí trabajaremos juntos y en la próxima reunión todo se pondrá sobre el tapete. –Contestó muy sería Monique.
Aproveché el silencio, me levanté, agradecí todas las intervenciones y a Escarlata por haberme introducido en el grupo y por su presencia. Recogí el cuaderno de notas y les dije a todos:
-Creo que voy retrasado en este negocio y quisiera aportar algo que merezca la pena. Subí los escalones de dos en dos y en la planta principal tropecé con una mopa de limpieza que cayó al suelo. A dos metros se encontraba una señora limpiando las estanterías, dejó la tarea, se acercó a recoger la mopa:
-Disculpe señor, ¿le ocurre algo? lo veo muy acelerado, tenga cuidado, que en la calle no hay fuegos que apagar, miré, llueve sin parar.
Sonreí a la encantadora señora y le pedí disculpas. Ya en la calle, respiré aliviado, y por suerte llevaba paraguas. No había caminado diez pasos cuando escuché unos tacones cercanos y luego alguien pronunció mi nombre; volví la cabeza, era Escarlata con rostro preocupado. Al mismo tiempo, observé que la señora de la limpieza frotaba los cristales de la puerta de entrada y nos miraba con sonrisa irónica. Debí de quedarme con cara de susto:
- ¿Qué pasa? –me preguntó Escarlata.
-Algo curioso, mira a la puerta de entrada, fíjate bien, esa mujer sabe más de nosotros que de su oficio.
-Sí, es curioso, sonríe y nos dice adiós con la bayeta. Nunca me había fijado en ella.
-Yo menos, claro, hasta que al salir me tropecé con la mopa. ¿Sabes para que empresa trabaja?
-Creo que en el uniforme lleva unas siglas. Sería interesante averiguarlo, donde menos se espera puede surgir el filón de oro. –Los dos nos reímos.
-Tienes razón, y creo que te toca a ti como sindicalista; recuerdo muy bien tus reportajes al respecto. Y ahora, te dejo, tengo prisa, quiero llegar a la editorial de nuestro desaparecido antes de que cierren.
-Si quieres te acompaño y seguimos intercambiando ideas, no sé cómo interpretar la situación.
-Gracias compañera, no tengo preparada ninguna cita, únicamente son ideas que me bullen en el cerebro y quiero soltarlas. Te contaré
Cuando llegué a la editorial no me esperé al ascensor y subí los dos pisos saltando los escalones que mi pierna podía alcanzar. Al llegar al descansillo un hombre trajeado salía de la oficina, me miró de arriba abajo. Sentí que chequeaba todas mis entretelas, el ascensor llegó y dio paso al hombre. La puerta de la editorial estaba abierta y di unos pasos sin llamar. Un joven atendía el teléfono desde un mostrador, seguí sin preguntar, una señora cargada con carpetas se cruzó conmigo, aproveché el encuentro para preguntar por el despacho del director.
-Lo siento, –me contestó— acaba de irse hace unos segundos.
Le di las gracias, salí, y me precipité escaleras abajo. El hombre trajeado esperaba en un semáforo. Lo abordé sin pensarlo.
-Disculpe he preguntado por usted en la editorial y justo lo encuentro aquí. Soy periodista. Le importa si le hago unas preguntas.
Me miró asombrado para inmediatamente exclamar.
- ¡Ah, es usted!
-Sí, el mismo que vio en la escalera.
- ¿Y qué quiere preguntar?
-Señor director, ¿dónde se encuentra Julián López?
-Muy gracioso hombre, eso mismo quisiéramos saber nosotros.
Luego, son varios los preocupados por la desaparición.
- ¿Y por qué creé que ha desaparecido?
-Desde luego, por su propio bien.
- Entonces, ¿le perseguían?
-Usted es periodista, formule sus propias hipótesis.
-Por supuesto que las haré, gracias por recordármelo. Y dígame, ¿Julián López concluyó el trabajo sobre el Banquero Don Gonzalo Martín García?
-Hace usted demasiadas preguntas.
-Sí, es un defecto de nuestra profesión.
-Disculpe que insista; ¿van a publicar la biografía del Sr. Banquero?
-Claro que no, ¡en qué hora me fie de él!
En ese momento, el semáforo cambió a color verde y cruzó rápidamente el paso de cebra. Pisándole los talones pude ver como un hombre abría la puerta de un coche color negro marca B.M.W. Con gesto airado el editor se introdujo en el coche, miró el reloj y sus labios pronunciaron unas palabras que no pude oír. El conductor siguió a otro coche también negro, marca Mercedes.
Paré un taxi y después de saludar le dije al conductor:
-Por favor, no se asuste si le indico por donde debemos ir; todo recto, cuando pueda colóquese a la izquierda y siga a esos dos coches negros.
El taxista me miró y nervioso me dijo:
-Oiga, que yo no quiero líos y no voy a perseguir a nadie.
-Bueno, pues entonces sólo siga mis indicaciones. Muy bien, así, tranquilo, cuidado con la rotonda, ¡siga, siga, que se nos van!
-Deje de conducir por mí, ¿qué piensa que no conozco las rotondas de Madrid? ¡En qué hora las colocaron!
Dejamos La C/. Goya y seguimos por Velázquez, Rio Rosas, Faro de la Moncloa, Universidad Complutense…en un momento de distracción recordé las huelgas de estudiantes y las corridas huyendo de la policía al sonido de las herraduras de los caballos. Tuve que concentrarme por saber hacía donde se dirigían los coches al mismo tiempo que los nervios se apoderaban de mí. Divisé el puente de San Fernando y luego la Zarzuela. Durante unos segundos tuve un lapsus cuando, me di cuenta que los coches a los que perseguíamos giraban y grité al taxista:
-¡Cuidado ahora!, no se detenga, segunda salida, dirección Aravaca, ¿ve la flecha? --A lo cual él riéndose añadió:
-Ande, cállese, que estoy harto de traer a peces gordos a este pueblo y me conozco al dedillo las mansiones de esta gente. ¿No los ve? Van a entrar por la C/. Ana Teresa y no tardarán en pararse.
-Vale, gracias y disculpe. Creo que me quedaré aquí.
-Sí, será mejor, y tenga cuidado. Usted no tiene pinta de pez gordo.
-En absoluto, sólo soy un periodista. Tenga. --Le acerqué un billete de 20 Euros y otro de 10 diciéndole que se quedara con la vuelta. A cambio el me entrego su tarjeta y con ojos pícaros me dijo:
-Por si me necesita algún día.
Asombrado, y sin dejar de mirarlo por poco me despisto del objetivo.
Ambos coches negros se pararon en la puerta de un mesón que indicaba en letras grandes EL MESON. Un hombre de unos 50 años abrió la puerta del lugar y sin saludos aparentes entró Manuel Burgos, seguido de otros dos hombres y una mujer con minifalda y chaqueta ajustada de color gris perla. Esperé 10 minutos y nadie más se acercó a dicho establecimiento. Decidí entrar pensando que me encontraría con los recién llegados, pero me asombró al ver únicamente una estancia sencilla con mesas dispuestas para comer. Un camarero apareció detrás de una barra de unos tres metros de larga y preguntó:
- ¿Va usted a comer?
Le contesté que tenía prisa y si podía tomar una caña. Mientras que la cerveza refrescaba mi garganta, el silencio era provocante y no vi ninguna otra puerta aparente por donde hubieran podido desaparecer los recién llegados. Pagué la consumición mientras preguntaba al camarero:
-Parece que hoy no tienen ustedes muchos clientes.
-Sí, suelen llegar sobre las 15,30.
-Claro, al finalizar la jornada laboral. Sin embargo, me pareció haber visto a un grupo que entró por esa puerta hace unos minutos.
-Lo siento señor, no le puedo informar, yo solo me ocupo de esta zona –contestó el camarero con sonrisa inocente.
-Entiendo, las otras zonas serán para personas más…
-Le ruego que me disculpe, no le puedo informar –esta vez, ya no sonrió, me miró fijamente y recogió el vaso del mostrador.
En ese momento sonó mi móvil, era Margarita, mi novia, había quedado para comer con ella. Le dije que me encontraba lejos de la Universidad, lugar donde ella trabaja, que llegaría tarde, que no me esperase y que por la noche le contaría mis aventuras.
Tuve la intención de apostarme junto a la esquina del famoso mesón, pero se me hacía tarde, tenía que llegar a mi trabajo y entregar dos artículos para el periódico del día siguiente. A punto estuve de buscar un taxi, cuando comprobé que el B.M.W y el Mercedes habían desaparecido. Por curiosidad di la vuelta al edificio y verifiqué que en la parte posterior del mesón acababa de entrar otro coche negro, esta vez un AUDI, pero no pude ver quienes ocupaban el vehículo.
Capítulo 7. PACO MELGAREJO, el inspector.
Versión 3/27-12-20
¡Joderse! El sastre ha flipao conmigo. La verdad es que ya nadie se hace trajes a medida salvo una minoría de tipos elegantes, los que no queremos parecernos a la chusma. Es una pasta, pero todo sea por un colega y amiguete que se empeña en casarse. ¡Con lo bien que se está soltero! Eso de «buey suelto, bien se lame» es una verdad como un templo. ¡La de juergas que nos habremos corrido juntos! Nos conocemos todos los puticlubs de la Nacional dos y muchos de las otras salidas de Madrid. Mira que le he dicho “Fede, piénsatelo bien: acabamos de entrar en los cuarenta, estamos en la flor de la vida, vamos a divertirnos que tiempo habrá de complicársela”. Pero no ha habido manera de disuadirle. Nada. El tío se ha enchochao como un pipiolo y encima se permite dar lecciones de que si ya es hora de sentar cabeza. Él se lo pierde.
Tipejo esmirriado ese sastre, calvorota y con bigotito recortado. Verle y recordarme a Franco de viejo fue todo uno. Y el detalle cuando me tomaba las medidas. Se agacha el jambo para medirme la pernera y me coloca un extremo del metro en la taleguilla. Y el hocico frente a la bragueta. A punto estuve de meterle un rodillazo en la boca antes de que la abriera para eso que preguntan los sastres:
Y usted, ¿a qué lado carga?
¡Yo, al derecho!, le respondí alto y desabrido.
Y para dejarle claro por donde iban los tiros, añadí:
¡Y mucho! No se vaya a creer…
No me diga más señor Melgarejo, y el vejete se incorpora de un salto, se pone en posición de firmes y declara:
Soy un ferviente admirador de la Policía Nacional.
Me quedo con la duda, Sabe que soy policía del viejo cuño. Yo diría que es un sociata maricón camuflado. Pero ahora también sabe a qué atenerse. Así todo, da subidón eso de infundir respeto. Cuando nos despedimos estaba más suave que un guante:
Señor Melgarejo, es usted un perfecto caballero y aquí estamos para servirle.
Salí con un hambre de mil diablos. Entre lo poco que desayuno y el venir aquí a verle la jeta al sastre… Menos mal que en la esquina siguiente, entrando en San Bernardo, me he dado de bruces con uno de esos mesones de La casa del jamón. Me encantan estos locales cubiertos de jamones colgando del techo. Parecen cementerios de patas de cerdo embalsamadas.
Caña y montado de ibérico, le he gritado al primer camarero que se me ha puesto a tiro.
¡Marchando!, qué gracia: el jebo contesta igual que un recluta diría ¡presente!
Nada. No hay manera de que este tío me coja el teléfono. Ni el fijo de su casa ni el móvil. Esto de no estar localizable empieza a olerme mal. ¡Dónde cojones se habrá metido este pavo! Con lo bien que íbamos hasta ahora. Todo rodado. El editor, el tal Daniel Burgos, le pasa al Gran Jefe el plan de trabajo que Julián López le había propuesto, los dos le dan el okey, el Julián López graba unas cintas con el Único y se mete a destajo con ellas, con búsquedas de información, entrevistas.... ¡Si iba todo como la seda! ¡Y con la seriedad con que don Gonzalo se ha tomado su desembarco en la política, que lo quiere tener todo controlado y que no se filtre ni un detalle del libro ni de sus intenciones!
Lo que más me jode es tener que confesarle al Único que le he perdido la pista, que se ha esfumado. Le faltó tiempo nada más llegar de sus Navidades en los Alpes para llamarme y preguntar cómo iba el tema de «su libro». Le prometí que le daría información exacta en veinticuatro horas. Desde entonces, y ya voy para el quinto día, intento localizarlo por todos los medios y no hay manera. Parece que se lo haya tragado la tierra. No contesta el teléfono ni los correos, no lee los wasaps… El editor tampoco sabe nada, pero no parece preocupado. Ayer me pasé por su apartamento a la hora de comer y a la de cenar, pero no tuve otra respuesta que los maullidos de un gato que había dentro. Cuando me volvió a llamar don Gonzalo a primera hora de esta mañana, no tuve más remedio que confesarle que no había sido capaz de dar con él, que todo indicaba que había desaparecido.
Búscalo aunque sea debajo de las piedras, pero encuentra a ese tipo y cerciórate de que el trabajo marcha al ritmo prometido. Nada de excusas. Tienes veinticuatro horas, Si esto sale mal, despídete de astillas y sobres a fin de mes.
Una leve amenaza. Cuando el Único está cabreado de verdad empieza a meterse con los atributos propios del macho. A partir de ahí, si la cosa sigue sin resolverse, el cabreo le sube a las meninges y comienza a ensartar ristras de amenazas sexuales del estilo “…te corto los cojones y te los pongo de corbata… y luego se los echo de comer a los buitres y…” Y puede seguir vomitando improperios hasta el día del juicio final. Como un carretero cualquiera. ¡Y es el puto jefe, el Presidente del Consejo de Dineria Bank!
Si algo he aprendido en mis cuarenta años de vida es que los poderosos no son mejores que la plebe rasa. Además, sus tropelías son más dañinas y pueden ser peor hablados que una vulgar verdulera del mercado de abastos. Y a más poderoso, más desalmado y más hijo de puta. ¡Si todo se sabe! Nada se le escapa a la policía. El Don Gonzalo Martín García se hizo con las riendas de Dineria Bank a base de resistir una Opa hostil del Financiero de Inversiones que se lo quería tragar. ¿Y cómo lo consiguió? Pues comprando a un cargo técnico del Financiero que estaba en el comité de estrategia para defenderse de la Opa y que le cantaba por adelantado cada paso que iban a dar. Ahí aprendió Don Gonzalo lo que se llama “visión estratégica”, la que luego le ha convertido en uno de los tiburones mayores del Ibex. A esos niveles, como una empresa tenga una debilidad y trascienda, no dura ni dos telediarios. Eso fue lo que pasó con Forrasa, la inmobiliaria. Tuvo un problema de liquidez con el tema de la Ciudad de la Imagen y qué es lo que hizo Don Gonzalo, pues negarle un crédito, a ver si caía ella sola. Y no sólo eso, sino que también movió los hilos para que otros Bancos hicieran lo mismo; resultado: que Forrasa suspendió pagos, se vino abajo la cotización y acabó en manos de Dineria que la compró por cuatro perras. ¡Y lo que especularon con Bodifharma! Si yo hablara…Esta gente juega con las empresas como los niños en el patio del colegio: el más débil se lleva la hostia. Y es que así es la vida. El pez gordo se come al chico. El fuerte se cepilla al débil. No hay otra. A cualquier escala. La diferencia es que los capitostes se dan la puñalada trapera con la legalidad en la mano, mucha educación, incluso dedicándose esas sonrisas beatíficas de numerarios de la Santa Mafia.
¡Mmm…! Qué buena pinta tiene esto. Una vez que pruebas el ibérico ya no te sabe a nada el serrano normal. Si es lo que yo digo: vivir bien es caro; y vale, se puede vivir de low cost, que es lo que han inventado para la plebe, pero eso no es vida.
Y siempre que disfruto algo, me digo: Paco, hasta ahora no te puedes quejar. Faltaría más. Y haces bien, pero que muy bien. Un inspector de policía con el sueldo oficial no vive. Vamos, quiero decir, vives para pagar alquileres y facturas, pero no te puedes permitir caprichos. Y la buena vida consiste en poder permitirse la versión exquisita de cada cosa: los trajes a medida, el jamón ibérico, el güisqui de malta, el abono de temporada al Bernabéu, ese viaje a Tailandia a catar jovencitas de quince años. Todo eso implica tela. Hay que tener tela a espuertas. Pasa que la tela marca la diferencia entre vivir como un pringado o como un señor. Y pasa que con mi sueldo no llego. Menos mal que yo las capto al vuelo. Okey: lo que mueve este mundo es el dinero. Vale, lo he pillado. Y no es por nada pero yo, no es que haya tenido suerte, es que me lo he montado. ¿Qué cómo me lo he montado? Para mí fue muy sencillo. Hay mucho pez gordo que quiere estar bien informado y que necesita solucionar ciertas cuestiones de una forma discreta. Un inspector de policía es el perfil ideal para esta función. Y ahí entro yo. Así que por la derecha soy funcionario público, me preocupo de los problemas de mis conciudadanos y cobro mi nómina, y por la izquierda colaboro con el Único, le hago el trabajillo que me pide y recibo mi sobre a fin de mes. Y todo lo hago compatible.
Por las ganas me tomaría otro montado, pero no, que tengo que cuidar este vientre de tableta de chocolate, casi como el de Cristiano Ronaldo. ¡Para eso me voy tres veces por semana al gimnasio! Todo sea por llenarles el ojo a las titis. Me meteré el pelotazo de rigor y a ver qué se me ocurre con este gilipollas.
Espero no haberme equivocado con el Julián López de los cojones. Un escritorcillo de tres al cuarto con más fachada que contenido, un muerto de hambre con pedigrí de ganador de premio que rescataron cuando estaba en el pozo y no era capaz de escribir una línea. El típico tarambana con tantos puntos débiles que le puedes apretar las clavijas lo que haga falta y él siempre viene sumiso a comer de tu mano. Un desgraciado, como tantos otros, que viven por encima de sus posibilidades y para ello venden su alma al diablo. Aunque hay que reconocer que, con dinero de por medio, el tío canta loas a la cara oculta de la luna. Eso era lo que buscaba el Único, un escritor de relumbrón, ganador de uno de esos premios literarios que en el fondo todos sabemos que son puro tongo.
¡Anda, majo, quítame la mitad de los cubitos, que con tanta agua se me va a encharcar el pulmón!
Si es que no saben ni servir una copa, ¡coño!
Digo yo que no será esto el inicio de un chantaje. Que le unten por irse de la lengua y se lo esté pensando. O desaparecer unos días para retrasar el trabajo, crear tensión y meterte luego el sablazo, como hacen las constructoras: paran las obras y le endilgan otros veinte o treinta mil euros más al desgraciado del comprador que no puede hacer otra cosa que poner el grito en el cielo antes de pasar por el aro. Es que no hay más que sinvergüenzas en este país. A todos los niveles. Como decía el extinto Jesús Gil, esto no es un estado de derecho sino un establo de deshecho. Y así nos va.
No sé. Me huele mal el asunto, pero no creo que vayan por ahí los tiros. Quizá lo más probable es que ande metido en algún lío de faldas. O sea, una de esas desapariciones a la que es tan aficionado cuando estrena una nueva pilingui que le hace tilín. Se va de viaje o se pierde en algún hotel, siempre de incógnito. Le tengo bien investigado. Aunque en la comida que hubo para celebrar el acuerdo del encargo, le acompañaba una morena maciza que nos presentó como su novia. Además me quedé con su nombre, Camila, porque lo asocié con Camilo Sesto, mi cantante favorito de jovenzuelo. Quizá hayan organizado una escapadita de placer para Reyes, y él habrá desconectado el móvil para que no le moleste nadie. Y el encargo del Único se va a quedar ad calendas graecas.
Bueno, ¿qué hago?... Está claro: comprobar si Camila también está missing.
Como dirían los franchutes: ¡Cherchez la femme!
Tenemos tinglado a la vista.
O sea que la Camila no tiene la menor idea de dónde se ha podido meter su novio. Y, en eso, la creo. No pueden ser teatro esos lloros y esos hipidos.
Una casa con solera del barrio de Chamberí. Al principio la noté desconfiada. Claro, sola en el piso con un gato, rumiando la angustia por el novio que no da señales de vida... No digo que también por la mirada que le eché de arriba abajo desde el umbral de la puerta, que sólo me faltó silbar. ¡Qué tipazo! Una veinteañera en minifalda, minipull ajustado enseñando el ombliguito y un par de pitones que ni los miura… Se ve que este Julián es otro exquisito.
¿Así que fue usted quien llamó a la policía para denunciar la desaparición de Julián López?, quise tranquilizarla para que bajara la guardia y entrar en materia.
Sí, señor comisario. Julián López es mi novio y estoy muy preocupada por él.
Sudaca. Tiene un acento así como un poco manito. Además dijo «celular» en vez de móvil, cuando lo apagó. Ante mis miraditas insinuantes, me hace saber que sólo le importa su novio. Vale. Ya veremos. No sería la primera fierecilla que domo.
La interrogo, los dos sentados, ella en el sofá, con Mostacho —el gato— a su lado, mirándome como a un intruso, y yo en una butaca del tresillo. No sé por qué las mujeres son tan inconsistentes. Resulta que se ponen una minifalda y luego se pasan todo el tiempo tratando de estirarla. La Camila se pasó todo el interrogatorio sin saber cómo sentarse para que no le viera las bragas. Primero se estiró la falda y se sentó con las piernas juntas ladeadas.
Entonces, ¿ustedes vivían juntos en este piso?
Lo bueno de ser policía es que no hay preguntas indiscretas, personales. Todo interesa al caso. Mostacho no me quita ojo.
No, no... Quiero decir… Yo me quedaba algún día, balbucea, pero vivo en mi propio piso.
Cómo me alegro de haberle echado el guante a este caso. Fue Camila la que dio el aviso al 112. Menos mal que el comisario jefe tuvo a bien reunirnos a los inspectores. Una llamada de la novia de Julián López, el escritor, parece que ha desaparecido… ¡Intereses cruzados!, grito. ¡Para mí el caso!, y levanto la mano. Intereses cruzados decimos en el argot cuando es un asunto que nos puede afectar. Nos cubrimos unos a otros, empezando por los de más arriba, que a su vez cubren a otros más importantes en el escalafón. Es lo que yo digo. Una institución funciona a imagen y semejanza de cómo funcionan los jefes. Y una sociedad, de cómo lo hacen sus dirigentes. La reunión con el comisario sirve para comprobar si la china se ha metido en el zapato de alguien. Si es así, el afectado alude a los intereses cruzados y se le deja que se expurgue; si no hay nadie concernido, el caso se adjudica por turno riguroso.
¿Usted diría que su relación de pareja iba bien? Quiero decir, ¿no sospecha que Julián tuviera otras, digamos, amigas?
¡Cómo se va azorando la Camila! Hasta parece que se ruboriza. La chica, revolviéndose en el sofá, estirándose la falda, girando las piernas al otro lado hasta tocar el bigote de Mostacho que se levanta y se restriega en ellas. A tener en cuenta que se lo pensó lo suyo.
Pues, que yo sepa… Él no me ha dado ningún motivo para pensar eso, señor inspector.
Eso es una respuesta evasiva, pero se nota que le infundo respeto. Estos sudacas, muy educados ellos, pero en el fondo son unos falsos.
¿Usted no sabe qué motivos pudo tener para dejarla? Parece uno de esos casos en que el hombre salió a comprar tabaco y…
La castigo a fondo. La llevo al límite. Me podría mandar a la mierda por impertinente. En vez de eso, oculta la cara en sus manos y comienza a sollozar. Me excuso con un lo siento, pero sólo consigo otra tanda de sollozos convulsos. Me pongo de pie, doy dos pasos hacia ella y le toco el hombro. El cabrón del Mostacho me da un bufido sin venir a cuento. Cálmese, cálmese, ahora me toca salvarla de mí mismo. Entonces aparta sus manos y me mira llorosa. Yo me vuelvo a sentar. Mientras sigue hipando, me contesta.
Todo iba bien. Él no me ha dejado. Lo sé. Algo malo le ha ocurrido.
Este es un oficio de intuición. Yo ya tenía claro que no iban por ahí los tiros. Hay que hacer un poco de labor de zapa para que la declarante se allane. Saca un kleenex de su bolso y se termina de enjugar las lágrimas. Vuelve a acomodarse. Se estira la falda, esta vez toca cruzar las piernas, ¡ay!, ¿se me verá algo?, pero va Mostacho, se sube a sus muslos y se sienta allí, el hijoputa, para cerrarme la línea de visión. Me hago el loco y voy directo al grano.
¿Sabía usted que Julián López estaba escribiendo las Memorias de una persona muy importante de este país?
Pues claro que sí, se precipita a responder, estaba muy ilusionado con ese trabajo y muy agradecido a Daniel Burgos, el editor, que pensó en él para escribir estas Memorias. Desde que firmó su contrato se dedicaba a eso en cuerpo y alma.
Bueno, me dije, el cuerpo ya lo dedicaría a otra cosa, nena, contigo aquí. Pero este nuevo giro ha disparado su voluntad de colaboración.
De eso le puedo contar lo que usted quiera, inspector. Julián y yo lo hemos vivido muy intensamente.
Sí, ya me imagino lo intenso que tenía que ser, y le miro sus piernas trancadas y a Mostacho de guardián. A ver, ¿qué me tiene que contar?
Es entonces cuando aparece el tinglado y me caigo del guindo. Resulta que su madre, Elisa Cueto, ha puesto al novio de la niña en contacto con un taller literario, Escribas Reunidos, un grupo de escritores aficionados al que pertenece, y que se reúne en una biblioteca pública en Doctor Esquerdo, por la zona de Pacífico. ¿Y qué tiene eso de especial? Pues ni más ni menos que los escribas reunidos son los que están redactando las Memorias. Ha dividido las épocas y los hechos de la vida de GMG y se lo han repartido como si fueran lotes, ¡les ha entregado las cintas que grabó con el Único!, ¡todo el material!, y cada uno por su cuenta anda investigando el capítulo que le ha tocado. O sea que el cabrito del Julián se ha buscado unos negros para que le resuelvan el trabajo mientras él se dedica a la hija de una de las negras, la susodicha Elisa Cueto, que a lo mejor cobra por el encargo. Y todo iba sobre ruedas hasta que algo ha debido de salir mal. Camilita ha terminado la plática con un acento chilango que ya no lo podía disimular.
Haga algo, inspector. Encuéntrelo. Yo creo que ha sido el encarguito este del banquero. Yo le puedo poner en contacto con mi mamá y ella le llevará con los escritores de su taller. Pero encuéntrelo nomás.
Está muy bien, Camila. Si me ayudas en lo que te pida, quiero decir si colaboras como hasta ahora, le vamos a encontrar.
Por husmear un poco, le pido permiso para inspeccionar el apartamento. El salón no tiene nada de particular. Es amplio, moderno, todo decorado en blancos y grises de varios tonos, cuadros abstractos o figurativos, típico de esos que se creen intelectuales a la moda. Tele de cuarenta y tantas pulgadas y ningún objeto personal a la vista. Le pido que me enseñe el despacho de Julián, que es lo que me importa. Madera, colores pardos, acogedor. Me sorprende la antigualla de ordenador tipo torre sobre el suelo con sus periféricos obsoletos. Un revoltijo de papeles sobre la mesa me hace sospechar que alguien ha estado rebuscando algo. No se lo comento a Camila, que se ha quedado en el umbral con Mostacho de escolta, ronroneando. Yo curioseo por las estanterías, luego me acerco a la mesa y me siento en la butaca ergonómica de piel marrón. Miro los papeles desperdigados, luego abro los cajones. En uno de ellos, encima de otras cosas, aparece un sobre de tamaño medio folio que tiene escrito «Escribas Reunidos». Sobre él, una cinta con un post-it pegado que dice “Para Severiano” y un número de teléfono. Tomo las dos cosas. El sobre no está cerrado. Abro la solapa y extraigo su contenido. Aquí están los nombres de sus colaboradores, la etapa que investigan y los términos del trato. Le enseño a Camila el rótulo del sobre y le pregunto por el tal «Severiano». Se imagina, como yo, que será otro Escriba.
Me voy a quedar provisionalmente con esto, le digo. Ella asiente con la cabeza.
Luego le pido algo del todo punto innecesario, pero no puedo terminar sin darme un baño de morbo. Sé que me lo va a permitir.
¿Puedo ver la habitación de matrimonio?
Camila baja la vista un tanto avergonzada, pero se dirige delante de mí por el pasillo hacia otra puerta, con Mostacho bien detrás como para mantenerme a distancia. Se estira la parte posterior de la falda que, impertérrita, sigue enseñando medio muslo de Camila. Abre la puerta y nos quedamos los dos en el umbral. Otra vez los tonos claros y la gama de grises. La cama hecha, impecable, y todo en perfecto orden. Sobre el tocador un marco de plata con una foto ampliada de Camila y Julián, sonrientes y felices, rodeados de pájaros exóticos, y de fondo un cartel que dice Loro Park, Tenerife. Le hago la pregunta tonta.
¿Dormía bien su novio?
Sí, dice Camila que está a una cuarta de mí, (puedo oler su perfume y oír su respiración, y vuelve a bajar la vista), dormía poco pero dormía bien.
La miro y esta vez me sostiene la mirada. Me la como con los ojos. Mostacho se ha puesto a olisquearme los pantalones y afila sus garras en mis zapatos. No sé si es una advertencia. Se me ocurre insinuarme a Camila con un piropo pero me contengo. En vez de eso, doy un pasito al frente y busco la punta del rabo de Mostacho que pega un bramido espeluznante y se escapa a toda prisa pasillo adelante hasta desaparecer.
Lo siento, simulo que me disculpo.
Ella no responde pero comienza a caminar hacia la puerta de entrada del piso. La abre y hace ademán de enseñarme la salida.
Necesito su número de móvil, Camila. Es posible que a tenor de la investigación tenga que ponerme en contacto con usted.
Me gusta rememorar mis entrevistas. Y si es desde la tranquilidad de la oficina, mejor. Me da perspectiva. Aquí hay tomate. Y demasiada gente implicada. Todo apunta a que desde ese taller se ha filtrado el tema de las Memorias de GMG y sus intenciones. Y, de alguna manera, eso debe de estar relacionado con la desaparición de Julián López.
Ahora la que se me avecina es parda. Para empezar, tengo que llamar al Único y aguantar el chorreo de vejaciones sexuales que me va a caer.
Queda pendiente si el inspector se llama Melgarejo o Paco Rejón (y el banquero MBG).
En la parte 1, en principio, Melgarejo/Rejón se va a quedar sin saber que han encontrado el cadáver de Julián López.
Capítulo 8. SEVERIANO
v.2 / 10-01-2021
I
Anoche soñé. No todas las noches lo hago. Fue un sueño muy profundo; tan solo recuerdo estar rodeado de gente desconocida sobre la que revoloteaba una propuesta que iba y venia sin que nadie la alcanzase. Lejos de la desazón que se padece cuando sobrevienen estas borrosas visiones, experimenté un cierto regusto interior atribuido a la notoriedad que aquella fantaseada propuesta me iba a proporcionar en un futuro. Acaso la fama ó una gran reputación, celebridad o la gloria eterna. Estaría atento para descubrirla. En cualquier caso mis sueños son siempre todo lo bueno que pueden ser, si no, no los soñaría.
–Hola, soy Severiano –. Así me presenté la primera vez que asistí a la reunión de Escribas Reunidos en la Biblioteca del barrio.
Recordé que de chaval odiaba ese nombre, pese a estar bendecido por la iglesia, registrado por mis padres e impuesto por los abuelos. No existían antecedentes en la familia, pero como el día que nací, un ocho de noviembre, era la festividad de aquel santo, ¡pues toma! Y la principal consecuencia: la acumulación de celebraciones en un mismo día supuso la disminución de los regalos a recibir a la mitad. ¿Habría algo peor para un niño? ¿Había algo peor para mí?
Además, esta inquina tenía una explicación más vergonzante. En el colegio atendíamos por el apellido, punta de lanza para iniciar la burla o instaurar el mote entre los propios compañeros. Los míos eran tan corrientes que no daban pie a afrenta alguna, pero el ingenio de mis colegas hizo que se fijasen en mi nombre. Así, su terminación dio pie a la rima fácil, al pareado estrambótico o a vilipendiar el sustantivo propio completo al convertirlo en dos palabras, con la letra “i” de enlace subiendo el tono al pronunciar la última con el consiguiente jolgorio general. Aquella mofa se prolongó en el tiempo. El cambio del colegio al instituto no hizo más que agrandar aquellas vejaciones.
–¡Bienvenido! Se nos antoja muy largo. ¿Qué tal Seve? Nos gusta más –mencionó una de las Escribas.
Por un instante evoqué tiempos lejanos. Un buen día saltó la noticia de un joven cántabro que había ganado el Master de golf de Augusta. Todos los periódicos y telediarios llevaban la imagen y el nombre del deportista a primera página con la prestigiosa chaqueta verde. En aquel momento, “allí” me vi yo también. Compartíamos el mismo nombre, y su gloría –y mi ego– crecerían parejos. Gasté un pastón comprando toda la prensa escrita donde apareciesen conjuntamente la foto y el nombre –en su acepción corta–. Empapele el cuarto con “mi nombre” y la foto de tan querido y admirado tocayo.
–Sí, claro. Seve me parece bien... – Advertí una profunda liberación.
De todo lo que vi y observe en la primera sesión de Escribas Reunidos a la que asistía un tema me llamo la atención: el grupo había aceptado recientemente un encargo para escribir conjuntamente una biografía “redentora” de un personaje que apodaban familiarmente como “El Único”. Dicho encargo provenía de don Julián López, como así lo designó uno de los Escribas, al parecer escritor con un importante premio literario. Francamente, ni le conocía ni tan siquiera me sonaba. Y del premio literario, creo que a los dos minutos había olvidado su nombre. Pese a ser un desconocido para ellos propusieron incorporarme a aquel trabajo coral. Lo pensaría fue mi respuesta.
En casa, empecé a darle vueltas al asunto. Inicialmente, no me sentía capaz de reservar billete para tan largo viaje. ¿Escribir un libro? ¿Una biografía de un personaje público? ¡Anda ya! Con lo a gustito y cómodo que me sentía con mis historias. ¿Cómo meterme en semejante sarao? Pero, por otro lado, tenía muy presente el sueño de la noche anterior. ¿Sería esta la propuesta esperada?
La tarde entera fue un tobogán de pensamientos de toda índole y plumaje. Con un cubata en la mano intenté discernir: “Personaje conocido, de fuerte impacto en los medios, que pretende iniciar una nueva aventura vital o lo que fuese.” Otro buchito al gaznate para profundizar en el futuro del personaje: ”Para hacer cosas distintas necesita redimirse, lavar la cara –que no el alma, pensé–, destacar sus bondades, su talante altruista, el compromiso con el prójimo, la defensa del medio ambiente”. Un trago largo para digerir la propuesta: “Para cambiar una vida con muchos claroscuros a otra en color alguien decide contratar a un negro, el tal Julián, para que le escriba una especie de Memorias o de autobiografía, y este negro, inútil para escribir siquiera unas cuartillas contrata, a su vez, a otro grupo de negros (los Reunidos de la Biblioteca) para que cada uno escriba una parte de la vida del biografiado”. ¡Madre mía, menudo embrollo!.
Agote el vaso. Yo, escribía relatos cortos, breves. Algunos tiernos, emotivos, otros sobrecogedoras, también épicos. Con un principio y un final. Un conflicto y una posible solución. Respetando planteamiento, nudo y desenlace. Y ¿por qué escribo? Porque disfruto en esa creatividad y si además gusta a quien lo lea, pues miel sobre hojuelas. Ese era mi planteamiento respecto a escribir.
Deje de dar vueltas a la propuesta recibida. La estaba mareando. Me serví otro whisky con Coca-Cola y dediqué el resto de la tarde a la lectura del primer tomo de la enciclopedia “Los toros” de Cossío. Tanto lo estaba disfrutando que hasta empezaba a utilizar su argot en mis escritos. En una de sus páginas, caí rendido por el sueño.
II
Dormir bien es importante. Predispone para abordar la jornada con plenitud. Es más, en mi caso facilita tomar decisiones desde que suena el despertador. Y esto es lo que me pasó aquel día. Volví a soñar, esta vez despierto, con aquella propuesta de coparticipación en la novela conjunta. Adopte una decisión transcendental: colaboraría.
Resulta complicado explicar cómo la balanza interior se inclinó hacía aquella resolución. Quizás, fuese la incertidumbre que rodeaba el planteamiento de partida ó la curiosidad de cómo aquel grupo de Escribas terminaría una aventura de ese tipo. ¿O fue el anhelo, la fantasía del ensueño de un futuro prometedor?
Había algunos puntos oscuros, como la contrariedad de no ver mi nombre –en formato corto, claro– en un libro impreso o la cuestión de los honorarios: cuánto, cómo, cuándo y quien pagaría. Pero la decisión estaba tomada. Y allí estaría, con aquel valiente grupo de Negros Reunidos. Además, solo debería de escribir un capítulo.
Comuniqué mi deseo de subirme al carro del proyecto multi narrativo. Por mi perfil, la coordinadora de la novela me propuso que tratará sobre el ascenso profesional del protagonista –es decir, para entendernos, de cómo un pobre se hace no rico, sino súper rico–. Acepté, dado que mis conocimientos sobre economía y finanzas me permitían leer y analizar con cierta objetividad y rapidez toda la documentación existente de cómo “El Único” escalo la montaña y llegó a la cima del poder financiero. También era consciente que los turbios negocios, trapicheos, chanchullos, extorsiones y fracasos –amén de éxitos conseguidos– estaban ahí, al alcance de todo el mundo. Internet y las redes sociales eran implacables tanto para lo malo cómo para lo pésimo.
La segunda decisión del día fue tomarme veinticuatro horas sabáticas. Quería terminar el tomo “Vocabulario y anécdotas” sobre el mundo taurino, cuyo arte y apasionamiento me estaban impregnando de arriba abajo.
Después de comer, el duerme vela me atrapó en torno a tres aristas de aquella novela en ciernes. La primera, me sumía en la ignorancia con cuántas versiones, cambios y modificaciones nos castigaría el compañero Escriba encargado de coordinar los capítulos.
La segunda era el filtro de Julián: ¿Y si no le entusiasmaban y quisiera un giro radical de ciento ochenta grados a los capítulos inicialmente presentados? ¿Habría que reescribirlos de nuevo? Y así, ¿cuántas veces?, ¿hasta cuándo?
Y superado este segundo nivel, que pasaría si “El Único”, el personaje de la historia, no quedase convencido al leer la primera versión. ¿Vuelta a empezar?, ¿desde dónde?
En ese momento me desperté sobresaltado. La razón tranquilizó mi espíritu al apuntar que una segunda rotación, es decir, otros ciento ochenta grados equivaldría a volver al punto de partida, a mi escrito inicial. Fácil conclusión: debería conservar todos los borradores que fuese produciendo.
Estaba radiante, como los toreros en las tardes soleadas de corrida. Ahora, a por Cossío.
III
Un día después de tomar la alternativa en la participación de la novela conjunta un tal Melchor Parejo –así entendí su nombre– me llamó: “Restaurante El asta, esta noche a las diez. Te entregaré información sobre la novela”. –¡Qué horas! Barrunté para mí–. Un ruido infernal de fondo dificultaba enormemente la comunicación. Cuándo creí que había terminado comenté que para facilitar el encuentro llevaría puesto un… Me cortó: “Yo te identificaré”. El ruido ceso. Colgó sin despedirse.
Así fue. Él me localizó. Llegué diez minutos antes de lo fijado. Él, quince. El restaurante estaba diseñada con temática taurina, del nombre a los decorados, amén de su cercanía a la Plaza de toros de Las Ventas. Me paso a un reservado sin salutaciones previas. ¡Maleducado! Al desprenderse de la gabardina de marca asomó un traje de estilo, cortado a mano. Note mucho valor en las prendas. En cambio, los zapatos iban más sucios que los de un mulillero. Pidió, sin consultarme, una botella de verdejo y unas olivas. Cuándo se cercioró que estábamos solos extrajo de un sobre con mi nombre en un post-it una cinta de casete que deposito en su lado de la mesa:
–¿Severiano?
–Seve, mejor.
–Con lo del juego que da el nombre completo y luego está la coletilla ”me la toca con la mano”–. Su carcajeo me retrotrajo a mi época estudiantil.
No fue difícil hacerse una idea sobre que clase de tipejo tenía enfrente. Fugazmente, se me paso por la cabeza que en cualquier momento podría abandonar aquella corrida y que cada asta, perdón palo, aguante su vela. Decidí mantenerme firme.
–Llevo prisa. Sin rodeos, ¿sabe donde está Julián López?
–No, ¿debería saberlo?, ¿ocurre algo?
Se inclinó levemente, justo para que la chaqueta se deslizase dejando asomar la empuñadura de un arma. Fue sólo un instante, pero mi cuerpo entró en descomposición. Maldito bicho, ¿qué querrá? Habrá que andarse con cuidado. El desplazamiento de la carga propició que mi pituitaria se inundase de una vaharada de whisky de malta. Encima el monosabio va bebido.
–Pregunto yo. Respondes tú. Y así nos vamos antes a casita, ¿de acuerdo?
Levemente asentí con la cabeza. Debía atar corto a este morlaco, so pena de empitonarme..
Regresó el camarero pintiparado, descorchó la botella con hechura, sin servir, y depositó en la mesa un plato de aceitunas con más arte que Joselito cuando depositaba la montera boca abajo en el centro de la plaza. Desapareció con finura antes de que pudiese darle las gracias. Melchor Parejo, sin esperar a las copas, echó mano de dos vasos de agua de una mesa contigua y sirvió con profusión llenando los vidrios hasta la andanada. El mío contenía algo menos, quizá por aquello de “quien parte y reparte…” En un santiamén vació su vaso, ¿estaría sediento de tanto capoteo? Sin esperar al cambio de tercio se echó tres negras al coleto de una tacada que repitió en dos ocasiones más. Tras el último viaje se largo un eructo sin ningún miramiento. ¡Vamos, como si no hubiera un mañana!
–¿Conoce a Julián López?– se repitió cuál disco usado de vinilo.
–No. No le conozco.
–¿Nadie se lo ha presentado? Haga memoria.
–No. Nadie–. Es curioso, reflexioné mientras respondía. Dicen que dos negaciones convierten una frase en una aseveración. No era ese mi caso, precisamente.
–¿Quizás en el taller de la Biblioteca?
–No. Soy nuevo. Llevo poco tiempo en el Taller– creí conveniente ser escueto, sin pasarme un solo centímetro, pero tanteando no abonarme a los monosílabos.
–Pero Julián López les había encomendado a los Escribas Reunidos una colaboración, ¿cierto?
–Eso me contaron. Tarde tiempo en decidirme en entrar en esto. No soy de novelas. Lo mío es de relato corto. Y …
–¿Y qué?
–Alguien comentó que me entregarían una cinta con lo que debería escribir. ¿Es esa?– vaya pase de pecho acababa de hacer, creyendo salir de la zona de peligro.
–No, tontín. Esta es de Camilo Sesto, ¡Qu, E, Pe, De! No te jode. ¿Y Burgos le suena?
–Sí, por su catedral gótica– dije intentando contrarrestar el insulto, pero me ruboricé al instante al notar que acababa de meter la pata.
–Mira, el niño listo de la clase. Tonterías fuera, ¿queda claro por última vez? Me refiero al editor del libro, Daniel Burgos.
–No. Nunca he tratado con editores.
-Y a mí, ¿me conoce?
–No– estuve a punto de acompañar con un “a Dios gracias”, pero el ruedo se había calentado en exceso y me mordí la lengua, muy a mi pesar.
–¿Y a una tal Camila?– note que se revolvía inquieto sobre la silla.
–No– y aunque mi cerebro ya pensaba en aquella como la hija del cantante Camilo, guarde el chascarrillo al percibir que mi interlocutor, Melchor o Gaspar, o como se llamase, se estaba poniendo tan irascible como algunos aficionados del tendido del siete cuándo empiezan a intuir una mala faena
–¿Sabes algo de algo o algo de alguien?– Cuando iba a responder una barbaridad, observé que se ladeaba y algo brilló, de nuevo, bajo su chaqueta.
– No, de algo. No, de alguien. ¿Acaso cree que soy vidente?
Se me quedó mirando. Sentí miedo. Entorne los ojos, como el astado que espera el descabello final. Sin embargo, se acercó y bajo el tono de voz:
–Severiano, eres un rentista de mierda en el puro sentido de la palabra, es decir, que te mantienes de las rentas. Todos los meses ingresas alquileres de pisos y garajes. Trabajas con tres bancos. Vives cerca de la Plaza Conde Casal. Compras en el súper de la esquina. Tú página de “feisbuu” tiene algo más de cincuenta contactos. Ganaste un premio con un Relato que no te lo publicaron. ¡Qué malo debió de ser, coño! ¿Sigo con los parientes?
Desarbolado. ¡Maldito astifino! Lo sabe todo de mí. Y ha husmeado hasta en mi familia. Esto va a terminar peor que la tragedia de Pozoblanco en el 84. El reservado quedo en silencio. Un silencio mudo, infinito, transoceánico, sin fin.
Se apuró, sin humo, un segundo vaso de un tirón. Dio la impresión de estar más sediento que un maletilla tras lanzarse al albero de todas las plazas de toros, que por cierto cada vez eran menos.
–Escúchame bien. Abre esas orejonas y escúchame bien. Esta cinta contiene una conversación entre el tal López y “El Único”. Tu trabajo debe guiarse por lo que aquí se dice. Ni más ni menos. En resumen, “El Único” preside el Dineria Bank. Aguantó la Opa hostil del Banco Financiero de Inversiones. Tenía un topo, pero esto no lo pongas. Es dueño de la Inmobiliaria Forrasa, adquirida por cuatro euros, que tampoco se debe mencionar. Qué te quede claro que si no hay dinero, estás vendido– recitó de carrerilla y sin respirar–. Todo esto y mucha más bazofia la encontrarás en Internet y en algunos libros de periodistas sin escrúpulos, mea pilas y torticeros. Pero mi “Jefe” necesita que se hable de él y de esas sociedades que he mencionado como si fuese “La vie en rose”, ¿me entiendes?, ¿me entiendes?
No sonó ningún timbal anunciando un pasodoble torero, pero el Melchor aquel se sacudió otro vaso hasta la bandera. Lo hizo para sí, mientras yo nadaba absorto tratando de sobrevivir a un huracán en forma de imbécil que se hallaba próximo a desarbolarme.
–Tiene siete días. Llevamos mucho retraso. Entregarás un pen drive con tu capítulo más una copia en papel a la coordinadora de guiones, Srta. Dubois. Siete –repitió cansino al tiempo que mostraba el número extendiendo los dedos de sus manos– clarito, ¿verdad “Sever i ano”?
Al tiempo que enganchaba la gabardina, cuál torero después de una tarde de éxito, deslizó una tarjeta haciendo mucho hincapié que no llamase para mariconerías. Se largo sin más. Cómo en él era habitual.
¿De donde habría salido este soplagaitas, machista y pelín cabrón? Palpé la tarjeta con los dedos. Era de esas de 1.000 unidades por 35 euros más IVA. El apellido era Melgarejo, que no Melchor Parejo cómo había entendido en aquella llamada relámpago. Para mí sonaba mejor Melchor y así quedaría identificado por si alguna vez volvíamos a coincidir, extremo que fervientemente no deseaba en absoluto.
Sobre la copa, servida tarde y a destiempo por el camarero que ya no se mostraba tan altivo cómo al principio de la lidia, escancié la botella. Saboree aquel blanco, Arribeño, verdejo, Rueda, joven, del año en curso. Lo encontré familiar. Claro, si era mi vino de sobremesa, al igual que las aceitunas de Campo Real del que sólo quedaba un ejemplar. Aquel maleducado, Melchor o como se llamase, conocía mis gustos, poseía mi teléfono, me había reconocido y encima estaba enterado de cómo transcurría mi existencia. Sabía todo sobre mí y yo nada sobre él. Sofoqué mi temor apurando la copa de un trago. Al intentar servirme otra comprobé que el vidrio estaba vacío. La oliva se perdió por el esófago abajo. La siguiente sorpresa fue la cuenta. ¡Valiente chulo putas!
IV
Una semana podía ser demasiado o poco tiempo. Si uno entraba al trapo motivado sobraría tiempo para la faena y sería capaz de presentar un primer borrador con una elevada calidad. Pero si se atravesaba el toro, quiero decir el tema, y me sintiese incapaz de llevarlo al tendido apropiado no realizaría la entrega en el plazo marcado.
En esos pensamientos deambulaba después de escuchar la cinta. Rebobiné. Segunda audición. Mucho ruido de fondo. Dos personas. Una preguntaba o insinuaba cosas que debía ser el tal Julián y el otro respondía –a porta gayola– que intuí sería “El Único”. Había varios cortes en la conversación: cuándo solicitaban alguna consumición, al menos hasta tres pude contar; o cuándo “El Único” se interrumpía así mismo para lanzar algún piropo, de mal gusto y totalmente extemporáneo que, cosa innatural en esos alberos, no recibió respuesta alguna.
Después, como me anticipó Melchor y ya sabía de antemano, en Internet encontré la vida y milagros –los desmanes y la golfería– de “El Único”. Una crónica, pura y dura de cómo aquel personaje había crecido profesionalmente. Aquella noche me descargué los índices de un par de libros –biografías no autorizadas– que me proporcionaron una excelente guía de sus logros y riquezas.
Decidí que una vez terminado de empaparme todo sobre “El Único” cogería con sumo cuidado la espada del guión, le daría la vuelta y comenzaría a contar su vida profesional, en la búsqueda de la excelencia desde el punto de vista más humano haciendo hincapié en su afán de servicio a la comunidad.
La teoría de la mezcla de los colores apunta que si el negro se funde con el blanco, el resultado es una tonalidad grisácea, y si a esta le vas dando capas sucesivas de blanco, finalmente el nuevo color será un blanco, no puro ni impecable, pero un blanco –los entendidos hablan de blanco cálido–. Esa teoría era la que pretendía aplicar para sacar adelante una biografía inmaculada de nuestro personaje.
Trabajaría en círculos, de dentro a afuera –parecido a los toreros que llevan su faena y la suerte suprema escorados hacía un tendido amigo–. Primero, un esquema-resumen con los principales hitos de aquel prolijo período, nada menos veinte años de la vida de ”El Único”; luego acometería los acontecimientos más relevantes, siendo cuidadoso con las fechas. En un tercer pase de pecho introduciría los detalles, las anécdotas, lo más cotidiano. Está sería la parte más complicada pero necesaria, porque en definitiva es lo que más demanda, aplaude y entusiasma a los lectores.
Tenía superado el hándicap de como contar mi capítulo teniendo presente que ningún mortal entiende ni siquiera un poco los vericuetos del mundo de las finanzas y los bancos. Ello, gracias a mi anterior actividad como asesor financiero en una gran entidad financiera. Si me preocupaba, como buscar el equilibrio, la mesura, el no quedarme en tierra de nadie ni apuntar a que “todos los proyectos acometidos por “El Único” estaban magníficamente bien hechos”, no fuese que al final saliese una biografía santa, santísima y a algún avispado meapilas se le ocurriese pedir la beatificación del personaje.
V
Enfrascado en la tarea –sin soltar la muleta– pase un par de días desde mi asiento de tribuna poniendo banderillas con arte y poderío a la tarea encomendada, hasta que el móvil me devolvió a la realidad. Era uno de los Negros Escribas.
Me citó en la Plaza del Ángel Caído, en el parque de El Retiro. Lo más destacable del monumento central es una curiosa escultura dedicada al diablo. En Turín, existe otro y, allende los mares en La Habana y Quito. Tengo la impresión de que en bastantes sitios más, y no precisamente vestido de cobre. Mi negro colega se mostró asustado. Me dijo, cómo poseído, que estaba pensando en abandonar, que tenía miedo. No entendí nada y traté de calmarle:
–¿Estas escribiendo sobre la cinta que te facilitaron?
–No– dijo de forma inaudible mientras miraba a un lado y a otro de la plaza– no tengo magnetofón para escuchar la conversación o lo que sea, pero… eso no es lo peor.
Apenas le conocía. Creo recordar que le vi en la única reunión a la que asistí en la biblioteca, pero dio la casualidad que llegué tarde y cuándo yo entraba el salía, o al revés. El caso es que tenía mi nombre y teléfono. Es curioso, La cantidad de cosas que la gente sabe de ti y lo poco que tu sabes de ellos.
– Silencio– me impuse–. Siento el calor infernal del de ahí arriba. Vámonos a un sitio menos tenebroso. En mi coche la podrás escuchar.
Mi colega había aparecido por el Paseo de Cuba, yo por el de La Habana, y ambos nos fuimos por el del Duque Fernán Núñez. Sin querer estábamos jugando al despiste pese a que no parecía que nadie nos observase. Con disimulo y ligereza abandonamos el Parque.
Dimos un rodeo hasta alcanzar el coche. Sentí un cierto alivio y puse rumbo a la Plaza del doctor Laguna. Dando vueltas a la misma –sin orejas ni rabo de por medio– escuchamos la cinta. Tuve la impresión de que mi acompañante, el otro Negro, se comportaba de una forma misteriosa: mirada ausente, extraviada, pensamiento ido, sin rumbo alguno.
Pese al clímax reinante y la consiguiente falta de concentración, lo que escuché de su cinta no me cuadraba. Preferí no comentar nada de momento para no subir el grado de alarma imperante. Rebobiné la cinta para escucharla una segunda vez. El Negro no prestaba atención, parecía encontrarse en otras latitudes. Según transcurría la audición un sudor frío empezó a apoderarse de mí, cómo si entrase a matar con la espada de madera. Alcé el volumen. Inaudito. No podía creer lo que escuchaba. Iba a comentar algo cuando mi compañero se adelantó:
–Esta mañana, la coordinadora de guiones me ha llamado.
–¿Quién? –intenté recordar infructuosamente su nombre, que había aparecido en la conversación con Melgarejo, o Melchor Parejo para aquellos que persisten en problemas de audición.
No respondió. Sólo acertó a sollozar y de forma entrecortada pude escuchar algo así cómo que Julián López había desaparecido. Acto seguido el Negro abrió desesperadamente la puerta y echó a correr desaforadamente hasta desaparecer de mi vista.
La banda del coso tocó a arrebato. Primer aviso. Me puse alerta. Así que el tal Julián López, desconocido para mí, pero del que todo el mundo hablaba o preguntaba, al parecer había desaparecido.
En aquellos momentos no tenía conciencia cabal de los quebraderos de cabeza que este individuo, estuviera donde estuviese, nos iba a proporcionar a todos nosotros. A todo el grupo de Negros Reunidos.
Capítulo 9. ELISA CUETO
(Sin texto de momento)
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