Capitulo 1: Lourdes; Capitulo 2: Álvaro; Capitulo 3: Lucía; Capitulo 4: José; Capitulo 5: Kiki; Capitulo 6: Gregorio; Capitulo 7: Prudencia; Capitulo 8: Salustiano; Capitulo 9: Carmen; Capitulo 10: Dr.Generoso; Capitulo 11: Raquel ; Capitulo 12: Fulgencio
Capitulo-1- Lourdes
—¡Toma!… ¡y púdrete! —oí el grito de Amelia del otro lado de la puerta. Al asomarme por la mirilla vi que en ese momento le lanzaba a su marido un juego de llaves.
Estas fueron sus últimas palabras antes de salir dando un violento portazo. Cómo sería de fuerte el golpe, que la letra B colocada sobre el dintel se tambaleó y cayó al suelo.
Alcancé a ver la silueta de mi vecina al alejarse por el pasillo; después sólo escuché la contundencia de sus tacones bajando las escaleras. Menuda trifulca habían armado. Me tenían tan asustada que había estado a punto de llamar a la policía. “No vaya a ser que lo mate, ella a él, claro”, pensé. Entonces no sabía que estaba contemplando en directo el final del matrimonio de Eduardo y Amelia.
Siempre me pregunté por qué habían llegado a casarse siendo tan diferentes. Amelia era la farmacéutica del barrio. Una atractiva y elegante catalana, hija de un rico senador. Todo el mundo decía que era una mujer muy seductora. Menos mi amiga, la señora Elvira, ella en realidad decía que no era más que una zorra. Siempre le tuvo mucha manía.
Eduardo, en cambio, era serio; digamos que un poco tímido. Informático de profesión, trabajaba en una gran multinacional. Era de un pequeño pueblo escondido en las montañas entre León y Asturias. También es verdad que aunque él nunca fue, lo que se puede decir, un hombre atractivo –era calvo y barrigón–, a mi siempre me gustó pues tenía unos bonitos ojos azules que me recordaban a los de Honorato, aquel novio que tuve yo.
¿Qué cómo sé toda esta información?
Bueno…, a Amelia es que todo el barrio la conocía. No había más que decir “la de la farmacia de la calle Lope de Vega” y ver enseguida la sonrisita que acompañaba la respuesta: “Ah, ya, ya..., la de la farmacia de la calle Lope de Vega, sí, claro que sé quién es”.
Vivo en un piso en la calle de las Huertas, en el barrio de las Letras de Madrid. Nos cambiamos hace muchos años, cuando aún vivía mi madre, precisamente a causa de Honorato. Él era un profesor de Instituto, que por no ser precavido, no tuvo más remedio que casarse a toda prisa con una alumna suya que llevaba tres años seguidos repitiendo curso. Por lo visto, de tanto repetir y repetir, se hizo cierto ese dicho que dice: “El roce hace el cariño”, y lo que venga después…, diría yo.
Entonces era una jovencita que había quedado muy afectada, con el corazón roto. Nunca volví a fiarme de ningún hombre. Al poco tiempo del desengaño amoroso, murió mi padre. Y entre los apuros económicos y la necesidad de rehacer la vida, acordamos, mi madre y yo, irnos a vivir a un barrio nuevo, por si la vida nos concedía la suerte de ser más felices. Eligimos el Barrio de la Letras porque el nombre daba distinción, y a pesar de su deterioro el piso nos gustó, por la altura de sus techos y lo espacioso de sus balcones, donde mamá pensaba colocar sus múltiples trastos y plantas.
Nosotras nos instalamos en el tercero A. El tercero B, adosado al nuestro por la medianera del salón, estaba entonces alquilado por un senador de Barcelona —el padre de Amelia— para usarlo cuando viniera a Madrid. Después terminó comprándolo para que viviera ahí su única hija, que empezaba ya a trabajar en la farmacia cercana.
A los dos años de tener nueva vecina murió mi madre. Entonces supe cómo era la verdadera soledad. Debo reconocer que aquellos días Amelia se portó conmigo muy bien. Eduardo se acababa de mudar con ella y a veces pasaban los dos a mi casa. Me ayudaban a resolver mis dudas sobre el Internet y sobre el Facebook, al que todavía no había empezado a aficionarme. Yo agradecida siempre les ofrecía alguna infusión de hierbas, de las que compraba en el herbolario del Dr. Generoso.
Poco después Amelia y Eduardo se casaron, hace ahora siete años.
Siete años de matrimonio, siete años de disputas. Nunca imaginé que acabarían así.
Después de un buen rato de silencio, volví a asomarme por la mirilla. No había nadie en el rellano y decidí salir. La puerta del piso de mis vecinos estaba entreabierta y distinguí sobre las baldosas del vestíbulo un objeto. Era un pescadito de plata con un montón de llaves. A través de la rendija también pude ver a Eduardo, sentado en la butaca de su salón; con un paño se limpiaba la sangre que le corría por la cara. No ha tenido suerte en la pelea, pensé. El pesado llavero le ha de haber dado en un ojo.
Esto no pude resistirlo y entré en el piso sin ser invitada.
—Eduardo, deja que te cure la herida. Pasa a mi casa, por favor, solo será un momento…
Él me miró con odio. “Vieja bruja”, creo que murmuró, aunque no estoy segura. Entonces se lo perdoné porque estaba fuera de sí, como es natural.
Luego me dio con la puerta en las narices.
Vivo dignamente y sin molestar a nadie, que es lo principal. Salgo poco. Alguna vez paseo con mi amiga, la señora Elvira, para ver escaparates. No me gusta el teatro ni el cine. Con mi magnífica televisión veo lo que quiero, y si no, me asomo amagada detrás de las cortinas del salón, viendo pasar a la gente en una dirección o en otra, y me imagino sus historias. Pero mi distracción principal es la mirilla de la puerta. ¡Con lo pequeña que es, y cómo te enteras de la vida de todos los vecinos! En especial de los encuentros de Amelia con Álvaro, su amante.
A través del ojo de la puerta los he visto muchas veces. Álvaro siempre llegaba cuando no estaba Eduardo. Amelia siempre lo recibía dándole un prolongado beso en la boca. Él respondía enseguida acariciando sus pechos con fruición y luego cerraban la puerta tras de sí. Después se escuchaban esos ruidos salvajes que no dejan mucho a la imaginación.
¡Pobre Eduardo! A él solo le interesaba la informática.
Algunas noches me gustaba pegar la oreja a la pared del salón y escuchaba a Amelia preguntarle a su marido que cómo le había ido el día.
—¡Joder!, cariño. Tengo muchísimo trabajo. No te imaginas… —le decía él tan sincero.
Por si no pasé yo bastante con mi Honorato, resulta que sufría más aún con este chico. Me daba una pena infinita el trato despectivo que le daba su mujer.
Todavía, a veces, sigo soñando con Eduardo. Lo veo llamando al timbre de mi puerta. Salgo a recibirlo con un beso en la boca, como hacía Amelia con su amante, mientras él me acaricia los pechos, como hacía Álvaro con ella. Después soy yo la que tira de Eduardo hasta mi cama, vacía siempre como un yermo. Allí retozamos juntos un rato, hasta que me despierto con una sonrisa en los labios por lo placentero que es el amor…
Hará un par de años, un día apareció Amelia con un chucho que había adoptado en una perrera. Le puso de nombre Kiki, como si el perro tuviera la culpa de que esa mujer estuviera medio loca. Lo trataba como si fuera un niño, pero en realidad para lo que le venía bien el animal, era para tener excusas y bajar a la calle a encontrarse con su amante.
Algunas veces, cuando tenían que salir de fin de semana, me lo dejaban. Kiki y yo nos entendíamos muy bien. A él le encantaba la comida que yo le preparaba, seguramente porque estaba harto del pienso que le daban.
Volví a mi piso. No sabía qué hacer. Seguía muy preocupada después de haber visto a Eduardo sangrando. ¿Y si la herida era grave?
Entonces escuché a través de la medianera que él hablaba por teléfono con alguien. Pegué la oreja a la pared. Le decía que lo viniera a buscar para llevarlo a urgencias pues estaba muy mareado y de un ojo veía muy borroso.
Diez minutos después oí que sonaba el timbre del piso de al lado.
Kiki enseguida comenzó a ladrar, como hacía siempre que llamaban. Corrí a la puerta para asomarme a la mirilla y ver de quién se trataba. Era Víctor, el mejor amigo de mi vecino. Lo conozco bien, vive en el barrio.
Cuando Eduardo le abrió la puerta a Víctor, éste sorprendido exclamó:
—¡¿Pero qué te ha pasado?!
—He resbalado en el baño y me he dado con la mampara.
—Déjame ver la herida, parece profunda —dijo Víctor—. Has sangrado mucho, querido, pero no te preocupes, enseguida llegamos al hospital. Vamos.
En lo que ellos salían de la casa, abrazando Víctor a su amigo por los hombros, el pobre Kiki se acurrucó en el felpudo de mi puerta esperando que yo le abriera. Disimulando, para que pareciera casualidad, abrí y dije:
—Es que he oído como si llamaran a mi puerta, y por eso he abierto, ¿sabes? ¡Por Dios!, mira cómo estás… ¿Puedo ayudar en algo?
—Déjelo, Lourdes, ya vamos a urgencias. Eduardo se ha golpeado en la ceja al caer… —me ha contestado Víctor mientras abría la puerta del ascensor.
—¡No os preocupéis por Kiki, yo lo cuidaré hasta que volváis! ¡Madre mía que desgracia! ¡No sufras por el perro, Eduardo! —les he dicho en voz alta por si me oían desde el ascensor.
—Menuda elementa está hecha esta Lourdes —he oído que le comentaba mi vecino, entre gemidos de dolor, a su amigo Víctor—. Por algo le apodan “La Cíclope”; se pasa todo el día corriendo de la mirilla al ventanal del salón, fisgoneando todo lo que pasa en el barrio.
Vaya, vaya, vaya..., así que me llaman “La Cíclope”.
Capitulo-2-Álvaro
Por extraño que parezca, yo no podría escribir esta novela si Amelia no fuera catalana.
Coincidíamos casi todos los días en el autobús de la ciudad universitaria a la vuelta de las clases, y la verdad es que, a mí, la chica no me había llamado la atención; pero, por lo visto, ella sí se había fijado en mí.
Yo solía ir acompañado por alguna compañera de clase, casi siempre una de las más espectaculares (no lo puedo remediar pero tengo una inclinación innata por la belleza), que me advirtió: “Álvaro, ten cuidado, vengo observándolo hace tiempo: hay una tía que no te quita los ojos de encima”. La miré con disimulo. Era morena, ni guapa ni fea, una cara vulgar enmarcada en una hermosa melena; pero los labios, grandes y carnosos, y los muslos bien torneados, que la falda corta y estrecha dejaba al descubierto, me la hicieron muy atractiva. Ella se dio cuenta de que la observaba y me sonrió.
Un día en que B, mi compañera habitual, faltó a clase –la llamo así, B, no quiero dar su nombre porque su novio es muy celoso y ella es una visitante asidua a mi apartamento–, Amelia se sentó a mi lado en el autobús. Cuando nos bajamos en Moncloa estaba lloviendo y me invitó a cobijarme bajo su paraguas; acepté, claro, y echamos a andar por Princesa. Era agradable oír su voz melodiosa y sentir al calorcillo de su cuerpo apretado contra el mío mientras caminábamos bajo la lluvia. De pronto se paró y dijo:
—Oye, todavía no nos hemos presentado. Yo soy Amelia; ¿cómo te llamas tú?
—Claro, es verdad; yo soy Álvaro; tienes un nombre tan bonito como tú.
—Déjate de pamplinas, que tengo un hambre espantosa; vente a comer conmigo, anda, pago yo.
La esplendidez de Amelia me dejó boquiabierto, y eso que aún no sabía que era catalana.
—No, no —protesté—, eso va contra mis principios; convido yo y con mucho gusto.
Pero no hubo forma de convencerla:
—Hoy pago yo; otro día, si quieres, me invitas tú.
Me llevó por una calle perpendicular a Princesa a casa Ricardo, un restaurante pequeño y agradable. Estaba decorado con fotos de artistas, futbolistas y toreros, todas dedicadas al dueño del establecimiento. Pidió fabada y solomillo. Ah, y traiga también una botella de Rioja.
—Ya está bien de tanta lechuga y tanto pomelo —se justificó—. Un día es un día.
Yo también estaba hambriento, pero no quería resultar gravoso, así que pedí un consomé y una chuleta de cerdo
Amelia comía con entusiasmo y los dos bebíamos con avidez; enseguida tuvo que pedir otra botella. Seguramente sería efecto del vino, pero el caso es que en cuanto pedimos el postre —tarta al whisky para ella, café para mí—, se sinceró:
—Yo no sé si es que eres muy despistado o es que solo tienes ojos para esa tía que va siempre contigo en el autobús. ¿Es tu novia? Pero el caso es que llevo todo el curso siguiéndote, rozándome contigo en el autobús, buscándote con la mirada; y tú, res de res.
—No, yo no tengo novia; y sí, es verdad que soy muy despistado. Si me hubiera fijado en ti, habría intentado ligarte; seguro. Oye, ¿tú eres catalana?
—Sí, ¿es que se me nota en el acento? —preguntó alarmada.
—No; lo digo por ese res de res.
Le expliqué que res en latín significa cosa y que para expresar en esa lengua el concepto de inexistencia, se utilizaba el sintagma non res nata, que, literalmente, quiere decir no hay cosa nacida. De ahí el castellano tomó nata, que se convirtió en nada y el catalán eligió el res.
—Huy, cuánto sabes, ¿dónde has aprendido eso?
Le dije que estaba acabando Filología Hispánica, donde estudiábamos la evolución de las palabras de las lenguas romances desde su raíz latina.
—Pero esa carrera no da mucho dinero, creo yo —dijo Amelia.
“Ya le ha salido la vena catalana”, pensé.
—Sí, es verdad; haré unas oposiciones a instituto. Se gana poco pero deja mucho tiempo libre. Así podré completar el sueldo con traducciones y, sobre todo, podré dedicarme a escribir, que es lo que más me gusta.
—Yo estudio Farmacia. Trasladé la matrícula a Madrid porque en Barcelona se me había atragantado una asignatura. Solo me falta este curso para terminar. Pero también tengo mis aficiones, no creas; a mí lo que me gusta es pintar; ¿quieres que te enseñe mi estudio?
No la podía dejar escapar. Una de las asignaturas opcionales que tenía que aprobar era el catalán. Así tendría profesora sin necesidad de asistir a clase. Además, estaba tan buena... Y encontrar una catalana en Madrid era casi tan difícil como encontrar una madrileña; porque, de todas las residentes en la capital que habían compartido la cama conmigo, B era de Badajoz; C, de Cádiz; S, de Sevilla; P, de Palencia...
El padre de Amelia era senador por CiU; vivía en Barcelona pero tenía alquilado un magnífico piso en Madrid, en la calle de Huertas, que pagábamos los contribuyentes. Además de su propio dormitorio, Amelia disponía de otra habitación que había dedicado a taller de pintura. Su padre venía muy de tarde en tarde para asistir a las sesiones del Senado, pero no a todas: “Total, para lo que hay que hacer...”, dijo ella.
El estudio era muy luminoso. Había varios óleos en el suelo, apoyados en la pared. Como es natural, alabé la composición, el color, el parecido de un autorretrato. “Ni Antonio López los mejoraría”, le dije. Ella celebró el cumplido con una carcajada. Luego me puse al lado del caballete, que soportaba un lienzo en blanco y dije:
—Cómo me gustaría saber pintar y que tú fueras mi modelo.
—¿Tú me quieres, Álvaro? –preguntó de pronto, muy seria.
Buena señal. No era la primera vez: todas mis conocidas, hasta las más fogosas, habían exigido una respuesta afirmativa a esa misma pregunta antes de satisfacer mis deseos (o los suyos).
Las españolas conservan todavía un cierto pudor sexual y comprobé que Amelia, aunque era catalana, también lo tenía.
—¿Que si te quiero, dices? Hasta ahora no he querido a nadie como a ti.
Efectivamente, en un momento, toda su ropa estaba en el suelo; luego se echó en un catre apoyado contra la pared.
—Yo soy la maja desnuda de Goya; anda, utiliza el pincel —me retó.
Como he dicho, no me gusta perjudicar a mis amantes dando a conocer su nombre. Pero no podía ocultar a Amelia con la letra B de Barcelona que ya había adjudicado a mi amiga de Badajoz.
—¡Qué gran pintor eres! —me dijo ella, satisfecha, cuando terminé mi obra.
La cama de su dormitorio era mucho más cómoda que el catre del taller. Y los combates cuerpo a cuerpo, en los que yo siempre acababa vencido y desarmado, eran muy agradables, pero tuve que cortarlos bruscamente. Se acercaba el final de curso y yo quería acabar la carrera a toda costa.
—Tú también tendrás mucho que estudiar, Amelia. Es mejor que lo dejemos por un tiempo.
Ella aceptó a regañadientes.
Gracias a esta decisión, aprobé todas las asignaturas con buenas notas —en catalán saqué sobresaliente—. Luego, sin avisar a Amelia, me largué a mi pueblo.
—Hijo mío, qué delgado estás, y qué mala cara tienes. ¿Es que no te alcanza con el dinero que te mandamos? —fueron las primeras palabras de mi madre.
El aire puro de la montaña, los cuidados de mi madre —cocinera a la vieja usanza— y la escasez de mozas apetecibles, hicieron que pronto recuperara la paz y las carnes perdidas. Pude preparar la oposición, que estaba convocada para noviembre, y la aprobé. Un año después obtuve plaza en un prestigioso instituto de Madrid.
Mi debut como profesor fue decepcionante. No podía creer la ignorancia en la que aquellos adolescentes estaban sumidos. No sabían redactar, tenían un vocabulario paupérrimo, perpetraban numerosas faltas de ortografía. Todo esto consecuencia de los nefastos planes de enseñanza.
¿Cómo iba yo a inculcar en aquellas mentes vírgenes los abstrusos conceptos de la lingüística moderna que el programa exigía? Primero tuve que corregir la
ortografía con numerosos y escogidos dictados y enseñarles los rudimentos de la gramática.
Después de algunos años ejerciendo como profesor, comprendí que la enseñanza era el trabajo más adecuado para mí: las dieciocho horas de clase a la semana me permitían añadir un extra a mi sueldo con las traducciones y podía dedicarme a escribir y a preparar mi tesis doctoral. Además, desde que había escapado del asedio de Amelia, me había negado también a reanudar la relación con las otras amantes.
Pero un día, todo se fue al traste: dos alumnas —morena una, rubia la otra— me abordaron a la salida del instituto. Mis explicaciones eran tan claras, tan amenas, dijeron, que querían que les diera clases particulares.
—Lo siento, pero mi condición de funcionario no me lo permite —les dije.
Pero tanto insistieron, que tuve que aceptar: les daría clase a las dos juntas en mi casa aunque, eso sí, no les cobraría nada.
Fueron unos meses de actividad intensa; para ser exactos, el doble de intensa de lo que había sido hasta entonces: las chicas, agradecidas, se empeñaban en pagarme y, como yo me negaba, lo hacían en especie.
Yo no sé cómo se enteraron, pero el caso es que en la sala de profesores advertí la cara de envidia de algunos compañeros; en cuanto a ellas, unas me dirigían miradas reprobatorias; otras, más jóvenes, sonreían indulgentes.
Pero fue la profesora de matemáticas la que me abrió los ojos:
—Mira, Álvaro, esas chicas son menores de edad. Te estás jugando la carrera; es más, puedes acabar en la cárcel si es que antes no te matan sus padres.
Tanto me asusté que suspendí inmediatamente las clases particulares.
—¡Qué lástima! —se quejaban ellas—. Ahora que le estábamos tomando el gusto a lo de la lengua...
Enseguida terminó el curso y di un sobresaliente a cada una. Y con toda justicia: también habían progresado mucho en el conocimiento de la asignatura.
La profesora de matemáticas me veía abatido y, sintiéndose en cierto modo culpable, quiso compensarme por la pérdida de tan agradable compañía y me dijo:
—Las chicas tienen dieciséis años; yo, treinta y dos. Y las matemáticas no mienten: dos por dieciséis son treinta y dos. ¿Estás de acuerdo?
Cómo no iba a estarlo. Aunque soy de Letras, entendí perfectamente la operación.
M —¡por fin una madrileña!— se había separado dos años antes y quería resarcirse de tan larga abstinencia. Yo fui la solución.
Una tarde en que volvía del Ateneo, al ver la cruz verde que sobresalía de la pared, me acordé de que tenía que hacer una compra (M me esperaba como todas las noches). Cuando entré en la farmacia había varios clientes. Una vergüenza adolescente de la que todavía no me había conseguido liberar, me coartó para pedir el artículo necesario ante tanto testigo, así que estuve esperando hasta que se fueron. Entonces, la farmacéutica exclamó:
—¡Álvaro eres tú, canalla?
Al principio no la reconocí. Llevaba el pelo recogido en un moño, unas gafas de montura azul y una bata blanca muy amplia que le ocultaba las protuberancias del busto.
—¡Amelia, qué alegría verte! —exclamé.
Dijo que llevaba mucho tiempo llamándome y que yo nunca le había contestado.
—Es que me robaron el móvil —dije, y era verdad; esto pareció tranquilizarla.
—Entonces vamos a intercambiarnos los teléfonos antes de que venga más gente; ah, y llámame en cuanto puedas.
Luego entró una pareja, y Amelia, adoptando una actitud profesional, me preguntó:
—¿En qué puedo servirle?
—Solo quiero paracetamol; me duele mucho la cabeza.
Me dio la cajita, pagué, saludé y me fui en busca de otra farmacia.
Al día siguiente me llamó.
—¿Dónde te has metido todo este tiempo? Quiero que me lo cuentes todo.
—No te impacientes, ya te explicaré, tengo que darte una buena noticia. ¿Quedamos en el Café Gijón a las siete?
—Sí, claro. Yo también te tengo preparada una sorpresa.
Vino acompañada de un individuo calvo, barrigudo y bastante mayor que ella.
—Es Eduardo, mi marido —dijo después de saludarme con los dos besos reglamentarios.
Puse cara de sorpresa aunque en realidad no la sentía: de Amelia podía esperarse cualquier cosa.
El marido pidió un whisky para él y una caña para ella; yo tenía casi intacto el cubalibre.
Lo primero que les dije es que había sacado la cátedra de lengua y ya daba clase en un instituto de mucho prestigio.
—Hay que ver la de cosas que hemos hecho en este tiempo. Tú, catedrático de instituto; yo, farmacéutica y, además, casada con éste —dijo Amelia; yo capté en el pronombre demostrativo con que señalaba a su marido un cierto matiz desdeñoso.
—Pues yo soy el que menos ha cambiado, porque llevo quince años trabajando de informático: Pero, casarme con Amelia ha sido lo mejor que he hecho en mi vida —terció Eduardo; luego pidió otro whisky y fue a los servicios.
Cómo será lo peor que le ha pasado al pobre —pensé.
Amelia aprovechó su marcha para meterme la mano en la entrepierna y, mientras me daba unas sacudidas, dijo:
—Como tú no querías hablar nada de boda, pero res de res —sonrió—, y en cuanto terminamos la carrera desapareciste, y yo veía que se me iba a pasar el arroz, y eso que solo tenía veinticinco años, pues me casé. Ahora ya tengo algunos más, pero todavía estoy bastante bien, ¿no? Y tú, mejor que nunca. Así que no pienses que te vas a librar de mí.
Cuando Eduardo volvió, parecía nervioso; recorrió con la mirada las paredes del café, consultó el reloj y dijo:
—Aquí no hay televisión y el partido empieza dentro de media hora; en cuanto me beba esto nos vamos —y apuró el whisky de un trago.
—¿Qué partido? —pregunté yo.
—¿Cómo que qué partido? El del Atleti. ¿Cuál va a ser?¿A ti no te gusta el fútbol?
—No mucho —contesté; cualquiera le decía que mi equipo era el Real Madrid.
—Vámonos, que quiero verlo desde el principio —dijo Eduardo.
—Pero tienes que venir a casa una tarde, ¿eh, Álvaro? —me dijo Amelia—. ¿Podemos invitarlo, verdad, cariño? —dijo después dirigiéndose a su marido.
—Claro que sí, por supuesto —contestó Eduardo—, pero vámonos ya, no seas pesada.
Nos despedimos. Yo me quedé con la cuenta, saqué mi libreta y,
como el ambiente del café me inspiraba, aproveché para seguir
escribiendo mi novela.
Capitulo-3- Lucía
Me llamo Lucía y soy la esposa de Víctor, el mejor amigo de Eduardo.
La costumbre me hace seguir diciendo que soy su esposa, pero la verdad es que ahora estamos separados. Yo estoy viviendo en México, mi país, y Víctor supongo que seguirá en Madrid. Digo supongo porque después de lo que sucedió, no sé nada de él, ni me interesa. Será que todavía sigo muy dolida.
Conocí a Víctor, mi marido, cuando comencé a trabajar como becaria en el mismo estudio de arquitectura donde él estaba trabajando. Esto fue antes de que empezara la crisis, y lo sé porque, durante esos años, los jóvenes aún teníamos esperanza de encontrar un empleo digno.
El gusto me duró poco. Me refiero a lo de tener un trabajo remunerado y no a lo de conocer a Víctor. Ese gusto llegó a durarme algo más. A pesar del final tan amargo, ni él ni yo podemos negar que nuestra relación tuvo algunos momentos muy gozosos.
Me notificaron mi despido a los pocos meses de recibir un pequeño sueldo como dibujante. Y Víctor, que ya era todo un arquitecto recibido y además llevaba trabajando en ese lugar más de cinco años, corrió la misma suerte. Y así, sin previo aviso, nos encontramos los dos registrados como miembros del numeroso club del paro.
En ese entonces Víctor vivía con otros dos compañeros de carrera, Miguel y Rodrigo, en un piso en la calle Echegaray, en el barrio de las Letras. Dada la conflictiva situación que se les presentaba, los tres arquitectos desempleados decidieron montar allí mismo un improvisado estudio donde podrían realizar, como autónomos, los escasos proyectos que consiguieran.
Era un piso antiguo pero muy amplio, con un enorme salón, cocina, tres dormitorios y dos baños. Cuando Víctor, Miguel y Rodrigo aún estudiaban en la universidad y compartían el alquiler a partes iguales, a cada uno le correspondía un dormitorio privado. Pero con el cambio de planes tendrían que transformar el salón en un espacio de trabajo. Para esto hubo que pasar el sofá naranja y la televisión a uno de los dormitorios. Así liberaban espacio para colocar los tres escritorios y las tres sillas giratorias que compraron en Ikea. Como también decidieron adquirir una estantería para acomodar los apreciados libros que habían acumulado durante diez años de carrera, este dormitorio dejó de llamarse “el cuarto de Rodrigo” y a partir de entonces lo bautizaron como “la Biblioteca”. Gracias al viejo sofá naranja, tan confortable, “la Biblioteca” se convirtió en el sitio favorito de las siestas, en el lugar donde se reponían las horas de sueño que los frecuentes desvelos les habían arrebatado. Siempre encontrabas a alguien dormido en él. Con este cambio, ahora en la segunda habitación dormirían juntos Miguel y Rodrigo; y en la tercera, Víctor solo.
Por otro lado, yo compartía un pequeño apartamento en la calle de Ibiza, en el barrio del Retiro, con Marina, una chica venezolana que había conocido a mi llegada a España. Como mi relación con Víctor ya empezaba a cuajar, a veces me pasaba por el piso de Echegaray para ayudarles, principalmente con las maquetas. Ellos, a su vez, también me ayudaban con el PDF (Proyecto Fin de Carrera). No fueron pocas las noches en que no fui a dormir al apartamento de la calle de Ibiza por quedarme trabajando en el nuevo estudio arquitectónico. Trabajando y haciendo otras cosas.
Eduardo había sido desde siempre el mejor amigo de Víctor. Se conocían de toda la vida. La infancia la pasaron en un pueblo de León, y al comenzar la adolescencia, se marcharon juntos al instituto en Oviedo. Después, se fueron a Madrid para estudiar la carrera, Víctor arquitectura y Eduardo informática.
Esto lo sé porque Víctor me lo contó. Me decía que habían sido casi como hermanos. En este caso, Víctor, sería el hermano mayor, el responsable. Siempre protegiendo y cuidando a su hermanito. Bueno, es que Víctor era así, demasiado paternalista. Eduardo en cambio era... cómo decirlo… un poco irresponsable. O mejor dicho, bebedor... o alcohólico, para decir las cosas por su nombre.
Aunque también es verdad que Eduardo era un cerebrito, un friki de la informática. Yo siempre lo veía con la nariz pegada a una pantalla. En especial le encantaban los videojuegos. Por eso, si tuviera que describirlo, diría que era un tipo un poco antisocial. Muy tímido. No, mejor diría que era muy inmaduro. Si parecía más bien que estaba justo atravesando la edad del pavo. Siempre con un aparato entre las manos, jugando a las guerritas intergalácticas.
Quizá contribuían también a que yo tuviera de él esa imagen de tipo infantil sus risueños ojos azules. Con el tiempo su cara de niño travieso se difuminó un poco a causa de su incipiente calvicie y de la redondita barriga que les sale a todos los hombres una vez casados. A menudo eso pasa, hay una falta de concordancia entre la cara y el cuerpo.
Víctor, en cambio, siempre lo justificaba diciendo que era muy inteligente, un genio incomprendido. Y quizá era cierto porque enseguida, al terminar la carrera, había encontrado un buen empleo en una gran empresa informática, una reconocida multinacional.
Cuando se enteró de la noticia de su contratación, Víctor me llamó y me dijo con una voz de orgullo que pocas veces le había oído:
—Ya ves, Lucía, qué te decía yo, que Eduardo es un fenómeno.
Siempre lo quiso mucho.
Nunca conocí el lugar donde vivía Eduardo cuando era soltero. Sólo sé que alquilaba un apartamento amueblado tipo hotel cerca de la plaza de Colón. Debía sentirse muy solo porque sus visitas al piso de Echegaray eran muy frecuentes. Víctor y Eduardo tenían la costumbre de ver juntos los fines de semana los partidos de fútbol, especialmente si jugaba el Atlético de Madrid, su equipo. Eduardo llegaba al piso cargado de cervezas y botellas de vino para instalarse frente al televisor en “la Biblioteca”. Casi siempre terminaba borracho y se quedaba dormido en el sufrido sofá naranja, por lo que esa habitación cambió otra vez de título y pasó a denominarse ahora “el cuarto de Eduardo”. Víctor terminó por entregarle un juego de llaves del piso. Así fue como también él pasó a formar parte, junto a Miguel y Rodrigo, de la tribu.
Yo todavía no estaba incluida en ese censo, aunque en la práctica, pasaba más horas en el piso de Echegaray que en el pequeño apartamento de la calle Ibiza con Marina. A veces me sorprendía a mí misma hablando del piso con Víctor como “nuestra casa”. Lo mío fue una invasión paulatina, parecida a la de Eduardo. Hasta que por fin un día decidí llevarme lo poco que me quedaba en el apartamento de la calle de Ibiza y me instalé definitivamente. Fue poco antes de la muerte de Miguel. Muy triste, por cierto.
Antes de ese trágico suceso, un día Víctor y yo nos encontrábamos en el que ya llamábamos “nuestro cuarto”, cuando entró Eduardo y nos pescó en plena efervescencia amorosa.
—Hola… Uy, perdonad la interrupción. Estoy en el salón con alguien a quien os quiero presentar —nos dijo Eduardo.
Era Amelia.
Mientras nos vestíamos le eché en cara a Víctor lo de haberle dado las llaves del piso a Eduardo.
—Podía por lo menos haber tocado la puerta. ¡Qué desconsiderado!
—Ya lo conoces, así es él —dijo Víctor defendiéndolo.
Y después agregó:
—Habrá que invitarlos a cenar.
—Pero si no hay nada –contesté indignada.
—Improvisa algo, una ensalada, o lo que sea.
Desconfié de Amelia desde el primer momento en que la vi. Había en ella algo desconcertante; qué sé yo, simplemente, que no me gustó. Enseguida noté por su forma de vestir —ropa ceñidita, tacones picudos, pelo alborotado— que era una mujer, digámoslo, peligrosa. Por lo menos peligrosa para Eduardo. Y es que, también yo, gracias a Víctor, me había llegado a encariñar mucho con él. Lo empezaba a considerar casi como mi pequeño cuñadito y quería protegerlo.
Amelia se ofreció a ayudarme en la cocina a preparar la ensalada. Mientras yo lavaba las verduras ella me empezó a dar una cátedra sobre el índice hipoglucémico de los alimentos. Hablaba de los pros y contras de algunas dietas que ella había seguido, que si la Montignac, que si la Atkins, que si la Dukan...
—Tienes un poco de acento —le dije para cambiar de tema. Ya estaba aburrida del asunto de la buena nutrición y el control del peso—. ¿No eres de aquí, verdad?
—No. Soy catalana. De Barcelona.
—Yo pensé que eras canaria…, o venezolana. Tienes un acento cantarín como de latinoamericana.
En el fondo lo que trataba era justo que ella notara mi acento. Era una forma de decirle: ¿No me vas a preguntar si soy mexicana?
Lo que me dijo, en cambio, con una pose de diva, levantando la cara y desviando la mirada hacia el techo de la cocina, fue:
—Si tengo acento latinoamericano es porque viví muchos años en México.
Creí que lo había hecho con la clara intención de retarme y que conocía de antemano mi procedencia. Seguramente Eduardo se lo habría contado.
—¿Que has vivido en México? ¿En qué parte? –le pregunté sorprendida.
—En la ciudad de México. Viví tanto tiempo en el D.F. que casi me considero “chilanga”.
En ese momento entró Eduardo a la cocina y al oír que en la conversación estábamos hablando sobre México, intervino:
—A Amelia le gusta mucho cantar “rancheras”. Se las sabe todas. Cuando se pone a pintar no hay quien la calle —dijo Eduardo antes de salir llevándose la ensalada ya aliñada.
—Ah, ¿pintas? —le pregunté deseando cambiar nuevamente de tema—. ¿Estudiaste Bellas Artes?
—Sí, claro —me respondió.
—¿En dónde?, ¿aquí en Madrid?
—No. En la Ecola Massana, en Barcelona.
—Ah, ¡qué interesante! –dije mordiéndome la lengua de coraje.
Durante la cena, ya sentados los cuatro a la mesa, Amelia se puso a hablar en catalán. Eduardo la miraba con ojos de admiración, estaba fascinado. Fue Víctor el que tuvo que pedirle con discreción que cambiara al castellano. La conversación entonces giró en torno a una discusión lingüística: que si no es correcto decir esto, que si la RAE aprueba el uso de esto otro…
—Conozco a un buen amigo que es catedrático de instituto en filología hispánica y que dice que…—dijo Amelia con sus ínfulas de superioridad.
—¿Un buen amigo? ¿Catedrático? ¿Cómo se llama? —la interrumpió Eduardo con un poco de desconfianza.
—Álvaro.
—¿Álvaro qué?
—Álvaro… mmm… del Campo —respondió Amelia.
—¿Igual que uno de los heterónimos de Fernando Pessoa? —dijo Víctor.
—Exacto. Y como estaba diciendo, el catalán es una de las lenguas romances que desciende del latín...
No cabía ninguna duda, lista sí que era. Víctor los miraba, primero a él, luego a ella y finalmente a mí, como preguntándome: ¿De dónde habrá sacado mi amigo a esta mujer?
Durante toda la cena yo casi no pude intervenir en la plática. Me impresionaba muchísimo que Amelia hablara de lingüística con tanto conocimiento. Usaba una jerga muy profesional. Si no me hubiera dicho, hacía sólo unos minutos en la cocina, que había estudiado Bellas Artes en Barcelona, hubiera jurado que me encontraba ante una filóloga muy competente.
Pocos días después cuando le comenté a Víctor la conversación que habíamos tenido Amelia y yo en la cocina, se sorprendió.
—Pero si Eduardo me ha contado que Amelia solo ha estado una vez en su vida en México, durante una semana de vacaciones, y no en el D.F., sino en un hotel en Cancún, o en la Riviera Maya —me dijo Víctor—. Además, también me ha dicho que es farmacéutica, trabaja justo aquí en el barrio, en la farmacia de la calle Lope de Vega. Así que no ha estudiado ni Bellas Artes ni Filología Hispánica.
—¡Es verdad! ¡Es la de la farmacia! Con razón su cara me sonaba conocida. Claro que no la reconocí con esa ropa que llevaba puesta, siempre la he visto con la bata blanca. Y ahora solo falta que me digas que no es catalana.
—Eso sí es verdad. Es de Barcelona, pero estudió Farmacia aquí en Madrid, en la Complutense.
¡Qué extraño! ¿Farmacéutica? ¿Y por qué me mintió? ¿Es que acaso ser farmacéutica no es una profesión digna? ¿O es que trataba de ocultar algo? ¿De aparentar algo?
Unos meses después Eduardo se fue a vivir con Amelia al piso que ella tenía en la calle de Huertas. Muy cerca de la farmacia donde trabajaba y también muy cerca de nuestro piso en la calle Echegaray. Por lo que me enteré, el piso era del padre de Amelia, un rico senador de Barcelona.
A pesar de que vivíamos tan cerca, en el mismo barrio, Eduardo dejó de aparecer por el piso de Echegaray. Ni siquiera iba cuando había partido del Atleti. Eso a Víctor le llegó a molestar.
—Desde que Eduardo sale con Amelia ha cambiado mucho —me decía con tristeza—. Ya no es el de antes.
Percibí que a Víctor tampoco le hacía mucha gracia la nueva pareja de su viejo amigo, pero nunca se atrevió a comentarlo. Sin embargo, siguió intentando mantener el contacto con Eduardo y a veces le proponía que saliéramos a cenar los cuatro.
En una de las raras ocasiones en que aceptó, recuerdo que fuimos a cenar a un restaurante en la plaza de Santa Ana, cerca de donde ellos vivían.
—Justo en este lugar fue donde nos conocimos Amelia y yo, ¿verdad, cariño? —dijo Eduardo.
—¡Cómo olvidarlo! —dijo Amelia—. Fue poco después del ataque a las torres gemelas en Nueva York.
—Ah, sí, claro…, las torres gemelas —repitió Eduardo—, ya me acuerdo.
Y rieron los dos, al mismo tiempo que se hacían un guiño.
Tanto reían que Víctor y yo nos miramos intrigados, no habíamos entendido el chiste. Eduardo nos explicó:
—El día en que nos conocimos Amelia me contó que se había quedado atrapada en el ascensor de una de las torres del World Trade Center, en el piso 118.
—¿De verdad? —pregunté impresionada.
—No, mujer —me dijo Eduardo—. Es mentira. Si Amelia nunca ha estado en Nueva York.
Y volvieron a reír muy divertidos.
¿Por qué Amelia mentía tanto? ¿No sería acaso una mitómana? Y, ¿por qué a Eduardo le hacía tanta gracia que Amelia mintiera? No entendía nada.
Después de la cena, Eduardo había bebido otra vez más de la cuenta y se le notaba. Menos mal que era tarde, el local ya pronto iba a cerrar, y éramos casi los únicos que quedábamos (quizá había una pareja más sentada en el rincón del fondo).
—Anda, Amelia, cántanos una ranchera —le dijo Eduardo con voz aguardentosa—. Para que Víctor y Lucía escuchen tu maravillosa voz.
—No, cariño. Ahora no.
—Sí, “Órale”. “No te hagas del rogar” —le insistí yo, que también traía mis copas encima.
—Vale, vale. Llegó la hora de las complacencias… A ver, chilanga, ¿te sabes la “Media Vuelta”? —me preguntó Amelia.
Así fue como empezamos a cantar. Al principio no muy alto, pero poco a poco fuimos subiendo el volumen. Los camareros que comenzaban a recoger las sillas se nos acercaron y nos animaron. La mayoría de las canciones que cantábamos eran las de Chavela Vargas. “La Llorona” la repetimos dos veces.
El espectáculo era bastante bochornoso pero el tequila desinhibe tanto que hace que se pierda el miedo al ridículo.
—¿Qué tal otra de José Alfredo Jiménez? —le pregunté a Amelia.
—Perfecto. Mi favorita es “Un Mundo Raro” –dijo ella.
—Esa es genial —dije—. Cántala, pues.
Y se puso a cantar. Había sido verdad lo que dijo Eduardo, tenía una voz maravillosa. O a lo mejor es que el componente etílico transformaba nuestra percepción.
Y si quieren saber de mi pasado
Es preciso decir otra mentira
Les diré que llegué
De un mundo raro
Que no sé del dolor
Que triunfé en el amor
Y que nunca he llorado.
Capitulo-4- José
Hacía frío. Había caído nieve suficiente para olvidar que alguna vez hubo cerezas en los árboles. Y sobre todo, lo oscuro que brillaba el cielo, como si aún le quedara mucho que dejar en el horizonte.
—¡Eh!, José, tendrás que sacar la pala para despejar la puerta. No vaya a ser que se nos atasque como el año pasado —me dijo Lola después de salir al patio y ver cómo estaba el campo.
A mí el invierno me gustaba, si no fuera por lo mucho que duraba algunos años. No era quitar la nieve lo que más me importunaba. Raro era el año en que no quedaban aisladas algunas caserías y había que subsistir con lo reservado en los arcones. A los dos, a Lola y a mí, nos interesaba tener preparada la despensa con el chorizo, el jamón, la longaniza…, para que nada nos pillara desprovistos. En estos pueblos, encerrados entre montes, habían aprendido todos los paisanos que era necesario guardar para los malos tiempos. Estar prevenidos formaba parte de la vida del pueblo.
Dentro de la cuadra tampoco había problemas. Las vacas la calentaban y estaba suficientemente limpia para que uno se pudiera sentar en los copines donde los chatinos comían el pienso y donde se mezclaban los salvados para que, día a día, fueran poniéndose hermosos. No eran muchos pero daban calor y compañía.
La calefacción que había en la casa era la cocina bilbaína, siempre con la leña cerca y partida a medida con el hacha que yo afilaba en cuanto notaba alguna pequeña muesca. Una estufa grande en la sala, cerca de los dormitorios, se alimentaba con los troncos que se troceaban en el monte, así las alcobas estaban siempre a punto. Cuando se salía había que abrigarse bien, con la manta si era necesario, pero todos conocían que era así y quien no lo tuviera en cuenta es que no era del pueblo y no sabía dónde estaba.
Las madreñas siempre estaban en el portal, con la hierba dentro. Así, aunque se pisaran los charcos no se mojaban las zapatillas. Eran cómodas y si iban bien claveteadas se mejoraba el agarre en los suelos resbaladizos, y ahora, con la nieve, eran más útiles que las botas que se estaban poniendo de moda. Con unas madreñas bien forradas, claveteadas y con los cinchos bien puestos, no había peligro, y eso que los caminos estaban llenos de piedras y barro. Había que escoger por donde se pasaba para no encharcarse. Pero con la guiada en la mano y la experiencia, siempre se llegaba seco y rápido.
Esa mañana cuando me puse a ordeñar, mientras iba poniendo las pezoneras a las vacas, recordé aquellos días en que a las siete de la mañana había que lavar al ganado y limpiarles los “tetos” grandes, suaves, con el caldero entre las piernas. Era lo primero que se imponía después de dar de comer la hierba seca a las vacas y los terneros. Aquellos tiempos austeros y de postguerra habían pasado, los habíamos superado, aunque no todos. Muchos fueron los que se quedaron por el camino: tuberculosis, heridas en el cuerpo y aún más profundas…, las heridas que guardan los recuerdos amargos de aquellos días nefastos.
También recordé cuando la luz tenue de la mañana necesitaba la ayuda de las bombillas de la cuadra. Eran poco luminosas por las telas de araña que se habían ido encargando de tamizar el brillo, pero eso impedía que hubiera moscas en torno al ganado. Ahora en cambio, la cuadra brilla dignamente y las camas del ganado ya no son las hierbas secas que se traían de los prados menos cuidados del monte, a veces con zarzas entre ellas, sino unos cubículos muy adecentados. Al estar inclinados no acumulan el estiércol. El invierno me gusta. Me hace detenerme y recordar lo que había sido aquello.
Hacía unos días lo había revivido al dar de comer a mi sobrino Eduardo que se había acercado por el pueblo. Viene de vez en cuando porque sigue manteniendo la casa de sus padres. Le había tocado a mi hermano y la había heredado su hijo. La hija, Raquel, nunca estuvo a gusto aquí. Lo de la herencia se quedó arreglado sin problemas, los dos hermanos se llevan bien y se ven de vez en cuando. Por lo menos eso es lo que creemos.
Al principio, antes de que se casara Eduardo con Amelia, él estuvo arreglando la casa y se acercaba con cierta frecuencia. Ahora de tarde en tarde, de muy tarde en tarde. Su mujer casi no conoce el pueblo ni la conocen a ella, pero Eduardo nació aquí y siempre tuvo querencia por su tierra. Además, su amigo Víctor también es de aquí y cuando viene uno suele acompañarle el otro. Víctor acude algo más porque todavía tiene a sus padres. De pequeños eran muchas las mañanas que se iban juntos por los prados a cuidar el ganado.
Recuerdo como Eduardo siempre venía conmigo a esparcir el estiércol en las tierras, a vigilar los frutales y comer los primeros melocotones, a coger unas frambuesas y llevárselas entre hojas de higuera a Lola a la cocina. Yo le enseñé a ordeñar. Y el neñú aprendió… Al menos lo había intentado.
Pero a pesar de todo esto, mi sobrino nunca se aficionó a la hacienda de su padre. Primero, se fue a estudiar el bachillerato a Oviedo, luego, a Madrid, a estudiar la carrera de informática, y se separó del polvo de la tierra y del frío de las mañanas ordeñando las vacas. Era un buen chaval. Hubiera sacado adelante las tierras y el ganado, pero me cedió los derechos porque decía que no quería “vivir de las rentas”, ¡menudas rentas! Solo el trabajo diario y sin vacaciones, eso era el campo y sigue siéndolo.
Él ya se ganaba la vida con eso nuevo de los ordenadores cuando murió su padre. Y su mujer, que la había conocido en la capital, no se acomodaba a estar retirada en los aledaños de los montes, pendiente del agua y del calor de la tarde, conociendo si iba a hacer buen día por las nubes que se arremolinan al atardecer sobre los picos. Esa Amelia es un poco rara.
Pero Eduardo sigue siendo el chaval que andaba por los prados cuidando las vacas, que aprendía de mí como si fuera su verdadero maestro. Es cierto que era espabilado y enseguida lo cogía todo, y le gustaba. Pero su padre tenía muy claro que este no era un sitio para él.
Cuando decidió que se iba a la ciudad y que se dedicaría a otras cosas me dejó las tierras y las vacas para que yo siguiera explotando la hacienda familiar que no daba mucho, pero con la ayuda europea se podía salir adelante. Como Lola y yo nunca tuvimos hijos, Eduardo nos venía cada verano como un regalo y le queríamos como si fuera nuestro.
Era un chavalín guapo y dispuesto. Entendía a los animales y trabajaba bastante desde muy pequeño. Recuerdo que con once años ya era capaz de soltar y amarrar las vacas. No le daba miedo meterse casi entre los cuernos para abrazar el cuello y prender la cadena. Cuando se iba, en septiembre, olía a vaca. Su madre decía que había que restregarlo para quitarle el olor al pueblo, pero él era feliz aquí. Al menos eso me parecía. Y tenía a su amigo con quien también aprendió a coger nidos, a cuidar lagartijas y jugar con ellas haciendo mil perrerías.
Siendo un poco mayor, le dije que le dejaba todas las tierras y los derechos de Europa para que pudiera tener una vida cómoda e independiente donde estaban sus raíces. Que se quedara aquí, en Villarín. Lo que estaba estudiando también le iba a servir para algo, aunque esto ya no se lo dije tan convencido. No sé si lo que estudiaba le iba a servir para algo cuidando el ganao, pero este era su pueblo, el de su padre, el de sus abuelos, donde realmente tenía raíces. En la ciudad las raíces son muy superficiales, por eso no arraiga nadie. Se asientan en un terreno movedizo, que se agrieta como los prados en pendiente. Por otro lado, su profesión, los ordenadores, estaban poniéndose de moda en los pueblos y nosotros tenemos todas las vacas y las ovejas metidas en una de esas máquinas. Y allá en León saben, a veces, más de mi Lucera o de la Guinda, de lo que yo recuerdo, aunque conocerlas y saberlas como me las sé yo, ni hablar. Eso no lo puede dar la tecnología. Las vacas, las ovejas entran por los ojos, por las narices, por las manos. Cuando las metes en un papel y les pones la chapa en la oreja parece que pierdes algo de su alma.
Pero Eduardo no quiso cambiar. Cuando terminó los estudios y fuimos a verle en la Universidad ya nos dijo que había encontrado el camino en la ciudad y que todo había cambiado. Siguió lo mismo que su padre. No quiso venderme la hacienda pero me dejó que utilizara los derechos de la PAC y, sin tener nada firmado, así seguimos haciéndolo.
Es verdad que aún era un chavalín cuando su padre se fue definitivamente a la ciudad, pero él siempre supo que nosotros estábamos aquí y que le apoyaríamos en todo, Lola y yo, los dos.
Es una lástima que esto se pierda detrás de nosotros, pero así son las tierras, las vacas, las ovejas, el hacer quesos. Aunque con la limpieza de las cuadras, el ordeño mecánico, las ovejas que pasan también por la máquina, se puede atender a más ganado y rinden más, pero es verdad que el trabajo aquí es esclavo.
Hay que estar siempre al pie y cuando te pones malo, pues todo lo cargas sobre ella..., y eso no es bueno. Porque también mi mujer se resiente y aunque no se queja, yo sé que hay que cuidarla más.
De todos modos sigue siendo una alegría que venga Eduardo. Es una lástima que a Amelia esto no le guste. No sabe lo que es el olor de la cuadra y el florecer de las primaveras. Y tampoco tienen hijos con lo que nosotros no tenemos el consuelo de los nietos ahora que ya vamos pa’viejos. Porque nos estamos haciendo mayores casi sin darnos cuenta, la Lola y yo.
Sí, quedaron en que vendrían a pasar una tarde con nosotros
y que ya nos avisarían. Pero sabemos que va a venir solo Eduardo, como
siempre. Además, la última vez me ha dicho por teléfono algo que me hace
suponer que el matrimonio no anda muy bien que digamos. Yo sé que a él
sí le gustaría venir porque los años de pequeño siempre se recuerdan y
el olor de la cuadra y de la leche recién ordeñada no se olvida, queda
dentro como poso que se asienta con los años. Pero el tirón de la pareja
es mucho y a ella no le asienta el clima, ni la gente de aquí. Y no nos
tratamos mal, pero se nota.
Capitulo-5-Kiki
Tuve varias desgracias en mi vida.
La primera fue nacer el cuarto de una camada de siete hermanos y, como mi madre era una chucha negra sin pedigrí y mi padre ¿quién sabe?, a los pocos días, en vez de matarme, opción que sopesaron mis amos, me trasladaron a un asilo para perros abandonados.
La segunda, fue irme a vivir, después de ser adoptado por Amelia y Eduardo, al número cuarenta y ocho de la calle de las Huertas. El piso no está mal, con varios balcones a la calle desde donde puedo tomar el sol y otear el paso de mis congéneres, pero…, pero, en el mismo edificio está “La pensión de las Pulgas”.
¡Si conociera al gracioso que le puso este nombre, le hincaría los colmillos en la pantorrilla!
Las bromas, para tener gracia, no tienen que repetirse, sin embargo cada vez que levanto la pata trasera para rascarme el lomo, allí están todos riéndose. ¡Puede que me haya vuelto muy susceptible! ¡Hasta pensé en largarme! Si no supiera qué pasa con un perro sin amo deambulando por la ciudad, lo hubiera hecho. Ya me contaron que un chucho sin dueño no es nadie, peor que nadie, un estorbo, un enemigo, un peligro para la salud y unas cuantas tonterías más. Entonces mandan una brigada de laceros para capturarlo y... se termina con una inyección letal como si uno fuera un asesino.
La tercera desgracia es mi nombre: Kiki. Cuando Amelia me llama en el parque no atiendo, como si no fuera conmigo. Hasta el punto de que mis amos empezaron a pensar que era sordo. Es un nombre ridículo. Denota una falta total de imaginación. Quizás no estaría tan mal para un Yorkshire o un Chihuahua, un animalito pequeño. No es que sea yo muy grande, no tengo el tamaño de un mastín, no, y por eso me eligió Amelia, porque iba a ser de tamaño mediano, un perro que cupiera si fuese necesario en el maletero del coche, un animal que no la arrastrara en carreras locas tras las palomas sin que pudiera dominarlo.
Kiki, “El Pulgas”, me llaman mis congéneres del barrio. Más les vale no ponerse a mi alcance porque en cuanto a colmillos los tengo bien afilados.
Si nos mudáramos mi vida sería perfecta, aunque perdería a Lourdes, la vecina. “La Cíclope”, como la llama Eduardo, porque siempre tiene el ojo pegado a la mirilla.
A mí, Lourdes me gusta. Un fin de semana en que mis amos se iban de viaje me dejaron en su casa. Antes de marcharse, Amelia le entregó mi escudilla y un paquete de pienso. Debo decir que odio el pienso para perros. Todos los días el mismo menú. Es para vomitar de aburrimiento. Lourdes comía en la cocina y yo me senté en el suelo a su lado con el hocico sobre sus rodillas.
—A ver si te dejan más a menudo, así me harías compañía.
Mientras me hablaba y me ofrecía trocitos de pan mojados en salsa yo movía la cola de pura alegría. Una delicia. Luego me sirvió un plato rebosante de arroz y huesos de chuletas de cordero, todavía chorreando grasilla. Se me quedó el estómago como un balón y tuve que echar una siesta encima de su cama.
Amelia me quiere, me da de comer todos los días, también me deja subir al sofá o a la cama nada más cerrarse la puerta, cuando Eduardo se va a trabajar. ¡Sin comparación con el refugio! Lo único que le podría reprochar a mi ama, (aparte de darme solo pienso), es la manía de bañarme. No me puedo escaquear, ni escondiéndome debajo de la cama. Odio el olor a champú.
Según pude enterarme a lo largo de los dos años que llevo viviendo con Eduardo y Amelia, me adoptaron porque no tenían hijos —se lo recomendó el psicólogo a Amelia, como le oí contar a su amiga Carmen—, y por lo visto no los iban a tener. Creo que es cosa de él, no quiere limitar su libertad, llegó a decir un día. Podrían haber comprado un bebé robótico, como hacen los japoneses; lo sé porque se lo propuso riendo Álvaro a Amelia. Parece ser que lo cuidas como una criatura de verdad, llora y pide comida, aunque puedes guardarlo en el fondo del armario cuando te cansas, y si se pone a pitar en signo de protesta siempre tienes el recurso de quitarle la batería. Pero sería mucho más caro.
En cuanto a ella, no sé qué pensar. A veces sospecho que si me adoptó fue para poder salir cuando le diese la gana, con el pretexto de que tengo que hacer mis necesidades. Cuando queda con Álvaro, apenas tengo tiempo de levantar la pata porque anda muy de prisa, como si se le fuera a quemar el trasero.
Lo peor ocurre cuando se citan en un café, entonces me atan al pie de un árbol meado. Estoy indefenso durante media hora, a veces más, inquieto porque une vez me atacó un rottweiler y estuvo a punto de despellejarme.
Si dispone de más tiempo, vamos a casa de él. Me encierran en la cocina sin ni siquiera ponerme agua. A Álvaro no le gustan los animales, lo dijo un día. A mí me tolera porque así tiene a Amelia para revolcarse. Si cree que no me entero, se equivoca. Aunque me hago el dormido, tumbado debajo de la mesa de la cocina, oigo y huelo. Habría que estar completamente sordo para no oír.
Cuando Eduardo está de viaje, Álvaro se presenta en casa. Noto su olor al salir del ascensor y empiezo a ladrar antes de que llame al timbre.
—Calla, tonto —me grita Amelia—. Solo es Álvaro.
Justamente por eso ladro. Él y yo, nos detestamos. Cuando Amelia abre la puerta, al asqueroso aroma de Álvaro se suma el tenue olor de Lourdes detrás de la mirilla; entonces salgo un instante al descansillo y muevo la cola en signo de reconocimiento.
Que Amelia tenga un amante, no me extraña. No sé si en días pasados amó a Eduardo, pero últimamente son discusiones tras discusiones y portazos. Ayer, por poco me pillan el rabo con la puerta del dormitorio
Eduardo es un borracho que no me deja subir al sofá. Cuando ella no está, saca una petaca de detrás de un libro gordo de la biblioteca. Tiene botellas escondidas en los lugares más insospechados. Alguna vez acaba tan beodo que apenas puede articular palabra y no se le entiende. Lo que yo sí entiendo es que más me vale, entonces, desaparecer debajo de la cama y hacerme el muerto, el invisible, el inexistente, si no quiero recibir una patada en los lomos.
El mejor recuerdo de mi estancia en casa de Eduardo data de un año, cuando visitó a su tío José. Del viaje no puedo contar nada. Lo pasé dormitando sobre una manta en el maletero del coche. ¡Qué otra cosa podía hacer! Desde dentro no se veía nada, pero al llegar fue una sinfonía de olores desconocidos para mí. Nunca había estado en el campo.
Las vacas son unos monstruos enormes. Su olor es embriagador. Retocé en el suelo de la cuadra, en medio de las boñigas aprovechando la ausencia de Amelia y a nadie le importó.
Luego fui a correr, a campo traviesa, con el setter de la finca y durante un par de días dejé de ser “El Pulgas”. Maravilloso. Por mí, me habría quedado allí el resto de mis días.
Mi vida era aceptable, incluso feliz a veces...
Hasta hoy, que llegó la catástrofe.
Capitulo-6-Gregorio
He vuelto a Madrid después de una terrible experiencia en México. Me llamo Gregorio y soy un detective privado ya retirado.
Sigo recuperándome de una grave lesión en el hombro que tuve mientras investigaba una red corrupta ligada al narcotráfico. Tras un fuerte tiroteo con armas automáticas, en una emboscada de la DEA, me hirieron, logrando escapar de milagro en una balsa. Aún me duele mucho la dislocación que me produjo la bala. Después de esto me volví un obsesivo-compulsivo, comprobando, en rituales interminables, que puertas y ventanas estuvieran cerradas, pues temía asaltos.
Desde aquel suceso llevo ya dos años inactivo como detective. Hace uno que falleció mi esposa Remedios tras una larga y dolorosa enfermedad. Ello me sumió en una profunda depresión. Mi psiquiatra, además de recetarme muchos fármacos, me recomendó que realizara alguna actividad que me distrajera. Y me puse a escribir una novela sobre los clanes criollos.
Entonces vino la llamada de un cliente, alguien que dijo llamarse Eduardo Leite. Insistió mucho en venir a verme para explicarme su caso. Era tan persuasivo que no supe negarme. La noche anterior a la cita tuve otra de mis pesadillas: un ´narco´ disparaba a mi mujer una y otra vez, y yo no era capaz de poner mi cuerpo en medio para detener las balas, bloqueado por el miedo. Me desperté empapado en sudor.
Ay, mi pobre Remedios... Tras una juventud vegetando en trabajos aburridos, bebiendo, matándome a pajas, tuve la suerte de encontrar una criatura comprensiva y cariñosa, capaz de soportar todas mis manías. Vivimos seis años muy felices; me apoyó en mi carrera definitiva de detective privado. Me alegraba la vida ver cada día sus ojos de caramelo y su melena rizada. Solía recordarla sentado en un banco del parque, lloroso, melancólico. Sentía no haberle dedicado más tiempo a causa de mis viajes.
Su muerte lo cambió todo. Desde entonces afloró el otro Gregorio, el taciturno y oscuro, con neurosis galopante que los bares no curaban. Volvieron los fantasmas de una dura adolescencia como bicho raro, feo, bajito, tartaja, con dificultades para relacionarme con los demás, sobre todo con las féminas, esos seres tan fascinantes como inaccesibles. Afloraron todos los traumas latentes de alma solitaria por tantas calabazas e incomprensiones. El psiquiatra no solucionó mis conflictos internos.
Me estaba lavando las manos por vigésima vez aquella mañana cuando Eduardo llamó a la puerta. Me quedé muy sorprendido al recibir a aquel curioso individuo. Le habían aconsejado contactar conmigo por "ser el mejor detective de Madrid". No hubo manera de convencerle de que yo ya estaba retirado y convaleciente. Me insistió y me ofreció una suma de dinero nada despreciable por atender su caso.
Hacía mucho tiempo que no me ocupaba de asuntos relacionados con infidelidades. Se lo advertí con ganas de dar por zanjado el asunto y volver a mis manías cotidianas. Pero aquel tipo solo me quería a mí. Más tarde supe que había sido Teodomiro García quien le había suministrado mi referencia. Fue su antiguo jefe, que había sido cliente mío muchos años atrás y había quedado muy contento con mi labor. Aquella vez me escondí en el armario de la habitación del hotel donde su esposa y su amante se encontraban. Hice tres carretes enteros y un vídeo de sus desaforadas prácticas. Fue un alegato demoledor en el juicio civil de divorcio, tras la demanda de Teodomiro, pues ella se había negado a llegar a un acuerdo. Recuerdo que este fue el noveno litigio por adulterio que un cónyuge ganaba por mi trabajo.
—Acepte el caso, don Gregorio. ¡No soporto que mi mujer tenga un amante!
Eduardo hablaba con mucha pasión. Me contó la historia de su relación con Amelia. Afirmaba quererla mucho, pero decía que solía mentir compulsivamente.
—Al principio solo era un juego que ambos compartíamos. Yo era su cómplice, es verdad, pues la veía gozar mucho cuando los demás creían todas sus mentiras…
También me contó que ella estaba obsesionada con las dietas, aunque era muy esbelta. No paraba de tomar medicamentos para adelgazar. Los obtenía gratis pues era farmacéutica.
—Un día, a la vuelta de unas vacaciones, se pasó el día entero solo hablando de sus michelines imaginarios...
Ese día Eduardo empezó a sospechar que las salidas de su mujer no eran solo para pasear al perro. Se veía con alguien. Al volver olía a otro hombre. Y necesitaba pruebas claras de que se trataba de un adulterio. Los celos le corroían por dentro.
—Descubrir este engaño me amargó el carácter, no sabe hasta qué punto, don Gregorio. Yo era festivo y alegre; me gustaba mi trabajo de informático, e ir de vez en cuando al pueblo a visitar a mi tío José. He perdido ya toda la ilusión vital.
Al escuchar esta frase me conmoví. Sabía muy bien lo que significaba eso de perder la ilusión vital. Entonces me vi ahí, en la foto de la repisa, joven y quijotesco, seguro y firme ante la adversidad. Cómo me gustaría recuperar el espíritu indagador y fresco de los viejos tiempos. Sí. Intentaría pillar in fraganti a Amelia con su amante.
—Está bien, Eduardo. Lo intentaré, pero no le prometo nada; no estoy aún en plena forma, me duele mucho el hombro. Deme sus datos y veré qué puedo hacer.
Lo primero, fui directo a la farmacia donde Amelia trabajaba. La dependienta que me atendió me explicó que ese local en realidad no le pertenecía a Amelia sino a su padre, un acaudalado senador catalán. También averigüé cómo la farmacéutica, al acabar la carrera, pudo montar allí su negocio. Un asunto algo turbio. Después hablé con otras farmacias del barrio; se quejaron de los influyentes y misteriosos contactos del senador; así obtuvieron la exclusiva del suministro de una gran multinacional norteamericana. Por ahí tenía varios cabos para ir avanzando en la investigación.
Días después me dio la cháchara una tal Prudencia, clienta habitual de la farmacia de Amelia. Era una anciana más pesada que las piedras. Tuve que soportar su interminable verborrea, lo único relevante que me contó fue que un día la vio bajar de un extraño coche negro.
Sin embargo, aparte de las excentricidades de su carácter y su manía de mentir, no parecía haber algo gordo oculto tras esa mujer, presentada por su marido casi como una femme fatale de película.
Tras dos semanas de pacientes esperas, agazapado en mi viejo Cadillac azul, localicé por fin el rastro de su ruta. En efecto, Amelia tenía un amante, un tal Álvaro.
Algunas veces, mientras Eduardo estaba trabajando en su oficina, yo veía a Álvaro llegar al piso del matrimonio en la calle Huertas. ¡Qué descaro, citarse en su propia casa! Le pedí a Eduardo que si me podía prestar la llave de la casa para hacer un duplicado, sin explicarle todavía cuál era mi plan.
—Sé que Amelia tiene una habitación que usa como estudio de pintura. Sólo me gustaría buscar entre sus cosas y tomar algunas fotografías. Quizá encuentre alguna pista —le dije a Eduardo.
Una noche, después de ver a Amelia y Álvaro dirigirse hacia un lujoso restaurante para cenar, decidí utilizar la llave de Eduardo e inspeccionar el piso. Estudié el espacio. Fotografié la agenda de citas de Amelia. Encontré un espacioso balcón que me permitiría observar cómodamente el adulterio y hacer las fotografías.
El día llegó. Al principio tuve algunos contratiempos. Primero, la llave no quería abrir, hubo que forzar la cerradura. Después tropecé con un busto de escayola. Y el remate fue que al abrir una puerta apareció un chucho peludo que empezó a ladrarme con mirada de odio. Le pegué una patada, aun así seguía gruñendo. Al empezar a olisquear en la portezuela del balcón le di a comer de mi rico narcótico. Luz verde para las fotos, bien parapetado, no podían verme.
Se quedaron en ropa interior. Qué lástima, con lo que me gustaba ver cuerpos hermosos totalmente desnuditos. Tengo una buena colección en mi álbum profesional. Esta vez todo fue muy convencional, nada raro, la postura del misionero, lo típico en las infidelidades desde tiempo inmemorial. Pero empecé a sudar, era yo quien estaba nervioso. Mirando a través de una rendija me sentía extraño y turbado de excitación furiosa. Tuve una erección espontánea; eso ya me había pasado en otras situaciones similares, lo había atribuido a estar encerrado en una postura incómoda sin poder hacer ruidos. Pero en esta ocasión estaba comodísimo, me movía con soltura en el balcón, tomando fotos con calma y precisión. Y mi excitación aumentaba. Estaba sorprendido de sentir placer al verlos follando como posesos. ¿Era digno y profesional semejante insubordinación de mi libido? ¿Qué derecho tenía a espiar? ¿Acaso era yo mejor persona que ellos? Me di cuenta de lo absurdo de mi situación. No tenía sentido como trabajo excitarse viendo a dos amantes. Vi claro entonces que mi vida era una farsa grotesca. “No soy más que un voyeur que lo ignoraba, me he engañado a mí mismo durante muchos años”, pensé desolado.
Y sólo en ese instante fugaz, en que una fuerza primitiva y sobrehumana me obligaba a zarandear mi verga, entonces supe que me había jugado la vida en México inconscientemente para evitar verme en una situaión tan penosa. Recordé que cada vez me agobiaba más con estos casos. Sólo ahora sabía por qué tenía esos sudores fríos en la espalda y la emoción intensa en violar las casas, esconderme, y contemplar el espectáculo. Para huir de eso había dejado de investigar los adulterios.
Me quedaba solo una cosa por hacer para constatar mi confusa mezcla de horror y fascinación por la verdad recién descubierta: me bajé la cremallera de la bragueta y me masturbé con frenesí sobre una maceta incapaz de protestar, mientras la pareja alcanzaba el clímax de su faena erótica, tras media hora de ejercicios gimnásticos. Alcanzamos los tres a la vez el orgasmo, casi suelto un grito.
Se vistieron y se marcharon. Mientras revisaba el escenario para no dejar huellas y terminar mi trabajo, me encontré una botella de licor guardada tras un lienzo. Era un whisky añejo de veinte años. Tomé una copa y me largué. Al salir y cerrar la puerta, se cayó la letra B del piso y me golpeó en la cabeza. Por más que lo intenté no pude ya reajustarla en su sitio.
Quedaba entregar las pruebas a Eduardo y cobrar los tres mil euros. Juré que ya no volvería en mi vida a investigar nada; me centraría en terminar mi novela; tenía ya encarrilados los personajes criollos. Dejé el material en mi casa y me fui al cine para relajarme un poco. Luego di un paseo y recordé a Remedios. No resucitaría por mucho que la imaginara con su sombrero de seda. ¡Cuánto la quería y lo poco que me había ocupado de ella! Ante el juicio implacable de mi mismo, constataba mi decadencia. Decidí emborracharme.
Al volver a mi casa tambaleándome no vi que la cerradura estaba forzada, entré y me acosté vestido. Al día siguiente, tras despertar de la resaca, menudo panorama: los cajones abiertos, los papeles de la novela desperdigados por el suelo, armarios destrozados, la vajilla rota. ¡Me habían robado el material fotográfico! ¿Quién podía saber que estaba haciendo esta investigación? ¿Por qué era tan importante un simple caso de adulterio?
“Esto da un giro de ciento ochenta grados”, me dije frente al espejo, lavándome la cara. Mi expresión estaba transfigurada. Tras años de letanía, ¡había un Gregorio fuerte, seguro, renacido!, como en años juveniles en que soñaba heroicamente resolver los grandes misterios de novelas policiacas.
No llamé a la policía. Toda la rabia contra mí mismo se esfumó con el asalto. ¡Este era mi caso y lo iba a resolver para redimirme! Algo gordo había detrás de esto. El antaño gran Gregorio tenía que averiguarlo para superar su fracaso. Al diablo las familias de clanes criollos. Ordené mi casa buscando pistas de quién la hubiera allanado. Finalmente, encontré un trocito de tela de una solapa enganchado en la puerta de entrada. Había un extraño logotipo cosido. Acudí al Registro de Marcas; pertenecía a la Bodypharma Corporation, una empresa farmacéutica norteamericana.
Tenía que indagar y fui a la central de la compañía en Madrid. Soborné a un empleado que me informó de un laboratorio secreto en Barcelona donde investigaban un nuevo fármaco experimental para mejorar la salud reproductiva.
—Cuando lo comercialicemos, la tasa de natalidad en España volverá a crecer tras décadas de estancamiento —me aseguró guiñándome un ojo—. Será la más grande revolución en la sexualidad desde la píldora anticonceptiva. El invento del siglo veintiuno.
No quiso darme más detalles.
Al salir de la sede de la farmacéutica casi me doy de bruces con Teodomiro, mi antiguo cliente. Iba yo camino del aparcamiento al aire libre que rodea el recinto de Bodypharma, en donde había dejado mi Cadillac a la sombra de unos robles. Y entonces le vi, a unos diez metros, hablando serio con un par de empleados de la compañía que estaban a punto de entrar en un coche negro. Me escondí tratando de escuchar, pero el ruido de los pájaros me entorpecía. Vaya, vaya, ¿qué demonios hacia él allí? Me encogí de hombros, y cuando se despidió y montó en su propio coche, me dispuse a seguirle con el mío. La mala suerte me hizo perderle en la entrada a una rotonda de la M-40, debido a un corte del tráfico por un accidente. Bloqueado en el volante y malhumorado, empecé a atar algunos cabos, y se me ocurrió: ¿por qué no hacia una visita a la empresa de Eduardo, por si las moscas?
La gran fachada de ventanales oscuros de metal vidriado con vigas azules de hormigón entre decoración futurista, alzándose en el moderno edificio de la Ahtworld Translimited Iberia Corporation, me impresionó bastante, pero no me dejé por ello amedrentar, y traspasé la puerta giratoria con ánimo firme y decidido. Me hice pasar por un inspector laboral. Un empleado me llevó al sótano, mostrándome copia del albarán sellado que acreditaba cumplir la ley. Le vi muy saturado de trabajo, y en un descuido, mientras hablaba por teléfono, me escapé y me puse a buscar documentos en los archivos. No encontré nada relevante, salvo unos albaranes con extraños pagos con el haber en blanco, venidos desde Barcelona, con las iníciales A.T., que fotografié. Entonces subí a la planta de las oficinas ejecutivas. Allí me encontré con Lupita, antigua secretaria de Teodomiro, ya la conocía desde su caso de divorcio. Me contó que su nuevo jefe, Fulgencio, estaba de viaje de negocios en Qatar. Y me aseguró que Teodomiro conocía bien al senador Andreu Tomasa, ella le vio media docena de veces visitando el despacho de su ex-jefe. No le interesaba escuchar de qué hablaban, aunque una vez, sólo por casualidad, le pareció oírles charlar por el telefonillo interno sobre la infidelidad.
—Curioso tema en una reunión entre un político y un hombre de negocios, ¿no le parece?
—Gracias por la información, Lupita, si es necesario volveré a verla.
Y me marché de allí con la convicción de que no se trataba de una simple casualidad.
Esa misma tarde regresé a la farmacia de la calle Lope de Vega, para seguir con mis pesquisas. Tras el mostrador me encontré a la dependienta que me había atendido la vez anterior. Amelia estaba de viaje, me informó. La mujer me resultaba desagradable, tuve que impostar algunas artimañas para conseguir invitarla a cenar. Necesitaba obtener más datos sobre la Bodypharma Corporation.
Carolina, la empleada de Amelia, parecía estar muy enterada del proyecto del nuevo fármaco. Al principio no quería hablar por miedo de perder su trabajo, pero al final, con la ayuda del vino se fue abriendo. Me dijo que las propiedades del excipiente se habían descubierto por pura casualidad. En un experimento con mosquitos, se vio que se podía encauzar la libido hacia la misma pareja reproductiva, evitando así la promiscuidad. Los matrimonios serían fieles totalmente, sin desear amantes. Sin embargo, había muchas dudas de que fuera a funcionar y de que la gente comprara ese producto. Entonces, en Bodypharma se abrió una larga investigación, preludio de un debate interno sobre el problema sexual y emocional humano. Los ensayos clínicos demostraron que el sexo es una fuerte droga de origen natural solo regulable con otra droga artificial. Sin embargo, no ahondaron demasiado en las ponencias y renunciaron a la búsqueda de la raíz última de la energía pulsional. Se centraron ya solo en la rentabilidad inmediata del fármaco.
—Con estas pastillas los dramas maritales podrán resolverse. Cerrará el deseo de los miembros de la pareja solo en esta. Voilá. Adiós a las infidelidades, habrá matrimonios que duren siempre —me dijo la empleada ya un poco achispada.
—Y eso, ¿cómo es posible? —le pregunté incrédulo.
—No sé muy bien… Creo que una fuerte dosis de deseo químico inunda el cerebro, y ambos miembros maritales quieren mantenerse fieles, pues olvidan excitaciones peligrosas con amantes furtivos. No se han logrado solucionar los conflictos conyugales, pero al tomarse esa píldora se anestesia el problema.
—Ya veo. Las miserias de cada día se aceptarán con conformismo y resignación, ¿verdad? —pregunté a esa mujer.
Me miró muy extrañada.
—Bueno, eh, a ver, si se llega a ser feliz siendo fiel, ¿para qué pensar en otras cosas? Eso es bueno ¿no cree?
No estaba con ánimo para discutir. Respondí con una evasiva. Luego me relató la buena acogida generalizada que tuvo el fármaco en la encuesta previa.
—Los sectores institucionales están muy contentos con esta idea. Bueno, todos... No. Hay uno que mantiene una actitud, digamos, ambigua: es la Iglesia Católica.
Mis ojos quedaron atónitos, abiertos como platos, no podía dar crédito a eso.
—¡Cómo!, ¿que los curas no están de acuerdo? ¿Cómo es posible que no les guste la idea? Llevan siglos luchando contra el placer en sí mismo, sin causa ni finalidad, condenan que se practique fuera del matrimonio. Si pudiera erradicarse la infidelidad, triunfaría la moral familiar. Los curas estarán encantados con el fármaco.
—Pues fíjese, no. La cosa es más compleja. La curia, de puertas afuera, cuando se venda el producto, nos asegura que animará a comprarlo a la comunidad de fieles, a fin de cuentas la Fe consiste en mantenerse fiel a un pack de dogmas. Sin embargo, de puertas adentro, hay otra actitud, ponen muchos palos en las ruedas de Bodypharma pues, en el fondo, desean que fracase el proyecto —me dijo antes de apurar su cuarto vaso de vino. Estaba muy suelta, sin notar que hablaba demasiado.
—¿Por qué? Sigo sin entenderlo —azucé, aunque ya empezaba a comprender.
—Piense un poco; si cesa el pecado tendrán que cerrar las iglesias. Sin pecado ni culpa, ¿qué harían los confesores entonces, montar estancos o jubilarse?
—Oh, estoy asombrado. No me imaginaba un cálculo político semejante.
—Si no me cree, pregunte al padre Salustiano —dijo con tono un tanto beodo.
—Y, ¿quién es este Salustiano, si puede saberse?, ¿un cura?
—Un cura especial. Lo localizará en la parroquia del barrio donde vive Amelia.
Se levantó para ir al baño y al volver, más serena, no habló más sobre Bodypharma, soltaba evasivas, creo que se dio cuenta de que había revelado demasiados datos.
Pagué la cuenta, me despedí de esa mujer, que me producía una sensación ambivalente. Por un lado, como empleada, me repateaba profundamente todo lo que me soltó. Pero, por otro lado, como mujer, no podía evitar sentir una extraña fascinación. Entre los vapores del vino y la luz de la cena la había llegado a imaginar fuera de todo ese contexto, a miles de kilómetros de allí, en algún harem de Qatar bailando la danza del vientre. Ay, las fantasías de mi mente...
Regresé a casa muy cansado y pensativo. Iría a buscar a los ladrones de mi carrete de fotos ¿Por qué no querían que llegaran esas pruebas de infidelidad al cornudo Eduardo? Por otro lado, intuía que algo muy raro estaba sucediendo dentro de Bodypharma: ¿era Amelia solo un putón verbenero o había algo más gordo? Umm, mientras abrochaba mi gabardina y pegaba una patada a una ruidosa lata, el viejo olfato de detective me indicaba que en este caso había gato encerrado.
Capitulo-7-Prudencia
—Disculpe, don Gregorio, la verdad es que no sé a qué viene todo este interrogatorio. Yo considero a Amelia una de mis mejores amigas. Claro que se preguntará usted cómo una vieja como yo, a punto de cumplir los setenta, pretende ser amiga de Amelia, una mujer joven y hermosa. Bueno, puede pensar lo que quiera. Comprenderá que a estas alturas de mi vida, el qué dirán lo abandoné hace tiempo.
Por suerte, siempre recordaré a Amelia como el primer día en que la vi en su farmacia: el pelo moreno, recogido en un moño alto, y dos mechones ondulados cayendo graciosos por ambos lados de la cara. La bata blanca estaba ligeramente abierta y dejaba ver un vestido azul turquesa bien ceñido.
¿Sabe? Ese día me sirvió para recordar que yo también fui joven. Y aún ahora, cada vez que voy a por mis múltiples medicinas, le doy las gracias por haberla conocido; y más de una vez, me he acercado para decirle: “Usted hace que retorne a mis dieciocho años”. Entonces, ella me mira, sonríe, me agarra del brazo y coloca en él la bolsa de las medicinas. Luego me acompaña a la puerta de salida y me susurra: «¡Cuídese, Prudencia, hoy es más joven que nunca!»
Y ahora, dígame, don Gregorio. ¿Usted sospecharía de una mujer así?
—Señora Prudencia, comprendo que le choquen tantas preguntas. También a mí me resulta embarazoso formular ciertas frases, y más a una señora tan encantadora como usted. No obstante, le ruego que conteste directamente a lo que le pregunto, no sé cómo explicarle, sin tantos recuerdos de cariño hacia su querida amiga. Mi misión es investigar un extraño suceso, relacionado con su estimada Amelia. Y si no le importa, proseguiremos con el interrogatorio.
—Claro, cómo no, don Gregorio, pero antes, y con todo respeto, permítame contarle lo que pasó en otro día inolvidable… que seguro le puede aclarar muchas de sus dudas… en esa misión que usted dice tener entre manos.
—Señora, le ruego que sigamos según mi criterio.
—Sí, sí, no se preocupe, ya verá cómo lo que le voy a contar, responderá a muchos de sus interrogantes:
Un día paseaba por la calle Cervantes, cerca de la farmacia. No tenía que comprar medicinas, sin embargo, pensaba en ella, en Amelia. De pronto, sentí una fuerza imperiosa de verla y contemplar su elegancia. Cuando quise darme cuenta, estaba frente al escaparate de su establecimiento. Me quedé absorta al contemplar dos paneles publicitarios que exhibían unos cuerpos jóvenes; un hombre en bañador y una mujer en biquini. Su piel era tersa y morena. Músculos firmes y ni una arruga, y qué sonrisa… Por todo el espacio, botes, frascos y pequeñas cajas que anunciaban productos milagrosos sobre dietas para lucir un cuerpo joven en el verano, que ya se acercaba. Creo recordar el nombre de la marca: Bodypharma..., o algo así. Esos envoltorios en nada se parecían a mis cajas de medicinas para tratar el colesterol, la tensión, el reuma y demás achaques. Traté de olvidar todas mis dolencias y fijé la mente en la playa, en el calor que penetra por los poros, la brisa, las olas y el mar en calma. Luego palpé mi cuerpo…
—Señora Prudencia, le ruego que no continúe...
—Tranquilícese, don Gregorio. Ya verá como mi relato al final le gustará:
Como le decía, palpé mi cuerpo y sentí frío; todo él era blando y con curvas deformadas. Inmediatamente me retiré del escaparate con la cabeza baja y como un autómata comencé a caminar hacia la plaza de Santa Ana. Me senté en un banco y quise distraerme leyendo una revista. Sin embargo, aquellos paneles se quedaron fijos en mi retina, y, como por inercia, retorné a la farmacia. Esta vez no me detuve en el escaparate. Me acerqué a la puerta y la abrí. Alcé la vista hacia el mostrador. La empleada de Amelia atendía a la gente que formaba fila. No me atreví a preguntar por ella, hubiera sido bochornoso ante tanta clientela, y salí de la farmacia un poco avergonzada. Pero cuál no sería mi sorpresa, cuando al llegar a la esquina me llamó la atención un coche negro con las luces encendidas. La puerta trasera del coche se abrió y Amelia salió. Esta vez llevaba la melena al aire y un vestido rojo, por encima de las rodillas y con escote pronunciado. ¡Dios! ¡Qué majestuosidad!, me dije. Las fotos del escaparate, si fueran de verdad, la envidiarían. Yo le sonreí; ella me miró sorprendida y me preguntó:
—¿Qué le pasó, se le han terminado ya las medicinas de la tensión?
—No, no —le contesté antes de arrepentirme del ridículo que hacía frente a ella, y continué—: Me gustaría hablar a solas con usted, ¿podría volver cuando ya no haya gente?
Ella se adelantó de inmediato.
—¿Le ocurre algo grave?
Yo no sabía qué decirle y nerviosa le contesté:
—No, no, aunque creo que sí, pero si no me puede atender… volveré otro día.
Entonces, Amelia miró a través de los cristales; comprobó que su ayudanta no daba abasto con la clientela. Se volvió hacía mí y decidida contestó:
—Sí. Es preferible. Vuelva más tarde… o mejor otro día, disculpe.
Yo le sonreí.
—Por Dios, no tiene por qué disculparse. Hasta pronto.
Luego ella, antes de entrar en la farmacia, levantó un brazo y con la mano hizo un gesto de despedida al hombre que agarraba el volante del coche. Este gesto me llamó la atención, y pensé: qué hombre tan bien parecido, debe de ser su marido. Respiré de satisfacción; eran la pareja ideal. Luego enfilé mis pasos un poco acomplejada, sin saber adónde iba.
—¿Y por qué creyó que aquel hombre del coche, era el marido de Amelia?
—No tuve la menor duda. Los dos eran como dos gotas de agua que podríamos reconocer incluso en un océano.
—No esté usted tan segura, señora Prudencia. Y no se fié tanto, podría acarrearle graves consecuencias.
—No lo creo, y por el momento me siento muy segura con mi farmacéutica… a pesar de que una vez vi algo que me dejó preocupada.
Habían transcurrido varios días sin atreverme a pasar por la calle Lope de Vega, la de la farmacia. Suerte que aún me quedaban medicinas; pero mi deseo de hablar con Amelia me asfixiaba. Necesitaba con urgencia que me diera algún remedio para reformar mi cuerpo y convertirlo en otro parecido a los del escaparate. Quería que me informara sobre esos fármacos milagrosos de nombre Bodypharma, o cómo sea que se llamaran. Sin embargo, tenía miedo de hacer el ridículo, no sabía cómo plantearle mi necesidad. Por respeto hacia ella, dejaba pasar el tiempo…
Un día soleado salí con mis amigos y nos sentamos en una terraza, cerca del Paseo del Prado. Mientras conversábamos mi mirada se fijó en una pareja, sentada en otra mesa. Sin duda era ella, Amelia. Esta vez, vestía traje de chaqueta gris y gafas oscuras. Le acompañaba un hombre con cazadora, camisa de rayas, gafas de pasta negra, poco pelo, y eso sí, un estómago bastante voluminoso, y a su lado tres cervezas vacías. Me dio un vuelco el corazón; aquel hombre nada tenía que ver con el que vi en el coche negro, cerca de la farmacia, tres semanas atrás. Elvira, mi mejor amiga, me llamó la atención:
—Prudencia ¿te pasa algo?
—No, nada. Bueno…, estaba pensando que pronto llegará el verano y estos ocho kilos de más que tengo encima tienen que desaparecer, me siento mal. Tú, en cambio, hay que ver qué bien te conservas. No sé cómo lo haces.
—Pues ya ves, como de todo… es que yo soy así; aunque no te creas, últimamente me encuentro más pesada y trato de esconder el flotador de la cintura. También a mí me gustaría hacer algo y conservar mi peso normal.
—Qué va, mujer, no será para tanto. Yo te veo como siempre de guapa. Ojalá mi cuerpo se pareciera al tuyo. Pero ya verás cuando yo me ponga a plan, no me vas a reconocer.
Nos reímos con ganas y el resto del grupo se percató de nuestra conversación. Todos quisieron saber cuál era mi plan y les tranquilicé:
—No os preocupéis, ya os contaré, ¡creo que al fin tengo una fórmula mágica!
Luego todos nos divertimos un rato, señalando cada uno las partes más rellenas de nuestro cuerpo. Y terminamos haciendo planes para las vacaciones de verano. Al despedirnos, Elvira se contoneó y pronunció mi nombre:
—Pruden… espero que nos cuentes pronto esa fórmula mágica, a todos nos vendría bien —de nuevo nos despedimos entre carcajadas.
Después de contar esta anécdota me preguntó el inspector:
—Señora Prudencia, ¿y usted se marchó sin despedirse de su querida Amelia? ¿Y de aquel hombre que podría ser su marido?
—Sí, me marché sin despedirme. No me pareció oportuno. Además, bastante tenía en ese momento con disimular ante mis amigos.
—¿Por qué tendría que disimular? Es que entre sus amistades, ¿no se cuentan cotilleos del barrio?
—Claro que sí; y muchas veces se dicen tonterías, que no sé dónde ven tantos fantasmas. “Que si Amelia es una mujer de vida alegre, que da mucho que hablar, que sí su padre habiendo ocupado cargos tan altos, tiene negocios muy oscuros y más y más.” Yo no les presto ninguna atención porque nadie me ha demostrado nada, todo son habladurías. Tratándose de Amelia, para mí los cotilleos pierden su valor. Y volviendo a mi deseo de adelgazar, escuche lo que le voy a contar:
Pasaron los días y precisé de más medicinas. Pensé, ésta es la ocasión y no puedo perderla. Me abroché un vestido blanco de gasa con flores, a juego con unos zapatos abiertos, ¡ah!, tampoco olvidé una pamela de color azul y unas gotas de Chanel. Rezaba para que Amelia estuviera sola en la farmacia. Yo me sentía radiante, me olvidé de los complejos de los días anteriores. ¿Por qué no podía soñar con un cuerpo parecido al de los anuncios del escaparate?
Caminaba por la calle como si flotara y llegué a la farmacia. Allí permanecía el escaparate de Bodypharma intacto, reclamando la atención. Ojeé a través de los cristales; en el interior no se veía a nadie. La puerta principal estaba cerrada, pero en un lateral, una puerta más pequeña dejaba entrever una abertura. Apoyé mis manos y ésta se abrió por completo. Apenas había espacio, debía ser el almacén de la farmacia por el montón de cajas apiladas. Entré con sumo cuidado y escuché risas. A punto estuve de huir, pero el ansia de hablar a solas con ella me detuvo. Luego, volví a la entrada, coloqué la puerta en su posición inicial y la golpeé varias veces.
Al poco rato sentí pasos, era ella; esta vez no llevaba la bata blanca y sus manos ordenaban el pelo alborotado.
—¡Ah!… ¿Es usted?, Prudencia… Pero, ¿qué hace aquí?
—Disculpe que le moleste, vengo a por mis medicinas y si es posible hoy, me gustaría hablar con usted.
—Claro, claro —me respondió con una sonrisa de oreja a oreja—. Espere un momento en la puerta principal, enseguida le atiendo, faltan unos minutos para la apertura.
Entonces dijo el inspector:
—¿Y al final, no supo si había alguien más en el almacén?
—¡Uy!, ya es tardísimo. Lo siento, señor Inspector, eso se lo contaré otro día. Debo irme. Me esperan para ir al teatro.Capitulo-8-Salustiano
Me senté en el despacho parroquial todavía reflexionando sobre las cualidades de aquel fármaco milagroso. Nos habían prometido unos beneficios económicos nada despreciables...
Acababa de llegar a la parroquia después de otra acalorada reunión con los distribuidores de la Bodypharma Corporation, cuando una joven pareja entró.
Esa tarde me tocaba ocuparme de atender las visitas.
—¿Qué os trae por aquí pareja?
—Bueno… Hemos venido a… En realidad, solo queremos… Información. Sí. Nuestra visita es solo para pedir información —dijo balbuceante Eduardo.
—Muy bien, muchachos. Ahora me diréis sobre qué queréis información.
—Verá usted, padre… Hemos decidido casarnos por la iglesia y queremos saber todo lo que hace falta —dijo decidida Amelia.
—Vaya, vaya, vaya… Así es que habéis decidido casaros por la iglesia… En estos tiempos… Donde todo es laicismo… Tendré que daros la enhorabuena por esa decisión… Vaya, vaya, vaya… Mirad: aquí, en este tríptico, están todos los documentos que debéis aportar, y una cosa sí que os quiero decir: es absolutamente obligatorio para los dos realizar el cursillo prematrimonial. No os confundáis. Solo con los papeles, este cura no os casa… ¿Queda claro?
—Sí, sí… Aunque me gustaría saber algo más del cursillo ese… —dijo Eduardo.
—Antes de nada —dije—, quisiera saber si sois de este barrio, si pertenecéis a esta parroquia… Es una pregunta obligatoria, como comprenderéis.
—Yo, sí. Vivo en la calle de Huertas, número cuarenta y ocho. Mi padre, senador y farmacéutico, que quizá conozca, tiene la farmacia que hay en la calle Lope de Vega esquina con la cuesta de Las Trinitarias. Mi novio, no. Mi novio es de León…
—¡Eso puedo decirlo yo, Amelia! —la cortó con energía Eduardo y prosiguió—. Vivo de alquiler, comparto piso con dos compañeros de trabajo, en este mismo barrio, en la calle de Echegaray...
—Como comprenderéis todo esto es un formalismo… La parroquia oficia el sacramento del matrimonio, entre otros, de manera gratuita, para sus feligreses… No obstante, luego, siempre existen donaciones para una causa o para otra, ya sabéis cómo está ahora nuestro mundo, la gran cantidad de necesidades, pero no os quiero aburrir… Por cierto ¿En qué día habéis pensado para celebrar la boda?
—Queríamos casarnos el próximo año, el 23 de marzo, a ser posible… —dijo Eduardo después de recibir una indicación de Amelia para que respondiera él.
—Vaya, vaya, vaya… así es que el 23 de marzo, San Matías, cuando se igualan las noches con los días —comenté al tiempo que miraba una gran agenda que había sobre la mesa—. Parece que ese día, no hay ningún inconveniente. Salvo una cosa: el cursillo prematrimonial, sobre el que antes me ibas a preguntar algo —concluí dirigiéndome a Eduardo.
—Sí, bueno… En realidad… Quería saber la duración, el lugar dónde se realiza, los posibles horarios, si es necesario documentarse… No sé… Todo eso…
—Ya sabe, padre, que ahora los trabajos… —apostilló Amelia continuando la intervención de Eduardo.
Después de consultar nuevamente la gran agenda de mesa, dije:
—Tenemos por costumbre hacerlos los diez últimos días de los meses impares, siempre, claro está, que haya futuros contrayentes. He mirado la agenda y puedo confirmaros que tendremos en noviembre y en enero. En uno de los dos deberéis apuntaros. A mí, particularmente, me gustaría que fuera en el de enero, hay menos parejas inscritas y la proximidad de la boda así lo aconseja.
—¿Tenemos que decidirlo ahora? —preguntó Amelia.
—No, no, no… Aquí, en el tríptico que os he dado, vienen los teléfonos y los horarios del despacho. No hace falta que vengáis, seguramente cogeré yo el teléfono… y no os olvidéis de los certificados y del resto de documentos. Leedlo tranquilamente y, si os surge alguna duda, ya sabéis… ¿de acuerdo?
—Muy bien, padre. Ya nos pondremos en contacto… Y muchas gracias por atendernos… —dijo Eduardo extendiéndole la mano, actitud que imitó Amelia, diciendo:
—Muchas gracias, padre Salustiano, lo leeremos detenidamente.
Recuerdo perfectamente la entrevista que tuvimos cuando vinieron a informarse para contraer matrimonio. Fue algo mágico, es de esas veces que quedas fulminado por una fuerza superior. Su mirada me penetraba de tal manera que no podía sujetarla. Anduve esquivo todo el tiempo. Cada vez que la miraba, automáticamente clavaba sus ojos en los míos haciéndolos esclavos de su intensidad. Durante toda la tarde y algunos días más, tuve la sensación de que Amelia poseía algún poder que le permitía leer los pensamientos. ¿Todos los pensamientos? ¿Solo los míos? O por el contrario, se trataba de alguna flaqueza mía. No. No podía ser fragilidad. Soy un hombre duro. Era ella.
La había visto varias veces por el barrio. Sabía de sobra dónde estaba la farmacia donde trabajaba. También conocía al viejo y puritano senador, su padre. El día esperado había llegado: ¡por fin me había cruzado con ella!
Lo primero que me vino a la mente es que se me abrían unas puertas. Aunque, si he de ser sincero, casi hubiera preferido que siguieran cerradas. Es terrible la ambivalencia con la que vivimos los sacerdotes.
Cuando me examino y analizo los hechos que pueden haber formado mi personalidad, siempre me vienen los años que pasé en el Seminario Conciliar de Segovia. Don Justino, ese cura maricón que me metía mano, que lo intentaba, ¡al menos! Las palizas que me dio por chismorrear algo. La fe. ¡Ay la fe! ¡Cuántas luchas internas! Llega el momento de cantar misa y se apoderan de ti las circunstancias. Y ahora ¿qué? ¿A quién hago yo mal por comportarme, digamos, políticamente incorrecto? Sí. Es cierto. Soy sacerdote. Y con dos cojones, ¡por supuesto! De débil, nada de nada. Es con esa mujer… Solo y exclusivamente con esa mujer… Me puede… Tengo que descubrir su secreto…
Él, Eduardo, no vino a confesarse, sin embargo, ella, Amelia, hizo conmigo lo que quiso. ¡Qué confesión, Dios mío! Consiguió que le diera la razón en qué es pecado o no es pecado, lo que queremos nosotros que sea. ¡Qué bruja maldita! Su tono de voz, sus argumentos, su cadencia, todo ello envuelto en una sensualidad apabullante que me desarmaba. Utilicé varias técnicas para no dejarme seducir y fallé.
Cuando la utilizaba en mis noches de placer solitario, siempre quería ser yo el dominante y al final, resultaba vencido por su abrumador magnetismo. ¿Pero qué coños tiene esta mujer que no tengan otras? Me lo he preguntado muchas veces.
¿Y qué hacer cuando
una fuerza irresistible se apodera de ti? Luchar. Obviamente, hay que
luchar. Siempre hay que luchar. Otra cosa es que decidamos,
convenientemente, luchar a favor o en contra de esa fuerza. Yo, en mi
caso, sabía con anticipación de qué lado me pondría.
Capitulo-9-Carmen
Conozco a Amelia de toda la vida. Al echar la vista atrás y rememorar mi infancia, mi primera juventud, en fin, los distintos periodos de mi vida, siempre aparece ella en algún momento.
No siempre fuimos amigas. Vivíamos en calles cercanas de Barcelona, yo en Aribao y ella en Muntaner. Nuestras madres se conocían porque, durante nuestra infancia nos paseaban por los mismos parques, el de Turó y el de Moragas; después, a veces coincidíamos en Can Jorba merendando las famosas ensaimadas o en la chocolatería Petrixol que tenía el mejor chocolate de la ciudad. Entonces, mientras ellas charlaban, nosotras nos entreteníamos jugando con los cubiertos y las servilletas. Después cada una volvía con su grupo. A esa edad se salía con los padres y nuestros amigos eran los hijos de sus amigos.
No íbamos al mismo colegio. Yo iba a las Teresianas de Ganduxer y ella a Jesús María, pero nos veíamos en el tranvía y nos gustaba charlar y comentar los últimos sucesos del club de polo, al que ambas pertenecíamos.
Así empezamos nuestra amistad, pero los recuerdos más claros comienzan a partir de aquel verano que pasamos juntas e internas en el colegio al que nos habían mandado para preparar unos exámenes.
Aquellos meses me sentí un poco traicionada por Amelia. Se rodeó de compañeras que la seguían y escuchaban con admiración. Yo me mantenía a cierta distancia observándola y reflexionando sobre su carácter. La verdad es que era una chica brillante. Hablaba con soltura y seguridad. Tenía un gran vocabulario y sus ideas eran siempre originales y avanzadas. Como también poseía una buena memoria, introducía en las conversaciones citas de autores que hubiera leído y así reforzaba sus opiniones. Con todo ello daba la impresión de estar muy por encima del resto de las alumnas.
Sin embargo y, sin que por ello disminuyese mi cariño por Amelia, empecé a darme cuenta de que, a pesar de todas sus sorprendentes ideas y filosofías, cuando llegaba la hora de actuar, siempre encontraba escapatoria. No se unía a nosotras cuando planeábamos alguna travesura contra las reglas del internado. Conseguía argumentar y exponer muy hábilmente sus negativas y hasta llegaba a convencer a muchas compañeras.
Entonces comprendí que la clase de persona que ella creía ser, se parecía más a mí que a ella. Yo era más rebelde y menos manipulable. De todas las maneras tengo que reconocer que Amelia tenía el don de presentarlo todo con una maestría que yo no podía sino admirar.
Me encantaba leer sus cartas aquellos años de universidad en que estuvimos separadas. Fue por entonces, en Madrid, donde conoció a Eduardo y, a mi regreso, este ya formaba parte de nuestro grupo de amigos. Eduardo era todo lo contrario a ella, tan vivaracha, tan interesada por las ideas, por la filosofía, tan parlanchina, tan convincente. Podías dudar, después de escucharla, de si realmente conseguiría la fórmula de la eterna juventud para el cuerpo y para el alma.
Él era serio, poco hablador. No tenía el bagaje literario con que Amelia alimentaba sus conversaciones. Era inteligente, educado, pragmático, con un humor un poco socarrón. La verdad es que no parecían estar hechos el uno para el otro. Más que distintos eran opuestos en su modo de entender la vida.
Pero Amelia ya lo había decidido y aunque intentaba mortificarle refiriéndose a su poco interés y preparación para ciertos temas, fue ella la que se propuso hacerle su marido y finalmente lo consiguió.
Yo me había casado un año antes que ellos pero, cuando nos veíamos, Amelia me hablaba del matrimonio como si fuese mucho más experta que yo. Ante mi asombro callado, aunque quizás adivinado por ella, al observar su falta de interés por cuestiones que para mí resultaban esenciales, por ejemplo, que su casa debería ser su hogar con todo lo que eso implica, Amelia se dedicaba a contestar a preguntas que yo no le había formulado, añadiendo otras opiniones del tipo "lo importantes que son las separaciones temporales al cabo del primer año de casados, pues se necesita descansar de la pareja, encontrarse a sí mismo..."
Yo no sabía qué
pensar ante estas declaraciones, porque ellos no me parecían infelices.
Sin embargo, no podía por menos que dudar del enamoramiento de Amelia.
Capitulo-10-Dr. Generoso
Pa ser sincero y fetén debo deciros que no me llamo así, Generoso, que me llamo Agapito Garrote, y qu’en mi barrio me conocen como El Pito. Por mi nombre y por… Bueno, pero, lo que yo me dije cuando puse el negocio: ¿Es Agapito un nombre serio pa un doctor? No, y vosotros sabéis que no lo es. Aunque pa seros to sincero, y aquí debo serlo, tampoco soy doctor, vamos matasanos, que de oficio soy fontanero. Pero como soy peliculero, que he tenío un bono en el videoclub de mi barrio y ahora me las descargo toas con La mula, pos que tengo recursos pa eso de l’interpretación y la simulación no siendo lo que realmente hablando soy. Y es que tengo un negocio, vamos una tienda en la que vendo productos dietéticos, d’ esos que la gente se cree que comiendo como cochinos y tomándose pastillas de yerbajos, jarabes de raíces y galletas de cartón se van a poner como la Braulia Chifer esa.
También tengo una cueva en el sótano de la tienda, a la que he acondicionado pa que parezca una consulta, con una camilla, un peso, una vitrina llena de cosas pal hambre, un aparato lectrónico pa medir la tensión y un fonendo que siempre llevo colgao al pescuezo pa parecer un matasanos.
Hay un espejo en la cueva en el que me miro y remiro, porque yo sé, ¡hostis que no soy atontao!, que mis clientas mayormente me vienen por lo buenorro qu’estoy. Me miro y me molo a mí mismo, y si me quedo en cueros ni te cuento como estoy: to musculao, la tableta más dura qu’el acero y mi pajarraco to lustroso que parece un calabacín de los gordos. Con los vaqueros apretaos, marcando t’ol paquete, la camiseta pegá al cuerpo y esta cara de canalla parezco al Mirlo Brando en la película esa del Tranvía llamado Desiderio.
A mis clientas no les digo ni que me llamo Agapito ni que me apellido Garrote, ni, claro está, que soy fonta. Y si se lo digo no me prestan mucha atención porque se me quedan como embobás mirando de arriba a abajo mis hechuras y mis bultos. Les digo que me llamo Generoso y les hago luego el chiste fácil d’aplicarles un descuento sobre la pasta del tratamiento. En cuanto a lo del doctor, nadie me pregunta na de na. A ellas se les importa un carajo que sea un naturalista d’esos, ni un endrofino, porque cuando cojo el metro y les tomo las medidas del muslamen, las caderas y los bustos se ponen to calenturientas y me compran to lo que les doy.
Nadie, tampoco nadie m’ ha venio nunca a inspiccionar. Ningún título verdaderamente médico, vamos de la medicina, tengo colgao en las paredes ande paso la consulta, pero no se crean, no, que titulao sí que lo soy: un título que me dieran en Móstoles un fin de semana, de técnico especialista en ensalás; luego otro de legumbres y potajes que hice por correspondencia y que vi en un anuncio de un canal de la TDT en la madrugá y por último un curso de verdulero que hice en una tienda de DIA. Además tengo colgaos en las paredes otros cinco más: d’especialista por Universidades Extranjeras: La de Lobeizna; La de Jarguard, La de Kambris, la de La Chorvona y La Pompero y Furia. Tos me los he trabajao e imprimio con un programa de fabricación de títulos universitarios que me descolgué de l’internes.
Bueno que con to esto quiero deciros que aunque no soy médico de verdad, pos que si estáis to gordos y soñáis con estar como sífilis pos que vengáis qu’os hago un precio apañao, generoso vamos.
L’Amelia. Menúa tiparraca l’Amelia esa. Ahora que buenorra p’aburrir. La vi asomá al escaparate de la tienda y me dije pa mis adentros: pibón pibón, otra p’al montón. M’asomé a la puerta vestío así, con la bata blanca que, y aunque me esté pelín feo el repetirlo, yo planta tengo más que una palmera y labia más qu’el Pablo Misas ese, lo que unío a este andar tumbao y a esta mata de pelo que entolda mis ojos verdes, hace que sea lo que se dice un peazo torpedo, si a eso le unimos lo del apodo, vamos que no tengo ningún poblema pa ligar.
Cuando me vio l’Amelia me miró de arriba abajo y me dijo, asín con esparpajo .
—Ay que tienda más mona. Nunca había pasado por aquí y eso que vivo cerca.
M’acerqué a ella al tiempo que dejaba yo caer mis ojos a sus pechugas.
—Pos sí. Aquí está a su disposición. Pa lo que quiera.
Y aspiré su cabello que me pareció que olía a Bic Vaporus.
—Pues es justo lo que yo buscaba —me dijo, respirando profundamente lo que hinchó aún más los peazos de globos que tenía.
—Usted, prenda —le dije yo, ronroneando como gato en el tejao de crin—. Pero si parece usted un sarchichón de Vic.
La piba soltó una risotá.
—Qué ojo tiene usted para las mujeres. ¿Cómo ha sabido que soy catalana?
—Pos saberlo, no lo he sabío, pero ahora que lo dice, vamos, qu’está usted más buena que la crema polaca esa, digo que si lo está.
Volvió a reírse, con esa risa que tienen las pibas cuando quieren tontear con uno.
—Verá doctor —me dijo—, es que tengo que hacer el casting para una serie sobre la vida de la mejicana Frida Kahlo y claro… Necesito perder unos cinco kilitos y qué mejor que ponerme en las manos de un especialista.
Puse la misma cara que pondría un niño ante una palmera de chocolate. Qué coños sabía yo quién era la Frita Carla esa. Pero el pibón estaba pidiendo guerra y ahí estaba mi menda, el torpedo, p’atizarla justo en la línea de flotación.
—Ayssss —dije yo—, poniéndome refino. ¿Es usted actriz?
—Bueno —me dijo aleteando sus pestañas como un zorrón—. Estoy intentando abrirme camino en esta profesión, aunque es tan difícil…
—Pos pase y comenzamos ahorrita mismo el tratamiento —le dije como hubiera dicho el mismísimo Cantinflas.
—Ay no, doctorcito, qu’ ahora voy con prisa. Si puede hágame un hueco mañana por la tarde, a las cinco, si ello es posible, claro está, y aquí estaré.
—Yo, prenda, a usted le hago un hueco y hasta un túnel si es preciso.
Y m’ acerqué aún más a ella. Ella aguantó sin moverse ni una baldosa y le di la mano al tiempo que olía su cabello. Me pareció que olía a Pastillas Juanolas. Después de sonreírme como una gata sietemesina me dio la espalda y los dientes de mis ojos se la fueron comiendo por detrás. ¡Qué andares!… Tenía más estilo que la Elisabel Prisler.
Esa piba m’había dejao embobao, y encima m’ había dicho que era una artista de la tele. Cuando cerré la tienda corrí a mi casa. Me papeé el pollo que m’había comprao en la pollería de la esquina y me puse a buscar en l’internes quién coño era esa Frita Carla, pero por más que lo intenté no hubo manera, sólo me salía una Carla Frita que estaba en el feisbus, por lo que pensé que no debía ser tan importante la menda. Entonces caí en que no le había preguntao el nombre pa la cita en la consulta. ¿Cómo se llamaría ese pibón? Me pregunté. Debía llamarse, por lo menos, Cleopatra. El Pito y la Cleo, y me sonó bien.
Cuando dejé el internes me fui a tomar un pelotazo a la calle de Las Huertas. Entré en la Bodeguita d’en medio y me pedí un cubata y luego dos más. Se me soltó la lengua y empecé a largar con un tío que también estaba curda. Me dijo que se llamaba Eduardo y qu’estaba celebrando qu’el Atleti l’había metío cuatro chicharros al Madriz. Que a su mujer no le gustaba el furbol que por eso se tenía que bajar a los bares pa ver a su equipo. Que era más colchonero qu’el Luis Aragonés y el Niño Torres juntos. Y que ahí tenía un amigo. Nos hicimos tan amigos que s’echó mano a la cartera y m’ enseñó la foto de su mujer y hostis era el pibón. Me pedí otro cubata pero sin coca cola. Le tiré de la sinhueso y me dijo que el pibón, que se llamaba Amelia, era farmacéutica, que trabajaba en la farmacia de la calle López de Verga, y que era una tía cojonuda. Menuda tiparraca, pensé pa mis adentros.
Ni que decir tiene que me pasé to la noche soñando que me trajinaba a la Amelia. Estaba como encelao. Berreaba como un ciervo de siete cuernas y ella me pedía más y más. Cuando me desperté estaba más salío qu’el pico una plancha. No hacía más que pensar que por la tarde iba a ver de nuevo a la Amelia y eso me ponía más bruto qu’un burro salío.
Al día siguiente, en la tienda, cambié la sábana de la camilla de la consulta, barrí el suelo, y eché un buen chorreón de ozonoalpino. Me leí las cosas que m’había imprimío d’un médico que parecía listo, para parecer listo yo también, y esperé al pibón. Llegó con hora y media de retraso. Olía a clamoxil.
—Ay perdona. Es que vengo de Telecinco de hablar con el productor de la serie de Frida, me ha dicho que tengo muchas posibilidades de que me den el papel.
Será trolera la tía, pensé.
La llevé a la consulta. Le dije que se sentara y cogí una ficha p’hacer el paripé
— ¿Cuántos años tiene, prenda?
— Veinticinco.
Ja. M’escojonaba por dentro. ¡Será mentirosa la tía!
— ¿Y cuánto mides princesa?
— Uno ochenta.
Joder la piba, no veas, mentía más qu’el hijo del Gepeto.
—Ah —dije, y poniéndome fisno, añadí— Pos pareces más petisús que pepito de crema, lo que son las cosas del crecer, qu’engañan. Pos hale, vete desnudando que te voy a pesar.
— ¿Desnudando? —me dijo con una risita cachondona.
— Pos claro, no te voy a pesar vestida que la ropa pesa prenda.
—Ji, ji. Ah qué tonta, no había caído.
—Una cosa más, que se me olvidaba. ¿Cómo te llamas reina?
—Cleo, me llamo Cleo,
de Cleopatra.
Capitulo-11-Raquel
Me ha llamado Eduardo. Hemos quedado el jueves para comer los dos; dice que quiere hablar conmigo. Me hace ilusión. Hace mucho tiempo que no sé de él. Después de colgar he dejado lo que estaba haciendo, arreglando un armario, y me he sentado llena de añoranzas. Siempre me alegra estar y hablar con mi hermano. Me devuelve un poco al tiempo pasado, cuando compartíamos todo y la familia nos daba una seguridad que considerábamos algo natural, como el oxígeno.
Nuestra madre murió muy joven y nuestro padre hizo el doble papel sustituyéndola en lo que podía. Para Eduardo, aquella ausencia, fue algo que le marcó. Ahora pienso en ello y creo que la vida no le trató igual que a mí. Él arrastró aquella nostalgia y creo que ese vacío afectivo nunca lo llenó. Probablemente, por ello, sus relaciones con la mujeres siempre fueron difíciles. Ahora mismo está Amelia, con la que vive, y a pesar de ser menor, lo trata siempre con unos aires de superioridad… que parece que tuviera algunos años más que él.
De niño todos decían que era muy inteligente. No sé. Lo que sí tenía era un carácter bondadoso y al contrario que yo, quería a todo el mundo. También disculpaba los errores ajenos buscando justificaciones. Aquello de que “si comprendiéramos nos tendríamos que perdonar” lo practicaba constantemente. De los dos era el mejor. Aunque a mí siempre me pareció débil, influenciable y necesitado de protección. Yo era más independiente y creo que más fuerte. Sus ojos azules y acuosos reflejaban un no sé qué de desvalimiento. Un poco como la mirada de un cachorrito. Después fue cambiando. Algo le debió ocurrir que yo no sé. Quizás, nada. El transcurrir del tiempo.
Nos separamos durante algunos años. Después de casarme con Fernando nos fuimos a vivir al sur y a Eduardo lo veía sólo de vez en cuando. Tres años más tarde regresamos y nos instalamos en Madrid no muy lejos de donde vive él. Estamos muy cerquita del Ateneo, en la calle de Santa Catalina. Cuando volví le noté cambiado. Parecía mayor, más decadente. Al verle me produjo ternura su incipiente calvicie y su tripa caída. Había engordado. No quise pensar qué impresión le causaría yo, que también había cambiado.
No hacía tanto tiempo que las chicas le perseguían. Mis amigas me decían:
—¿Por qué no ha venido Eduardo? Dile que un día quedamos a comer.
Otra más atrevida me decía:
—Raquel, ¡lo que me gustaría una aventura con tu hermano! Te aviso por si te enteras por cualquiera.
En su época universitaria, con su alegría y el entusiasmo que desprendía, encandilaba a todas las mujeres que conocía.
Pancho, que después sería el marido de mi mejor amiga, comentaba:
—¡Qué tío, cómo se deja querer! Si fuera yo… ni una se me escapaba viva.
Fue un tiempo en el que estuvimos muy unidos, compartíamos todas las inquietudes: queríamos más independencia, criticábamos a los mayores, a las instituciones y aunque teníamos “pandas” separadas, coincidíamos en muchas ocasiones, en conciertos y en charlas.
Cuando apareció Fernando en mi vida, yo dejé “la panda” y de alguna manera dejé a mi hermano. Me casé al año de conocerle y sentí que nos aislábamos de nuestros amigos, bueno, de mis amigos. Fernando era un ser solitario. No le gustaba salir de su medio, de su familia. Viajábamos mucho y los fines de semana que estábamos aquí, nos íbamos a la sierra. Tenía un apartamento en una urbanización con piscinas y nos aficionamos a ir. En invierno al esquí, en primavera a las marchas y en verano a las barbacoas y a la piscina.
Al tener mi primer hijo quise que Eduardo fuera el padrino.
“Así nos veremos con más frecuencia”, pensé. Le echaba de menos.
Realmente solo aparecía en el cumpleaños y en Reyes, los dos primeros años. Luego se fue distanciando. Yo algunas veces hablaba con Víctor, su amigo de toda la vida, y me daba noticias de él. Había sido de la “peña”. Creo que anduvo enamorado de mí pero, tardó tanto en madurarlo, que dejó que apareciera Fernando y según decían: me había sorbido el seso y yo ya no tenía ojos para nadie. ¡Como son algunas veces los flechazos! En esto del amor soy un poco como Eduardo.
Hablando un día con Amelia sobre la dirección de un tapicero que necesitaba, le pregunté por Eduardo y me dijo:
—Está bien, pero bebe mucho.
Me dije, “¿quién se fía de Amelia?” Siempre preocupada con las dietas, las calorías, su figura, sus malos pensamientos. ¡Esa pinta que tenía, me sacaba de quicio! Con la de mujeres que hay en el mundo y tener que ser esta “figura” la que se quedara con mi hermano
No digo que Eduardo no tomara alguna copa de vez en cuando pero, yo sé, que nunca se excedía en nada.
Amelia… No sé por qué viven juntos. Estoy segura de que no le quiere. La conocí, cuando vinieron a cenar un día y tuve que hacer esfuerzos para que no se me notara el rechazo que me produjo: aquel escote, aquella falda dos tallas más pequeñas. Mi hermano la miraba embelesado, pendiente toda la noche de ella. La abrazaba y reía constantemente cualquier cosa que ella dijese. Traté de ser lo más amable que pude, visto el interés que tenía Eduardo.
“¡Qué buena tiene que ser en la cama!”, pensé.
Fernando por la noche, cuando le pregunté que qué le parecía me dijo escuetamente:
—En cuanto se descuide tu hermano le va a poner los cuernos y además con cualquiera.
¡Qué desagradable es algunas veces este marido mío!
He seguido con mis cosas pero no me puedo quitar de la
cabeza qué es lo que querrá decirme Eduardo. El jueves ya está a la
vuelta de la esquina.
capitulo-12-Fulgencio
Cuando tienes un logo con tanta
fuerza, ¿por qué avergonzarse?
Si lo usamos, que sea extremo.
Donatella Versace
Aunque el lunes me retrasé algo, el informe que había pedido el jueves no lo tenía encima de mi mesa. Me cabreé. Me contuve. Antes de descolgar el teléfono no olvidé acoplarme el fonochip. Llamé a Lupita. Quien apareció en la videopantalla fue Marisa, su ayudante.
—Buenos días.
—Buenos días —contestó.
—¿Lupi?
—Ha llamado para decir que vendrá más tarde.
—Más tarde… ¿Por?
—Robi
—Ah ya, Robi...
Recordé lo afectada que estaba. Ahora no tenía tiempo para ahondar en los detalles. Ya le preguntaría a Lupi.
—Te comentó algo sobre un expediente de…
—Lo tengo aquí, me interrumpió.
—Y por qué c… no me lo ha puesto encima de la mesa me dije. Callé. Tráemelo, porfa. Colgué.
Tuve que esperar al menos cinco minutos. Entró sin llamar. Cuando vi su cara comprendí la tardanza: se había estado retocando el maquillaje.
—Gracias, déjelo aquí.
Lo puso encima de la mesa.
—¿Algo más?… ¿Desea algo más?
Esa entonación en desea me hizo levantar la mirada. Claro: quería aprovechar la ausencia de Lupita para… hacerse ver, digo valer. Nunca se sabe.
Miré sus labios, rojos, laminados…
—Gracias, de momento no. Puede que más tarde.
—Lo que usted diga don Ff…
No levanté la mirada del expediente; detuve el rotulador amarillo; contuve la respiración. ¿Podría ser ella la primera en?...
—Señor…
Y salió rápidamente.
Suspiré. No sabía, o no había nada que hacer. Terminé de subrayar la palabra Bajo rendimiento. Me quité el fonochip. Era algo, no algo: bastante molesto. ¿Y era lo suficientemente efectivo?
En el expediente de Eduardo Leite proporcionado por Recursos Humanos no encontré ningún valor añadido. En Linkedin encontraría la misma información. O más. Además del aburrido CV se incluía un resumen del grado de cumplimiento de los objetivos variables anuales. En los últimos tres años había cumplido todos. Por los pelos. Aunque cumplir, lo que se dice cumplir…
Estaba anotando el Resumen Ejecutivo cuando recibí una llamada en mi línea directa. Era un número oculto. No sé por qué pensé que no era un cliente sino la Central. Acerté a medias. Sí, era la Central. Pero quien llamaba era la Wozinsky. Lena, la rubia Lena, la despampanante, embaucadora y gélida asistente personal de Swedenborg, el CEO. El Chief Executive Officer —recalcó Lena—, como si yo ignorara el significado de las siglas. Quiere una reunión para el domingo. En Frankfurt. Asistirían todos los directores de las diferentes Unidades de Negocio. Sí, el 22. A las 7 am. Hotel y vuelo ya estaban reservados. Mi secre recibiría los datos y el Orden del Día.
Notaba en su voz como disfrutaba pensando en el cabreo que iba a coger Lupita cuando se enterara de que una vez más, la rubia Lena la había cortocircuitado. Pensaba que le diría para calmarla cuando Lupita entró. Me asusté. No recordaba si tenía o no tenía colocado el fonochip. Iba toda de negro.
—¿Robi?
Negó con la cabeza.
—Está bien. Conseguí una plaza y lo pude ingresar.
—Qué susto me he llevado.
Ahora que se me había ido el susto del cuerpo podía disfrutar del de Lupita. Solo con los pantys podía llevar esa falda tan corta. Porque si no…
Tenía que decirle algo antes de que ella hablara.
—¿Conoces a Eduardo Leite?
—Sí, claro.
—¿Qué sabes de él?
—Pues lo que todos. Que está casado, que vive en la calle Huertas, que es del Atletico, que no se lleva bien con la mujer, que tiene un perro…
—¿Un perro perro?
Lupita rió. Pero la sonrisa se le congeló en la cara. Le cambió el color.
—¿Qué pasa? ¿Es que mi Robi no es un perro?
Había metido la pata. Era muy susceptible con su Robi. Pero ese tono chulo de qué pasa… Me puse serio.
—Lupi.
Se sentó.
—Resumo: El expediente de Leite no dice casi nada útil a nuestros fines. Necesito saber más. Cómo piensa, qué hace en sus ratos libre, si tiene algún lío, de qué pie cojea. Todo. Lo que se dice todo. Tu sabes cómo se hacen esas cosas.
Escuchaba con atención. Estaba preciosa. Me recordó aquella imagen del perrito pendiente del altavoz, atento a La voix de son maître. El colgante de jade que le había regalado le sentaba de maravilla. Tendría que comprarle unos pendientes que hicieran juego.
—Aún no es oficial. Tú serás la primera en saberlo. A partir de ya se establecerán objetivos personales que influirán en la prima. Conseguir toda la información sobre Eduardo será tu primer objetivo.
Hizo ademán de levantarse,
—¡Ah!, otra cosa. El domingo tengo una reunión muy importante en Frankfurt…
Lupita abrió mucho los ojos; iba a decir algo. La acallé con la mirada.
—…ya te explicaré. Para el lunes am quiero un primer informe sobre Leite. Para el martes haces un hueco en mi agenda para una entrevista personal con él Solo los dos.
Puede que hubiera estado demasiado tajante.
—Lupita, Lupita… ya sabes que…
Me incorporé. Lupi no tuvo que apoyarse en la mesa para ponerse de pie. Le alargué la mano.
—Ahora tengo que preparar la reunión. Piensa en lo que te he dicho. Es una buena, una magnífica oportunidad.
—Sí, claro, sí que lo es. No te... le defraudaré don Fff…
Titubeaba. Le miré a la cara, sonriente, animoso. Venga ya hombre, suéltalo. No lo dijo. Con la mano en el picaporte de la puerta se volvió. Me lanzó una mirada intensa.
—Don Ffff… Perdón. Señor…
Se fue. Una vez más. Me dejé caer decepcionado en el sillón. No es que no lo entendiera, lo entendía. Comprendía que les resultara extraño mi nombre, y claro, lo que les venía a la mente era el apodo que me habían puesto. Como es lógico no se atrevían a llamarme así. Sin embargo…
¿Es que Fulgencio es
más fácil de pronunciar que Fu Hen Tsió?