Capitulo 1: Álvaro; Capitulo 2: Carmen; Capitulo 3: José; Capitulo 4: Lourdes; -Capitulo 5: Dr. Generoso; Capitulo 6: Kiki; Capitulo 7: Fulgencio; Capitulo 8: Prudencia; Capitulo 9: Gregorio; Capitulo 10: Lucía; Capitulo 11: Salustiano ; Capitulo 12: Raquel
Capitulo-1- Álvaro
Un día recibí una llamada de un tal Eduardo. Al principio no lograba relacionarlo hasta que, pasados unos segundos, caí en la cuenta de que se trataba del marido de Amelia. Me recordó que en nuestro encuentro en el Café Gijón, hacía unos días, habíamos quedado en que iría a su casa a cenar.
—Oye, dice Amelia que ha intentado hablar contigo varias veces y tenías el móvil apagado. Tienes que venir esta misma noche, ella ya ha comprado todo lo necesario para la cena. Es muy buena cocinera, ya lo verás. Y de paso te enseñamos el piso. No se admiten excusas, así que toma nota de la dirección.
No pude decirle que no.
Fue Amelia la que contestó al telefonillo del portero automático.
Al entrar en el portal y ver la escalera de peldaños de madera gastada y el ascensor antiguo protegido por una verja de hierro colado, sentí una extraña impresión, un dèjá vu. Tal vez, pensé, habré estado en otra casa de este estilo; es probable que muchos edificios de este barrio de Las Letras sean obra del mismo arquitecto.
En cuanto Amelia me abrió la puerta, un perro se lanzó sobre mí dando ladridos —¡guau, guau!— amenazadores.
—¡Quieto, Kiki, que es amigo mío! —ordenó ella.
Kiki abandonó su presa y ahora sus débiles ladridos —¡oui, oui!— denotaban sumisión y obediencia.
Amelia lucía otra vez su maravillosa melena y llevaba un vestido sucinto y ceñido entre los hombros desnudos y los espléndidos muslos. Nos dimos un abrazo largo y apretado.
Cuando Eduardo vino a saludarme, Amelia le dijo:
—Mira, cariño, la botella de Chivas que te ha traído Álvaro. Enséñale tú la casa mientras yo acabo de preparar la cena.
Era un piso grande, de techos altos; el salón y los largos pasillos estaban decorados con unos cuadros que me resultaban muy familiares. Fue entonces cuando caí en la cuenta, yo ya había estado aquí antes. No obstante, simulando ignorancia, pregunté a Eduardo:
—¿Los has pintado tú? Son preciosos.
—No, qué va, son de ella, que ha estudiado, según dice, algunos cursos de Bellas Artes. Yo aquí no pinto nada —y me pareció que sus labios esbozaban un rictus de amargura—. Pero ven, Álvaro, que te voy a enseñar su taller.
En el suelo del estudio había bustos y cabezas de escayola y algunos cuadros nuevos que yo no conocía.
—¿Y este catre adosado a la pared?
—Bueno, lo tiene ella por si alguna vez contrata a una modelo; pero, la verdad es que hasta ahora no lo ha usado nadie.
Amelia había entrado por sorpresa y, tomándonos de la mano, nos arrastraba hacia el comedor.
La mesa estaba adornada con velas y un centro de claveles. En un mueble auxiliar había un cubo con hielo y unas botellas de vino del Penedés.
—Hoy la cena es totalmente catalana; espero que a vosotros, que sois castellanos, no os importe —dijo Amelia.
La escalivada —verduras asadas sobre pan tostado y con filetes de anchoas encima— estaba deliciosa. Luego vino la esqueixada de bacallà —lo digo así, en la lengua original, para lucir mi dominio del catalán—. A continuación, otro plato memorable: Suquet de peix amb cloïsses, un guiso de pescado y patatas con almejas.
Tal vez por los nervios que me había producido el recuerdo de mi anterior visita al piso, el caso es que se me había despertado un apetito atroz y devoraba la comida sin cuidar las formas. Tan solo dedicaba unas palabras de felicitación a la cocinera entre plato y plato.
Cuando llegó el postre, crema catalana —¿cómo no iba a ser catalana la crema?—, me di cuenta de que Amelia no había comido casi nada, apenas había picoteado unas verduras de la escalivada.
—Es que está a régimen —dijo Eduardo—. No sé cómo se mantiene tan hermosa, tan rellenita.
—Y tú tampoco has comido, pero te has bebido tú solito casi dos botellas de vino; te vas a morir de cirrosis —replicó ella, ofendida.
Hubo un silencio embarazoso. Eduardo se sirvió un whisky y me ofreció a mí otro. Para romper el hielo, saqué a relucir el asunto de su vivienda:
—Vaya piso que tenéis; es señorial.
—Que tenemos, no; que tiene ella —aclaró Eduardo.
—Sí, papá lo había alquilado, y, cuando dejó el Senado, lo compró para mí, porque yo no quería irme de Madrid.
—Y como nos casamos haciendo separación de bienes, pues yo no tengo derecho a nada —dijo él, resentido.
—Es que así se hace siempre en Cataluña —alegó ella.
—Pero nos casamos aquí, no en Barcelona. Nos casó ese cura tan simpático que tiene un nombre tan raro, ¿cómo era? Ah sí, don Salustiano. Y fue justo en la iglesia que ves desde la ventana, una de las más antiguas de Madrid, ¿ya no te acuerdas? Pero aquí dentro todo es catalán: ella, catalana; la comida, catalana; el piso, aunque esté en el centro de Madrid, catalán; y menos mal que ella no es aficionada al fútbol; que si no, sería una hincha del Barça. ¡Estoy hasta los cullons!
La tensión era insoportable. Si seguían así, terminarían arrojándose los platos a la cabeza —una vajilla preciosa de la Cartuja—.
Aprovechando el tema del fútbol, recordé que el Atleti era su equipo y le dije que estaba seguro de que iba a ser campeón de la liga, de la copa y de la Champions. Con esto Eduardo se quedó tranquilo y vi la oportunidad de despedirme.
—Espera —dijo Amelia—, tengo que sacar a Kiki, me voy contigo.
Estábamos esperando el ascensor cuando se abrió la puerta de enfrente. Era una vecina que sacaba la bolsa de la basura.
—Buenas noches, parejita, ¡qué, a dar un paseo? Pues está helando. Hace una noche malísima; una noche de perros.
—¡Guau, guau! —protestó Kiki.
—Por eso salimos, Lourdes, precisamente por eso: para darle un paseo al perro.
Ya en la calle, tomé a Amelia del brazo.
—Quita, quita —dijo ella—, que la “Cíclope” seguro que nos está espiando desde el balcón y va a pensar que estamos liados.
Llegamos a la plaza de las Cortes. Hacía mucho frío y no se veía a nadie por los alrededores. Un policía somnoliento flanqueado por los dos leones defendía la puerta del Congreso. Más allá, el portero del Palace se afanaba en sacar de los taxis el equipaje de los huéspedes que llegaban.
Nos miramos frente a frente. Y de pronto, sin mediar palabra, nos arrojamos el uno sobre el otro. Nuestras bocas se besaban y se mordían. Nuestras manos buscaban impacientes nuestros cuerpos. Como si fuera la primera vez. O como si fuera a ser la última. Al final, derrengados y jadeantes, nos dejamos caer en los peldaños de la base del monumento a Cervantes. El autor de El Quijote, que nos observaba desde su alto pedestal, podría escribir una novela, desde luego nada ejemplar; pero don Miguel estaba fundido en bronce.
Y menos mal que Kiki tampoco podía escribir; que si no, vete a saber lo que contaría.
Al día siguiente me llamó Amelia. Estaba feliz y deseando reanudar nuestras fogosas relaciones.
Aunque, como es natural, le dije que me entusiasmaba la idea, en realidad estaba preocupado… No era la primera vez que iba a ponerle los cuernos a alguien. Pero, hasta entonces, yo no había conocido al novio o al marido burlado. Ahora era distinto. Me parecía mal traicionar a Eduardo aunque fuera un hincha del Atleti: primero, porque yo había estado en su casa —bueno, la casa era de Amelia—, segundo, me había invitado a cenar —si bien la cena la había preparado ella— y tercero, me había ofrecido su whisky —aunque el whisky lo había comprado yo—.
Y también tendría que traicionar a M. No me habría importado hacerlo en otras circunstancias porque, aunque soy un amante bastante fiel, a veces, para ser fiel a mí mismo, tengo que ser infiel a otros.
Pero, ya no tenía las mismas fuerzas que a los dieciocho años. Y mis necesidades sexuales estaban cubiertas por M (a decir verdad, estaban cubiertas de sobra).
Sin embargo, tenía que hacer un hueco a Amelia en mi apretada agenda (y no solo en mi agenda).
Como ella solo libraba un día a la semana, tengo que reconocer que aquellos encuentros fueron muy placenteros: el cambio de pareja siempre resulta estimulante. Pero duraron poco. Un día Amelia se presentó en casa llorando.
—No podemos seguir. Hay un tío que me espía. Seguro que Eduardo ha contratado a un detective —dijo mientras me abrazaba.
—¿No te habrás confundido? A ver, ¿cómo es ese individuo?
—Que no; tendrá unos cuarenta años, no muy alto, con barba de varios días y viste de modo informal: a veces lleva unas camisas floreadas muy llamativas y otras con una gabardina tres tallas más grande.
—¿Y fuma unos cigarrillos de papel marrón que parecen puritos?
—Sí, sí, ¿cómo lo sabes?
—Porque lo he visto varias veces por el barrio. No te preocupes, que, como me lo encuentre, se le van a quitar las ganas de seguir espiándonos.
—No, no, cariño, peleas no; que tú eres muy impulsivo y si acude la policía se descubrirá el pastel.
Estaba desesperada. Para consolarla amagué una caricia, pero me rechazó.
—No, déjame; ahora no tengo ganas de hacer el amor ni de nada. Además, tengo que pensar una solución.
La solución la encontró en seguida. Al día siguiente me llamó, eufórica.
—Mira, cariño, he pensado que, como la farmacia está abierta veinticuatro horas, he pedido el turno de noche, tres días por semana, y ese va a ser nuestro nido de amor.
—¿En la farmacia? ¿Estás loca? Allí no se puede hacer nada
—Que sí, tonto, la farmacia tiene una trastienda, la rebotica, y allí hay una cama muy cómoda.
—¿Y si viene alguien a comprar cuando estemos en plena faena?
—No pasa nada. A partir de las dos no viene casi nadie. Además, a esa hora la puerta está cerrada y el cliente tiene que llamar al timbre. Aunque esté desnuda, me pongo la bata, y en seguida puedo atenderlo.
Lo que faltaba: tres días a la semana, programa doble; y la segunda sesión a las dos de la noche. Yo estaba escuálido, agotado, ojeroso. Si me hubiera visto mi madre, me habría llevado a rastras al pueblo para cebarme.
Y un día —mejor dicho, una noche— pasó lo que tenía que pasar; lo que todos los hombres tememos que nos pase alguna vez.
—Pero no te preocupes, cariño, ¿no estás en una farmacia y con una farmacéutica? Anda, tómate esta pastillita y ya verás —dijo ella sonriente y comprensiva.
Fue así como, ¡qué vergüenza!, experimenté el efecto milagroso de la dichosa pastillita: la resurrección de la carne.
Afortunadamente, esta situación duró poco. Un día Amelia vino llorando a mi casa. Por poco me pilla con M, que acababa de irse después de su diaria visita.
Pero, ¿qué te pasa, por qué lloras? —dije, alarmado.
—¡Una desgracia! Ayer tuve una discusión terrible con Eduardo. Me insultó y me dijo zorra, zorra, más que zorra. ¿Te lo puedes creer?¿Llamarme zorra a mí? Y, claro, no lo pude aguantar y le tiré a la cabeza lo primero que encontré, unas llaves. Él empezó a sangrar y sentí miedo, salí corriendo. Pasé la noche con mi amiga Carmen, pero todavía no puedo volver a casa. No quiero encontrarme con él. Menos mal que me he acordado de ti. ¿Verdad que puedo quedarme aquí unos días hasta que se resuelva todo, cariño?Capitulo-2- Carmen
A los pocos años de su matrimonio con Eduardo, mis encuentros con Amelia se iban distanciando.
Quizás fuese porque yo empecé por contradecir sus opiniones. Más tarde rebatía sus ideas y en los últimos tiempos ya no teníamos discusiones acaloradas, pero por la forma en que yo le sostenía la mirada, cambiando de conversación, ambas sabíamos que ya no me impresionaba y que mi admiración por ella iba disminuyendo. En cualquier caso nuestra amistad continuaba. Supongo que era cuestión de vivencias desde la infancia y todo el cariño y la confianza que habíamos compartido y que, creo, seguíamos compartiendo. Cada vez me resultaba más difícil comprender su actitud. Insistía en las mismas retahílas de años atrás: Filosofaba, sus ideas siempre eran de vanguardia, aunque sus hechos y su manera de afrontar la vida fueran de lo más acomodado.
Sin embargo, algún tiempo después empezó a añadir otras cuestiones en sus charlas. Hablaba de dietética, de moda y de las parejas en general, no de las relaciones de una pareja con X años de matrimonio, como solía pontificar anteriormente.
Al principio pensé que estaba cambiando a causa del trabajo en la farmacia. Ya no tenía tanto tiempo para leer; trataba con gente que le contaba sus problemas, a veces muy graves. La mayor parte del día se limitaba a despachar mercancía variada y no faltaban clientes pesados e insolentes. Quizás todo esto le hiciera perder pie y comenzó a enfocar la vida con otra perspectiva. En cierto modo y aunque su interlocutor no se percatase, estaba muy asustada por el sufrimiento de esas personas a las que atendía a diario. Por otro lado había una multitud que le consultaba sobre cremas y demás afeites y dietas, lo que la indujo a interesarse y querer probar en ella ciertos productos. A esto le siguió una clara obsesión por la moda que, como si se tratara de aquellas ideas vanguardistas, llevó hasta las últimas consecuencias. Para lucir en todo su esplendor ya solo le quedaba tener la talla perfecta y así fue como se precipitó en los brazos de un tal doctor Generoso. Este personaje, más que un dietista, parecía un vendedor de billetes de tómbola, pero le otorgó toda su confianza y la verdad, parecía haber acertado con ella, dados los resultados.
Entonces comprendí que tenía otra Amelia a la que conocer. Ya no quería que nos reuniésemos los cuatro, como antes. Siempre encontraba algún pretexto. Unas veces era su trabajo que la absorbía mucho tiempo: incluso hacía guardias nocturnas; otras veces estaba citada con el famoso dietista y otras, según ella, era Eduardo el que estaba demasiado cansado.
Por fin decidí hablarle claramente una tarde que habíamos quedado en el paseo del Prado.
—Ya no eres la Amelia de antes. ¿Qué te ha pasado?
Ella se quedó mirándome fijamente, en silencio. Pensé por un momento que iba a soltar alguna excusa y en seguida volverse y dejarme plantada. Pero el silencio continuaba y eso me dio esperanzas.
Entonces, con despecho me lanzó:
—¿Cómo quieres que te cuente de mi vida ahora que nada tiene que ver con la tuya? Tú eres la Carmen de siempre, tan equilibrada, tan fiable, tan honesta. En fin, ¿es que no te aburres con tanta perfección? ¿Acaso puedes entender que yo esté hecha un lío, metiéndome en todos los embrollos que se cruzan por mi camino y que si no se cruzan soy yo la que voy a buscarlos?
Vi cómo las lágrimas asomaban a sus ojos e intuí que se había resquebrajado su coraza.
—Puesto que sabes que soy la Carmen de siempre y que por eso puedes contar conmigo, espero que me des la oportunidad de escucharte e intentar comprenderte.
Así, poco a poco, me fui enterando de la discordancia entre la vida frívola que llevaba y el miedo que la asediaba; sentía un gran temor a la enfermedad, a la muerte, a la rutina, a no aprovechar todas las oportunidades que se le presentasen. Me confesó su desinterés por Eduardo y las consecuentes mentiras y discusiones que poblaban su convivencia. Sabía que le estaba haciendo mucho daño, pero no aceptaba ninguna responsabilidad en los problemas de bebida que su marido había contraído. Le culpaba de su distanciamiento, él era débil y en vez de enfrentarse a los hechos evidentes que lo estaban causando, prefería ignorarlos y dejar pasar el tiempo con la esperanza de que este resolviese lo que él no quería encarar. Empezó a despreciarlo y no parecía haber ningún arreglo para este conflicto.
Por fin un día me confesó que tenía un amante. No me sorprendió demasiado. El tipo de vida que llevaba sólo la encaminaba por un lado a buscar emociones y por otro, a sentirse apreciada de cualquier modo y por la mayor cantidad de gente. El arrojarse en brazos de Álvaro no era lo peor que podía hacer, dado su estado de ánimo.
Me encontraba cada vez más preocupada por ella y al mismo tiempo enojada por su comportamiento con Eduardo. Cierto que era ella mi amiga íntima, pero yo también había hecho amistad con Eduardo. Nos habíamos tratado bastante durante algunos años y siempre me pareció una buena persona, seria y coherente. No era cautivador, ni tenía un ingenio especial, pero era inteligente, nada engreído, sensible y educado. Quizás habían sido sus atractivos ojos azules los que habían conseguido que Amelia se encaprichara de él, no lo sé; solo sé que poco después de su matrimonio ya consideraba que la vida con él resultaba demasiado monótona y la desechó sin disimulo.
Amelia hablaba pero no escuchaba. No conseguía dialogar con ella. Me contaba lo que sentía y cómo actuaba, pero no quería opiniones ni razonamientos y mucho menos consejos; con lo cual, mi única misión era estar ahí, muda, para oír sus confidencias. Me sentía obligada por nuestra amistad y esperaba que cuando expulsase todo lo que la ahogaba, sería mi oportunidad de aportarle alguna ayuda. Además, cuando pensaba en Eduardo bebido y derrotado, me entraban ganas de ir a hablar con él, de apoyarle y darle ánimos. Pero no me decidía. Sentía que era traicionar la confianza de Amelia. Al fin y al cabo Eduardo no se había puesto en contacto conmigo y meterme entre ellos, sin que él me lo pidiese, quizás no fuera correcto.
Un día Amelia me telefoneó absolutamente alterada. Acababa de romper con Eduardo. Me preguntó si podía venir a casa y no tardó en llegar. Le preparé una tila porque ya se había tomado un calmante y me dispuse a escucharla. Estaba rabiosa, no compungida, por el desenlace de su matrimonio. Eduardo ya no solo sospechaba de sus andanzas. Ahora tenía pruebas de su asunto con Álvaro. Se había permitido contratar un detective para lograrlas y, para colmo, tenía la desfachatez de juzgarla y llamarla zorra. Al muy cretino no se le había pasado por la cabeza que quizás fuese a causa de su actuar melifluo por lo que ella obraba de esa manera. No habían discutido, solamente se insultaron y el colofón fue arrojarle las llaves a la cara con todas sus fuerzas y marcharse dando un portazo. Cuando se volvió para mirarle con odio antes de salir le vio tambalearse, pero no le importó. Si necesitaba ayuda seguro que la cotilla de enfrente, que no perdía ripio, le echaría una mano, o las dos…
—Solo quiero relajarme un poco, ¿puedo pasar la noche aquí?
—Por supuesto —le contesté—. Esta noche y todas las que quieras.
—No. Sólo esta noche. Ya pensaré después en el mañana. Por lo pronto no quiero volver a verlo. Eduardo tendrá que ir desalojando sus pertenencias de mi piso....
Esta vez me daba la historia concluída; no me quedaba más remedio que aceptarla sin el menor comentario. Le preparé algo de cenar y después de tomarnos un par de copas de buen vino hablamos tranquilamente sobre temas sin importancia. Parecía haberse olvidado de Eduardo, aunque el efecto producido por la bebida le hizo recordar a Kiki y me dijo que lo iba a echar de menos.
Capitulo-3 -José
Durante la comida no hemos hablado de lo importante, todo se ha quedado en un repaso general de las cosas que pasan en tanto tiempo sin vernos. Eduardo se ha interesado por las vacas, por el precio de la leche.
—Yo pago el litro a un euro y a ti que lo produces te lo pagan a menos de veinte céntimos. Unos sinvergüenzas —me ha dicho.
Tanto Lola como yo estábamos encantados con la visita de nuestro sobrino, pero sabíamos que había algo debajo que él no nos contaba.
Sobre la mesa reposaba un cocido como los hace Lola. Y no se puede comer un buen cocido sin regarlo con vino de la tierra. Eduardo ha traído una caja de Ribera del Duero y, aunque no es de la tierra, estaba bien bueno. Ya lo había hecho en alguna otra ocasión. Siempre nos traía algo, pero esta vez él solo se bebió más de una botella. Ahora que con la sopa, la carne y forrando todo en los garbanzos bien cocinados, sí merecía la pena el trago que abre el entendimiento y hace que se hable sin tapar nada.
Eduardo estaba bebiendo mucho. Las miradas que me echaba Lola me lo decían también.
El que no hubiera venido con Amelia —siempre se lo habíamos dicho—, nos parecía que no estaba bien, que era importante que se hiciera al pueblo, aunque solo le sirviera para tener un sitio de refugio cuando llegaban las vacaciones. Pero esta vez nos llamó la atención el desánimo con que se había presentado Eduardo. Y además su aspecto, con los pómulos encendidos, las venillas alrededor de la nariz, los ojos abotargados, nos decía que Eduardo había cambiado. Nos conocemos bien y no hace falta hablarlo, los ojos me enseñan más que los oídos.
Por fin nos levantamos de la mesa y nos dimos un paseo hasta la cuadra. Hemos hablado con calma. Parece que allí, con los animales alrededor, se aclaran las ideas.
Siempre he pensado que el olor despierta la relación entre las personas. Yo no soy muy leído, pero sé que por el olfato conocemos el interior de algunos de los que tenemos cerca. Los animales lo utilizan mucho para saber si la hembra está dispuesta, si reconoce al contrario, también para orientarse en el camino a casa. Si la cambias de sitio en la cuadra está durante un tiempo buscando el acomodo, olisqueando el pesebre, hasta que reconoce y habilita en su cerebro el nuevo olor.
Después del ordeño nos hemos sentado en la puerta para saborear el café que nos ha preparado Lola, con sus estupendas magdalenas, que son las mejores y no las encuentras en ninguna panadería de los alrededores. Con sus manos y la leche de las vacas, no pueden ser malas. A Eduardo le gustaban y se le ve en el brillo de los ojos.
—Bueno, aquí está, sentaros y comer algo.
—Ven, Eduardo, que Lola ha preparado esta merienda.
Nos hemos sentado y entre bocado y trago de café se le ha soltado la lengua. Yo creo que tenía ganas de hablar. Lola, siempre tan discreta, se ha ido a terminar sus labores y después al rosario. Ya se sabe, las mujeres no pintan nada en la Iglesia pero allí están las primeras. Es como una especie de triunfo de los curas porque no dominan tan fácilmente a los hombres. Yo no suelo ir más que los domingos y si voy es para encontrarme allí con todos los vecinos a quienes no ves durante la semana.
—Cuando llamaste ya vi que algo no iba bien, que algo fallaba…
—Las cosas, como tu dices, no es que no vayan bien, es que no van.
—Pero hombre…
—Si no ha venido Amelia es porque estamos rompiendo. No nos entendemos. Ella tiene otros gustos, está todo el día en su farmacia. Yo en la empresa y ella en lo suyo. Hablamos poco. Y uno empieza a sospechar. Seguro que hay muchas cosas que no nos contamos.
—No la conozco bastante, pero siempre me ha parecido una mujer agradable, que se interesaba por las cosas, hasta por las de aquí. Sin embargo, me pareció que no se acomodaba a esto, aunque en alguna ocasión hasta me preguntó si les ponía nombre a las vacas..., pero otra cosa no.
—Pues ya ves que hay otras cosas. Tendremos que separarnos.
—Pero, en concreto, ¿por qué?
—Aún no lo sé, pero me huele mal. Nos vemos poco en casa, nada fuera. Ella dice que está en el trabajo y que tiene una investigación en marcha y que no tiene tiempo, y que no puede salir a otras cosas, y que yo la ayudo muy poco, y que bebo mucho…
—Bueno, ahí le doy la razón. También me lo ha dicho Lola.
—Pero tampoco es tanto…
—Antes no bebías o solo un poco en las comidas. Tu padre no bebía nada y mira que tu madre y tu hermana…
—Sí, es verdad que alguna vez me siento solo y empino el codo más de la cuenta, pero es pasajero.
—No te fíes. Quédate aquí unos días y con el aire, el olor del ganado y el verde de los prados se te quita esa pesadumbre. Tengo que subir al monte a ver cómo van los arreglos y si me acompañas mejor para mí y… para ti.
—No puedo. Tengo mucho trabajo. Estoy poniendo un nuevo negocio con Víctor.
Salimos a la corrada charlando. Eduardo mantenía en la mano izquierda el vaso con un resto de vino que se había servido después de las magdalenas. Parecía que iba a dejarlo, pero seguro será después de este trago. Anda despacio casi sin mirarme, como esperando que salga algo desde dentro, pero noto que le está costando darle el cauce que necesita.
No le he dicho nada del golpe que lleva en la cara porque me preocupa más lo del vino, pero claro que lo he notado, me lo ha dicho también Lola. Finalmente me atrevo a preguntarle por la herida.
—Ah. ¿Esto…? —dice palpándose la frente—. Es fruto de un encontronazo con Amelia.
—Pero, ¿habéis llegado a las manos?
Porque no me lo acabo de creer. Le miro y nos paramos en mitad del camino.
—Yo reconozco que muchos días no estoy más que con la copa en la mano y que no la atiendo, pero es que ella me lo está poniendo difícil. En la farmacia tiene un lío del que no quiere contar nada y yo sospecho que encierra algún problema que no debe ser muy legal.
—Pero ¿tiene que ver con dinero?
—Más bien con unos nuevos productos farmaceúticos, no sé bien, porque cuenta poco y encima es todo mentira. Se lo dije el otro día y se marchó de casa tirándome las llaves que llevaba en la mano y mira…, aquí está la prueba. No fue un enfado normal. Hasta ahí están llegando las cosas.
No quiero mirar a mi sobrino. Estoy rumiando lo que me dice y no me lo acabo de creer. Me ha dejado desconcertado. Por su parte veo que Eduardo parece no querer decir nada más, ha agachado la cabeza y sigue andando. Caminamos despacio, en silencio, dejando que calen las palabras en el interior.
—Y para que te lo voy a negar, quizás tenga un amante, otro hombre que le haga caso y no beba como yo. Es un poco triste tener que contarte esto, pero no tengo a nadie de confianza. Y ya que ha salido, me parece que tú sí puedes ayudarme o por lo menos escucharme. Raquel, mi hermana, no se presta a estas cosas y, últimamente, además, nos vemos poco. Aunque, la verdad es que tampoco se lo hubiera dicho.
—Pues se te ve mal..., el color..., has adelgazado…
—Lo sé. He venido especialmente porque necesitaba desahogarme. No quiero más consejos: que si dejar de beber, que si hacerle un poco más de caso a mi mujer, salir a un Parador o a un hotel de la costa, buscar entradas para el teatro o la ópera… No. Sólo necesito hablar y sacar la amargura que llevo dentro.
—Para eso estamos tanto Lola como yo, si quieres. Vente aquí una temporada y se te terminará de curar lo de la herida en la cabeza, y la otra, la del alma, es una herida que sana el tiempo, el aire de montaña y el trabajo.
—También lo he pensado, pero no me atrevo. Me volveré a Madrid y si me decido os llamo y os lo pido.
—No tienes nada que pedir. Esta es tu casa y siempre tendrás un lugar. Se lo decimos a Lola y ya verás cómo está de acuerdo.
—Prefiero que no le digas nada hasta que me vaya. Después te sigo contando...
Continuamos atravesando el prado donde revoloteaban las pajarinas del ganado, posándose en las vacas que pacían o sesteaban rumiando, oliendo el dulzor del pienso compuesto que sale de los silos que están al final de la huerta y mirando, a lo lejos, las cumbres que nos separan de Asturias. Más allá estará el mar, aunque hasta aquí no llega su aroma, que se queda atrapado en el monte.
Siento que este clima y estos olores le vendrán bien a Eduardo. Me da pena la situación en que se ve. Pero no podemos hacer nada porque es él quién necesita dar el primer paso. Lola y yo, estaremos siempre aquí, en Villarín, esperando para echar una mano, para apoyar si es necesario y para escuchar, sobre todo.
Capitulo-4- LOURDES
Tenía preparado el carrito de la compra porque siempre me ha gustado ir pronto al supermercado, así que después de un buen rato, me asomé por la mirilla de la puerta para cerciorarme de que no había nadie y de que podía ir tranquilamente a hacer mis recados.
Estaba saliendo del piso, cuando abrí la puerta y me encontré a un extraño hombre con una vieja gabardina que entraba misteriosamente al piso de mis vecinos, sin llamar al timbre.
—Ejem. Buenas… —dije alzando la voz para que supiera que le había pillado.
—¡Oh!… Buenos días, señora…
Me detuve y me le quedé viendo fijamente esperando una explicación.
—Soy un primo lejano de Eduardo. Hace tiempo pasé unos días en su casa y me dejó una copia de la llave. He venido a recoger unas cosas que me ha encargado.
Sabía que estaba mintiendo. Para empezar, no se parecía en nada a Eduardo, cómo iba a ser su primo. Pero no le dije nada, no me gusta ser una cotilla…
Luego en el mercado me encontré a mi amiga, la señora Elvira —la llamo señora por costumbre y respeto, es una señora muy mayor— y le conté lo sucedido. Después de describirle al sujeto me dijo que sabía bien quién era: un detective, que se llama Gregorio, que rondaba todos los días por el barrio en busca de información sobre Amelia.
—Ha hablado incluso con Prudencia… —me dijo la señora Elvira.
—¿Con doña Prudencia?, y ¿por qué con ella?
—¿Cómo que por qué?, si Prudencia es la mejor clienta de la farmacia de la calle Lope de Vega. No hay nadie que sepa más sobre esa zorra.
—Ejem…, ejem... —carraspeé. Había vuelto a llamar zorra a Amelia.
Al volver a casa después de terminar de hacer la compra y demás recados, me recibió Kiki, el perro de mis vecinos, meneando la cola con alegría.
—¡Pero qué contenta estoy de tenerte aquí! —le dije acariciándolo—. ¿Cómo sabías que era yo?
Este perro es todo olfato. Conoce a todos los vecinos por su olor particular. ¡Vamos que nos reconoce antes de que lleguemos al portal!
Y el oído. Según la pose que adoptan sus orejas, cuando oye subir a alguien en el ascensor, yo también adivino más o menos quién puede ser...
¡Ah!, los sentidos. Son ventanas abiertas al mundo que nos rodea. Yo diría que con los cinco o seis sentidos que tenemos, se podía vivir dos o tres vidas más…
He vuelto a casa muy filosófica, pero es que vivir siempre sola da para reflexionar mucho sobre la vida, y darle mil vueltas a la cabeza. Pero también estoy contenta porque ahora tengo un invitado especial: Kiki. Un hecho desgraciado nos ha unido a los dos.
—¿Sabes?, Kiki, me he encontrado a la señora Elvira en la carnicería. Tengo que confesarte que sentí muchos celos cuando me dijo que un detective llamado Gregorio había hablado ya varias veces con doña Prudencia. ¿Por qué con ella y no conmigo?
Pero volviendo a los sentidos, yo me defiendo mejor con los oídos y con los ojos que con el olfato. Suelo aguzar el oído, las orejas pegadas a la pared medianera del salón, para escuchar perfectamente todas las conversaciones de mis vecinos cuando hablan por teléfono. Eso si el silencio ambiental me acompaña, claro. Por eso conozco a la perfección la forma de vivir del matrimonio, de sus amigos íntimos, y quién llega o quién se va de su casa…
—Yo podría contarle a ese tal Gregorio todo lo que sé sobre tus amos —dije a Kiki mientras le ponía la carne en su cuenco.
A veces le dejo dormir en mi sofá, encima de una colcha vieja que protege la tapicería. Es su rincón favorito. Cuando bajo a pasear con él al parque, me dicen los vecinos que conmigo este perro vive más feliz que con sus amos.
—Sé que todas estas cosas que estoy viviendo, querido Kiki, no son para contárselas a un chucho, pero desde que murió mi madre y me quedé sola, ando hablando en voz alta todo el día por la casa… Se lo contaría todo a doña Prudencia, pero como es tan amiga de Amelia, y siempre se pone de su parte, segura estoy de que tardaría tres segundos en contárselo todo a la farmacéutica…
¡Ah!, los sentidos. Con la vista veo todo lo que sucede en la calle aunque sea al trasluz de una cortina. Por la mirilla observo a cada vecino del rellano. Si alguna vez acudo a la puerta, porque oigo algún ruido en el descansillo del ascensor y, Kiki está conmigo, el jodío perro se pega a mis piernas callado, y segura estoy de que se entera tanto como yo.
A veces Eduardo lo maltrata cuando está bebido. Aunque yo se lo perdono todo, porque bebe demasiado por no verse capaz de afrontar como un hombre debiera, a su mujer. Amelia no lo quiere en absoluto. Lo ha engañado como a un tonto. De novios lo engatusó para casarse con él y poder manejarlo después como a un pelele. Es una mujer muy egoísta.
—¿Sabes, querido perro? Voy a contarte un secreto: Una vez que vino tu amo a buscarte aquí a mi casa, hice como que jugaba contigo para que se metiera él también en la correría. ¡Bien sabe Dios que me las vi y me las deseé para esconderle en un bolsillo del pantalón, unas hojitas secas de ortiga! Hojas que guardaba de una excursión que hice al campo una vez, y que arranqué una noche que la luna estaba en Escorpión. Recogidas así las ortigas, favorecen a quién la lleva encima, concediendo coraje, valentía, y audacia, a las personas que de por sí son bastante apocadas como este muchacho. A mí me gusta él como es, pero me llamaría mucho más la atención, si tuviera unos reaños de acero para dominar a su mujer. Aunque la verdad, es que estoy muy harta de ser una mojigata yo también, Kiki. El día que Dios me lleve de este mundo, me habré perdido todo lo mejor de la vida. Decirle a un hombre que te gusta tampoco es malo, creo yo. ¡Bastante reprimida estuve con mi Honorato! Total, ¡para que al final se lo llevara de calle una niñata de mierda! Y tampoco a mis años tengo nada qué perder… pero no tengo arreglo en asuntos de moral. Así me enseñaron mis padres, ¡qué le voy a hacer!
Estaba resuelta a ayudar al pobre de Eduardo como fuera. Así que la siguiente vez que vi al detective de la gabardina tras la mirilla de mi puerta, salí, y después de conversar amablemente con él, lo invité a pasar a mi casa. Tenía que comentarle todo lo que sabía.
—Pase, pase, don Gregorio, ¿no quiere tomar un té? Le puedo contar cosas muy interesantes sobre Amelia.
Kiki no paraba de ladrar. Lo miraba con expresión de disgusto. Finalmente lo dejé en el cuarto de la tele, sobre mi sofá, encima de una colcha vieja que protege la tapicería, y cerré la puerta.
—Puedo ofrecerle, don Gregorio, estas pastas artesanales que me ha mandado mi prima desde el pueblo. Pruébelas, están buenísimas.
El detective empezó a hacerme preguntas sobre mis vecinos. Se ve que las pastitas le encantaron porque acabó con todas. Al final, quedó de volver otro día y seguir con el interrogatorio.
Esa no fue la única que vez que Gregorio estuvo en mi salón. Fueron varias, hasta llegamos a hacernos buenos amigos. Le gustaban mucho las pastas de mi prima y la infusión de hierbas que compraba en el herbolario del doctor Generoso. A veces le ofrecía, también, una copa de vino de las bodegas de mi tierra, que él saboreaba mientras se fumaba uno de sus puritos. Así fue como supe que no sólo investigaba el adulterio de Amelia con Álvaro, sino que también estaba tratando de resolver una complicada trama sobre productos farmaceúticos, o dietéticos… —no entendí bien—, que ocurría en nuestro barrio. Al final tanto lío no me interesaba y aprovechaba sus visitas sólo para charlar un rato con alguien.
—Anda Kiki, termínate pronto tu puré que ya no tarda en venir don Gregorio. Sí, lo sé, cariño, sé que no te hace mucha gracia, pero tienes que volver a tu rincón.
Capitulo-5-Dr.Generoso
Pos resulta que cuando la tía esa se me quedó en bolas, pos que m’acordé del marido, y joder, no sé que me pasó que m’entró como arrepentimiento y contrición, pos qu’el tío ese to borracho allí, enseñándome la foto del pibón, pos que me revolvió y miratú que yo soy peazo duro pero que m’entró la conciencia y m’arrugué. La tía estaba allí to entregá y yo, pensando en ese hombre, que me vine p’abajo y le dije que se subiera en la báscula y cuando apunté lo que pesaba, la piba estaba como loquita por el matarile y yo pos, aunqu’estaba to mollar, que no m’encelaba; total que le dije que ya estaba ya pesá y que se vistiese. Ella estaba tó mosqueá y entonces pensé que s’iba a pensar que era yo un lila, una nenaza, así que cogí el metro y me puse a medirla: le medí el caderamen y la muslá y como que me fue entrando la fogata to bruta; total que le pasé el metro por las pechugas y la arrastré hacia mí y la comí la boca y to lo demás.
El pibón sabía más posturas que to el Kamaputra ese y tenía más aceites en sus entrañas que la fábrica del Koipesol. Total que me dejó to cansao y gozao, y me pidió cita pa la semana siguiente.
—M’ has dejado más contenta que el príncipe a la Cenicienta. Cariño tú sí que sabes cómo hacer feliz a una mujer. ¿Cuándo vuelvo?
—S’entrañas —le dije yo así como para darle un golpe sentimental y cariñoso al asunto, que to no va ser follar—. Vuelve cuando t’apetezca otra sesión reinona. ¿T’ha gustao la dieta princesona?
Aluego me puse como to un intelectotal y le pregunté.
—Oyes prenda, es qu’el otro día me quedé como intrigao. ¿Quién es la Frita Carla esa?
Y s’escojonó la piba, m’arreó un besazo y me dijo.
—Adiós, cariño. Frida, no Frita, frita es como m’has dejado —y se volvió a escojonar.
Me bajé a la consulta p’arreglarla pos l’habíamos dejao como una perrera de to lo encelaos qu’estuvimos. Y cuando estaba barriendo la jaula m’encontré una nota que se l’había caído al pibón del bolso. Claro la leí pero no entendí nada:
«No te preocupes por lo de las llaves, cariño. A lo hecho pecho. Seguimos con la operación. No flaquees. Nuestras vidas y nuestras fortunas cambiarán. Dale todo el viento a este velero que es solo nuestro, el puerto está cerca. Ítaca nos espera. Te adoro.»
Hóstis, pensé. Y me guardé la nota en la cartera to mosqueao. El pibón tenía más trampas qu’una peli del Brus-Lí. Ahora mu, mu fisna si era pero el tío que l’había escrito la carta mu culto no era ¡Pos no había escrito Ítaca, y se escribe Italia qu’eso lo sabe hasta el menda!
Como era l’hora del papeo cerré el negocio y me fui a comer al MacConan y me pedí una doble con patatas. M’eché mucho kechu y me puse to pringoso con los churretes. Así que me lavé la jeta en el tigre y me fui a mi chabola pa echarme una siesta.
Me pasé tol rato qu’estuve sobando soñando con el pibón. Me l’aimaginaba montá en un velero camino d’Italia con un pibe que no era su marido. Y me dio coraje y, ¿por qué no decirlo? celos también de qu’ese tipo no fuera yo. Estaba claro qu’estaba liá con el pibe, pero también estaba claro que tenían más rollo qu’el propiamente d’estar encamaos. Cuando llegaban a Italia, el tío le decía: “Amor ya hemos llegado a Ítaca, comprueba si han hecho la transferencia y quema todas las pruebas”.
Me desperté to sudoroso, la cara to pegajosa del kechu y más mosqueao qu’un cerdo en la fábrica del Campofrío. Me metí en la ducha y me jaboné bien jabonao con ese champú que m’había comprao en Mercadoña. Después m’afeité bien rasurao, m’eché desolorante Axe y brillantina pa luego ponerme unos gayumbos limpios unos Levises to ajustaos y una camiseta negra d’esas con un estampao de los arrascacielos de Niu Yor y con un corazón con una NY dentro, que m’imagino que será la N de Niu y la Y de Yor pero lo del corazón pos que no lo pillo. Me puse así to golfo porque como era sábado no había abierto la tienda y como m’había pasao durmiendo como ocho horas pos que era ya de noche cerrá y pensé que lo mejor era salir de cacería habiéndome pegao antes un par de pelotazos.
Me miré en la luna del armario y me vi to guapo, guapo, guapeao. Tan sólo me faltaba echarme una colonia d’esas pa purititos hombres que también se llama Axe, que digo yo que los que la fabrican, los mismos que’el deolorante, la podían haber llamao en vez de Axe, Exa que es más comprensivo. Pero antes saqué de mi cartera la nota del pibón y la guardé bien guardá. Me picaba el güevo izquierdo y siempre qu’eso me ocurría era síntoma de qu’algo iba a pasar, por eso m’escamé y no había en mi vida cosa más peliculera que lo de la Cleo esa o Amelia o como coño se llame.
Salí a la calle. La noche en el Barrio Lasletras, estaba to animá. Mira q’un pibe como el menda qu’ el único libro qu’ha leído en su vida es el catálogo de IKEA vivir en el Barrio Lasletras. Iba subiendo por la calle del Cervantes cuando vi una piba solateras, enrubiá y jamona que, pensé, m’iba d’alegrar la noche. Me l’acerqué y le dije: “Prenda… ande vas tan solita”. La rubia se me quedó mirando d’arriba a bajo. Hizo una lazá con su hocico y me dijo: Dónde me sale del coño. A ti que te importa mamarracho.
Hostis, m’había llamado mamarracho y me sentí más humillao qu’el Antonio Resinas en La buena estrellá, porque no era la primera vez que me lo decían pibas como esa, to cegatas.
Andaba to confundío cuando me di cuenta que s’había montao un jari en la misma puerta de una casa en la calle de López de Verga. M’acerqué pa curiosear y vi qu’el marido del pibón estaba dándose d’hostias con otro tío. Joder s’estaban sacudiendo a base de bien. Miré pa debajo de la cuesta y vi que venían corriendo una pareja de maderos. Me metí como pude entre los pibes y me lo llevé a la carrera. Joder tenía remordimientos por haberme pegao un revolcón con su mujer y me temía que si lo pillaba la pasma s’iba a pasar, por lo menos, una o dos noches en la trena.
Nos metimos en un bar. El pibe estaba to agitao y hecho una lástima. Además tenía un peazo esparatrapo encima la ceja y un moratón que le pillaba media cara. Compadecido le dije.
—Pero tío, que t’ha pasao. Parece que t’has enfrentao al Poli Díaz. Pero es que te dedicas al boxin cach, pos no me dijistelotrodía que eras informático, pos pareces hostiamático y m’escojoné de la tontería.
El pibe s’echó las manos a la cara y se puso como a lloriquear. Hostis, me mosqueé. Pedí al camata dos cubatas y me lo llevé a una mesa alejá pa que la gente no viera qu’el pibe lloraba y pensara qu’era yo el culpable. Le fui dando palmaditas en la espalda, como se dan a los chinorris cuando cogen una perra, y a pocos se fue calmando.
Miró el cubata, se lo llevó a la boca y se lo trapiñó d’un trago. Aluego se me quedó mirando pero me di cuenta de que no me miraba a mí que miraba mi cubata, lo cogió y se lo bebió de otro trago. Hostis, el pibe estaba to amargao. Pa distraerlo intenté hablar con él.
—Bueno tío —le dije—, cuéntame quién t’ha puesto el ojo a la funerala. Seguro que ha sido el Chus Ñorris, menudo hostión que t’han dao.
Me miró y volvieron a saltársele las lágrimas.
—No. No me he pegado con nadie. Ha sido que me he caído en la bañera. Pero, vamos a ver, ¿tú quién eres? —me preguntó el pibe con cara d’asombro.
— ¡Hostis! —le dije—, pero ya no t’acuerdas de la otra noche en La Bodeguita d’en medio. Que nos tomamos unos cubatas juntos. Si hasta m’enseñaste una foto de tu santa.
Cuando escuchó lo de “tu santa” otra vez s’echó a llorar. Entonces me compadecí d’el y pensé qu’el hombre aquél tenía más cornamenta qu’un Vitorino y que también tenía yo un poco de culpa.
M’acerqué a la barra y pedí dos cubatas más. Estaba seco. Cuando me los sirvieron me los bebí allí mismo, en la barra. Luego pedí otros dos y le dije al camata que nos los llevara a la mesa.
Estaba más calmado aunque parecía el pobre un Ese Homo; el moratón y la cara rojiza de las yoyas de la pelea en la puerta de la casa del Feliz de los Genios y el piñazo en tol cejamen.
— ¿T’acuerdas ya de mí? —le pregunté—. ¡Hostis! El otro día. Bueno los dos teníamos un pedal guapo, guapo, pero nos hicimos colegas. ¡Hostis! Créeme, nos hicimos colegas, vamos, como si fuéramos amigos ínfimos, yo te conté mis asuntillos y tú tus cosillas.
El pibe se puso como a la defensiva. Claramente no s’acordaba y yo m’aproveché.
—No t’acuerdas, colega, que me contaste que tu piba era farmacéutica y que te daba mu pero que mu mala vida.
Claro, esto me l’había inventao pa tirarle un anzuelo y pincharle la lengua pa que largara.
Me miró fijamente. En ese momento llegaron los cubatas. Nos tiramos a ellos como dos pingüinos a un haceberg de hielo. Como nos habíamos ya trapiñao tres cada uno, en los ojos se nos empezaba a notar un brillo como de farlopa.
—¿Pero tú quién eres? —me dijo medio desconcertao y medio amigao.
—Pos, Agapito, tu colega. Joder, ¿Ya no t’acuerdas del otro día? Si nos hicimos más que colegas, como hermanos, tío, como to broders.
El caso es qu’el pibe se lo creyó y después de tres pelotazos más, empecé a cantarle to el repertorio de los Camela aunque me parece que no le gustó.
Ya no recuerdo na más. El caso es que a la mañana siguiente me desperté en un club de lenoncinio, encamao con una mulata que parecía la mismísima Reina de Samba. Me dolía to l’almendra del resacón y el cuerpo del revolcón. Repito, no m’acordaba de na. La mulata estaba to sobá. Me levanté y me vestí. Cuando bajaba por la escalera coincidí con mi colega, recordé que se llamaba Eduardo.
—Edi —le dije familiar.
Se me quedó mirando como queriendo recordar.
—¿Eres Pito? —me dijo con la boca aún llena de telarañas.
—Pos claro broder, ¿quién iba a ser si no? Y ahora que m’acuerdo colega. Gracias por l’invitación, se ve que en este sitio te tien aprecio. Joder que si te lo tien. Menudo antro más distinguío.
Nos fuimos del puticlú, aunque pa ser t’honrao parecía un sitio de carne y pescao, una casaputas y putos porque cuando nos marchamos un bujarrón to maqueao le sacudió un pico a mi colega que m’endejó to colgao. To mosqueao cogimos el buga de mi broder y nos dirigimos p’al centro.
—T’invito a desayunar en el Visp —le dije yo to generoso.
—Primero quiero pasar por mi casa. Quiero ver si mi mujer ha vuelto.
Su mujer… Ya no me acordaba del pibón. La noche anterior me dijo que la quería mucho y que era ella la que le había hecho la herida en la ceja con una llave. También me dijo qu’ella no l’aguantaba más porque era un borracho y un putero, (yo seguía mosqueao porque igual era un putero julai), pero qu’ella también era un putón. Que lo sabía y aunque lo había intentado no podía separarse d’ella. Yo no pude decirle mucho pos estaba to arrepentío, pero entendí un poco al pibón.
Bajó de su casa con una cara que parecía un pepino en vinagreta. Estaba claro que la piba no había vuelto.
— ¿Qué pasa broder? —le pregunté to cordial.
—No ha vuelto aún. Y me temo que puede que no lo haga.
Desayunamos en el Visps. Él apenas comió nada, yo me papeé dos desayunos especiales completos. Parecía como ido, ensisismao. Llamó a la camarera y se pidió un güisqui de malta, aluego dos más. ¡Hostis! Eran las diez de la mañana y el pibe se estaba metiendo ya tres pelotazos. Perdió su mirada en el güisqui y dijo.
—No es sólo que mi mujer me la esté dando con otro. Es que me temo que está metida en un negocio que puede ser muy peligroso, por eso me tiró la llave a la cara. Descubrió que yo también estaba metido en un lío parecido, una peligrosa operación relacionada con unos productos farmacéuticos. Todos los implicados la conocen como operación Ítaca.
¡Hostis. Otro que no
sabía decir Italia!
Capitulo-6-KIKI
¡Vaya día! Me siento agotado. Hoy mis amos, Amelia y Eduardo se pelearon como si fueran dos perros callejeros disputándose un hueso.
Antes de agredirse no paraban de discutir en el salón, en tono cada vez más alto. Que si Bodypharma, que si ya no se aguantan…, no sé qué es el Bodypharma, pero a Eduardo le enfurece, así que me puse a ladrar, lo que me valió una patada en las costillas. Amelia salió en mi defensa y se llevó una bofetada. Entonces aullé, refugiado debajo de la cama, por si acaso. Era tal el follón que ni siquiera se acordaron de sacarme a pasear y tengo una gana de mear que no puedo más. Tendría que levantar la pata en algún rincón. Intentaré aguantar...
Al salir de mi escondite, vi que las cosas habían empeorado. Amelia estaba presa de un ataque de furor.
—¡Toma y púdrete! —le gritó a Eduardo después de que este la insultará, y le tiró las llaves dándole en plena cara.
Yo habría podido saltar y recogerlas al vuelo, eso se me da muy bien, pero como no me moví le dio a Eduardo en un ojo. En seguida me olió a sangre, como el lunes pasado cuando Amelia estuvo desempaquetando filetes en la cocina. Así que la herida es culpa mía.
¡No sé si me absolverá Salustiano!
“No sé si te absolverá Salustiano”, es una frase hecha que Amelia dice, cómo “¡Vete al Diablo!”. Me la repite cada vez que hago lo que llama ella una tontería, como perseguir a un gato.
También podía haberles agarrado el bajo del pantalón para separarles, pero me quede tan atónito que no hice nada.
Ignoro si Amelia lo hizo aposta o no. El caso es que el pescadito de plata, que es bastante pesado, le provocó la herida, creo.
Sin mirar a su marido, ella se marchó del piso. Ni siquiera llamó al ascensor porque oí el repiqueteo de sus tacones al bajar por la escalera corriendo.
Cuando Eduardo se fue hacia el cuarto de baño, quise acompañarle, pero me rechazó de mala manera.
—Y tú, ¿qué miras? —me gritó.
Más me valía refugiarme otra vez debajo de la cama. Últimamente me paso más tiempo debajo que encima. Por lo menos deberían ponerme una alfombrita, el suelo aunque sea de parqué resulta muy duro.
Desde mi escondite, le oí llamar a su amigo Víctor para que lo acompañase a urgencias. Le soltó una sarta de mentiras para explicar la herida. Parecía Amelía. Lo hacía tan bien como ella.
Y yo apretando las patas traseras para no soltar un charco en medio del dormitorio. ¡Tenía que mear y mear ya!
Así que cuando los dos hombres salieron del piso para ir al hospital me colé por la puerta entreabierta y me instalé en el felpudo de Lourdes. Justo en el momento en que iba a rascar su puerta para que me abriera, ella salió al descansillo. Fue mi salvación.
Me precipité dentro de su casa y menos mal que estaba abierta la puerta del balcón de su dormitorio. Nada más levantar la pata contra los barrotes, noté un alivio. Terminado de salir un buen chorro, oí gritar a una señora que pasaba por la acera.
—¡Tenga más cuidado, no es hora de regar los tiestos!
Era un tono de voz agrio, pero a mí, plin. No me paré a mirar.
Volví a entrar en el salón y de un salto me instalé en el sofá con Lourdes, frente al televisor, y me dejé rascar la barbilla. Muchas veces me he sentado encima de sus rodillas, dándonos calor el uno al otro. Un buen sitio para echar la siesta.
—¿Qué les pasará hoy a esos dos? ¿Tú sabes algo del Bodypharma?
Se ve que lo había oído todo a través del tabique. Lourdes me hace siempre unas preguntas que no puedo contestar, aunque a veces sé la repuesta, entonces agito el rabo y se da por satisfecha. Así tenemos largas conversaciones.
—¿Has visto los coyotes? Se parecen a ti —y me indicó con el dedo la pantalla.
Los animales de la televisión no huelen a nada. No son como el gato del tercero. Ese, si un día me lo encuentro por la escalera, se llevará un buen susto. Lo prometo.
Lourdes quitó el sonido de la televisión y continuó con su cháchara, pero yo no presté mucha atención. Estaba cansado.
—Tus amos son unos embusteros —me comenta Lourdes, encogiéndose de hombros.
Estoy preocupado, no puedo dormirme a pesar de lo mullido que son los muslos de Lourdes. Se ha ido Amelia, y si no vuelve me tendré que quedar con Eduardo. No, no quiero quedarme con él. No soporto su mal humor ni su tufo a eso que bebe todo el día. Seguro que me devolvería otra vez al asilo.
¡Si por lo menos me regalase a Lourdes!
Solo para fastidiar a Amelia, me devolvería al asilo. Seguro.
Alguien llama al timbre. Es el olor del señor que viene a leer el contador. Aprovecho el momento en que Lourdes abre la puerta para escabullirme. Tengo que encontrar a mi ama.
No me hace falta ser muy listo, que lo soy, para deducir que se habrá refugiado en casa de Álvaro. El camino, me lo sé de memoria. Voy trotando por la acera al lado de una señora, para que nadie se imagine que ando solo, sin dueño. Ya que estoy fuera de casa aprovecho para hacer mis necesidades porque con todos esos líos, Dios sabe cuándo se acordaran de mí. Un hombre mayor que se cruza en mi camino me mira enfurecido, y luego a la mujer.
—Señora, ¡no sabe todavía que tiene que recoger la mierda de su chucho! —grita.
Me alejo corriendo mientras la pobre mujer intenta defenderse. ¡No querrán que la recoja yo mismo!
Andar solo por las calles no me gusta. Lo peor es tener que cruzar la calzada, y para ir a casa de Álvaro tengo que jugarme el pellejo un par de veces. Respiro hondo y me lanzo como una saeta entre los coches. Los neumáticos chirrían. Unos conductores asoman la cabeza por la ventanilla maldiciendo, pero hago oídos sordos.
Al llegar delante de la casa de Álvaro había un tipo con gafas oscuras, sentado en un banco. Sospecho que es el mismo que me dio una patada en el lomo el otro día. Lo que sí estoy seguro es que no es la primera vez que lo veo y no me gusta nada su pinta. Incluso una vez detecté su olor en casa. Suele seguir a Amelia. Más le vale no acercarse porque no lo pensaré dos veces, ya sé en qué parte de la pantorrilla le hincaré el diente.
Por fin llego al felpudo de Álvaro. Olisqueo por debajo de la puerta. Si estuviera Amelia me llegaría su fragancia, un olor fresco que me gusta. Pero nada de nada. De repente me siento muy cansado, pero por si acaso, por si se me ha estropeado la nariz, empiezo a rascar la puerta. En seguida aparece él.
—¿Qué haces aquí? —antes de soltarme una patada, ha mirado en todas las direcciones por si estuviera Amelia. Se agacha y pasa la mano sobre el barniz rayado—. ¡Desgraciado, mira lo que has hecho! ¡Fuera de mi vista!
No sé si al final del día me quedará una costilla sana. Cabizbajo, emprendo el camino de regreso. Ya no me importa si me atropellan. Delante del piso de Lourdes, no puedo más y gimoteo. Al primer quejido, ella abre y está loca de contenta.
—¿Dónde te habías metido? Llevo todo el día buscándote. Entra.
No necesita decírmelo dos veces y voy directo a la cocina. Por fin alguien que se alegra de verme. En seguida me pone una escudilla con agua y un buen plato de un guiso de carne delicioso.
—Lo tenía para mañana, pero cómetelo y luego me cuentas por dónde has estado. Seguro que buscando a tu ama. Para que lo sepas, no ha vuelto todavía. Ha venido un tipo a ver a Eduardo. Un tal Gregorio. Hablaron del Bodypharma, pero no me pude enterar bien porque estaban levantando la calzada con esos martillos neumáticos que meten un ruido infernal y con ese estrépito era imposible captar la conversación.
Estoy tan cansado que apenas escucho la cháchara de Lourdes. Me dirijo al dormitorio y me enrosco sobre la colcha de su cama.
Que se maten entre
ellos si quieren, pero tengo que dormir un rato.
Capitulo-7-Fulgencio
—UNO—
Aquel lunes llegué a la oficina más temprano que nunca. Antes de nuestro último, común y gozoso gemido, Lena había conseguido un pasaje para la vuelta. No pude dormir en clase turista. Cuando el Boeing 707 de Emirates Lines aterrizó en Madrid estaba amaneciendo.
Me duché y cambié, resistí la tentación de echarme aunque fueran solo dos horas. No hubiera podido dormir. Me bullía el cuerpo. El meeting había sido demasiado excitante. Aún me burbujeaban las piernas. Todo me impulsaba a la acción. En el taxi me di cuenta de que había olvidado el regalo de Lupita. Tuve que volver al apartamento. Menos mal: También había olvidado el fonochip. Al llegar a la oficina me llamó la atención un único coche, un Corsa rojo, aparcado en las plazas reservadas a Dirección.
Esta vez tampoco estaba el informe que pedí la semana anterior. Me cabreé. Sólo duró un segundo. Mejor así. Tenía mucho por hacer. Lo de Eduardo podía esperar. ¿Dije teníamos? En la oficina no había nadie. Era lunes. Todos agotarían hasta el último suspiro (recordé el de Lena) el margen que daba el horario flexible. Eso tenía que cambiar. Hablaría con RRHH para asegurar que el personal adscrito a la Dirección... También eso podía esperar.
Cuando terminé de esbozar el resumen de la reunión en Frankfurt y mi discurso, llamé a Lupita y apareció Marisa.
—¿Otra vez Robi?
Asintió. Esta vez llevaba unos pantalones beige muy ajustados y un jersey marrón de cuello vuelto. No llevaba pendientes. Me hubiera gustado encargárselo a Lupita pero no había tiempo que perder.
—Marisa…
—¿Sí? —dijo acercándose.
—Dos asuntos de la máxima prioridad. Primero: Convoca al Comité de Dirección para una reunión extraordinaria para las cinco PM de hoy, no, para las cuatro.
Su mirada expresaba más curiosidad que sorpresa. Esto me …
—¿Y el segundo?
—Segundo —continué, (como c. se atrevía a)…
—Aquí en esta hoja he apuntado tres puntos con dos subpuntos cada uno. Son las ideas clave. Con la diapositiva de presentación del nuevo nombre de la empresa y la última de ruegos y preguntas, también en inglés, hacen… quiero decir hacen un total de 2 elevado al cubo presentaciones: ni una más; ni una menos. Lo demás: tipo de letra, color de fondo, etc. lo dejo a tu creatividad.
—Disculpe, pero no acabo de entender… ¿Dos elevado al cubo?
—Pero Marisa… Dos elevado al cubo o dos a la tercera potencia es igual a 2x2x2 ¿Y esto cuánto hace?... Somos una empresa digital. A la una lo quiero sobre mi mesa. ¡Ojo! Top secret. Ni a Lupita. Ya le informaré yo. Tan pronto como venga la haces pasar… ¡Ah!, ahí llega. Pasa, pasa Lupita. Marisa, puedes retirarte.
Cerró la puerta con suavidad. Lupita abrió la boca. Me puse el índice sobre la boca.
—Espera —dije—, espera, un momento. ¿Cómo está Robi?
Se había estado conteniendo y no pudo más. Sus labios dibujaron despacio un delicioso puchero… Estaba para comérsela. Me enternecí.
—¿Ha empeorado?
—No, es que… No encuentran solución.
—Todo se andará, ten paciencia. Los de ese taller...
—¿Cómo? ¿Taller? ¿Es que Robi es un electrodoméstico?
—Pero Lupi, cómo voy a pensar eso.
—¿Y qué pasa con Marisa?
—Enseguida te lo explico. Pero déjame antes que te diga una cosa. Te he traído un regalo de Alemania.
—¿De Alemania?
—De Frankfurt. Estuve allí. La reunión… ¿Recuerdas?
—Ya, Lena. ¿Y qué es?
Con los dedos índice y pulgar se frotó el lóbulo de la oreja izquierda.
—Frío, frío –dije mirándola significativamente.
—¿Entonces? ¿Es?…
—Ahora no tenemos tiempo, Lupi. Tenemos que trabajar, y duro. A las cuatro tenemos reunión. A las cinco habremos terminado, ya me encargo yo de ello. A las cinco y cinco te quiero aquí, en el despacho. Hacemos el acta de la reunión y lo distribuimos. Luego me comentas el informe de Eduardo… Por cierto ¿Dónde está?
—Aquí, es el que tengo aquí, es que no me dio tiempo de…
—A las siete hemos terminado… Entonces… luego… —junté las manos, como en una plegaria—… Ya verás Lupita, te encantará…
Todo rodó según había previsto. Lupita estaba impaciente. Yo había notado como de vez en cuando, de modo instintivo, se tocaba el lóbulo de la oreja. Entonces le decía casi en un susurro “Frío, frío”. Esto la ponía más nerviosa. Conforme hacía sus comentarios al informe sobre Eduardo se tranquilizó. Al menos eso parecía. Poco después de las siete habíamos acabado.
—¿A qué hora está citado mañana Eduardo?
—A las once menos cuarto.
—Bien. Hazle esperar mínimo… diez, no, quince minutos. No le des ni agua. A las once me avisas. ¿Vale?
—Ok.
Me recosté hacia atrás en el sillón. Todo estaba encauzado. Un cansancio infinito se apoderó de mi. Tenía sueño, mucho sueño. Vi la cara de Lupita muy cerca de la mía. Cerré los ojos…
Me zarandeó.
—¿Eh? ¿Cómo? ¿Qúe pasa? —estaba aturdido.
—El regalo.
—Ay, sí, el regalo… Anda, ven, acércate. Aaasí. Ahora date la vuelta y cierra los ojos.
Saqué rápidamente la bolsa del cajón y quité la cinta negra del paquete.
—Un momento, no te vuelvas, solo un momento.
Me acerqué por detrás y le vendé los ojos.
—Puedes volverte.
Cogí el paquete y lo acerqué a sus manos.
—Tócalo. Pasa la yema de los dedos por encima, despacio... ¿Qué es? Adivina.
Notaba como Lupita respiraba con dificultad. El pecho le subía… Se humedeció los labios con la —¡ay!— tenaz punta de su lengua.
—Un paquete.
Acarició el paquete, lo olió.
—Está envuelto en... huele a cuero… ¿Rojo?
La pellizqué
—¿Y está amarrado con bramante?... ¿Con alambre? ¿Tiene púas? ¿Con cable de la luz?
Le di un fugaz beso en los labios.
—¿Unas esposas?
Yo callaba. Veía cómo enrojecía hasta las raíces del cabello. Me desmoronaba.
—No: grilletes, son grilletes, lo que sea, cadenas…, ¿látigo? Dame con el látigo. Soy tuya, tuya, tuya.
Me tenía muy conmovido, pero me reí.
—Pero Lupi, Lupi…
La empujé suavemente hacia arriba por la barbilla.
—Anda, levántate. Por muy de moda que estén hoy en día…, esas cosas son artefactos de hace siglos, cachivaches de antaño. Estamos en el XXI. ¿Cómo te iba yo a regalar algo así? Anda, coge el paquete. Ya lo abrirás en casa. El manual de usuario está dentro. Basta, basta, vete ya, hablamos. Y no se te ocurra usarlo tu sola: lo haremos juntos.
Aferrada al paquete se dirigió sonámbula a la puerta.
—¿Lupi?
Se detuvo.
—La venda.
Se la quitó sin volverse y salió con ella en la mano.
Por si no seguía mis indicaciones y Lupi quería usar el artilugio había retirado el cable USB. Me lo guardé en el bolsillo, para no olvidarlo.
—DOS—
—Pase, Leite, adelante.
Me levanté y le di la mano.
—Buenos días.
—Siéntese. No, aquí no, allí estaremos mejor.
Le indiqué la mesa auxiliar redonda de cristal y cromo que estaba en el lateral de la habitación.
—¿Un café? Pero siéntese, siéntese. Enseguida estoy con usted.
Pero no lo hizo hasta que yo me senté.
Accioné el manos libre.
—Señorita Marisa, tráiganos dos cafés, por favor. Gracias.
—Bueno, Leite —dije sentándome frente a él, cómo …
Se había quitado las gafas para limpiarlas y observé que tenía el ojo derecho hinchado y amoratado.
—¿Pero qué le ha pasado?
Empezó a limpiar los cristales concienzudamente. Entendí por qué lo hacía. Así no tenía que mirarme a los ojos mientras contestaba.
—Un accidente… Doméstico. Resbalé y me di con el quicio de la puerta… En la cocina. Pero no es nada grave. Es verdad que perdí del golpe el conocimiento y me llevaron al hospital. Amelia, mi mujer, se asustó mucho pero me dieron enseguida el alta. Sí, me han aconsejado que para prevenir posibles secuelas internas me examine un especialista. También tengo cita para el oftalmólogo.
—Bien, bien. ¿Ha hablado con nuestro servicio médico privado?
—De momento estoy con la seguridad social. También tienen buenos doctores y quizá mejores medios...
—Sí, claro. De todos modos no estaría de más que le examinaran. El diagnóstico de un especialista diferente puede serle de gran utilidad. Y tenga en cuenta que, en cuanto a medios, tenemos a nuestra disposición los de todas las empresas de la corporación en cualquier parte del mundo. Pero, vayamos al grano...
Acerqué más el sillón a la mesa.
—Quería explicarle en primer lugar la nueva orientación de nuestra empresa y discutir con usted qué papel podría asumir en la nueva organización. Pero antes tengo que hacerle una pregunta.
—Diga usted.
—Sí. Veamos. Después de... —miré en el informe— casi tres años dedicados al análisis de los datos de producción y marketing del sector farmacéutico, usted pidió que le pasaran al sector alimentario. Nos pareció algo extraño. Pensamos que el farmacéutico es un sector mucho más dinámico, en expansión, con importantes tasas de crecimiento… Mientras que el alimentario… No cabe duda de que el sector farmacéutico ofrece mayores posibilidades de desarrollo personal. ¿Por qué pidió el cambio? ¿Algún motivo personal? Tengo entendido que su señora trabaja en el sector. ¿Tuvo que ver algo su anterior jefe? —Busqué en el informe—. ¿Cómo se llamaba?
—Teo.
—En efecto, Teodomiro. Teodomiro García Biencinto, aquí lo tengo. Quien por cierto tenía una buena opinión de usted…
—Muchas gracias
—¿Le aburría trabajar tantos meses sobre lo mismo?
En aquel momento entró Marisa con el café. Dejó la bandeja sobre la mesa.
—¿Desea algo más?
—¿Unas gotitas de un buen coñac en el café, Leite? Se trata de un muy buen coñac…
—No gracias, muchas gracias –se pasó la lengua por los labios—. En el trabajo no bebo.
—Pues, entonces nada más, Marisa. Puede retirarse.
Esperé a que Marisa cerrara la puerta. Leite estaba otra vez limpiando los cristales de las gafas.
—Prosigamos, Leite, continúe.
—Verá usted… Es cierto que he pasado al sector alimentario… Pero no por eso he abandonado el farmacéutico.
—Explíquese.
—Hay una serie de productos que forman la intersección del conjunto farmacéutico y del conjunto alimentario.
—Productos que son…
—Todos los complementos alimenticios y los elaborados, relacionados con la dieta: antigrasas, adelgazantes, saciantes. Que además se venden en las farmacias.
—Veo que hay más...
—Sí. Pero antes, sobre el sector alimentario... No solo se trata de leche, carne de ternera, arroz. También están los piensos para toda clase de animales. Y los transgénicos, sobre todo los transgénicos. Piensos y transgénicos forman también una intersección de ambos sectores.
—¿Y a qué nos lleva eso?
Guardó silencio unos segundos. Luego lo soltó todo de golpe
—A las vacas locas y al suero de la verdad.
Lo profirió de una sola tirada, como si fuera una única palabra. Quedé estupefacto. Del sector farmacéutico a las vacas locas, de una intersección de conjuntos al suero de la verdad… En mi vida había visto tal salto mortal.
—Mire Leite, todo esto es muy interesante. Pero ¿tenemos algún cliente que pague por esos estudios?
—Seguro. No se quién, claro. Yo entrego los informes y estadísticas a mi superior, al OM quien a su vez lo entrega al COO. Se trata de información sensible que se trata con confidencialidad. Yo conozco mi cliente interno pero no el final.
—Leite, Leite, no me explique cómo funciona mi empresa. Cíñase a los hechos. Vacas locas, droga de la verdad… ¿Qué hay de todo eso en los productos que forman lo que usted llama la intersección?
—Lo mismo que hay principios químicos activos que inducen a quién los toma a decir la verdad cuando se le pregunta, también debe haberlos para lo contrario, para decir la mentira.
—¿Debería haberlos? Luego no hay evidencia.
—Sospechas. Hipótesis de trabajo.
—Basadas en…
—Casos concretos. Personas.
—¿Las conoce usted?
Otra vez se quitó las gafas. Con las dos manos las elevó para mirar al trasluz. Se sacó un paño diminuto de uno de los bolsillos de la camisa y comenzó a frotar.
—Te… Don Teodomiro las conocía
—¿Y cómo se distribuirían e ingerirían esos elementos?
—Con los productos que complementan las dietas.
Estaba pensando. Me levanté del sillón. Leite se levantó también al instante.
—No, no, siéntese —es que a veces me viene bien estirar las piernas para pensar—. Veamos…
Accioné el interfono.
—Señorita Marisa, tráiganos una botella de agua. Gracias. De las de cristal, no de plástico.
Fue Lupita quien la trajo. Llevaba una blusa verde eléctrico. En el cuello como pañuelo se ceñía la cinta negra de seda.
—Gracias.
—Íbamos diciendo… —dije cuando Lupita hubo salido—. Vamos a ver… Todo esto es… es muy… interesante, pero… pero… Nosotros somos la AHTWORLD TRANSLIMITED IBERIA CORPORATION. Eso de que nos habla no es ya nuestro futuro negocio. Su antiguo jefe confiaba en sus aptitudes. Nosotros también vamos a hacerlo… Por un tiempo… limitado. En esta carpeta tiene todos los datos y los informantes necesarios para su próxima tarea. Deberá desarrollar un modelo matemático sobre índices bursátiles de empresas afines a la corporación. Un algoritmo que… digamos… que favorezca a las empresas que nos interesan. Y al contrario. Sí, ya sé que usted no sabe de la bolsa. Ni falta hace. Lo dicho. En la carpeta está todo lo que necesita saber. En cuanto a lo otro… Dele el carpetazo. De forma ordenada, claro. Hablaré con su COO —miré la hora—. Nada más. Se nos acabó el tiempo.
Me levanté. Leite casi saltó de la silla.
—Diez días. Tiene
diez días, naturales, para cerrar el viejo asunto y presentar el
proyecto para el nuevo. ¿Un poco de agua? Secretaría le indicará cuándo
nos volvemos a ver. Y con resultados. Si la cosa marcha… Podría llegar a
ser CTO, su propio jefe. Es una buena, altísima oportunidad.
Capitulo-8-Prudencia
Después del primer encuentro que tuve con el detective, no me fue fácil olvidar sus inquisitivas preguntas acerca de mi relación con Amelia. Durante unos días, cavilé sobre las respuestas que le di, por si hubiera podido dañar en algo a la farmacéutica. Me juré a mí misma que la próxima vez que hablara con ese intrigante, andaría con sumo cuidado. Cuando me vi con mis amigas a la entrada del Teatro Español, no les quise contar nada sobre la entrevista con don Gregorio, ni siquiera a Elvira, y menos mal, porque a la salida de la función nos fuimos a merendar al Museo del Jamón. Allí empezaron las bromas sobre el secreto que yo mantenía para adelgazar. Sus voces a coro se dirigían a mí:
—Prudencia, tú no podrás permitirte un solo bocado; ni de jamón, ni de calamares, y cuidado con la tortilla. Únicamente un descafeinado y con sacarina.
Las risas se multiplicaron hasta que alguien dijo:
—A propósito, me han hablado de un doctor del barrio que por lo visto se llama Generoso; al parecer es un experto en dietas para adelgazar. Creo que le gusta trabajar con gente joven y sus tratamientos son individualizados y precisos. Hasta les hace a sus pacientes quitarse la ropa para que su peso sea exacto. ¿No os parece muy ingenioso el doctorcito?
Después siguieron las risitas y los cuchicheos. Yo para terminar con aquella historia, en plan relajado dije:
—Conmigo que no cuente ese doctor, por muy generoso que sea, porque ya no estoy para esos trotes.
Salimos del local con buen humor y nos despedimos.
A la semana siguiente tuve otra entrevista con el detective. Esta vez fue él quien se adelantó a preguntar:
—Señora Prudencia, ¿qué tal el teatro, le gustó la obra?
—Sí —le contesté—, me lo pasé muy bien y además en la tertulia con mis amigas me hablaron de un tal doctor Generoso, que creo que consigue unas dietas milagrosas. Al parecer sus clientes preferidos son los jóvenes. Es posible que para usted… pueda ser un caso interesante de investigar.
A lo que él, algo ruborizado, añadió:
—Tal vez señora. Pero ahora me gustaría que me dijera quién era aquel hombre que salió por la puerta del almacén de la farmacia…, me dejó usted con la miel en los labios.
—Desde luego —le dije—, era un hombre con un porte elegante, alto, traje impecable y su rostro idéntico al que había visto en el coche negro, semanas antes, cerca de la farmacia. Y pensé: “Ese hombre debe ser el marido de Amelia, los dos son como dos gotas de agua”. Después recordé a aquel otro hombre, calvo y barrigudo, que vi en la terraza, cuando tomaba una copa con mis amigos...
El detective, con la mirada perdida, me confesó que se acordaba de aquella escena. Luego —con la cabeza baja—, se atrevió a decirme que tenía la impresión de que aquel señor calvo no era de mi agrado. Yo le contesté que me alegraba de que hubiera adivinado mi pensamiento y añadí que nunca me habían gustado los hombres con esa presencia. A lo que con voz firme me cuestionó:
—¿Y cambiaría usted su estima por doña Amelia, si le dijera que ese hombre de la terraza era su marido?
Hice un gesto de desagrado y contesté:
—¡Quite usted, por dios, qué cosas tiene! Creo que me quiere enredar. ¡No y no! Sencillamente no puede ser su marido, y si va a seguir por este camino, mejor será que dejemos la conversación.
Él con una sonrisa irónica me dijo que no me enfadara y volvió a repetirme que, en su oficio, a veces hay que decir cosas, que pueden herir ciertas susceptibilidades, pero que, en este caso, nunca más lejos de su intención.
Después de una pausa me pidió que olvidáramos por el momento el tema y de nuevo insistió:
—¿Me figuro que la farmacia se abrió a la hora indicada y su amiga la recibiría con los brazos abiertos?
Sus palabras no me resultaron sinceras. Me repugnaba su persistencia negativa. Yo para llevarle la contraria, le conté con la mayor naturalidad la escena:
Iba decidida a hablarle únicamente de mi deseo de adelgazar, sin embargo, ella comenzó por observarme con una sonrisa picarona. Luego, sujetó mis hombros, y mientras me hacía girar sobre los pies, no dejó de mirar la pamela, el vestido y los zapatos. En tono íntimo pronunció estas palabras:
—Qué bonito es vestir con elegancia, además de oler a primavera.
Le devolví su gentileza con una sonrisa y le hablé a los ojos:
—Lo he aprendido de usted. No podía presentarme hecha una piltrafa, trato de recuperar la juventud.
Las dos nos reímos, mientras ella no dejaba de observarme como una niña traviesa. Luego comencé a sentirme incómoda y ella, con manos melosas, sujetó mi cabeza y me dijo al oído:
—¿Se acuerda que más de una vez le comenté que me gustaba pintar y que quería hacerle un retrato? ¿Sería tan amable de pasarse por el taller algún día?
Me quedé sorprendida y tardé en responder. Al final le pregunté:
—¿Usted cree que con este cuerpo rechoncho, podrá sacar algo bueno? Si al menos, me pareciera en algo a esos modelos del escaparate.
Nuevamente nos reímos y aproveché para comentarle el motivo de mi visita.
—Precisamente quería hablarle de esos paneles de Bodypharma que se exhiben en el escaparate.
Ella se quedó un poco desorientada, pero enseguida se dio cuenta.
—Si no entiendo mal, quiere usted adelgazar.
No supe dónde esconderme y los colores que brotaron en mi rostro me delataron. Pero no podía perder la oportunidad y le contesté de forma precipitada:
—Claro, me han llamado la atención esos cuerpos del escaparate y he pensado que usted podría indicarme cuál es el remedio más eficaz para mí. Y como el verano está próximo… quisiera comenzar lo antes posible.
Amelia de nuevo me pasó revista y siempre con la misma sonrisa, que si bien en un principio me pareció simpática, ahora ya me resultaba un poco burlona.
—Bueno, bueno, así es qué… quiere bajar de peso, y de forma rápida.
En ese momento se abrió la puerta de la farmacia, era la ayudanta, quién después de saludar, se dirigió a Amelia:
—Si quieres, atiendo yo a la señora, me pongo la bata y ya estoy aquí.
Al poco rato comenzó a venir más gente. Me sentí derrotada. Y pensé que se había acabado la ocasión. Pero no, Amelia en seguida, le respondió a su empleada:
—No te preocupes, Carolina, a esta señora la atiendo yo.
Y me hizo pasar al interior del local. Algo que, en ningún momento, se me hubiera ocurrido que podría llegar a suceder; sin embargo, después de mi ansiada espera, no rehusé la invitación y me dejé llevar. El lugar era un pequeño despacho con ordenador, un sofá, dos sillones y muchos papeles sobre un escritorio. Creo que debió de notarme un poco nerviosa y me animó:
—No se preocupe, aquí estaremos más tranquilas y fuera del alcance de miradas y oídos curiosos.
Sus palabras me aliviaron y luego prosiguió:
—Veamos qué podemos hacer. Usted debe pesar unos setenta kilos y de altura un metro sesenta y cinco aproximadamente. Bueno, para mayor exactitud la pesaré y la mediré. Sería mejor que se desnudara.
En un momento de nuevo mis mejillas ardían, e inmediatamente:
—Disculpe, señora Prudencia, no he dicho nada, bórrelo de su mente —y sonrió.
Le pregunté por qué sonreía. Y me acordé de los métodos que empleaba el famoso doctor Generoso. Ella añadió:
—Porque hay un doctor que dice que el peso debe ser exacto y no permite ni una leve seda sobre el cuero. Pero no se preocupe ese método no es para usted.
—Estoy segura de que lo pasaría usted mal. Esa mujer puede ser peligrosa —me dijo don Gregorio—. ¿No creé que se pasó con usted? Debería haber tenido más consideración con una persona de su edad, pienso yo… Le aconsejo que tenga cuidado con esa víbora.
No pude soportar el tono que empleó el detective y lo reté así:
—¡Y yo le ruego que se abstenga de insultar a mí amiga! Por otra parte, creo que ya soy mayorcita. Y que sepa que no me desvestí, ¡sólo me quité los zapatos y la pamela!
Luego él siguió queriendo sacar agua de un desierto:
—Eso quiere decir que doña Amelia debe conocer a ese doctor Generoso, ¿no cree?
No quise contestarle porque yo misma no tenía una respuesta, ni quería tenerla. Sin embargo, en su mismo tono le aclaré que no solo aceptó que no me desvistiera, sino que, además, su mano suave agarró mi brazo y me ayudó a subir en una balanza antigua que había en un rincón. Luego aproximó mi espalda al medidor de la altura. Después de pesarme y medirme, acercó mis zapatos, colocó la pamela en mi cabeza y me acomodó en una silla cerca del escritorio. Le comenté la suerte que había tenido al caer en sus maravillosas manos.
Más tarde, hizo unos cálculos matemáticos con una calculadora y me aconsejó adelgazar unos ocho kilos. Además, me dió esperanzas de conseguir mi objetivo en unos tres meses, con los preparados especiales que ella me daría y con ejercicios de gimnasia. Para ello, me informó de un gimnasio al que ella también acudía. Sus propuestas me parecieron sencillas, le di las gracias, me sentí satisfecha y me lancé a abrazarla. Ella respondió de la misma forma.
En ese momento, sonó el teléfono y me quedé sin fuerzas, cuando ella se desprendió de mi abrazo para descolgar el auricular. «¡Hola! Sí, un momento, no cuelgues, enseguida estoy contigo…» Luego se dirigió a mí:
—Lo siento mucho, señora Prudencia, tengo que dejarla. Debo de ir al aeropuerto, acaba de llegar una mercancía muy especial. Ya sabe, los medicamentos muchas veces se necesitan con urgencia. Vuelva dentro de tres días… o mejor, llame antes por teléfono —y me acompañó hasta la calle por el pasillo del almacén.
Cuando terminé mi relato vi el rostro de don Gregorio muy airado, luego se hizo un silencio; él se levantó y con los brazos en alto y una risa que le ahogaba exclamó:
—¡Vaya, vaya!, ¿no me negará, que usted fue tratada como una clienta especial?
Yo también estaba cansada de tanto interrogatorio, pero no pude por menos de contestarle:
—Desde luego señor detective y eso mismo pensé de camino a casa. Y qué quiere que le diga, me agradó y rechacé cualquier cavilación negativa sobre ese trato especial. Además, ella era mi farmacéutica desde que abrió el establecimiento; por lo tanto, ya hacía tiempo que nos conocíamos. ¿Y en quién sino en ella podría depositar mi confianza para una dieta perfecta?
—Señora Prudencia, sus declaraciones me han servido de suma utilidad para confirmar que Amelia es una mujer que no pone límites a su desenfreno.
Ahora fui yo la que me levanté de la silla y le pedí explicaciones, además de aclararle que no pensaba cambiar mi actitud respecto a Amelia. Y le repetí que no tenía ningún motivo de que me pudiera alarmar sobre su comportamiento conmigo; que al contrario, su naturalidad me ayudaba a no complicarme la existencia. A lo que él con un tono más relajado añadió:
—Bueno, yo sólo pretendo prevenirle. No sea usted tan inocente. Y ahora responda. ¿No le chocó que después de haber intimado de alguna manera, las dos, la despidiera tan rápido y en un tono tan diferente?
Este tipo cada vez me resultaba más pesado. En todo veía un nubarrón cuando en verdad el cielo era azul. Muy molesta le contesté:
—Quizás, pero tampoco tenía derecho a robarle más tiempo, y máxime después de aquella llamada de teléfono, y dada la urgencia, según ella me explicó.
El detective sonrió y añadió:
—Señora Prudencia, me choca que ninguna de las dos insinuara algo sobre esa llamada, pues yo creo que además de la posible mercancía, había algo más. Entre amigas, podrían contarse ciertas confidencias, y más con una abuelita como usted… que estoy seguro, que no le habrán faltado ocasiones de galanes casaderos, y otros… para pasar el tiempo. ¿A qué sí?
Me sentí un poco decepcionada y le contesté:
—Pues mire por donde, en eso se equivoca. Solo estuve enamorada de un galán, como usted dice. Éramos muy felices, nos casamos y creamos nuestro hogar esperando descendencia, pero no tuvimos hijos. Viajábamos con frecuencia. Y cuando se acercaba ya la fecha de celebrar las bodas de plata, planificamos un crucero por el Mar Mediterráneo. Llevábamos ya cuatro días de travesía. Nos sentíamos felices. Al quinto día, al llegar a la Isla de Santorini, comenzó a sentirse mal y falleció de un infarto. Fue muy duro, vivir sola. Los días transcurrían entre recuerdos y añoranzas. Más tarde, el tiempo se paralizó en un punto que no era ni brillante ni oscuro. Dejé que la calma llenara los vacíos y curara las heridas. De esto, sí he hablado alguna vez con Amelia. Y su respuesta siempre fue de admiración por mis palabras, que ella calificaba de sabias. Yo le animaba a no perder el tiempo y a ser feliz. Ella también me daba esperanzas de encontrar la felicidad con los amigos, y decía que siempre me ayudaría.
De nuevo hubo un silencio hasta que él habló:
—Señora Prudencia, disculpe si la he herido en sus afectos, comprendo su dolor por la muerte de su marido. Le deseo que guarde en su memoria, todos los momentos felices. Ahora, si no se encuentra bien, podemos continuar otro día...
—No hay problema. Para mí, son recuerdos muy gratos. Prosigamos con la entrevista. Seguro le interesará saber cómo fue la siguiente cita con Amelia.
Cuando pasaron los tres días fijados, llamé por teléfono a la farmacia, respondió una voz de hombre que me preguntó quién era yo. Le comenté que necesitaba hablar con Amelia por un tema de medicamentos. Después de una breve pausa me dijo que Amelia no se podía poner en ese momento, que me pasaría con Carolina, la ayudanta. Yo le contesté que no era necesario. Me quedé preocupada y pregunté si le pasaba algo a doña Amelia. La misma voz de hombre, me respondió que se encontraba muy bien, solo que estaba realizando un trabajo que en ese momento no podía dejar, que llamara más tarde. A última hora de la mañana volví a intentarlo, esta vez sí me respondió ella. Me llevé una grata sorpresa y al mismo tiempo me extrañó su proposición:
—Claro, señora Prudencia, ya tengo listos sus preparados y sus pomadas. Ya verá que en unos meses realizarán un milagro en su cuerpo. También he hablado con el director del gimnasio; tendrá usted un monitor especial —las dos nos reímos, y luego continuó—: Si le parece, podríamos vernos esta misma tarde en mi taller de pintura.
Me quedé sin respuesta, pero inmediatamente me acordé de su deseo de hacerme un retrato y le contesté:
—Claro, por lo del retrato ¿no?
—Eso mismo… y venga vestida como el último día que nos vimos; el vestido tan alegre, la pamela y demás complementos; así el retrato será perfecto.
Yo le dije que prefería dejarlo para cuando sus preparados hubieran hecho efecto en mi cuerpo y así estaría más presentable. Pero su respuesta fue rápida.
—No se preocupe, cuando adelgace se sentirá usted tan feliz que se olvidará de mí y comenzará a vivir una nueva vida; es posible que no solo quiera dedicar su existencia al hombre que tanto amó. ¿Vendrá usted, verdad?
Llegado a este punto,
no pude negarme y le pedí la dirección de su casa. Me había quedado
sorprendida. Cómo podía ser que Amelia hubiera interiorizado, hasta ese
punto, las conversaciones que las dos habíamos mantenido tantas veces,
acerca del fallecimiento de mi marido. Esa noche no pude dormir. Me
sentía hipnotizada por las palabras de Amelia… Sabía que un
acontecimiento importante pronto cambiaría mi existencia.
Capitulo-9-Gregorio
Una mañana de noviembre, fresca y plomiza, fui al cementerio civil a poner flores en la tumba de Remedios. Sentado sobre la lápida de enfrente comenzó una llovizna menuda que obligó a todos los visitantes a retirarse. Yo no me moví aunque había olvidado el paraguas. Poco a poco el mojabobos escurría sus gotas, resbalando desde mi sombrero hongo hasta la gabardina que ella me regaló un lejano día desenterrado de mi memoria, y finalmente salpicó la arcilla terrosa entre las tumbas. Escuché como se iba el sepulturero cerrando la verja de hierro. Vi claro que quedarme allí sentado, calándome hasta los huesos, sin huir de mis fantasmas, sin dejar a mi Remedios sola, como hice en el viaje a México, era el más sencillo y bonito homenaje póstumo que podía hacerle a mi mujer.
Al volver a casa noté que había cogido frío, me di una ducha caliente y tomé un Algidol. Ya tenía el pijama puesto cuando, justo un segundo antes de apagar la lamparita de la cama, sonó en el móvil la llamada de Eduardo, impaciente por saber cómo iba el curso de mis investigaciones. Tras confirmarle que tenía más cuernos que en toda la berrea de la Sierra de Cazorla me insistió en que él quería llevar por su cuenta el asunto del coche negro.
—Creo saber quién es el conductor. Quiero ser yo mismo el que le parta la cara.
—Eduardo, mejor deje este asunto en manos de un profesional, no se meta en barrizales peligrosos, los de Bodypharma no se andan con bromas.
No pude arrancarle la promesa de no intervenir, y eso, unido a los intensos dolores del hombro, provocó que ya no consiguiera pegar ojo en toda la noche. Me levanté antes de la salida del difuso sol otoñal, muy cansado, me veía envejecido. Dos Gregorios luchaban en mi interior: el taciturno perdedor acomplejado, y el vigoroso detective capaz de enfrentarse a los criminales.
Me contemplé un rato en el espejo, con cara de sueño y dolor de garganta, y me dije: “Ay, Gregorio, esto no funciona, has vuelto a las andadas nostálgicas. Mírate, estás hecho unos zorros, ¿qué vas a hacer?”
Una sensación de pesadez y vagancia recorrió mi cuerpo mientras mojaba la magdalena en el café con leche, sin la poesía del personaje de Proust. La música ligera en el tocadiscos de la repisa me trajo por enésima vez el recuerdo de mi pobre esposa, perdida ya para siempre.
Basta de lamentarse. Había que ponerse en marcha, a pesar del catarro. Antes de salir de casa me tomé mis pastillas. Lo había dejado por orden del psiquiatra, pero sin drogas no podría aguantar el dolor del hombro durante la resolución del caso.
Desde el banco de la plaza donde siempre me sentaba, observé cómo aparcaba el misterioso coche negro cerca de la puerta de la farmacia, descargando un par de cajas embaladas con los medicamentos. Amelia salió a recogerlos, oculta tras unas enormes gafas oscuras. Luego se metió en el coche, ¡media hora! Cuando por fin salió llevaba el pelo alborotado, la falda subida, y el carmín desdibujado…
Saqué la petaca de aguardiente de la gabardina para echar un buen trago. Me palpé el hombro. El dolor continuaba. Y hala, me tomé otra Vicodina.
Al poco comenzó el efecto de los opiáceos. ¡Me sentía bien, era otro Gregorio! Ágil, despierto, con ganas de trabajar, sin dolores. Me puse en marcha.
Me metí en un bar donde esperé hasta que el coche negro desapareció y Amelia salió del trabajo para ir a comer. Entonces me dirigí a la farmacia para interrogar a la empleada, Carolina, con la que ya había ido a cenar una vez y me había dado la información sobre la Bodypharma Corporation. Desde aquella ocasión estaba muy colaboradora, parecía tener un interés especial en el caso, no sé porqué. Me dijo, confidencialmente, que la trama era conocida en el barrio como la Operación Ítaca, en la jerga policial. Incluso me proporcionó la dirección de los laboratorios en un polígono industrial en las afueras de Barcelona.
Esa misma tarde cogí el Cadillac y me fui hacia allá. Una verja blindada junto a vallas electrificadas protegía el enorme recinto donde se ubicaba la multinacional en Cataluña. Dentro había un fiero rottweiler que enseñaba los colmillos invitando a marcharse. Ya buscaría después la manera de entrar ahí, por lo pronto me parecía imposible. Pero estaba contento porque ya olfateaba el epicentro de este caso.
Busqué un hotel cercano para pasar la noche. Soñé con la cara de odio del perro de Amelia, mirándome fijamente, como si yo tuviera la culpa de los males del mundo.
Al día siguiente me levanté temprano, y me dirigí hacia la Ciudad Condal. Visité la Sagrada Familia y la Casa Milá de Gaudí. Me clavaron 50 euros por la broma. Por la tarde fui a pasear por la Rambla, llena de perros, de parejas acarameladas, niños comiendo chuches, saltimbanquis y puestos de venta callejera. Tras cenar a lo bestia, me senté a fumar un purito en un banco del puerto, entre luces de neón de la zona comercial repleta de cines y yates zarpando hacia Italia. Hacía mucho frío y no sabía qué hacer. Una lágrima resbaló en mi cara. Estaba más solo que el pobre Colón de piedra mirándome con cara de bobo desde lo alto del monolito. Decidí regresar a Madrid, no pensaba pagar otra noche de hotel para nada.
Treinta kilómetros antes de llegar a la capital, por la A-2, empecé a sentirme mal, mareado y cansado. Entonces vi las luces de neón de un club de carretera con unos bungalós al lado y decidí parar. Era un local de stripteases, de dimensiones enormes, con un gran pórtico en la fachada que me invitaba a entrar.
De pronto me encontré en medio de una decoración vintage, repleta de globos de luces, rojos, verdes, y amarillos, parado junto a una vitrina con varios objetos eróticos. Al fondo había una encimera de madera lustrada con barandillas, y un toro mecánico. Ey, que parecía estar en México. Sin duda todo eso era una atracción importada para reactivar la economía de Madrid.
La entrada era cara pero el espectáculo merecía la pena. Me senté en una pequeña mesa con una vela encendida. Durante la cena hubo actuaciones musicales y un número de magia. La traca final fue la aparición de una sensual bailarina, que se movía, subiendo y bajando por la barra, como una culebra con sus pantalones de cuero y su chaquetilla de cabaret. Se fue quitando la ropa al compás de una canción de Joe Cocker, quedándose al final solo con la peluca de color malva y un tanguita de leopardo. Gran aplauso del público, no solo de hombres, también de algunas parejas.
Tras guardar los billetes que los más entusiastas le habían ido metiendo en la prenda moteada, cerró el show quitándose lo último que le quedaba, tapándose el pubis con una pluma. Un guiño de ojos rodeados de purpurina, un beso lanzado al aire con labios brillantes, y se marchó tras los bastidores con paso firme.
Gran bailarina y atractiva mujer. La veía tan esplendorosa que quedé fascinado por sus encantos. Tenía que conocerla. Pero no porque necesitara sexo rápido, como los camioneros borrachos que alimentaban su lujuria para desconectar de tantos kilómetros aburridos al volante; no; yo lo que quería era recrear un mundo nuevo de fantasías, sin prisa ninguna. No era asunto de una noche. En suma, que me estaba enamorando de ella. Era, sin duda, la mujer de mi vida.
En el camerino no me dejaron entrar, me conformé con una tarjeta profesional donde promocionaba su trabajo de bailarina: Compañía de teatro, revista y variedades MOULIN ROUGE.
El show terminó a las tres. Tras pasar el resto de la noche con un cubata en la mano, dentro de una discoteca con un reggaetón que me atufaba, rodeado de "triunfadores de la noche", mas tieso que un palo, y con la mente puesta solo en la chica de la peluca malva, empecé a sentirme de nuevo fatal. Me obsesionaba la idea de que jamás podría acceder a ella, ni siquiera hablarle.
Los efectos de la Vicodina pasaron. Me levanté del sofá de fieltro en que me había acurrucado como un solitario empedernido. Crucé el salón de baile, empujado por un baboso con tupé. Cerré la puerta del lavabo y vomité la cena. Volvió el otro Gregorio, el oscuro, un tipo endurecido por la vida, ansioso, depresivo, pajillero solitario, algo amargado por no cuadrar los deseos con la realidad. No podía más, decidí salir de aquel lugar. Crucé una estrecha vereda de guijarros que conducía a los bungalós y pedí una habitación para pasar la noche.
Antes de acostarme, encontré sobre la mesilla de noche un tarjetón con el nombre y teléfono de una masajista búlgara. Eso, buena idea, necesitaba un buen masaje en la espalda para aliviar el dolor del hombro y el entumecimiento de tantas horas al volante. La llamé. Al acabar la sesión me insinuó otro tipo de servicios. A pesar de lo convincente que fue para acostarse conmigo, yo no estaba para esos trotes y no pude evitar el gatillazo. No me concentraba, veía en su cara a la bailarina de striptease. Mi tristeza volvió. Lo peor no era la vergüenza por la situación humillante, sino el miedo al desamor. Empecé a lloriquear. Me consoló durante media hora, apoyando mi cabeza en su regazo con abrazos tiernos. Le conté toda mi historia y mi frustración emocional. Empezaba a amanecer cuando nos despedimos. Me dio ánimos para buscar a la bailarina y me dio un beso en la frente, como a un niño. El carmín me duró hasta llegar a Madrid.
Al día siguiente, ya repuesto con mis pastillas, llamé a Eduardo para informarle de mis pesquisas en Barcelona. Esa misma noche quedamos en vernos en un callejón oscuro. Bajo la luz mortecina de los faros del coche le puse al corriente de que su caso no era un simple adulterio, que había una trama más gorda detrás.
—Eduardo, esto le costará más dinero. Tengo que entrar en un hangar.
—Por el dinero no se preocupe. Siga adelante investigando. ¡Quiero más pruebas para el divorcio! ¿Me comprende, Gregorio? Tengo que divorciarme como sea.
—De acuerdo. Pero le recomiendo que usted no intervenga en este asunto. Déjemelo a mí. Aléjese de Bodypharma. Esto se está volviendo muy peligroso.
—Lo sé, Gregorio —y me enseñó los moratones, tras quitarse la venda de la cabeza, antes tapada por un sombrero de fieltro—. Ayer tuve otro encontronazo con esos tipos, los gorilas de Bodypharma.
Me quedé estupefacto al ver aquello. El no era consciente de estar jugando con fuego.
—Eduardo, usted me paga para que sea yo quien se ocupe de la investigación, ¿no es así? Entonces, ¿por qué hace esto? ¿Es que no soporta los celos? Sé que es muy duro para usted llevar cuernos, pero tiene que contenerse, por su propio bien.
Me sorprendió que Eduardo se quedara callado justo en ese instante, con la mirada perdida en el infinito, ausente, como si no supiera de que hablaba yo.
—¿Me oye? ¡Eduardo! Estoy aquí.
—Ah, sí, disculpe, es que mire, no sé… yo… en fin, tuve que pegarles y ya está.
—Ay, Eduardo, parece que son ellos los que le han dado, y de lo lindo. Vaya a un médico, parece grave.
—Usted sí que tiene que ir a uno, Gregorio, lo veo demacrado, con ojeras. ¿Se siente bien? —Y, sin esperar mi respuesta, me puso en la mano un sobre con mil euros—. Tendrá cinco mil más cuando trinque la mafia de matasanos y pastilleros.
—No me pida milagros. Pondré todo mi empeño en rastrear las pistas como un buen sabueso. Pero prométame, Eduardo, que se mantendrá al margen.
En vano. Sabía que no lo haría. Salí aturdido de la charla con mi cliente. Me dio jaqueca. El hombro también volvió a dolerme mucho, así que me tomé la tercera Vicodina del día.
No se me ocurrió otra cosa que dirigirme hacia casa de Álvaro, a ver si pillaba a los amantes. Tras llamarle por teléfono, sin hablar, escuché su voz agitada. Supe que estaba con Amelia, no me pregunten como uno sabe esas cosas. Mi intuición nunca ha fallado tras tantos años de experiencia profesional y, efectivamente, habían quedado a la misma hora que otras veces. La mayoría de los adúlteros siguen las mismas pautas, eso facilita mucho mi trabajo como detective. Primero quedan para charlar y besuquearse, sin pasar a la acción todavía, toman unas cervezas mientras ven un poco la tele, y se marchan a cenar, bailar y tomar unas copas. A la vuelta, ¡fornicio del bueno! Les gusta hacerlo en ropa interior, para romperla de modo leonino, últimamente jugaban con bragas de sabores, de color fluorescente, que brillaban en la oscuridad. Un espectáculo ver todo aquello y poderlo grabar.
En efecto, cumplieron el guión. Habían salido a cenar. Tenía tiempo para prepararme... Encontré un anexo en el dormitorio de Álvaro desde donde podría mirar. Era más incómodo que el balcón de la casa de Amelia pero, afortunadamente, el ron añejo no me faltaba. Esta vez habían dejado al perro con la vecina Lourdes, y la cosa fue más fácil. A las dos horas volvieron. Estaban bien calentitos tras el vino de la cena y el frote de sus cuerpos en el garito de salsa de la esquina donde tomaban copas.
Se quedaron en ropa interior y empecé a hacer fotos. Sin embargo, algo no iba bien, me mareaba, ¡maldita sea, ahora no! Aquello no era simple dolor de cabeza. Dios, un brote psicótico. No podía creer lo que estaban viendo mis ojos: no era Amelia quien estaba acostándose con Álvaro, era… ¡Remedios, mi esposa muerta! No podía gritar, sabía que era una alucinación. Por más que intentaba concentrar mi pensamiento era inútil, me frotaba ojos y los abría de nuevo y ahí, en cierto modo, estaba mi esposa follando con otro tío en mi presencia, y yo como un idiota sin poder hacer nada para evitarlo. Lo peor vino después, me estaba de nuevo empalmando como aquella vez en casa de Amelia. Y… ¡Ay! Me corrí.
Se lo contaría a mi psiquiatra, no quería que el caso se me fuera de las manos. Al día siguiente llamé al doctor. Estaba de vacaciones. Recordé entonces que por el barrio de Amelia, cerca de su farmacia, había una clínica dietista. Preguntaría por si tenían remedios naturales contra el insomnio y las alucinaciones.
Me atendió un personaje muy peculiar que dijo llamarse el doctor Generoso. Me enseñó unos títulos falsos de cursos médicos y universidades. También decía saber de psiquiatría, de masajes, y de todo, un “doctor” multiusos. Me fui con más dolor, y plena certeza de haber sido engañado. Me negué a abonar sus honorarios.
Entonces decidí volver al local de stripteases de la A-2, pues solo aquella bailarina con peluca malva podría sanar mi cuerpo y mi alma. O no. ¿Pero qué otra cosa podía hacer? Al llegar, la dueña del local me dijo que todos pertenecían a una compañía de teatro, revista y variedades, y que se habían ido de gira, que volverían en quince días. Desconcertado y decepcionado, regresé a casa, me tomé un calmante y me dormí.
Al día siguiente, muy temprano, me fui de nuevo a Barcelona. Estaba inspeccionando los alrededores del hangar con los prismáticos, cuando observé, entrando por la puerta principal del edificio de oficinas... al padre de Amelia. ¡Qué sorpresa!
Con un carné falso de mi cosecha me hice pasar por periodista, y con el pretexto de las próximas elecciones dije que quería entrevistar al senador Andreu Tomasa.
El viejo me hizo pasar. Menuda oficina, grandes ventanales, varias vitrinas repletas de antigüedades, y para mi asombro, unos cuadros de familias criollas. Me estuvo contando que sus antepasados habían emigrado a México, y echado raíces allí. Que uno de ellos volvió a su terruño gallego y se casó con una catalana, la abuela de Amelia. Apasionante historia. Hice el paripé de preguntas tópicas que se suelen hacer a los políticos con una grabadora sin pilas. Mientras me respondía me puse a pensar cómo entrar por la noche. Quizá podría poner un mecanismo abre-puertas, y también podría usar geo-radar comprado en el mercado negro, para inutilizar las alarmas. Y pistola de dardos para dormir al rottweiler. Me fijé bien en todo para no tropezar cuando me colara. Me despedí del senador y me fui.
Sin embargo, empeoró mi bronquitis, y no pude salir de la cama del hostal de Barcelona durante unos días. Para animarme tomé varias Vicodinas. Como consecuencia de ello me entraron unas ganas terribles de huir de allí. Cogí un avión en el aeropuerto del Prat y en once horas había llegado a México, D.F.
Recuerdo que estaba sentado en la mesa de una terraza de suburbios rodeada de cactus, tomando un tequila, junto a diez nativos que me ayudaban a terminar mi novela sobre los clanes criollos. Carolina, la empleada de la farmacia, comía unos nachos con salsa picante. El perro de Amelia ladraba a nuestro alrededor. Un camarero con uniforme de Bodypharma traía otra ronda de bebidas, a la vez que colocaba un gran espejo enfrente de la terraza, lo que nos permitía ver nuestro reflejo a lo largo de la mesa.
—¿Dónde está Amelia? —preguntó el camarero—. Ha pedido que pongamos una ranchera pero lleva en el baño más de media hora. ¿Le pasa algo?
Me levanté y llamé a la puerta. Entonces apareció la bailarina de la peluca malva, muy guapa y maquillada, vestida como Amelia, y atravesó el espejo para encontrarse con nosotros. Finalmente, todos acabamos bailando al oír “la ranchera”, cubiertos únicamente con los folios de la novela pegados a los cuerpos totalmente desnudos.
Al día siguiente, ya estaba de vuelta en el hostal de Barcelona sin saber cómo. ¿Fue una alucinación? No estaba seguro. Antes de que me encerraran en un sanatorio mental tenía que terminar mi trabajo como fuera...
Provisto de guantes y sandalias de goma anti ruido, entré en la oficina del senador. ¡Vaya, vaya! Tenía el cuarto lleno de cintas y revistas pornográficas, un viejo verde de tomo y lomo, ¿lo necesitaría para su trabajo político? Abrí la caja fuerte, había diez mil dólares, lingotes de oro y joyas. Qué lástima, me había equivocado de oficio, tenía que haber sido ladrón en vez de detective. No había marcha atrás, eso ni tocarlo, iba a lo que iba, o ya me podía ir para siempre al México de mis delirios. Y entonces vi una carpeta con el logotipo blanco y azul de la Bodypharma Corporation. Ajá, ahí estaba el hilo que me pedía Eduardo.
Venía todo, las reuniones y las ponencias sobre los estudios biomentales sobre la sexualidad humana; los análisis estadísticos de miles de casos de infidelidad; composición química exacta del fármaco; principios activos; estudios sobre efectos secundarios; pruebas previas con animales y humanos; nombres; direcciones de las farmacias donde se suministraba el fármaco…Extraje el contenido y fotografié uno a uno los folios que involucraban al senador con los norteamericanos en la concesión de la distribución a la farmacia de Amelia.
Por último, alcancé a ver dentro de un cajoncito una hoja suelta, escrita a mano, con el título “Negocio de pastillas” y debajo, la siguiente lista de direcciones:
1. Lope de Vega, 18
2. Atocha, 39
3. Echegaray, 9
4. Calle del León, 32
5. Cervantes, 24
6. Huertas, 48
7. Santa Catalina, 20
Todas las direcciones pertenecían al barrio de Las Letras. Algunas las conocía de sobra. La número 1, por ejemplo, era la farmacia de Amelia; la dirección número 6, el edificio donde vivía el matrimonio; el número 4, el herbolario del doctor Generoso, el 7 la comisaría... Empecé a atar los cabos. ¡Qué hallazgo! Se lo entregaría todo a Eduardo y que luego hiciera con ello lo oportuno.
Escuché un ruido. Uno de los vigilantes de la empresa carraspeó, a punto de despertarse. Apagué la luz del despacho. Gregorio, ¡vámonos pitando! Saqué una linterna de corto alcance y fotografié el resto del portafolio y la nota. Coloqué todo en su sitio, cerré y me marché sigilosamente. Ahora sí que tenía algo grande. Las cuatro a.m. Volví a Barcelona, ya no perdonaría un par de hamburguesas con patatas y unos cuantos cubatas en un pub que había visto en el barrio chino. Pero me quedé con las ganas. Me seguía un coche negro con faros amarillos. Me costó darle esquinazo, recordando los viejos trucos del oficio de detective. Tras mucho esfuerzo los logré despistar. Al final se hizo el alba y estaba tan rendido después de tanto jugar al ratón y al gato que me dejé caer en una pensión de mala muerte. Al atardecer, dando un rodeo por una radial hacia Girona, regresé a Madrid.
Temprano por la mañana, sin haber casi dormido, decidí que debía entregarle el dossier al comisario Rodríguez, tras quedarme una copia. Era un viejo conocido de los tiempos más intrépidos como detective en los bajos fondos. No podía confiar en que Eduardo hiciera buen uso de él, tal como estaba psicológicamente. Fui a la comisaría del barrio de Las Letras, donde Rodríguez estaba al frente de Ítaca. Me recibió en su cómodo despacho, repleto de carpetas con los dossiers de tantos casos, un busto de escayola, diplomas, y fotos de su familia. Me ofreció una copa de brandy de cosecha y un purito sacado de una cajita plateada, que me relajó del ajetreo de mi viaje. Me estuvo hablando largo y tendido del senador Tomasa, un pájaro de cuidado al que seguían la pista desde hacía mucho tiempo, un tipo listo y escurridizo donde los haya. No solo financió e impulsó el experimento biomédico de Bodypharma, como yo ya sabía, sino que colaboraba con Teodomiro en el contrabando, y este le facilitó una identidad pantalla para desvincularle, como senador, de su contacto con la farmacéutica.
—Quiere marcharse a vivir a Seattle, pues allí investigan con nuevos fármacos y disponen de los mejores laboratorios. Habrá que agarrarle antes, supongo.
Lo dijo en un tono extraño y conciliador, dándome la impresión de que la detención del senador no figuraba ni de lejos entre las prioridades del comisario.
—¿Marcharse ahora y abandonar una carrera política tan prometedora? Su partido Pro Vida Familiar ha sacado en las municipales catalanas muchos votos.
—No sé, Gregorio, no alcanzo a tanto, si quieres indagar, investiga a su hija.
—¿Amelia? ¿qué sucede con ella? Si yo ya estoy investigando su adulterio.
—El adulterio, Bodypharma, Ítaca... Hay algo más. Ella tiene un problema muy grave, por eso su padre quiere llevársela. Y peligra la vida de Eduardo.
Me intrigó mucho esto último pero no pude sacar más información al comisario. Sabía eso por un confidente. Me dio la mano y salí del despacho.
—Vaya pareja el Teodomiro y el Andreu, ¿eh? Dios los cría y ellos se juntan.
—Ándate con ojo, Gregorio, saben que les persigues y son muy peligrosos.
Esa noche dormí doce horas. Tuve una intensa pesadilla: «El senador catalán seguía persiguiéndome en el coche negro. A mi esposa resucitada, convertida en la bailarina, la secuestraban para experimentar con ella en el laboratorio de la compañía. Al perrito de Amelia, Kiki, transformado en fiero rottweiler, ya no le afectaba el narcótico, y me mordía. A la vez, Lourdes, la vecina cotilla, entraba en mi casa y me robaba el portafolio. Escapaba del perro gracias a la ayuda de Carolina, montábamos en su coche a 200 km por hora. Había persecuciones y tiros desde Barcelona. En Madrid, saludo a Eduardo, malherido tras enfrentarse a las mafias y a los clanes criollos. La pareja no se rompió por su afición a la bebida, sino por ser él un metomentodo de la DEA...»
Desperté exhausto y empapado en sudor. ¿Acaso el sueño era tan irreal? Ay, el oficio de detective se estaba volviendo ya demasiado peligroso.
Capitulo-10-Lucía
Recuerdo muy bien el día de la boda de Eduardo y Amelia. Fue un 23 de marzo. En teoría la primavera acababa de comenzar, aunque en la práctica, la mañana estaba oscura y soplaba con fuerza un viento frío que pronosticaba pocos parabienes al nuevo matrimonio. Recuerdo también que durante el trayecto que hicimos a pie Víctor y yo, desde la iglesia, en la calle de Atocha, hasta el hotel Palace, donde se celebró el banquete de bodas, tuve que sujetarme varias veces el vestido que llevaba para que no se me elevara al estilo Marilyn Monroe y dejara al descubierto mis recién compradas pantimedias.
El banquete fue espléndido. El padre de Amelia, un acaudalado senador de Barcelona, brindaba con un cava especial de mesa en mesa sin disimular el orgullo que sentía hacia su hermosa hija. «Lo mejor para mi nena», decía.
De todas las mesas, la única que estaba reservada para los invitados del novio, es decir de Eduardo, era la nuestra. Descaradamente nos habían ubicado en el peor rincón, lejos de la acción central. Era una mesa redonda, para ocho comensales: José, el tío de Eduardo, y su mujer Lola, que habían venido expresamente para la boda desde el pueblo de León donde vivían; Raquel, la hermana de Eduardo, y su marido Fernando; Teodomiro, el jefe en la empresa informática donde trabajaba Eduardo en ese entonces, y su mujer; y por último, Víctor y yo.
Durante la comida me tocó al lado de la tía Lola, que hablaba poco, por no decir casi nada. Se veía muy molesta, con ganas de marcharse en cuanto se terminara el postre. En cambio, Víctor estuvo muy animado hablando con el tío José de sus recuerdos de infancia en el pueblo, de la ordeña de vacas, y esas cosas.
Creo que todos los miembros de la mesa de invitados del novio coincidíamos en lo mismo: ese matrimonio no podía durar mucho. Por lo tanto las expresiones de las caras de los ocho, eran las mismas. Caras largas. Si parecía que fuera más oportuno darnos entre nosotros las condolencias que las enhorabuenas.
La que estaba más cabreada era Raquel, la hermana de Eduardo. Muy lógico. Se translucía a leguas su odio hacia Amelia.
—No lo entiendo. Con lo inteligente que es para algunas cosas mi hermano, cómo ha podido caer en las garras de esa mujer.
—Algo tendrá —dijo Fernando, su marido, haciéndome un guiño cómplice—. Y habla más bajo, que estamos rodeados por el enemigo.
—Te apuesto que usó algún conjuro para atraparlo —dijo Raquel.
A mí, todo lo que decía Raquel me retorcía el estómago de rabia. Casi tanto como a ella se le retorcía el suyo cuando hablaba de Amelia. Y es que Víctor me había confesado que alguna vez, cuando era más jóven, había salido con ella. Habían sido de la misma pandilla. Aunque me juró que Raquel había sido la lanzada y no él; y que al final, había aparecido bajado del cielo Fernando, y se había librado por los pelos.
En cuanto los camareros terminaron de recoger los platos, la mitad de los integrantes de nuestra mesa, se levantó y se marchó. Nos quedamos sólo Raquel, su marido Fernando y nosotros dos.
Recuerdo que en ese momento todavía no estábamos casados Víctor y yo. Lo sé porque fue justo en esa época, cuando Miguel, uno de los dos arquitectos con los que Víctor compartía el piso de Echegaray, empezaba a mostrar los síntomas de la maldita enfermedad que le quitaría poco después la vida.
—¿Por qué no han venido a la boda tus amigos, Miguel y Rodrigo? —preguntó Fernando.
Víctor explicó brevemente el triste panorama de Miguel y que por eso Rodrigo se había quedado en casa, cuidándolo.
—Pero, ¿qué es lo que tiene? ¿Cáncer? —preguntó Raquel.
—No —respondió Víctor—. No es cáncer.
Supongo ella querría que pronunciáramos la palabra SIDA, tan estigmatizante aún en esa época, pero no podíamos porque nosotros, aunque también lo sospechábamos, tampoco estábamos seguros.
—Los médicos dicen que puede ser una enfermedad rara, de esas nuevas, “autoinmunes” les llaman —dije yo.
—Sí, ya sé cuáles, como el Lupus o la Esclerosis Múltiple —dijo Fernando.
—¿Cómo sabes tú tanto? —le preguntó su mujer.
—Salen en la serie del Dr. House —respondió—. Además, también lo sé porque tengo un amigo que está muy enterado, es propietario de unos laboratorios clínicos y me cuenta sobre esas enfermedades.
Raquel, volviéndose hacia Víctor y lanzándole una sonrisa muy seductora al tiempo que se le acercaba hasta casi rozarlo, le preguntó:
—¿Conoces esa serie, Víctor? ¿La has visto en la tele?
—No —dijo Víctor de forma cortante.
—Yo sí —respondí de inmediato—. Me encanta ver al Dr. House.
Ella me ignoró por completo. Sólo tenía ojos para Víctor. Yo estaba muy molesta. Celosa. Intenté no volver a abrir la boca. Por un rato todos nos callamos, se hizo un incómodo silencio. Al final no pude resistirlo y volví sobre la conversación anterior.
—Es terrible. Miguel ha adelgazado más de 20 kilos en pocos meses. Está en los huesos. Tiene las piernas tan delgadas que no se puede sostener en pie.
—El médico le ha recomendado caminar, hacer mucho ejercicio para recuperar la masa muscular. Pero él sólo quiere estar acostado —dijo Víctor muy triste.
—Te entiendo, Víctor —le dijo Raquel—. A mi suegra le pasó lo mismo, ¿verdad, Fernando? El doctor también nos recomendó que ejercitara las piernas, porque pasaba mucho tiempo en la cama, viendo la tele. Le tuvimos que comprar un aparato eléctrico que se pone en los tobillos y hace que se te muevan todos los músculos de las piernas, como si estuvieras caminando, o corriendo, porque tiene un botón para controlar la velocidad...
—Una chorrada…—dijo el marido.
—No, que va. Claro que funciona.
—Si tú lo dices… —murmuró Fernando.
—Si lo quieres, te lo presto encantada, Víctor. Verás que a tu amigo le va a hacer mucho bien —dijo Raquel.
—Podemos intentarlo. No hay peor lucha que la que no se hace… —intervine yo, porque ya estaba cansada de que me ningunearan.
—Está bien —asintió Víctor.
—Te lo puedo llevar a tu casa el próximo jueves que paso por ahí cerca para ir a mi clase de historia del arte —dijo Raquel—. Vives en la calle de Echegaray, ¿verdad?
“Ah, ¿cómo?, ¿sabe dónde vive Víctor?”, pensé.
Yo en ese entonces —en teoría— todavía seguía viviendo en el apartamento de la calle Ibiza, con mi amiga Marina. Por eso, el día que Raquel pasó al piso de Echegaray a dejar la caja que contenía el milagroso aparato eléctrico para las piernas, yo no estaba. Nunca supe lo que pudo pasar durante ese encuentro entre ellos, preferí no preguntar nada. ¿Para qué?
Sólo unos cuantos meses después de la boda, Rodrigo, el otro arquitecto compañero de habitación de Miguel, harto de no encontrar ni siquiera migajas de trabajo, decidió emigrar a Rotterdam, donde había conseguido una pequeña oportunidad para participar en un proyecto internacional.
El día anterior a su partida nos reunimos en el piso de Echegaray para despedirlo. Miguel estaba ya en la última etapa de su enfermedad, todos sabíamos que el desenlace no tardaría mucho en llegar. Incluso había venido desde La Coruña, Marta, una prima suya, para acompañarlo en sus últimas horas y cuidar de él como sólo un familiar sabe hacer.
Eduardo también asistió a la despedida, tristemente doble, pero sin su mujer.
—¿Y Amelia? ¿Por qué no ha venido? —le preguntó Víctor.
—Salió a pasear a Kiki, el perro, y no ha vuelto.
Cada uno fuimos tomando de donde podíamos una silla, y la arrimábamos a la habitación de Miguel y Rodrigo. Nos sentamos alrededor de la cama del enfermo, en silencio, viéndonos las caras con tristeza y esperando al primer valiente que pronunciara una frase.
—Qué bien te ves sin barba, Miguel. Pareces otro —dijo Eduardo.
—¿Te gusta? A Rodrigo no tanto. ¿Verdad, querido?
Rodrigo no contestó. Estaba desolado. En ese momento se levantó del asiento y salió de la habitación, yo creo que para que no viéramos sus ojos enrojecidos.
Marta nerviosa dijo lo primero que se le ocurrió, algo así como lo guapo que había dejado al primo después de afeitarlo, peinarlo, perfumarlo y ponerle su camisa de cuadros preferida. En seguida se arrepintió de haber hablado y dijo que se iba a la cocina a traer las cervezas.
Poco a poco comenzaron a charlar Víctor, Eduardo y Miguel sobre futbol, y después, sobre la empresa informática donde trabajaba Eduardo. Aproveché que me excluían de la conversación para salir del dormitorio e ir a la cocina a ayudar a Marta a preparar los alimentos. Cuando pasé por la “biblioteca”, la puerta estaba abierta y vi a Rodrigo tumbado sobre el sofá naranja llorando desconsolado. Dudé, pero al final no me atreví a entrar y seguí por el pasillo rumbo a la cocina.
—Aquí están el guacamole y los nachos —le dije a Marta sacando los tuppers de una bolsa.
—Ah, qué bien. Yo estoy preparando unos bocadillos de jamón y he hecho esta tarde una empanada gallega —dijo Marta.
Le ayudé a cortar la empanada en cuadritos. Cuando terminamos colocamos los alimentos en una bandeja y regresamos a la habitación. Al pasar por la “biblioteca” vi que Rodrigo estaba más tranquilo y le animé a que nos acompañara de vuelta con los demás:
—Ándale, Rodrigo, échanos una manita. ¿Puedes traer, por favor, seis copas? Hay una botella de Albariño en el refrigerador.
Abrimos la botella de vino y brindamos por el nuevo empleo de Rodrigo en Rotterdam. Todos estuvimos de acuerdo en la terrible situación por la que estábamos atravesando los jóvenes y en especial los arquitectos. Era muy frustrante que en esa carrera, después de tantos años de estudio y desvelos, no hubiera otra salida más que la del exilio.
—No nos vamos. Nos echan —dijo Rodrigo.
Él se sentía doblemente mal, no sólo por dejar a Miguel, que ya para entonces todos lo considerábamos su pareja, sino por dejarlo en ese estado, casi agónico.
—Cuando la oportunidad llama, no se puede desoír —le consolaba el mismo Miguel.
Al final, la comida, la música que puso de fondo Víctor, y sobre todo, el vino, consiguieron distender el ambiente y lograr que todos levantáramos un poco el ánimo.
Eduardo tomó demasiado alcohol. Nada nuevo. Al levantarse de la silla se tropezó con un voluminoso paquete que estaba en la esquina de la habitación, junto a la puerta.
—¿Qué demonios es esto? Se me ha echado encima —dijo Eduardo.
—Ah..., eso… —dijo Víctor—. Es un aparato para ejercitar las piernas que nos prestó precisamente tu hermana Raquel.
—Puedo quitarlo de aquí. Estorba mucho —dijo Marta con diligencia.
—¿Ya has probado el aparato, Miguel? —pregunté yo.
—Hemos intentado convencerlo de que lo pruebe, pero no quiere —dijo Marta.
—No es eso. Es que no sabemos cómo funciona —dijo Rodrigo, incluyéndose y a la vez defendiendo a su pareja.
—Traerá un manual con las instrucciones... digo yo…, hip. Trae acá, mujer. No te lo lleves —dijo Eduardo dirigiéndose a Marta que ya empezaba a salir con la caja entre las manos.
Eduardo abrió el paquete, sacó el aparato, leyó las instrucciones y lo enchufó a la toma de corriente.
—Es muy sencillo…, no tienes ni que levantarte de la cama. Colocas los tobillos aquí y listo, ¡a bailar se ha dicho! —dijo al tiempo que oprimía el botón de encendido.
—¡Por dios! Jaja ¡Para! ¡Para! Jajajaja ¡No puedo más! —gritó divertido Miguel. Sus esqueléticas piernas temblaban a un ritmo frenético.
—Pero si te he puesto la velocidad más bajita.
—¡Qué horror! Esto es peor que el potro de Torquemada.
Todos reímos divertidos. El juguetito había hecho gracia. La negra sombra que un momento antes nos había cubierto desapareció por completo de la escena, como por arte de magia.
—A ver quién es el próximo valiente que quiere usar este chisme —dijo Miguel mientras sonreía.
Todos estábamos encantados viéndolo tan animado.
—Anda, Marta. Te toca a ti.
—¡No! ¡Virgen Santísima! ¿Te has vuelto loco, Miguel?
Yo al imaginarme a la rolliza mujer meneando sus muslos como flanes me puse a reir, y para salvarla del bochorno dije:
—Yo me apunto. ¡Órale!
Me tendí sobre la otra cama y coloqué los tobillos en donde debía. Fueron subiendo la velocidad poco a poco. El movimiento rítmico del aparato consiguió que se movieran todos los músculos de mi anatomía. Hasta los cachetes.
Todos reíamos divertidos. Si más bien parecía eso un grupo de niños jugando en el patio de recreo.
—Esto está genial para aprender a bailar samba —dije.
—Ya sólo nos falta la batucada y el silbato —dijo Víctor.
—Vamos. El que sigue… —dijo Eduardo.
Así fue como se le quedó el nombre al aparato: el “sambador”, aunque yo quizá le hubiera llamado también el “salvador” pues había conseguido salvarnos a todos de la que hubiera resultado la más triste y la última velada.
Una semana después de la partida de Rodrigo a Rotterdam, Marta contrató una ambulancia para llevarse a Miguel a su pueblo en Galicia, donde pasó sus últimos días.
Víctor se quedó solo en el piso de Echegaray. Fue entonces cuando yo dejé el piso de la calle Ibiza y me fui a vivir definitivamente con él. Un día nos pusimos guapos los dos para ir al registro civil y casarnos. Así, sin más.
Le dije a Víctor que yo podía contribuir al pago del alquiler del piso con el dinero que me enviaba mi padre desde México, que aunque no era mucho, en algo ayudaría, porque me imaginaba que él al encontrarse sin trabajo la estaría pasando canutas, pero me contestó:
—No te preocupes. Eduardo es el que paga el alquiler.
—¿Y eso? ¿Por qué él?, si ya hace mucho que no vive aquí.
—Él no tiene ningún problema económico. No ves que tiene un buen puesto en esa empresa informática multinacional. Y a Amelia también le va muy bien en la farmacia. Creo que hasta están invirtiendo en unos nuevos productos farmacéuticos americanos, muy novedosos. No sé bien. Además el suegro, que es senador y muy rico, ha comprado el piso de Huertas donde viven y Eduardo no tiene que pagar ni siquiera lo de la comunidad.
Tiempo después, un día estaba yo limpiando y recogiendo la habitación de Miguel y Rodrigo cuando vi la enorme caja que contenía el “sambador”. Era verdad lo que había dicho Marta, que era un estorbo. No cabía ni siquiera debajo de la cama. No sabía dónde colocarla. Quería quitarla de la vista pues pensaba que a Víctor le produciría recuerdos dolorosos. Todavía no habíamos superado el duelo. Por favor, que alguien venga y haga desaparecer esto. Pero como tampoco quería decirle a Víctor que llamara a Raquel para devolverle el aparato (los celos aún me devoraban), pensé en subirlo al trastero que teníamos asignado en la buhardilla del viejo edificio de Echegaray.
—¿Sabes dónde está el llavero del pescadito de plata? —le pregunté a Víctor.
—¿Qué pescadito de plata?
—El llavero ese que compré cuando fui a México. Necesito la llave de la buhardilla para subir unas cosas al trastero. Yo no tengo copias de esas llaves.
—Las tiene Eduardo.
—¿Eduardo? ¿Por qué las tiene Eduardo?
—Tú misma le regalaste el llavero del pescadito de plata cuando regresaste de México la última vez.
—Sí, pero es un recuerdo de mi país y quisiera conservarlo.
—Santa Rita, lo que se da no se quita.
—Mmm. Tienes razón, aunque si puedes, te agradecería que se lo pidieras.
Una tarde en que Víctor dormía la siesta sobre el apreciado sofá naranja de la “biblioteca”, vi que había dejado, como acostumbraba, su cartera, su móvil y sus llaves encima de la repisa de la chimenea, y, sin pensarlo mucho, decidí aprovechar el momento para subir la caja que contenía el “sambador” a la buhardilla.
El bulto aunque voluminoso no pesaba tanto. Subí por las escaleras hasta la quinta planta donde estaba la buhardilla. Las vigas de madera podrida estaban tapizadas de telarañas. Nunca antes había estado ahí. Recorrí el pasillo de techo muy inclinado con cuidado para no golpearme la cabeza. Localicé la puerta marcada con un 2º D, que era la entrada que nos correspondía como trastero.
Al abrir la puerta y encender la luz de una única bombilla suspendida de una viga, vi cosas maravillosas, como dijo el que descubrió la tumba de Tutankamon: restos de maquetas, rollos de planos, retazos de cartón y otros materiales de desperdicio, una silla rota, cuadros llenos de polvo, latas de pintura, etc, etc. Es decir, pura basura.
El trastero era más grande de lo que me había imaginado. Al fondo a la izquierda había otro pasillo que comunicaba con una superficie como de unos treinta o cuarenta metros cuadrados que estaba completamente cubierta de cajas apiladas, unas encima de otras, formando decenas de columnas de cartón corrugado. Cada caja llevaba impreso en un costado, un logotipo y una marca: Bodypharma.
Dejé el “sambador” donde pude, no quedaba apenas sitio, y salí del trastero.
—¿Para qué son todas esas cajas que dicen Bodypharma? —le pregunté a Víctor cuando despertó de su siesta.
—¿Subiste al trastero?
—Sí, tomé tus llaves. Necesitaba quitar de en medio unas cosas que estorbaban.
—¿Qué cosas?
—Principalmente el aparato ese para las piernas que nos prestó Raquel.
—¿Por qué no me lo dijiste antes?
Noté su nerviosismo. Al principio creí que éste era por haber mencionado a la hermana de Eduardo, pero después caí en que se debía más bien al hecho de haber subido al trastero sin consultárselo antes.
—¿Qué? ¿Hice algo malo?
—Si me lo hubieras dicho, hablo con Raquel para que se lo lleve.
—Eso era precisamente lo que no quería, que le hablaras a ella.
—Ya te dije que no tienes nada de qué preocuparte, cariño.
—No me has respondido: ¿Qué hacen todas esas cajas de Bodypharma en el trastero?
—Son de Amelia, la mujer de Eduardo. Son productos farmacéuticos.
—¿Y por qué están aquí?
—Eduardo me pidió que si se las podía guardar…, por una temporadita.
—Ah, ya veo. ¿Por eso paga él el alquiler de aquí, verdad? Para usarlo de almacén. ¿No le sale más barato alquilar uno de esos trasteros comerciales? ¿Por qué tanto misterio? Ahora entiendo para qué se quedó con el llavero del pescadito de plata.
A veces llegaba Eduardo al piso y recibía a diferentes personas desconocidas para mi. Lo que originalmente había sido el amplio salón y después se convirtió en un estudio de arquitectura, pasó ahora a ser una misteriosa oficina de no se sabe qué. Yo le preguntaba a Víctor quiénes eran esas personas y él sólo me respondía que clientes. Ante tan ambigua respuesta entendí que no me podía inmiscuir en esos asuntos, así que opté por hacerme a un lado. Me iba entonces a la “biblioteca” y me instalaba en el confortable sofá naranja a surfear desde mi computadora.
Un día llamaron al timbre y abrí la puerta. Era un hombre mayor y muy atractivo que me resultaba vagamente familiar.
—¿No te acuerdas de mi, Lucía? Soy Teodomiro García. Estuvimos sentados en la misma mesa el día de la boda de Eduardo.
—Ah, sí... Perdone señor Teodomiro, no lo reconocí. Pase, pase. Ahora me acuerdo, usted es el jefe de Eduardo en la compañía de informática donde trabaja.
—En ese entonces era su jefe, aunque ya no. Ahora somos socios en el negocio. Y llámame Teo, más fácil.
En ese momento salió Víctor. Al verme charlando con Teo se puso nervioso y me hizo una seña para que me marchara. Después oí que salían del piso por la puerta principal, no la cerraban del todo, y subían las escaleras hacia la buhardilla. No era difícil imaginarse que iban en busca de la mercancía. Entendí el por qué de la importancia de nuestro trastero. ¿O debería mejor decir, el trastero de Eduardo?
Al pensar en eso me acordé del llavero del pescadito de plata.
—¿Ya se lo pediste? —le pregunté a Víctor esa noche. Sí, lo reconozco; estaba encaprichada con el pescadito.
En otra ocasión en que tenían la visita de un cliente, al oír que Eduardo se levantaba de su asiento para ir al baño y tendría que pasar frente a la puerta abierta de la “biblioteca” donde yo estaba, decidí atreverme y pedírselo.
—Eduardo, ¡espera!… Me da mucha vergüenza… pedírtelo. Pero… ¿Te acuerdas que hace no sé cuántos años te traje de México un llavero con un pescadito de plata?
—Sí, claro que me acuerdo —me dijo con su voz ronca por la bebida.
—Si no te importa, me gustaría recuperarlo. Es un recuerdo de mi país.
—Lo tiene Amelia.
¿Amelia? ¿Por qué tenía ella un juego de llaves completo de nuestro piso? ¿Para qué las necesitaba? La llave de la calle, la del portal, la de la entrada, la del buzón, la de la buhardilla, la del trastero…
Capitulo-11-Salustiano
Fueron exactamente cuatro veces las que fui a la farmacia a por ella, en su busca, quería verla. En la primera iba enloquecido, a lo que pasara, a mirarla frente a frente y a no vacilar… No estaba. Me derrumbe y pedí Omeprazol. La segunda lo saldé con Ibuprofeno. Y en la tercera fui más efectivo y compré Lexatin. Afortunadamente y gracias a mi trabajo, que me obliga a mantener unas apariencias ante la sociedad, no me convertí en un mendigo de amor. Si no recuerdo mal, la cuarta vez merodeé por la calle donde se ubica sin llegar a entrar. Ya entonces, para bien o para mal, había vencido el deseo de lujuria y me sentía más libre.
Tengo que reconocer que las dos veces que ha venido a misa, Dios, si existe, me debe de haber ayudado. Es un trago muy gordo dar la comunión a una persona que sabes no la merece. ¡Claro que…! Puestos a pensar… Habría que dar más bofetadas que hostias a los que vienen a comulgar. Como no pude sujetar sus ojos, la mire a los pechos. ¡Qué equivocación! Las dos veces inspiró para elevarlos y la última hizo un gesto a modo de ahuecarse la blusa. ¡Cabrona! ¡Maldita sea! Juega conmigo.
—Buenas tardes, padre Salustiano.
—Buenas tardes… Dígame ¿qué desea?
—No sé si me recuerda… Usted nos casó hace unos años y hemos oído que existen unos cursillos de cristiandad que...
—Muy bien, muy bien… Me alegra mucho oír lo que acaba de decir, corren unos tiempos… ¿Qué es lo que buscáis en esos cursillos? Se lo pregunto porque suelen ser muchos los que vienen de forma equivocada.
—Nuestro matrimonio esta pasando una mala racha. Creo que hemos perdido el sentido transcendente de nuestra vida. Eduardo y yo podemos pensar y sentir de diferente manera, no obstante, creo que le podemos sacar más jugo a la vida y no permanecer insatisfechos.
—Bien, bien… En ese caso, veamos: Por regla general, la parroquia tiene establecido, con periodicidad cuatrimestral, cursillos de uno a tres días… Tendrá que rellenar este formulario.
Quería salvar su matrimonio… ¡Qué coños matrimonio!, si todo el barrio sabía que era puro engaño. Yo mismo me presté a ello al casarlos.
La naturaleza humana se permite el capricho de igualar a los buenos con los malos, a los que dan con los que quitan, a los de izquierdas con los de derechas, y así, de este modo, en equilibrio, poder vivir… Luego, era el destino el que te hacía jugar en un lado o en otro. Sin más. ¿Y para qué más? Me dejé llevar. No me escondí. Fui a por todas. Y a por ella, como un corderito. Observaba desde lejos cómo transcurrían los acontecimientos, implicándome lo preciso.
Quince días después de finalizado el cursillo que realizaron Amelia y Eduardo junto con otras parejas, se presentó ella sola en mi despacho parroquial.
—Quería darle las gracias, padre. Todo lo que ha hecho, ha salvado nuestro matrimonio.
—Una de mis obligaciones es ayudar a reflexionar sobre las exigencias del vivir cristiano…
—Le he traído un regalo en agradecimiento.
—¡Por favor! No lo puedo aceptar, de ninguna manera…
—Es un regalo muy personal, lo he hecho yo misma, creo que le va a gustar, aunque puede que también…
—Le agradezco muchísimo su atención y delicadeza, con su sola presencia me conformo.
—No me lo puede rechazar, padre, lo he hecho pensando en que puede que algún día…
—No quisiera parecerle descortés y en mi ánimo lo último sería ofenderla, no obstante, si se empeña…
—Por favor, padre, aquí se lo dejo.
Lo peor de todo vino cuando me regaló ese cuadro. Esa maldita pintura. Ese óleo perverso. Una tela con un desnudo de mujer pintado por ella misma. No debí aceptar el envoltorio. Ni debí hacer la promesa de no abrirlo hasta estar en mis dependencias. Vivo con un objeto malintencionado. Es peor que las cuatro paredes de una cárcel. En la primera ocasión que tuve me lo llevé al pueblo, no sin antes fotografiarlo con el móvil. Es así, y tengo la sensación de ocultar un pecado, ni la distancia lo borra.
Fueron unos meses de locura. Tenía bien localizado que no era amor, era deseo. Hay que aceptar que los curas también tengamos deseos y es posible que se nos note, yo me preguntaba por ello, si acaso hubiera tenido algún desliz, que hubiera hecho o dicho alguna cosa que hiciera pensar.
Otros casos y asuntos iban y venían por mi entorno hasta que un día…
—Ave María Purísima.
—Sin pecado concebida. Dime, hija… ¿Qué te trae por aquí?
—Vengo a confesarme, padre
—Bueno, bueno… Veamos: ¿De qué te arrepientes, hija?
—Creo que he sido la culpable de mi ruptura matrimonial. Mi marido es una buena persona que no se merece todo el daño que yo le he hecho. Yo soy una mujer libre y eso cuesta entenderlo. Mi comportamiento durante el matrimonio puede haber sido contrario a los usos sociales, como dice la canción, no obstante, yo, entiendo, que vivir es otra cosa…
—Al decir “otra cosa”, hija, ¿qué es lo que has querido decir?
—No sé cómo explicárselo, padre… Es llevar una vida más intensa, como la que se canta en boleros y rancheras…
—No te entiendo, hija…
—Yo podría explicarlo de otra manera, padre… Necesito desesperadamente a alguien que me escuche, que me comprenda. Creo que usted es la persona que he estado buscando. Aunque no creo que sea aquí, dentro de este confesionario, el lugar adecuado…
Después de que acordamos dónde podríamos reunirnos en privado, le di la absolución y salió de la iglesia por la puerta que da a la calle Atocha. Una vez solo y antes de que entrara alguna beata, no me reprimí, y moví la mano en busca de placer.
Los boleros y rancheras... Estoy de las rancheras hasta lo cojones. Aunque me ayudan. Me ayudan mucho. Siempre cantan fracasos. El que canta sus males espanta. Es verdad. Yo no puedo hacerlo. Me mimetizo con los cantantes y me rasgo el corazón mirando el cuadro en el móvil. ¡Cuánta gilipollez, Dios mío! He perdido un montón de horas pensando en Amelia, ¡claro que las podía haber perdido leyendo El Nuevo Testamento, o El Antiguo o a San Isidoro de Sevilla!
¿Por qué habré sido yo el que cayera en esta trampa? Si no soy más que un pobre diablo… digo, un pobre cura... Cura, no te jode. Vaya manera de perder el tiempo. Aguantando a las beatas que no ven más allá de sus narices. ¡Joder, qué vida!
Lo bueno es que ya
solo falta una semana para poder reunirme con Amelia…
Capitulo-12-Raquel
—Pero ¿qué te ha pasado, Eduardo?
Era tan lamentable el aspecto que presentaba que tuve que taparme la boca para que no se me escapara un grito. Lo primero que pensé es que había sido un accidente. No era solo el apósito sobre el ojo y la frente magullada, el mal aspecto que tenía me alarmó. Me quedé inmóvil delante de él, mirándole demacrado y con unas grandes ojeras, quieta, asombrada, ocupando la entrada de la puerta sin dejarle pasar.
—Tenía que haberte advertido antes de venir. No te preocupes, Raquel, tampoco es para tanto. Anda, vamos a sentarnos. Aparte de este ojo tapado ya ves que estoy bien.
Me besó en la mejilla y me empujó ligeramente hacia adentro.
Según íbamos al salón yo seguía haciéndole preguntas.
—¿Te has caído?
Me tenía que haber llamado si le había sucedido algo. Parecía que le hubieran dado una paliza para matarlo.
Me pidió un whisky con la lengua estropajosa y sonrió. Mientras lo buscaba en el mueble-bar se dejó caer en el sofá como si tuviera un profundo cansancio. Nunca le había visto así. Solía ser tan jovial habitualmente que me parecía que había envejecido de repente. Al acercarle el vaso observé la tristeza de su mirada. Volvía a ser aquel niño necesitado de protección.
—¿No preferirías echarte un ratito, si no tienes prisa, y luego hablamos?
Se quitó el sombrero de fieltro y le vi un vendaje que le cubría parte de la cabeza. Al ver mi reacción de asombro, intentó cubrirse, pero, con un gesto de impotencia, lo dejó sobre el sofá.
—No te preocupes, estoy bien. Ha sido un accidente, ya te lo he dicho. Tropecé, me caí, me di con el quicio de la puerta pero no es nada. Dentro de unos días, ni rastro.
—No te puedo creer. Eso es más que una caída ¿Qué te ha pasado?
—Tranquila hermana que estas cosas pasan. Mira, creo que voy aceptar echarme un rato. Estoy muerto. No me dejes más de una hora.
Dejó la bebida a medias, subió las piernas y se acomodó en el sofá. Busqué una manta para taparlo, bajé la persiana y fui hacia la puerta de la calle porque me pareció oír los pasos de mi hijo que volvía del colegio. Efectivamente era él. Le di un beso, le pregunté cómo le había ido el día y le hice un gesto para que hablara bajito. Había metido un gol en el partido que jugó en el recreo.
—Merienda en la cocina sin hacer mucho ruido, cariño, y vete a tu habitación a hacer los deberes porque ha venido el tío Eduardo y está muy cansado. Luego lo ves.
Mi hijo, que también se llama Eduardo, lo adora. Solo que lo ve poco. Presume con sus amigos de que es un genio de la informática.
Fernando no tardaría en llegar. Ayer vino un poco más tarde de lo habitual. Me dijo que a la salida del despacho coincidió en la sección de librería de El Corte Inglés con Lucía, la mujer de Víctor. Fernando fue a comprar unos libros para los niños y allí la encontró. Hacía mucho que no la veía y como parecía que no tenía prisa la invitó a un café. Le preguntó por Eduardo porque sabe que va muy a menudo a su casa. No le ha faltado tiempo para hacer hincapié en que bebe mucho y que, muchas veces, no se puede mantener una conversación con él. Imagino que, si bebe en casa de ellos, no lo hará solo y que ellos también le acompañarán. ¡Qué interés en ahondar en ese tema! Con lo celosa que es, me guarda cierta inquina por el interés y algo más que tenía Víctor por mí. La verdad es que a mí no me importa porque la trato muy poco, aunque siempre me llegan rumores de que me pone verde. Cuando he querido saber de mi hermano y no lo he podido localizar, hablo con Víctor que es mucho más tratable y menos hipócrita. Ella siempre ha sido muy chismosa: “que si he oído, que si me han dicho”. Luego en un momento dado, durante la conversación con mi marido, se le ha escapado que Eduardo les paga el alquiler del piso. Según lo ha dicho se ha tapado ingenuamente la boca con la mano y ha añadido:
—No sé si le gustará a Víctor que te lo haya contado —le dijo Lucía.
—No te preocupes —le ha respondido Fernando—. Entre amigos…
Pero, venía un poco sorprendido y yo creo que enfadado.
—Ya sé que es tu hermano —me ha dicho— y que no debo meterme, aunque me parece que haría bien en tener más cuidado con lo que hace con su dinero. Ahora gana mucho, pero nunca se sabe. No sé quién le aconseja. Claro que si va a ver al tío José, pues no te digo nada.
Me quedé de una pieza ¿Por qué tiene él que pagar la casa a nadie? Iba a preguntárselo en cuanto lo viera. Que me lo explique es otra historia.
Preparando la cena me puse a dar vueltas a este asunto de Víctor. Sonaba estupendo: Eduardo le paga el piso y seguro que Lucía también aporta el dinero que le manda su padre de México. ¡Vaya con Víctor! Nunca lo hubiera imaginado.
Lo preocupante de mi hermano no es el dinero que tire o que regale, sino lo de la bebida. Creo que Amelia no se lo ha inventado. Fernando me dijo que, sin saber por qué, se siente un poco responsable de él. Desechó la idea de una clínica de desintoxicación que yo le había sugerido y se inclinaba más bien por algún medicamento que, aunque estuviera en experimentación, fuese efectivo. Me extrañó esa idea.
Mi marido, durante muchos años se había dedicado a las transacciones inmobiliarias. Pero a partir de haber hecho una buena amistad con el dueño de unos laboratorios farmacéuticos que investigaban continuamente para conseguir nuevos medicamentos, ahora estaba involucrado en un nuevo negocio. Parece ser que trabajaban un poco en secreto. Tenían conexiones con otro laboratorio instalado en Barcelona, por lo que oí. No estoy muy enterada. Me lo contó un día por encima.
La razón de esta forma discreta de actuar la desconozco, porque Fernando no quiso darme explicaciones o no se las contaron a él. Imagino que será para evadir impuestos y conseguir las ganancias en “negro”. Casi siempre todo termina en lo mismo. Dinero y sexo es lo que mueve el mundo. Antes decían que era el amor lo que hacía girar el universo, pero no estábamos aún en el siglo XXI; aunque todavía el amor o el desamor pueden llevar a la tragedia. Sí, todavía funciona. No hay más que leer los periódicos.
—Voy a hablar con Teo —dijo Fernando refiriéndose al dueño del laboratorio—. Si sabe algo me lo dirá. Bastantes favores le he hecho yo.
Desconozco los favores que hace Fernando. No suele dar muchas explicaciones de sus negocios y siempre parece que le molestan mis preguntas; prefiere contarme él lo que le parece, cuando está en vena. Es como un pacto: yo no le cuento nada de mis clases de idiomas y él nada de sus transacciones. Cuando estamos juntos, la vida laboral queda en la puerta, sólo la dejamos entrar en tanto en cuanto puede afectar a nuestra vida en común o sentimos una necesidad imperiosa de sacar el problema fuera.
Me acabo de asomar al salón. Eduardo sigue durmiendo. Tiene una respiración agitada y de vez en cuando se le escapa alguna palabra ininteligible. Está enfermo. ¡Cómo me gustaría que se quedara una temporada en casa para poder cuidarlo! Si fuera verdad lo de la medicina esa que están inventando..., claro que a nadie se le puede ayudar, ni curar, ni cuidar si no se deja. Y su mujer, ¿le habrá apoyado alguna vez? ¿Y las heridas? No son de una caída. ¿Qué le ha pasado a este chico? Esa mujer le está arruinando la vida. Estoy segura. Se le veía tan entusiasmado con ella; Fernando dijo tan “encoñado”, pero es que este hombre tiene un lenguaje… La niña ha aprendido a decir “coño” a todas horas y la verdad es que cuando lo suelta es de lo más oportuno.
No me gusta lo que rodea a mi hermano, ni siquiera Víctor, muy amigo suyo, pero, sólo de juergas y de tonterías. La verdad es que nunca estuve enamorada de él aunque me caía bien y me gustaba que fuera amigo de Eduardo, pero por lo que yo veo, nada. A ninguna persona se le conoce enseguida, tiene que pasar mucho tiempo.
Miro el reloj. Ha pasado más de una hora. Preparo una infusión y voy a llevársela. Eduardo sigue durmiendo. De buena gana le dejaría seguir. Es como si estuviera muy agobiado. Lo veo tan agotado. Lo agarro del brazo y lo sacudo ligeramente:
—Vamos, despierta que ya ha pasado la hora —le digo despacito.
Se incorpora deprisa, como asustado.
—Tranquilo que estás en sitio seguro —le digo—. Anda tómate esta manzanilla. Te va a sentar bien.
Suena el timbre. Le tiembla la mano cuando coge la taza. Le dejo. Fernando viene con la niña a la que ha recogido de la clase de piano. Viene gritando, contando no sé qué historias de un disfraz, de la tele. La calmo diciéndole que le he comprado unos lápices. Le digo a Fernando que mi hermano está en el salón y que se quede con él mientras me ocupo de la niña. Me extraña cuando me contesta que ya lo sabe. Le advierto del aspecto que tiene y que le entretenga mientras doy la merienda a la niña. Tarda bastante y finalmente la dejo con su hermano viendo una película de dibujos animados. Todavía no he hablado con Eduardo; podía haber venido por la mañana que es cuando estoy sin niños y sin marido...
No quiero que mi hijo vea a Eduardo, por lo menos hasta que se vuelva a poner el sombrero que tapa las vendas, aunque, realmente ni así. La niña menos.
Me llegan voces altas como acaloradas. Los niños quieren ver a su tío y les digo que está hablando con papá, que cuando terminen le verán.
Por fin me libero de ellos. Cuando llego, Eduardo tiene la cabeza apoyada en las manos, como si llorase. Trato de simular que no me he fijado en nada.
—Bueno, por fin puedo estar aquí. ¿Qué pasa, te duele la cabeza? Te puedo traer un calmante. ¿Qué tomas tú habitualmente?
Fernando me mira serio y me hace un gesto para que me calle. Me siento en el sofá, al lado de Eduardo y le abrazo. Apoya la cabeza en mi hombro y solloza. Es como un niño.
—¡Shshsh! Que no pasa nada... Termínate la manzanilla.
Fernando está incómodo. Creo que no sabe cuál es su papel. Me mira y me dice:
—Que se va a divorciar. Que Amelia se ha ido y como la casa es de ella no sabe cuándo va a volver y que él dice que no lo va a poder soportar.
Le acaricio con cuidado la cabeza y le hablo como a mis hijos cuando les consuelo.
—Claro que lo vas a soportar. Todo el mundo se divorcia, o por lo menos muchos, y la vida sigue. Claro, que si es ella la que te ha puesto así, no sé cómo no estás en la comisaría. ¿Te has visto? Esto es una tentativa de asesinato. Oye, que la detengan.
—Ya te he dicho que me he caído. Ella no tiene nada que ver.
—Ya, ella es una santa ¿Hay algo más? ¿Tu trabajo va bien? ¿Te has metido en algún lío?
No me ha contestado. Se ha levantado al baño.
—¿Qué habéis hablado porque he tardado mucho en poder venir?
—Este chico tiene más problemas que el divorcio. Me ha dicho el portero que antes de entrar en el portal lo vio esconderse detrás de un coche. En la acera de enfrente había dos hombres que se paseaban y miraban arriba y abajo. Que seguro lo querían pillar, pero, por suerte, se ha podido escapar. Finalmente se han ido los dos. Que primero le ha extrañado verlo así. Parecía que iba disfrazado porque llevaba vendajes y un sombrero. Luego pensó que debía de ser un concurso de la tele y que lo ha hecho muy bien porque ha despistado a los que lo buscaban. Lo que el portero no sabe es el premio, ni cuándo lo dan. Me ha pedido que se lo preguntemos a Eduardo. También que cómo se llama el programa, para poder verlo.
La niña quería ver el disfraz de su tío y le he tenido que hacer gestos de que el portero estaba mal de la cabeza.
—Y… ¿Qué te ha dicho él?
—Que aparte de su divorcio tiene una vida muy complicada. El llevarse mal con Amelia le ha empujado a beber. Hay que buscar el modo de que lo deje. Creo que es la mejor ayuda que le podemos proporcionar.
Ha vuelto Eduardo y nos hemos callado. Le he propuesto que se quede a dormir y también, si quiere, puede instalarse por una temporada puesto que no tiene casa.
Dice que va a quedarse con un amigo.
Se ha acercado a la ventana y ha corrido un poco el visillo para poder ver la acera de enfrente. Ha dicho que otro día vería a los niños. Ha salido rápido como un fugitivo que huye.
Tengo el corazón
encogido. No sé qué le pasa pero sé que tiene que ser muy malo y muy
peligroso. Cuando he comprobado desde la ventana que ya había cogido un
taxi, después de mirar a derecha e izquierda, me he vuelto a Fernando y
llorando le he preguntado: ¿Qué puedo hacer? ¿Qué va a ser de él?