Milagrosamente,
la palmera seguía en pie; sus grandes hojas agitadas por
el
viento escondían pájaros invisibles que sólo una algarabía
incesante delataba. Entre las ruinas de la casa, un perro, que
olfateaba en busca de no se sabe el qué, alzó de pronto la pata
y orinó sobre una viga; entonces Amina se levantó para
ahuyentarlo. El animal retrocedió y se sentó observándola con
mirada resignada. Bajo el pelaje color canela se le podían
contar las costillas y parecía tan desgraciado como ella. Le
tiró un trozo de pan y el animal asustado se levantó, la cola
entre las patas e dispuesto a huir; pero luego se acercó
cauteloso y, después de tragar el bocado, pasó largo rato
rebuscando las últimas migajas entre los hierbajos.
—Tú y yo lo hemos perdido todo —suspiró Amina.
Ella rebuscó entre los escombros, seguida por el can. La casa había sido arrasada, primero por las bombas, y más tarde por los saqueadores. Miró alrededor y no vio a nadie; entonces se puso a cavar al pie de la palmera y sacó una pequeña caja de metal que había enterrado en el patio cuando empezó la guerra; nadie lo sabía, ni siquiera su marido. Él había desaparecido. Lo buscó durante días entre los heridos de los hospitales sin encontrarlo y por mucho que preguntó nadie sabía si estaba vivo o muerto, así que volvió a casa de sus padres.
Al abrir la caja bajo la mirada expectante del perro, encontró el dinero y las joyas. El fulgor amarillo de su pulsera le levantó el ánimo. Era como una semilla de esperanza, algo con que empezar. Guardó el cofrecillo bajo la túnica y contempló el único clavel que había sobrevivido al desastre; emergía tieso y oloroso entre los ladrillos derrumbados.
— ¿Por qué todo esto? ¿Por qué? —le preguntó al perro.