A sus ochenta y dos años Carmen García, apodada abuela Bisbís en honor a su gato, era una anciana de aspecto frágil y carácter decidido que asumía con dignidad sus arrugas. Y aunque, a veces, debido a los avatares de la vida, sintiera el deseo de fugarse a lugares exóticos donde nadie la encontrara, ella no desapareció súbitamente. Fue un proceso lento que, al principio, casi pasó inadvertido. Empezó por los brazos. Así de raro. Un día no pudo alcanzar la jarra del agua en el estante de la cocina, ni poniéndose de puntillas. Vaya, me he hecho viejecita, pensó, mi cuerpo ha encogido; y no le dio mayor importancia. Pero, a medida que pasaba el tiempo tuvo que rendirse a la evidencia; hubo de acortar las mangas de sus vestidos si quería que sus manos asomasen y, lo que más le molestaba era un picor insoportable en los hombros.
El médico que la examinó se quedó pensativo.
—Lo único que veo, en la zona del picor, son unas pequeñas plumas blancas, más bien plumón, casi no se perciben y se podrían eliminar fácilmente.
Pero no; crecían y volvían a crecer. Y ahora se distinguían perfectamente unas alitas blancas en su espalda. A la abuela la idea de echarse a volar le encantaba; pero por mucho que agitaba las alas delante del espejo del salón, no conseguía despegar los pies del suelo a pesar del zumbido del aire entre las plumas. Tendría que esperar.
—Supongo que no te exhibirás así en la playa este año —comentó su hijo Emilio.
Sin embargo, en el mes de julio, cuando el calor se hizo insoportable, ella clavó la sombrilla en la arena y se tumbó a orillas del mar, abanicándose con un leve aleteo. Más valía enseñar unas alas primorosas que una tripa gorda. Emilio, avergonzado, la observaba de lejos.
—Mamá, he visto un ángel, gritó un niño. ¡Mira, esa señora! ¡Es un ángel!
La abuela se enderezó orgullosa. No se le había pasado por la cabeza esta transformación ¿Y si era verdad? Entonces le vinieron a la memoria unos recuerdos que no eran precisamente propios de un ángel.
—Más bien será un pato, explicaba la mujer al pequeño. Los ángeles son criaturas jóvenes y hermosas y esa señora es vieja y tiene el cuello descarnado de los buitres.
La abuela no podía ser un ave acuática porque no sabía nadar, de esto estaba segura. Quizás con las alas conseguiría mantenerse a flote, pero nunca alcanzaría la elegante forma de deslizarse de los patos. Tampoco le atraían la carroña como a los buitres; lo que le apetecía en aquel momento era una taza de té y unas galletas. Hizo una señal con la mano a Emilio, pero él miraba tercamente el horizonte y no se dio por aludido.
Al
entrar en casa, una extraña criatura la esperaba sentada en el
sofá. No era necesario mirarla dos veces para darse cuenta de
que se trataba del mismísimo Diablo: la tez rojiza, los cuernos,
y sobre todo las pezuñas; y además no hacía nada para
disimularlo. Habré dejado una ventana abierta, pensó la anciana.
Mi cabeza ya no es lo que era.
—He oído decir que eres un ángel— dijo el demonio— Como yo: el
ángel caído, y vengo a buscarte. Pero a la abuela la perspectiva
del infierno le resultaba horrible y tampoco se había portado
tan mal como para ser eternamente castigada.
—Entonces, vuelve más tarde—contestó— porque yo, de momento, no me he caído.
Ella había vivido muchos años. Acostumbrada como estaba a lidiar con hombres que eran peores que el mismo Satanás, no se iba a dejar manejar por un simple demonio. Así que éste se esfumó, dejando una estela maloliente en la habitación.
Antes de acostarse, se alisó el plumaje con mucho cuidado y fue cuando descubrió dos plumas marrones. Será el efecto del sol, pensó, y se acordó de las perdices, blancas en la nieve y pardas en verano.
Pero no. No era una perdiz, ni un pato, ni un buitre. Cuando la metamorfosis se consumó, un pequeño pájaro marrón levantó el vuelo, cruzó la ventana del dormitorio y, después de girar por encima de los tejados de la ciudad, se dirigió hacia el bosque. No era más que un gorrión.
Del montón.