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El bolardo

Lo vi nada más cruzar la calle; destacaba dentro del un grupo de tres bolardos protegiendo de asaltos el escaparate de una joyería; tres bolardos metálicos, pintados de gris, que montaban la guardia, impasibles.¿Qué por qué lo ví? Bueno, naturalmente los vi a todos. Pero aquél llevaba atado alrededor de su cuello tubular un babero  de niño pequeño, un babero de felpa blanca, ribeteado de rojo y con un patito en el centro. Unas manchas de óxido en la parte superior del bolardo esbozaban una especie de cara distorsionada. Eso me llamo la atención. Me quedé contemplándolo mientras sujetaba con la mano izquierda un delicioso sándwich de higos, nueces y ahumados a medio comer. Echaba de menos la cámara de fotos para retratarlo; siempre pasaba lo mismo, se quedaba en casa cuando más la necesitaba. Di una calada profunda al cigarrillo y una voluta de  humo se enroscó como un punto de interrogación en el aire.

"Ya te lo he dicho mil veces, no se puede comer y fumar al mismo tiempo." Eso decía mi madre. Pero sí,  se puede.

El espectáculo resultaba gracioso, aunque no era para tanto. Era obvio que alguien había colgado ahí aquel babero extraviado para que la madre del niño pudiera recuperarlo. Iba a pasar de largo cuando oí una voz imperativa:  

―Dáme―, decía. Miré en derredor, pero no había nadie.

―Dáme―volvió a repetir la voz con un tono chirriante. Al inclinarme hacía el bolardo, pude discernir claramente un orificio circular en la parte superior un poco por encima del babero  y cuyos bordes se movieron cuando me echó su aliento oxidado a la cara chillándome:―Quiero un trozo. ¡Parece que no lo entiendes!

¡Sí que lo entendía. ¡Vaya un grosero! Ni siquiera lo pedía por favor. Si pensaba que le iba a regalar mi bocadillo se equivocaba. Desde luego que se equivocaba. Demasiado bueno. ¡Ni aunque me lo hubiera pedido con educación!

Me planté delante de él. Dejé de fumar y me puse a masticar despacio el sándwich ―delante de sus narices hubiera  dicho, pero no tenía narices―. Un trocito de nuez estalló bajo mis dientes como un golpe de platillos en una orquesta, se mezclaron los sabores del higo con el ahumado formando una sinfonía en mi paladar. Sin piedad, contemplé como una saliva marrón afloraba entre los labios del bolardo. Después de tragarme el último bocado, di otra calada al pitillo y, con un gesto brusco, se lo introduje en la boca. No se lo esperaba. Se ve que no había fumado nunca. Al toser todo su cuerpo tubular vibraba y sobre su tórax de acero el patito daba saltos como queriendo escapar.

 Escupió el cigarrillo lo más lejos que pudo y, mientras me alejaba, pude ver de reojo como me hacía burlas sacando su lengua, una lengua metálica afilada como un cuchillo.