A
Caperucita verde —así llamaban a aquella niña sus amigas del colegio—, no le
gustaba ese tramo de carretera a lo largo de la valla de la fábrica de
ladrillos, pero era el camino más corto para volver de la escuela a casa de
su abuela Mercedes. Iba contando las latas de cerveza abolladas que yacían
en la cuneta…quince, dieciséis… No había que pasar por alto ninguna, ni las
medio enterradas en el barro, ni las que apenas asomaban por debajo de
trozos de plástico. Justo cuando procuraba descubrir la veinteava, oyó un
frenazo y una camioneta blanca se detuvo a su lado.
Alguien se abalanzó sobre ella, le tapó la boca con una cinta pegajosa que le irritó la piel, y la empaquetó en una manta.
— Si te estás quieta, no te pasará nada —dijo una voz bronca.
Y debió de ocurrir algo más porque ahora no estaba en aquel vehículo. Se encontraba atada encima de una cama en una habitación oscura. Ya podía abrir la boca, pero estaba demasiado asustada para gritar; más valía que nadie supiera que se había despertado, por si acaso.
De repente, se abrió la puerta y entró un hombre con un teléfono móvil en una mano y una linterna en la otra. Tenía la cara tapada con una máscara de plástico blanco y llevaba una peluca rubia rizada.
— Habla con tu abuela Mercedes y dile que te encuentras bien —ordenó—. Y no me mires así, no soy el lobo feroz.
Le tendió el aparato con su mano velluda.
— Abuela estoy bien —susurró la niña y se echó a llorar.
— Nena, no te asustes…
No pudo oír nada más porque aquel hombre le arrancó el teléfono de las manos.
* * *
Mercedes estaba sirviendo una taza de té a su amiga la condesa cuando sonó el teléfono.
— Un momento —dijo, y descolgó el auricular— ¿Qué? ¿Qué dice? ¿Que tiene a mi nieta? ¿Está usted loco? Nena, nena no te asustes. ¡Oh! ¡Dios mío!
Se quedó escuchando un rato, desfondada en el sillón, mientras la condesa masticaba despacio un pastelito de hojaldre relleno de crema.
— Han secuestrado a mi nieta —murmuró, al sentarse otra vez a la mesa. La condesa le llenó la taza y añadió un poco de leche.
— ¿Para qué querrán a María? ¿Has entendido bien?
— Lo que quieren es el vaso Ming. Tengo que llevar la vasija Ming, mañana a las once de la noche y dejarla en la papelera a la puerta del cementerio. Si aviso a la policía, la niña morirá.
— ¿Y vas a intercambiar el vaso Ming por esta mocosa? —preguntó la condesa, escandalizada—. ¡Una vasija de la dinastía Ming! ¿Y cómo se habrá enterado este tío?
La condesa era una mujer muy directa, de habla poco aristocrática y carácter decidido.
— Tengo una idea —dijo—. Coge el vaso Ming y vámonos ahora mismo. Mercedes se dejó arrastrar hasta el bazar de los chinos, una tienda de artículos baratos atestada de mercancías.
— Queremos un vaso como éste; que tenga dragones — dijo la condesa.
— Con dragones, creo que tenemos. Mire allí al fondo.
Había; pero nada parecido.
— Si quieren se lo podemos fabricar — dijo la dependienta—.Costará algo más caro.
— Nos hace falta mañana por la noche, lo más tarde a las diez. Si lo consiguen pagaremos…y le murmuró una cifra al oído.
— No se preocupen —dijo la mujer— mañana lo tendréis, sin falta. Déjenme éste.
— No podemos dejarlo…, empezó a explicar Mercedes, pero la interrumpió la condesa.
— Quédeselo, y haga una copia exacta; incluso tienen que reproducir esa pequeña fisura en el ojo del dragón. Todo, absolutamente todo, aunque sea un defecto.
— ¿Y si lo rompen? ¿Y si lo roban? —dijo la abuela al salir de la tienda.
— De todas formas, lo perderías. Algo hay que arriesgar. No creo que esta gente sepa lo que tienen entre manos. Lo único que les interesa es ganar dinero.
Efectivamente, al día siguiente tuvieron la vasija. Era casi imposible distinguir una de otra. Envolvieron la copia en papel de estraza y la abuela condujo su automóvil despacio por el camino del cementerio. De noche no veía muy bien y el lugar era solitario y poco iluminado. Depositó el objeto en la papelera. Le temblaban las piernas.
¿Y si no me devuelven a la niña? ¿Y si se dan cuenta de la falsificación?
Tenía que regresar inmediatamente a su casa; eso es lo que le habían dicho.
La condesa la esperaba en el salón. Empezó a mezclar licores.
— Necesitamos algo fuerte —dijo alzando las copas. Fue entonces cuando sonó el timbre y entró la niña. Se precipitó llorando en los brazos de su abuela.
— ¿Y quién es el cerdo que te raptó? Procura recordar cómo era —dijo la condesa, pero la niña estaba demasiado asustada y aquel hombre la había amenazado de muerte si contaba algo.
— No sé nada, no sé —murmuró.
— No te preocupes — dijo la condesa—. Ahora mismo nos vamos de vacaciones. Lo más prudente es largarnos cuanto antes. Olvídate del cole, nena. Nos vamos.
* * *
Mercedes estaba observando a un joven que se deslizaba sobre las crestas de las olas intentando mantenerse en pie sobre una tabla. La condesa se había empeñado en alquilar un par de tumbonas y ahí yacían las dos, en la playa, tapadas con una toalla para guarecerse de la brisa demasiado fresca mientras la niña construía un castillo de arena. Llevaban diez días en Benidorm, alojadas en el piso veintiuno de un rascacielos. «Aquí, entre la multitud, nadie nos encontrará», había dicho.
— Mira, mira este artículo —dijo la condesa, tendiendo el periódico a Mercedes.
— Léemelo tú, yo no llevo las gafas.
— ¡Han detenido a los chinos!
“Un grupo de chinos que se dedicaban a falsificar porcelana antigua, vasijas de la época de los emperadores Ming, han sido arrestados. Tenían en su poder una pieza valiosísima, cuya procedencia no pudieron justificar, y la copiaban una y otra vez. Ha sido detenido también un anticuario, el señor Wolf, como intermediario entre fabricantes y clientes.”
— Estos cerdos nos han engañado, y nosotras, como dos tontas, ni siquiera nos hemos dado cuenta.