volver

A Carmela le gusta la noche

Tumbada en la cama, Carmela Jiménez, una mujer madura, recuerda, piensa e imagina mientras José duerme a su lado. Atenta a la leve vibración del silencio nocturno, sólo turbado a intervalos regulares por la respiración profunda de su marido, espera... Sabe que vendrá... Está segura. ¡No se pierden las costumbres de años de un día para otro! Sus ojos abiertos en la oscuridad escudriñan cada rincón de la habitación: el tenue brillo del espejo, la negra sombra del armario y los cuadros en las paredes. Negro sobre negro.

¡Allí está!

Cruzando en silencio la puerta abierta, como un fantasma blanquecino, apenas se distingue, pero no duda: es él; y a ella le late el corazón de alegría.

— Sabía que vendrías— murmura quedamente mientras él, de un salto liviano, se instala en la cama.

— ¡Oh Rocky! ¿Cómo estás?— le pregunta tontamente. Siente el cosquilleo de sus bigotes cuando el gato le olfatea el rostro; entonces hunde los dedos en el pelaje suave de su vientre y lo acaricia despacio.

— ¡Estás ronroneando!— exclama ella— ¡Será posible! No le despiertes— susurra, señalando a José— o te echará. Pero a Rocky no le importa y empieza el ceremonial de cada noche: un aseo que dura horas. Se lame concienzudamente el lomo y luego cada una de sus patas de terciopelo. Pasa la lengua entre las zarpas y entonces desvela su segunda naturaleza: la felina.

José se revuelve, gruñe en sueños, duerme mal como siempre. De pronto se incorpora espantado, agitando los brazos a derecha e izquierda. El gato encolerizado rebufa antes de desaparecer.

— ¿No duermes? — le pregunta a Carmela—. Sabes, he tenido una pesadilla. Oí a Rocky, te juro que lo oí ronronear. Fíjate qué tontería, hasta me he lastimado la mano al querer espantarlo.

Mientras él se levanta para beber un vaso de agua, Carmela ya no recuerda, ni piensa, ni imagina. Dormirá hasta que se disipen las tinieblas de la noche.

— Deberían haber venido antes— reprocha el médico, examinando la mano hinchada de José. La piel enrojecida se ha vuelto tensa y caliente. Cuando se presiona la zona infectada el dolor repta hasta el hombro como una serpiente venenosa.

No sé lo que me ha pasado, creo que me pinché con algo— se excusa José. Esta mareado y siente escalofríos a pesar del calor del verano. Le gustaría volver a casa, meterse en la cama y dormir, y dormir... y olvidarse de esta pesadilla. Quizá sea sólo eso: un mal sueño.

Oye la voz del doctor como lejana.

—Parece una mordedura. ¿No le habrá atacado algún animal?—. Un animal más bien pequeño como una rata, por ejemplo.

Le resulta cómico, si no le doliese tanto se echaría a reír. ¡Una rata! ¡Cómo se le habrá ocurrido a este hombre! El mundo le parece irreal. Lo único que le apetece en este momento es huir y volver a casa.

— No tenemos ratas— afirma ofendida Carmela— pero creo que le ha mordido "Rock and Roll".

— ¡Estás loca!— grita súbitamente José. La cólera ha barrido por un momento el mareo— ¡Deja de decir tonterías!

— ¿Y quien es "Rock and Roll"?— pregunta el médico.

— Es nuestro gato, y él le molestó— explica Carmela—. Ya sabe, los gatos no perdonan.

— Si. Bien podría ser. Se tendrá que inyectar antibióticos. Le dispensaré una receta.

— Pero Rocky está muerto— afirma lúgubremente José—. Yo mismo lo llevé a sacrificar.

— Por eso, por eso mismo te mordió— añade triunfante Carmela.

— Entonces el gato le atacó cuando lo llevó al veterinario, si he entendido bien.

— No, no es así; ya estaba muerto cuando le mordió— explica ella—, por eso se ha infectado. Llevaba muerto dos días. Fue justo cuando volvió. Siempre se tarda algo en volver.

El hombre la mira atónito y respira hondo. A veces tiene dudas; ya no sabe si merece la pena intentar salvar a la humanidad o quizá tendría que cambiar de profesión.

— Váyanse y póngase la inyección cuanto antes— recomienda al acompañarlos hasta la puerta. Lo único que desea es perderlos de vista, a él con su mano a punto de reventar y a ella con sus locuras de ultratumba.

— Tenía veinte años y enfermó— murmura José entre dientes —. Ya no se podía hacer nada.

— Tú lo asesinaste— le grita Carmela, mirándole con odio—, por eso se ha vengado.

— Si no mejora vaya directamente a urgencias— añade el médico, empujándoles suavemente hacia la salida —. No espere más tiempo. Al cerrar la puerta los oye discutir todavía por la escalera. Abre la ventana de par en par, necesita respirar aire fresco para despejar las miasmas de la consulta pero sólo entran bocanadas de calor y el ruido del tráfico.

Causa de la muerte: septicemia, reza el certificado de defunción de José.

—Lo siento, no pudimos salvarle, vino demasiado tarde— explica el médico—. Le acompaño del sentimiento.

— Gracias, murmura Carmela, azorada ante lo que se le viene encima: la familia, el entierro y el funeral.

Tumbada en la cama, los ojos abiertos en las tinieblas, ella recuerda, piensa e imagina. Sólo la respiración regular de su marido y el ronroneo del gato turban el silencio. Ahora parece que se llevan mejor.

— ¿Te gustan los crisantemos?— le pregunta a José en voz baja, pero él no contesta. "Algo amarillo sería luminoso", añade para sí misma. El espejo brilla levemente en la oscuridad.

A Carmela, siempre le ha gustado la paz de la noche.