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 Celia

 El aroma del café llena la cocina y la lavadora ronronea. Hoy me he retrasado; Celia acaba de tender sus sábanas, que ondean por el patio paralelas a mi cuerda vacía. Creo que llegaré a tiempo para colgar las mías y poder contemplar el suave baile de nuestras ropas al ritmo de la brisa; es lo único que anima ese patio de vecinos, que es como un pozo oscuro. Sólo se divisa un cuadradito de cielo azul, allí arriba, si se saca la cabeza por la ventana; así que tengo la impresión de ser una cucaracha que vive en una cueva.

 

     Desde que se instaló Celia, en el piso de enfrente, mi vida ha cambiado. Ya no remoloneo al salir del trabajo. ¡Hasta mis compañeros de trabajo se han dado cuenta!

    —¿Por qué tanta prisa, Julio? —me preguntó mi amigo Paco, cuando rechacé su invitación a tomar café, el viernes pasado. Creo que sospecha algo, pero, como es discreto, no se atreve a interrogarme. Sólo capto sus miradas inquisidoras y una leve sonrisa cuando observa cómo mi atuendo ha mejorado últimamente —¡hasta la raya planchada del pantalón me delata! —, como si Celia, de pronto, pudiese irrumpir en medio de la oficina, cosa imposible ya que no tenemos trato con el público.

     Así que vuelvo a casa en cuanto puedo. Cruzo las calles a grandes zancadas hasta alcanzar el portal. Los latidos de mi corazón parecen retumbar en el hueco de la escalera mientras espero el ascensor que baja lentamente; pero no es ella la que sale. Nunca coincidimos, quizá porque nuestras vidas discurren paralelas, en pisos también paralelos y simétricos, separados por el abismo del patio.

     Mientras riego las margaritas en la repisa de la ventana del dormitorio, observo la sombra de Celia que se desplaza tras los visillos de su cocina. Va y viene atareada. De pronto la luz se apaga y vuelve a aparecer en su cuarto de baño. Espero que aprecie mis flores aunque estén un poco mustias por falta de luz. Me siento reconfortado por su presencia silenciosa. Hoy pintaré el salón y cambiaré la butaca por algo más moderno; creo que quedará más acogedor. Me afano de un lado a otro, empujando muebles, desplazando cuadros. Finalmente, la presencia de un poto añade una cascada de hojas verdes que da un toque tropical. Nunca antes había tenido plantas, pero ahora me parece que no podría vivir sin ellas. Si ella viene a visitarme, creo que le gustará.

    ¡Me encanta tu piso, esta puesto con mucho gusto y adoro las plantas!— exclamará—, sentada en la butaca nueva.

    No, no creo que venga por aquí. Quizá más adelante.

 

  De momento, el único contacto que tenemos es a través de nuestras ropas secando en la cuerda. Cuando ella tiende, tiendo yo. 

  Procuro tener siempre una reserva de prendas mojadas y atisbo a través de los visillos el momento en que abra su ventana. Me hace un signo amigable con la mano mientras sujetamos, con pinzas de colores, sábanas y toallas, tirando de las cuerdas hasta formar dos hileras paralelas. Mis pantalones bailan frente a sus faldas y los camisones se enroscan con mis pijamas en una danza amorosa cuando sopla el viento. Observo, celoso, por los entresijos de la cortina.

    Soy tímido, pero he decidido dar el primer paso.
 

    "Celia, me gustaría que franquees el patio que nos separa y vengas a tomar café el día que mejor te convenga para conocernos mejor, ya que somos vecinos. Llámame.

Un cordial saludo. Julio."

    Acompaño la carta de una caja de bombones que entra con dificultad en el buzón. Espero nervioso. ¡Quizá no habrá mirado todavía el correo! ¡Quizá se ofenda y no querrá saber nada de mí! Ando de un lado a otro. Riego las margaritas una y otra vez, oteando las ventanas de enfrente. Nada. No hay respuesta. Me atenaza el remordimiento. ¡Se ha asustado y nunca vendrá!
 

   Ahora el poto me parece vulgar y el salón angosto con tanto mueble así que arrastro una estantería llena de libros hasta el dormitorio. Pero, el hueco que se forma en la pared es todavía peor; sudoroso, vuelvo a colocar el anaquel en su sitio. El espejo refleja mi semblante agotado... ¡Más vale que no venga!
 

Hoy no he visto a Celia; ni ayer tampoco. Ni rastro de ella. Por la noche no se iluminó ninguna de sus ventanas. Así que la colada lleva dos días sin tender. La ropa mojada, amontonada en un barreño desprende un olor rancio como un cadáver. Me siento aniquilado y sin ganas de nada. Intento serenarme y reflexionar:

"Quizá se fue de vacaciones". Me siento agraviado como si ella me perteneciese y hubiera tenido que avisarme.
 

    Por fin alguien llama al timbre. ¿Será ella que habrá descubierto los bombones y querrá agradecer mi gesto? Mi corazón late desbocado mientras abro la puerta.
 

   —Soy Celia, he recibido tu regalo pero no acabo de entender la carta —dice ella—. De todas formas, si me invitas a café, me encantará conocerte mejor. Es triste eso de vivir unos al lado de otros ignorándonos —añade, mientras la hago pasar.

— ¡Me encanta tu piso, esta puesto con mucho gusto, y adoro las plantas! —exclama al contemplar los cuadros del salón. Sentada en la butaca nueva, sorbe el café despacio. Me he quedado mudo, estoy tan asombrado que no sé qué decir.

   —Es curioso —comenta después de un silencio prolongado— mi piso es muy diferente; tienes que subir a verlo. Y gracias por los bombones—, vuelve a repetir al despedirse.


  Bajo las escaleras, saltando de dos en dos los peldaños y me precipito en el portal dónde están los buzones: efectivamente hay dos Celia: Celia de arriba y Celia de enfrente. Tengo ganas de estamparme la cabeza contra la pared.
 

    Llevo un mes saliendo con Celia de arriba. Celia de enfrente se mudó sin avisarme y su piso quedo vacío. Así que mis ropas huérfanas cuelgan tristemente en la cuerda mientras recojo unas medias que cayeron de arriba.

  — Ya sabía que estabas enamorado— me espeta Paco—, no había más que verte el cambio de vestuario.

 

— Se llama Celia —contesto. —Un día te la presentaré.