En
el vagón del metro no quedaban asientos libres. Las dos mujeres
se agarraron a la barra del techo.
―Así no olvidaremos nuestra procedencia del mono ―dijo Elena―.¿Crees que vendrá?
¡Si está coladito por ti! Seguro que lleva media hora esperándote. No hay más que leer los mensajes que te manda ―contestó Miriam. Este tío está enamoradísimo.
Con la mano libre, Elena sacó un pequeño espejo del bolso. Se alisó un mechón de pelo castaño que se levantaba sobre su cabeza como un cuerno y estiró la piel debajo del párpado derecho. Tenía treinta y cinco años y ya se le iba formando unos círculos oscuros debajo de los ojos. Había dormido mal y se le notaba. Una cosa era chatear con Roberto por medio del ordenador y otra acudir a una cita con él, cuando ni siquiera le había mandado una foto.
―Estoy feísima ―se lamentó. Todo eso es una locura; y además, ni siquiera lo conozco. Podríamos bajarnos en la próxima estación e irnos al cine. ¿Qué te parece?
―Ni hablar. ¡Si estás guapísima! ¡Qué más quisiera yo que ser así de alta y de delgada, y tener a un tío que me mande esos mensajes! ―-. Miriam, de buen humor sonrió; era una mujer rechoncha que apenas alcanzaba la barra para sujetarse―. Como le mandaste la foto de tu hermana no te reconocerá, así que podremos darnos media vuelta si no nos gusta. ¿Tienes la revista?
Por la mañana, Elena había comprado la revista El mundo del motor y ahora la tenía escondida en el bolso. Ambos habían acordado llevarla en la mano para darse a conocer.
Salieron a la plaza.
―Allí está el café, en la acera de enfrente ―, señaló Miriam. Y no te hagas la remolona. Después de cruzar, empujó la puerta con decisión. Sin mirar a derecha ni a izquierda, las dos mujeres se sentaron a una mesa al fondo del local, un sitio cómodo para vigilar la puerta. Con discreción, Elena miró su reloj, eran las cinco y cuarto; quince minutos de retraso.
―¿Ves algo?―le preguntó a Miriam. ¿Crees que se habrá marchado? Sólo una docena de mesas estaban ocupadas. Era tarde para el café de sobremesa y demasiado temprano para merendar.
―¡Qué va; se muere de ganas de conocerte, de esto puedes estar segura! Creo que sé quién es ―le susurró su amiga después de observar la sala. Mira al tipo sentado al lado del ficus. Elena levantó la vista. Aquel hombre no paraba de consultar el reloj, el codo derecho apoyado en un portafolio, y echaba miradas impacientes en dirección a la puerta. Tendría unos cuarenta años, supuso, y este cuco tendría la revista guardada en el portafolio. ¡No se querrá arriesgar! Suspiró de alivio al ver que era un ser corriente, de rasgos regulares y pelo moreno cortado al cepillo, ni guapo ni feo y, a Dios gracias, no llevaba ningún piercing a la vista, ni pendientes en las orejas. Había abrigado muchos temores en cuento a su aspecto.
Elena sacó el mundo del motor del bolso y la depositó con decisión sobre la mesa.
―¿Qué van a tomar? ―preguntó el camarero, un tipo muy flaco de largas piernas y con una gran nariz curva y picuda como el pico de un flamenco. Elena lo imaginó, los pies hundidos en el barro, tragándose peces vivos en medio de un pantano, aunque le entró alguna duda sobre la dieta de esos pájaros.
―Dos tónicas con hielo.
El hombre acercó sus ojos redondos de ave a la portada de la revista.
―Si me permite una pregunta ¿de verdad lee esas cosas? No lo comprendo; usted es la tercera mujer que veo aquí hoy con está revista. La rubia de la mesa de la esquina la tiene, y otra más. Ayer también vinieron dos con la misma. ¿Rifan algo interesante?
A Miriam le entró un irreprimible ataque de risa que le puso la cara colorada. Me estoy meando ―dijo― y al mismo tiempo que se secaba las lágrimas desapareció hacía los lavabos. Elena se sentía traicionada; llevaba un par de meses contando todos sus secretos a aquel desconocido y ahora se mofaba de ella de esta forma tan cruel. Si estaba acechándola en algún rincón de la sala, no tendría el placer de verla llorar. Guardó apresuradamente la revista en el bolso y sacó el monedero para abonar las consumiciones. En la mesa, chisporroteaban las burbujas en los vasos de tónica donde se desmoronaban los cubitos de hielo.
El hombre al lado del ficus se había levantado al entrar una joven. Hizo un gesto señalando el reloj mientras la ayudaba a quitarse un lujoso abrigo de piel. Ella, desde luego, solo llevaba un bolso marrón en la mano.
―Perdona ―se excusó Miriam al volver―. No queria reírme, es algo nervioso ―. Y nada más decir eso le entró otro ataque. Se bebió un trago de tónica entre hipos antes de ponerse el abrigo―. ¿No dejamos propina?
―No tengo ninguna sardina que echarle a este pajarraco de camarero ―replicó Elena con rencor al alejarse muy erguida en dirección a la puerta.