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El corazón del tiempo


 

« El elixir de la vida eterna no existe, pero si logras apresar el corazón del tiempo y encerrarlo en una jaula dorada, no morirás.»

 Y así lo recordó de pronto doña María, una anciana menuda, aquella noche de diciembre, a las cuatro de la mañana, cuando sacó un brazo descarnado de debajo del edredón y alargó la mano para agarrar el reloj en la mesita de noche. Entonces pudo comprobar, los ojos abiertos escrutando la oscuridad del dormitorio, que todavía le quedaba un largo trecho de insomnio. Sus dedos tantearon en busca de las pastillas para dormir, y tropezando con las gafas, se pasearon luego por la superficie lisa de la tapa de un libro hasta dar con el vaso de agua; pero el frasco de las píldoras no apareció

Demasiados objetos, pensó. Siempre he tenido demasiados objetos.

 Siguió indagando con paciencia hasta que la yema del dedo índice se paró de pronto, alertada al palpar algo desconocido. Por su mente desfilaron rápidamente una serie de imágenes: pañuelo, funda de gafas, bolso…Intentó recordar el batiburrillo depositado sobre la mesita de noche, pero no podía identificar de qué se trataba. Aquello era abombado y suave como el terciopelo. Lo aferró con la mano derecha y lo depositó sobre la cama. Iba a encender la luz, cuando de pronto se dio cuenta de lo que era: un corazón. Al cogerlo entre las manos ya no hubo duda posible, tenía la forma inequívoca de un corazón.

¿Latía? Imposible saberlo, porque a ella se le desencadenó una taquicardia con el susto, así que no pudo dirimir de dónde procedían tantas pulsaciones, si de su propio corazón enfermo, o de aquél. Y ahora que lo tenía sujeto, la semilla del recuerdo, enterrada en su cerebro desde los años de su infancia, brotó súbitamente como una planta lozana, atravesando capas y capas de vivencias. En aquella eclosión surgía la voz de su abuela diciendo: 

« Si logras apresar el corazón del tiempo y encerrarlo en una jaula dorada, no morirás; a no ser que se te escape »

Le entró tal pánico— ella que siempre temía morirse de noche—, que no se atrevió a soltarlo ni a encender la lámpara. No se encontraba con fuerzas para contemplarlo. Además hoy era su cumpleaños y su nuera le había preparado una gran tarta con ochenta velitas; y se iban a reunir todos sus nietos. Pero allí estaba aquel corazón dispuesto a escapar para que ella muriera. ¿Y si no se había dado cuenta? No quería ni pensarlo. Imaginó a la familia reunida en torno a aquella tarta, sin atreverse a comerla.
 

   ¡Mira que morirse justo el día de su cumpleaños!, comentarían los amigos. Pero eso no iba a ocurrir, porque ella lo encerraría y sólo lo dejaría escapar cuando estuviera harta de la vida. Desde luego, no tenía jaulas. Siempre le había dado pena ver pájaros encarcelados de por vida, condenados a revolotear en un diminuto espacio. Aquella reclusión le parecía inmoral. Quizás lo podría guardar en un cajón, pero ¿qué pasaría si se escapase al intentar recuperarlo?

Por fin, como no podía dormir decidió sujetarlo con las dos manos, a pesar de la repugnancia que sentía, hasta que amaneciera y se abrieran las tiendas; sólo entonces podría mandar a alguien a comprar la jaula.

Aquel cuento, tanto tiempo olvidado, hacía resurgir en su mente más y más recuerdos: el aroma de las lilas del jardín, un enano de piedra en medio de un arríate que tanto le gustaba de pequeña y tantas y tantas cosas de su infancia. Finalmente perdió la conciencia.

 

Ya eran las diez de la mañana cuando Beatriz, una niña vivaracha, de ocho años, entró de puntillas en la habitación. Al descubrir el corazón encima de la cama, su cara morena se iluminó con una sonrisa.

—Abuela, abuela, despierta. Es muy tarde.

La mujer abrió los ojos. Finos rayos de sol se filtraban a través de las persianas y allí estaba su nieta favorita, radiante de felicidad.

— ¡Veo que te ha gustado mi regalo!— Si miras bien verás que este corazón se abre y dentro hay un mensaje.

Entonces la mujer recordó de golpe sus angustias nocturnas. ¡Será posible! Cómo se me pudieron ocurrir semejantes bobadas, pensó para sí misma. Ahora, a la luz del día, tanta irracionalidad le daba vergüenza.
 

Un corazón que te quiere mucho, decía el mensaje, rodeado de ingenuos dibujos de colores.

—Qué regalo tan bonito; creo que es el más bonito de mi vida y siempre lo tendré conmigo— susurró al oído de la pequeña mientras la abrazaba.
 

Tenía todo un día de fiesta para disfrutar hasta adentrarse de nuevo en los terrores nocturnos; y no estaba dispuesta a desperdiciar ni un solo instante.