En
aquel viaje me tocó al lado de la ventanilla en un vagón de
segunda clase. Casi no había sitio para mis enormes muslos
cubiertos por la mole de mi panza que sobresalía del pantalón,
porque soy gordo.
Soy asquerosamente gordo. Soy el ser humano más gordo que conozco. Lo único que tengo es exceso de peso en todo el cuerpo. Tengo los dedos gordos. Tengo las muñecas gordas. Mis ojos son gordos. (¿Puedes imaginar ojos gordos?) Tengo muchos kilos de más. Se desparrama la carne sobre mí como el chocolate caliente encima de un helado(1).
Cuando estoy así sentado, no puedo ver mis rodillas. Empezaba a hacerme a la idea de quedar encajado entre mi asiento y el de delante, con las piernas comprimidas, cuando llegó una señora que miró, como dos veces, su billete. Si; no había duda, le tocaba sentarse a mi lado. Tampoco era muy flaca, tenía un par de avanzadillas debajo de la blusa que oscilaban como flanes.
―Podría dejarme un poco más de sitio, por favor. Miró desesperada en derredor pero no quedaba ningún otro asiento libre.
―Poder, poder… va a ser difícil. Ahora, si quiere sentarse en mi muslo derecho, está mullido, y creo que podré aguantar su peso, aunque tiene que reconocer que usted no es ningún elfo.
Tengo suerte, como soy tan sumamente gordo, a la gente no le gusta tocarme. La mujer hizo un gesto, pareció a punto de abofetearme pero no tuvo valor para hundir su mano en la blanda grasa de mi mejilla. Desapareció por el pasillo para reaparecer un instante después seguida del revisor; un tipo flaco con cara afilada de rata. Creo que éste si cabría a mi lado, pero el hombre no quería sentarse. Sólo quería incordiar.
―Tiene que dejar el sitio que le corresponde a esta señora, o pagar dos billetes.
―Uno y medio ―repliqué―, y señalé el medio asiento libre. No estafe. Y ponga media señora en otra parte. Por favor, déjeme su parte izquierda; no es que me guste mucho, pero peor es la otra.
Un niño, de unos ocho años, que estaba sentado al otro lado del pasillo se retorcía de risa.
― Si quiere esta navaja, puede cortar el tocino que le sobra a este cerdo ―terció un hombre moreno que acababa de partir chorizo para rellenar un bocadillo. Sacudía la manga de la chaqueta del revisor para que éste le hiciera caso.
―En efecto, sobra muchísimo ― Exclamó una joven, riéndose.
―Unos tipos así no deberían existir ―insistió el hombre.
A mí, este cuchillo no me daba miedo. Tendría que haber tenido una hoja mucha más larga para alcanzar mis órganos vitales.
De todas formas, no me iba a pasar el viaje discutiendo. Me gusta dormitar mientras el tren se desliza entre los monótonos viñedos. Así que le propuse al niño, que era tan flaco como la pata de una cigüeña, que dejara su sitio a la señora se y sentara a mi lado; lo que aceptó de buena gana. La madre del chico no tuvo tiempo de protestar.
¿Por qué eres tan gordo? ―preguntó―. Pareces un balón con patas.
Me observaba detenidamente como si no quisiera olvidarme nunca. Se me subió encima y empezó a botar encantado. Hundió el dedo en mi tripa hasta que desapareció su mano―. ¡Qué guay!, pareces un colchón hinchable.―Luego, se desparramó sobre mí como si yo fuera un sofá.
―Ya sabes ―le dije―, si ocupas tanto sitio tendrás que pagar dos
billetes. Por qué no te sientas a mi lado y miramos el TBO que
has traído.
Nos adentramos ambos en una tupida selva donde un grupo de aventureros se habían perdidos. No me dio tiempo a leer nada, en seguida el chico pasó la página. Así que, de repente, nos encontramos en un claro del bosque, en medio de un poblado de chozas, donde unos caníbales, después de apresar a una exploradora se apretaban a hervirla en un puchero; la mujer tenía buenos pechos como la señora de al lado. Era excitante.
―Si los caníbales te capturaran a ti ―dijo el niño, que cavilaba mucho―si que se pondrían contentos. Tendrían comida por lo menos para un mes. Mucho mejor que un cerdo entero. Los niños son siempre muy verídicos. Y me dio un pellizco en el muslo, evaluando la cantidad de chicha.
―Yo no cabría en aquella olla ―objeté―. No me podrían levantar, peso demasiado, y además soy todo grasa, no les gustaría. El chico me miró detenidamente.
―Es verdad… acabarían todos vomitando. ¡Qué suerte tienes, no te
comerían!
Me sentí feliz; hasta aquel instante nunca me había considerado
un hombre con suerte.
(1) párrafo de Woody Allen