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Logológico


 

No sé si a alguien le gustará el logológico, en cuanto a mí, me aburre, pero a Don Anselmo, el maestro, le parece una visita imprescindible. Total, para ver unas cuantas palabras enjauladas, más vale quedarse en casa. Incluso el pabellón árabe con alcázar, almohada y alfeizar, no resulta nada exótico. ¡Y qué decir de sustantivos polvorientos como bisoñé o mazmorras! Quedan agazapados en el suelo sin ganas de moverse como viejos cocodrilos. Sólo guay retoza alegremente de aquí para allá, pero la mayoría de las palabras son viejas y sin sentido del humor.
 

    —Está es una palabra muy antigua —comentó el maestro mientras los alumnos rodeaban una jaula majestuosa que, sin embargo, contenía un vocablo muy corto: Dios. La D mayúscula indicaba un rango superior al resto de los sustantivos.

—Dios consta de tres partes —explicó.

—Como los coleópteros: cabeza, tórax y abdomen — masculló un niño, en mi oído.

—Dios contiene tres partes —volvió a repetir don Anselmo, en tono más alto—: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo; La Santísima Trinidad.

 

Me colé en la primera fila para admirarlo mejor y preso de un impulso súbito —no sé cómo se me ocurrió—introduje la mano entre los barrotes y…arranqué la i. En la jaula sólo quedó Dos: el Padre y el Hijo. Se hizo un silencio sepulcral. La cara de don Anselmo pasó por todos los colores. Yo intentaba abrir la mano para liberar al Espíritu Santo; pero no podía, no podía…Y con tanto esfuerzo me desperté.
 

Contemplé con alivio la sombra negra del armario y el leve brillo del espejo. A pesar del frescor de la noche estaba sudando.

 

— ¿Qué te pasaba? —preguntó María—. No parabas de dar brincos. Me agarraste del camisón y no había forma de que lo soltases.
 

Ahora mi mujer me mira con recelo; quizá hubiera sido mejor no contarle mi pesadilla. Me acusa de pervertido; y por mucho que le explique que no soy dueño de mis sueños, está convencida de que en ellos aflora mi subconsciente, mi verdadero ser. Por lo visto, detrás de mi aspecto de funcionario modesto se esconde Satanás.
 

Yo también me siento culpable. Hasta ahora me consideraba una persona educada y respetuosa; no muy religiosa pero tampoco descreída.
 

—Sobre todo, no se lo cuentes a nadie —me recomienda ella—. No quiero pasar más vergüenza. ¡Qué pensarían de nosotros! Creo que deberías confesarte.
 

Yo no imagino al padre Juan —sobre todo al padre Juan—escuchando semejantes bobadas. Con la poca consideración en que me tiene, sólo le faltaría oír esto.

Necesito pensar. ¡Quizá esté soñando todavía! Me pellizco el brazo, pero claro, puedo estar soñando que me estoy pellizcando.
 

Ayer fue un día normal, no es que estuviera especialmente feliz pero daría cualquier cosa por volver atrás. Por muy bien que se construya el edificio de la vida, esté se derrumba como un castillo de naipes en cualquier momento.

Poco a poco el aire fresco del parque me relaja mientras paseo al perro. Ahora me río; no era más que un sueño absurdo y no hay por qué perder la serenidad. Después de todo, mi castillo no se ha derrumbado, sólo fue un espejismo.

Con paso animoso me dejo arrastrar por el can hacia los matorrales, donde olfatea con fruición el rastro de sus congéneres. Es un animal amistoso que me seguiría queriendo aunque fuera el peor de los asesinos.
 

¡No, no puede ser! Casi me desmayo. ¡Allí está! Me da un vuelco el corazón.

Una señora me agarra del brazo. — ¿Le pasa algo?

—Allí, allí —balbuceo, señalando el césped con el dedo.

La mujer se agacha.

—No veo nada; de ser un bicho, se habrá marchado.

—Allí, está allí.

Ella me mira desconfiada, pensando que soy uno de tantos locos que merodean por los parques.

—Lo único que hay aquí es esta ficha: una i; será de un juego de crucigrama. Cuando me la tiende, retrocedo. Me tiembla tanto la mano que soy incapaz de cogerla.

—Todo eso por querer ayudar —murmura ella enfadada, y se aleja rápidamente, echando una mirada atrás, temerosa de que la siga.
 

Necesito sentarme y reflexionar. ¿Será casualidad? No, no puede ser casualidad; podría haber encontrado una p o una m, pero una i, justamente una i. Mi mente cartesiana se rebela; nunca he creído en mensajes del más allá. “Qué frágiles somos, cualquier cosa nos perturba”, pienso mientras el perro me arrastra alegremente de vuelta a casa.

 

Después de todo soy una persona formal que procura cumplir con su deber, así que por la tarde volví a salir, busqué la i entre los matorrales y me la llevé en el bolsillo.
 

En la iglesia del Sagrado Corazón sólo había dos mujeres rezando. Después de santiguarme, fingí admirar los cuadros y me acerqué poco a poco al altar. “No es una forma honesta de comportarse, quizá esté efectivamente poseído por el demonio” —pensaba—pero algo tenía que hacer. Con un gesto discreto deposité la i a los pies de la imagen de la Virgen.

—Perdón —murmuré contrito. Al mismo tiempo todo eso me parecía de lo más absurdo.

Antes de salir, me arrodillé en el último banco para rezar un Padre Nuestro…Y perdónanos nuestras ofensas así como perdonamos a nuestros ofensores…
 

Pero, ¿perdonamos a nuestros ofensores?