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Polvo de Luna



 

El rey Ukelé andaba por la selva cuando pisó la cola de una serpiente y  está le mordió.  Y ahora yacía delante de su choza, con la pierna envenenada, tan hinchada que parecía la pata de un elefante. Cómo no mejoraba, el hechicero trazó un círculo mágico a su alrededor y bailó frenéticamente invocando a los espíritus mientras agitaba un manojo de hierbas ardiendo. En el paroxismo de la danza, en medio de las convulsiones y del humo, tiró los amuletos al suelo. Se hizo el silencio entre los miembros de las dos tribus que formaban el poblado: los Kurus que llevaban un anillo en la nariz, y los Bunjis que se atravesaban la oreja con un diente de cocodrilo. Por un momento, dejaron de afilar sus lanzas y de mirarse con odio.

–Sólo el polvo de luna puede salvar al rey, dictaminó el oráculo. Si no lo toma, en tres días morirá.

Morirá, morirá, morirá.

Inmediatamente los Kurus y los Bunjis untaron sus flechas con veneno, dispuestos a masacrarse en cuanto el monarca muriera.

El rey Ukelé era un Kuru, con un anillo en la nariz, y odiaba también a los Bunjis; pero le gustaba comer mijo, y en tiempo de guerra nadie cuidaba de la cosecha, y entonces había que alimentarse de carne de mono o de pájaros de la selva, y a él, no le gustaba la carne; por eso, y no por otra razón, se había perforado la oreja izquierda con un diente de cocodrilo, para mantener la paz entre los dos bandos.

            Nadie iba a hacer nada para salvar al monarca porque no era ni un verdadero Kuru– ningún Kuru llevaba un diente de cocodrilo– ni un Bunji, al llevar un anillo.

El pájaro Kikuyu, que se alimentaba de granos de mijo, llevo la noticia al resto de los animales.

–Si no queremos ser devorados, algo tendremos que hacer–dijo.

–Lo intentaré – propuso la jirafa –y estiró su largo cuello hasta que empezó a crujir. Su cabeza asomó por encima de la copa de los árboles, pero quedaba un gran trecho hasta la luna.

Entonces un pez del pantano depositó en la orilla un poco de reflejo de luz de luna, que al evaporarse no dejo polvo alguno.

Así que todos miraron al pájaro.

–Tendré que subir –suspiró– disimulando lo asustado que estaba porque nunca había volado tan alto. Aunque, con una misión tan importante que cumplir, de puro orgullo, se le hincharán las plumas.

El hechicero le colgó al cuello un saquito, que, además de amuletos para protegerle de los malos espíritus, contenía: un grano de mijo, una pluma azul y un lagarto desecado; y entonces el ave se alejó volando por encima de la selva, subiendo, subiendo, hasta que la aldea no fue más que un punto gris en medio de la vegetación. Procuraba dejarse llevar por las corrientes de aire ascendentes para no cansarse demasiado. Se encontró con un par de buitres que pasaron de largo, y con un águila real que le atacó. Era un ave de gran envergadura, con un pico como garfio acerado. A su lado, el pájaro Kikuyu se sentía muy pequeño.   El águila quiso aferrarle con sus poderosas garras, dejándose caer en picado sobre él, pero resbaló, y sólo le arrancó seis plumas verdes del ala derecha. En seguida, dio un giro, dispuesta a atacar de nuevo.

Me matará, pensó el pájaro Kikuyu; y entonces el rey Ukelé también morirá, y ¡eso no puede ser!

–¡Eso no puede ser! ¡Eso no puede ser! – cacareó con todas sus fuerzas para darse ánimo–. Si este águila tiene hambre, algo le daré.

Extrajo de la bolsa el lagarto desecado y lo tiró al aire en dónde, súbitamente transformado en un hermoso pato, se alejó, perseguido por el agresor.

Pero ahora Kikuyu volaba dando tumbos de un lado a otro y al faltarle seis plumas remeras del ala derecha era casi imposible mantener el rumbo.

Se había hecho de noche y la luna brillaba, todavía lejana.

–Nunca llegaré, suspiró.

Para descansar, se posó sobre una nube blanca tan mullida que estuvo a punto de echar la cabeza bajo el ala y ponerse a dormir.

– ¡Eso no puede ser! ¡Eso no puede ser! – volvió a cacarear con todas sus fuerzas –, si me duermo, el rey morirá.

Rebuscó en la bolsita y sacó la pluma azul. Con sólo cogerla con el pico, sus alas mejoraron y su plumaje se hizo más espeso y lustroso. Ahora volaba como nunca lo había hecho, y era tan veloz que ningún pájaro jamás podría alcanzarle. ¡Qué pena que sus amigos de la selva no lo viesen!

El olor a luna se hacía cada vez más fuerte. Era un aroma dorado que recordaba un poco al jazmín. A pesar de estar tan cerca del astro, a Kikuyu le fallaban las fuerzas. Le dolía hasta la punta del pico, así que decidió tragarse el grano de mijo que quedaba en la bolsita, para poder alunizar.

–No sé cómo volveré – pensó –.Ya no tengo nada a que recurrir.

Estaba tan cansado que le habría gustado dormir un rato y luego pasear, pero no había tiempo que perder. Se agachó y lleno la bolsa del mejor polvo de luna que encontró. Ahora, con el peso, le dolía el cuello.

– ¿Qué hago?–, se preguntó al asomarse al borde del disco lunar.

En seguida descubrió un rayo de luz que bajaba como un tobogán al mismísimo pantano de los peces. Así que se deslizó, chamuscándose algunas plumas con el roce, y aterrizó en la orilla.

El rey yacía moribundo y redoblaban los tambores de guerra.

El pájaro Kikuyu caminó entre el gentío, dando aletazos a derecha e izquierda para abrirse paso. Con el pico introdujo un poco de polvo de luna entre los labios del monarca que mejoró inmediatamente.

–Nada de anillos y nada de dientes de cocodrilos –fue lo primero que decretó –. Todos iguales. Estoy harto de vuestras luchas.

Desde entonces, es más difícil distinguir a un Bunjí de un Kuru; pero los que tienen cicatrices en la nariz odian a los que tienen perforaciones en las orejas.

;En cuanto al pájaro Kikuyu y a sus amigos, se mantienen alejados del poblado.