De
pequeño, a Juan Cerceda, un chico de mirada espabilada, le
gustaba desarmar juguetes y con las piezas volvía a construir
extraños artilugios. Se pasaba horas haciendo y deshaciendo,
sentado en el suelo, rodeado de un sinfín de tuercas y
tornillos.
“De mayor será ingeniero”, pensaba su padre; pero, sólo llegó a guardia municipal. Ahora, con mucha destreza, deslizaba avisos de multa bajo el limpiaparabrisas de los coches mal aparcados.
– ¡Cabrón! –le gritó un joven antes de echarse a correr.
Pero él, de un gesto certero, agarró la palabra al vuelo. Se le retorcía entre los dedos. El aguijón de la n daba vueltas, intentando clavarse en su cuerpo.
–No podrás conmigo –murmuró, mientras las gotas de veneno caían en el suelo. Era un sustantivo muy peligroso. La toxina atacaba el sistema nervioso y provocaba reacciones violentas, ataques de furor súbitos que podían llevar al asesinato. No se lo pensó dos veces, sujetó el ca con la mano izquierda, mientras que, con un golpe seco de la derecha, desprendía el brón, como si fuera la cabeza de una gamba.
– ¡Y ahora verás! ¡Tú mismo te envenenarás!
Despacio, con fruición, clavó el aguijón de la n en el ca y obtuvo una bronca.
“Creo que me he precipitado”, pensó, contemplando su obra. La bronca no era tan peligrosa como el cabrón, pero bastante más asquerosa; rezumaba un jugo oscuro y maloliente. Se desplazaba por la palma de su mano dejando un reguero de baba negruzca.
–No sé cuál es peor –refunfuñó; pero de repente lo vio claro: ¡Tenía que haber roto entre la b y la r!
Puso manos a la obra: guardó el rón en una petaca y se alejó en el “cab”. El taxi, engullido por las brumas, desapareció por las calles de Londres.