Por fin, al encontrar el libro en la estantería de la biblioteca suspiró aliviado. En la M, Millás. Juan José Millás: “Ella Imagina”. Era justo lo que necesitaba; casi se le caían las lágrimas de emoción. Sacó despacio el tomo, intentando controlar el temblor de su mano. “No valgo para estas cosas”, observó disgustado mientras echaba una mirada rápida a su alrededor; pero nadie le observaba. A esas horas, la biblioteca estaba poco concurrida. Se fue directamente a la sala de lectura, con el libro bajo el brazo y se instaló en una de las mesas. Una joven, al levantar los ojos, lo contempló un instante con aire ausente, y se enfrascó de nuevo en su trabajo. Él era un hombrecito gris, ni guapo ni feo, de edad mediana, algo calvo como tantos, que pasaba inadvertido.
Sacó el pañuelo del bolsillo para secarse la frente; estaba sudando y le latía el corazón con tanto ímpetu que se asustó. “No es el momento de tener un infarto”, pensó, y se forzó a respirar más pausadamente, intentando relajarse. Ahora que llegaba a la meta, no podía fallar.
Tenía suerte, el volumen conservaba todavía la encuadernación original de la editorial “Alfaguara Hispánica”, aunque no era más que una cartulina barnizada, roja y verde, pegada directamente al lomo de los cuadernillos. Estos últimos iban cosidos, así que se podía abrir el volumen sin el peligro de quedarse con una página despegada en la mano. Por desgracia, muchas de las cubiertas de los libros de la biblioteca habían sido sustituidas. Lucían ahora una tapa tristona de color azul marino que recordaba a los trajes de los chinos durante la revolución cultural, como si Mao Tsé Tung se hubiese apoderado de la mente del encuadernador. Acercó el libro para olfatearlo pero había perdido el delicioso aroma de las ediciones nuevas, solo quedaba un tufo de papel manido.
“Es justo lo que necesito”, pensó de nuevo... Se tomó su tiempo... Ahora que había decidido actuar, tenía que tener paciencia para hacer las cosas bien, sin precipitación. Examinó la ficha del lector en la contraportada, era todo un récord: ocho personas en cinco meses, y eso que había dos tomos idénticos.
Bien pensado, no se llevaría a casa el libro de Millás; tenía que ser prudente. De momento se compraría un ejemplar, incluso dos, por si sucediera alguna desgracia. Dejó el volumen en su sitio y sacó un libro de relatos cortos de un tal Quim Monzó. Probablemente no lo iba a leer... pero lo necesitaba. Estaba muy nervioso y tenía mucho que hacer.
— Hola, Don Emilio, ¿no se marcha de vacaciones?— le preguntó el empleado, mientras él le entregaba la tarjeta de socio y el libro. El lector de bandas magnéticas parpadeó y en la pantalla del ordenador quedó registrado su nombre, la fecha y los datos del ejemplar. Acto seguido, el hombre desactivó la banda magnética del volumen para permitir la salida del edificio sin que sonase la alarma.
“Sería muy difícil robarlo”, pensó. No entendía nada de código de barras, y le invadió una enorme fatiga con la sola idea de meterse en líos, arrancando y volviendo a pegar esas etiquetas de rayas: y además sospechaba de la existencia de otras señales que no hubiese detectado y que le harían quedar en ridículo si intentaba apoderarse de un ejemplar de forma ilícita. No era un ladrón de libros; tenía dinero suficiente para comprarlos si lo deseaba.
Como vivía solo, decidió dedicar una habitación entera al libro. Despejó la mesa del montón de trastos que la cubría: sólo dejo el ordenador, la impresora y el escáner.
“Todo empieza ahora”, caviló emocionado. Se sentía rejuvenecido, lleno de ilusión. Depositó el volumen de cuentos de Monzó sobre el escritorio. El libro, estaba protegido por sellos y etiquetas de la biblioteca, incluso en el interior y en el mismo canto, que delataban, sin lugar a dudas, su origen.
“Creo que lo superaré”, murmuró. Metódicamente, escaneó las estampillas de color violeta, algo desvaídas, esparcidas por las páginas, que rezaban: biblioteca pública de Madrid-Retiro. Lo más difícil fue copiar el sello rojo, muy borrado, que defendía cada uno de los cantos del ejemplar: tuvo que retocarlo con un programa de imagen hasta sentirse satisfecho.
“Es una falsificación”, le susurraba su conciencia. “Es por culpa de ellos, objetaba él, convencido; y además, no pretendo ganar dinero. Si no me obligaran a ello, no lo haría”.
Tardó una semana en encontrar el papel idóneo; no era idéntico pero se asemejaba lo suficiente al de la edición de Alfaguara. Apiló los folios al lado de la impresora. Los textos, llevaban meses, incluso años en el ordenador. Solo utilizaría los mejores. No se trataba de que los leyeran todos sino de que se quedaran con ganas de más.
“No tengo prisa”, se repetía a sí mismo- sin embargo temblaba de impaciencia- mientras tiraba a la papelera borrador tras borrador, hasta encontrar el tipo de letra y el ancho de texto adecuado. Por fin consiguió elaborar una plantilla que calcaba fielmente la estructura del original.
Cuando terminó por fin de imprimir, casi se le había acabado el mes de vacaciones. Contempló su cara demacrada en el espejo. “Si me preguntan, les diré que he estado enfermo”, decidió mientras se afeitaba.
Aliviado, aquella noche durmió profundamente. Lo que quedaba por hacer era una labor manual que él dominaba a la perfección. En otros tiempos había asistido a un curso de encuadernación y se le daba bastante bien. Al terminar de coser el primer librillo, se dio cuenta de que le faltaba el sello de la biblioteca. Se había olvidado por completo de ello. “Bueno, como va al azar, lo imprimiré en otras páginas”, decidió.
“Nadie pensaría que no es auténtico”, pensó al contemplar su obra, intentando tranquilizarse. Habría preferido no tener que usarlo, pero era ineludible. Por fin, tenía tres ejemplares de sus propios relatos cosidos y estampillados. Los llevó a guillotinar y los prensó. Sólo faltaba la tapa. El trabajo era digno de un profesional. Deseaba enseñárselos a alguien pero no era prudente.
“He llegado a la última fase”, pensó. “Si todo va bien terminaré la semana que viene”. Ya era hora, porque tanta tensión le había vuelto irritable. “Ensayaré con mi propio ejemplar, no vaya a ser que lo estropee todo”, decidió. Pero fue muy fácil; con la punta de la navaja, despegó con sumo cuidado la tapa de cartulina del libro de Millás que había comprado, la adaptó al suyo y después de encolar, su propio volumen no se diferenciaba del original. Él mismo quedó asombrado. Contempló satisfecho la falsificación, la tapa era la del libro de Millas, pero dentro estaban sus cuentos.
“Me comporto como el cuco, poniendo un huevo en nido ajeno” se dijo Emilio. Por fin contemplaba sus propios relatos debidamente encuadernados, en una edición digna, como se merecían. Estaba harto de esperar, año tras año, mandando sus escritos a certámenes y a editores que en la mayoría de los casos ni siquiera acusaban recibo, o aducían excusas como: “El cuento no fomenta la igualdad entre los sexos”. ¡Cómo si los hombres, de repente, pudiesen parir la mitad de sus retoños!; hasta entonces no habría igualdad entre los sexos.
“Además- añadió para sí mismo- no robo lectores, solo los cojo prestados. Les hago un favor. Son ellos los que deben decidir si el relato les gusta o no, y por tanto la valía del escritor.”
Conseguido el éxito de su propio ejemplar, se fue con él directamente a la biblioteca a devolver los cuentos de Monzó. Allí estaba la joven, en la sala de lectura.
—Debería relajarse, estudia demasiado —dijo, al pasar junto a ella—. Le voy a regalar este libro de cuentos de Millas; son cortos y le distraerán un poco. Mi hija los leía para rebajar la tensión cuando preparaba oposiciones, añadió, con tal convicción que por un momento casi llegó a creer su existencia. Se la imaginaba de edad parecida, con melena oscura colgando sobre la página.
—Quizás tenga razón- contestó ella, dándole las gracias. Echó un vistazo sobre la portada.
—Leí artículos de Millás en el periódico, eran muy ingeniosos, seguro que me gustarán los relatos. Se lo agradezco de verás. Creo que me vendrá bien —añadió, sonriendo mientras guardaba el volumen en su bolso.
El cuco había conseguido su meta. Él le había entregado la falsificaión, con la seguridad de poder volver a fabricar tantas como quisiera.
Ya había llegado el momento de arriesgarse e introducir un ejemplar en la biblioteca. Solo con pensarlo le temblaron las piernas. Sacó de la biblioteca el volumen mejor conservado de Millás y silbando alegremente volvió a casa dando un paseo. Le apetecía andar a pesar del calor tórrido. Una vez en el cuarto, extrajo los cuentos de Millás desprendiéndolos de la tapa del libro de la biblioteca; aquellos, como resignados, no ofrecieron la menor resistencia. Introdujo los suyos, y volvió a encolar.
— ¡Ya está!—, exclamó, contemplando la encuadernación con los códigos de barras. Dio vueltas y vueltas al ejemplar, examinándolo cuidadosamente. Todo estaba en su sitio: los sellos de dentro y de fuera y las etiquetas magnéticas. A la fuerza tenia que funcionar. Lo conservaría una semana antes de devolverlo, sería más natural.
Se le hizo el tiempo eterno. Por la noche, no conseguía conciliar el sueño y cuando, por fin, caía rendido, las pesadillas se apoderaban de él y se despertaba sobresaltado y temblando. Miraba temeroso a su alrededor hasta reconocer con alivio el dormitorio.
Para darse ánimo, se tomó una copa el lunes por la tarde antes de encaminarse hacía la biblioteca. Se sentía enfermo y con las piernas flojas. Estuvo paseando por la acera frente al edificio, observando la puerta un buen rato, sin atreverse a entrar.
“Si me descubren, me moriré de vergüenza”, se dijo, y estuvo a punto de dar media vuelta. Nunca había sido muy valiente, pero era su única oportunidad; así que, de repente, cruzó la calle en medio del tráfico, deseando al mismo tiempo que algún coche le atropellase para acabar con la pesadilla, y se encontró haciendo cola delante del mostrador de las devoluciones.
— Don Emilio, tiene usted mala cara —le espetó el empleado.
—He estado enfermo del estómago —contestó, mientras el hombre, con un gesto automático, deslizaba el ejemplar falsificado delante del lector de bandas magnéticas. De nuevo parpadeo el aparato, se encendió una lucecita roja y su nombre emergió en la pantalla del ordenador. Estaba tenso, resignado a oír el alarido de la alarma delatándolo, pero no paso nada.
—Cuídese —le recomendó el auxiliar.
Miró, incrédulo, como aquel volumen iba a engrosar el montón de libros destinados a recobrar su sitio en las estanterías. “Me quedaré”, decidió. Se sentía tan agotado que no podía dar un paso, así que sacó una revista y se instaló en la sala de lectura. Antes de marcharse, miró de refilón, y vio a la bibliotecaria que terminaba de colocar cada uno de los tomos en sus respectivas casillas.
Al salir del edificio, se cruzó con la joven.
—Le voy a devolver el libro —dijo ella —. Siento decirle que me ha decepcionado. No sé... me esperaba otra cosa. Los artículos del periódico eran mucho más ingeniosos. Esos relatos no tienen la menor gracia. De todas formas le agradezco su interés.
“Esto no quiere decir nada”, se repetía Emilio, una y otra vez, mientras esperaba el autobús. “Seguro que esta chica no sabe apreciar la literatura”
En dos meses, el libro salió de la biblioteca y volvió a entrar tres veces sin incidencias. Deseaba conocer la opinión de los lectores pero era imposible sin levantar sospechas. “Bueno —se consolaba— tampoco Millás sabrá quién lo ha leído”.
A principio de septiembre, encontró a un grupo de estudiantes muy enfadados, delante de la puerta del inmueble. Un cartel rezaba: Cerrado una semana por revisión.
— ¿Qué pasa?—preguntó, alarmado.
— No lo sabemos —contestó un joven —. ¡Mira que cerrar ahora que tenemos los exámenes! ¿Dónde quieren que vayamos a estudiar? ¡Podrían hacer una revisión en otro momento!
Esperó diez días. No se atrevía a volver pero su ausencia súbita podría resultar sospechosa. Armándose de valor se presentó delante del mostrador de las devoluciones.
— ¿Qué pasó?, ¿Por qué cerraron? —preguntó.
—Algún chalado que introdujo sus propios escritos dentro de un volumen. Alguien con afán de notoriedad ¡Tuvimos que revisar todos los libros!
—Por desgracia, siempre hay algún loco suelto —asintió Emilio— ¿Y qué tal eran los textos?
—Muy mediocres —replicó el hombre— pero la falsificación era excelente. Una verdadera obra maestra.