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Pasarela


 

Deslizó el peine por la sedosa melena dorada mientras le susurraba palabras tan dulces como la miel.
 

—Mi amor, nada tienes que envidiar a Ozmilion Soloman. Mira su foto. Es guapa, muy guapa, pero tú, mi reina, tienes más clase—; y Celia siguió desenredándole el pelo hasta dejarlo liso y brillante, formando una mullida capa que tocaba el suelo. Sus delicadas manos, que revoloteaban como ágiles mariposas alrededor de Harletta Dorpertune, sujetaron, con un lazo rosa adornado de un diamante, el mechón de oro que le cubría la frente.

Llevaba tres horas acicalándola: primero el baño perfumado, luego el champú con el acondicionador, la loción vitamínica, y por fin el secador y el peinar y peinar y volver a peinar, hasta dejar el pelo esponjoso, suave y brillante y sin un solo nudo.

 

—Y ahora, camina sobre la alfombra, y recuerda lo que te dije.

 

Harletta Dopertune alzó su linda cabeza, sus ojos azabaches brillaban, y al andar pareció deslizarse sobre la blanda alfombra del salón.

 

—Así, así, mi cielo, es justo así como tienes que caminar. Si no anduvieras así, no habría nada que hacer ¿Recuerdas a Lolita Devingstone? Era perfecta, pero no sabía caminar. Y ahora bébete un poco de leche y vámonos.
 

La perrita Yorkshire miraba atenta y parecía entenderlo todo. Se instaló modosa en el blando cojín dorado de la cesta.

Llegaron dos horas antes del pase. Por primera vez, Harletta Doperture iba a competir con los más valiosos animales en el campeonato español de perritas Yorkshire. Llevaba tras sí un largo pedigrí y era el orgullo de Celia Mínguez, su dueña.
 

En las dependencias que rodeaban el salón de actos, era un ir e venir de veterinarios y de peluqueros que daban los últimos toques a aquellas maravillas de la naturaleza; limando uñas, ahuecando pelajes dorados, recortando pelitos de las orejas y cepillando y cepillando sin fin. Los dueños, para levantarse el ánimo, echaban unas miradas despreciativas a las demás criaturas, intentando descubrirles algún defecto. Pero no había nada que objetar a Harletta Doperture; era perfecta. Tanto su peso como su altura respondían a las normas del concurso. Su trufa azabache, sus ojitos vivarachos y brillantes, el porte, el largo y la forma de la cabeza, el color de la melena; todo fue valorado y anotado por los miembros del comité, así como un sinfín de otros detalles. Mientras tanto, el animalito se quedaba de pie, inmóvil en la alfombra, dejándose admirar; pero de vez en cuando echaba una mirada inquieta a su dueña, que se secaba discretamente algunas lágrimas de emoción.
 

Una vez examinadas todas las perras, Harletta Doperture y Serena Lucky se habían llevado las notas más altas, con sólo dos décimas de punto de diferencia.

Ahora sólo quedaba desfilar. ¡Y quién sabría hacerlo mejor que Harletta Dopertune!

Sujetos por una liviana correa, los animalitos desfilaban uno tras otro, guiados por sus dueños.

Para la ocasión, Celia, no había reparado en gastos y llevaba un vestido de Versacce que le había costado una fortuna, así como sus mejores joyas. No quería dejar nada al azar.

A la perrita le tocó desfilar la tercera.


— No temas, mi amor, le susurró la mujer temblando de emoción: tú sabes cómo hacerlo.

Depositó la joya perruna en el suelo. El diamante del lazo refulgía bajo los focos. Ella tiró ligeramente de la correa y entonces Harletta Doperture arqueó las patas. Sus patitas lindas, que tan bien solían deslizarse, no quisieron caminar. Estaba harta, asustada, y lo único que deseaba era irse a casa. Celia la acarició, intentando tranquilizarla. Pero el animal histérico se puso a ladrar con una voz chillona, y de puro nervio orinó sobre la alfombra.

A Celia se le caían las lágrimas. Ya no había nada que hacer.

¿Cómo iba a convencer al Jurado que aquella perrita sabía desfilar mejor que ninguna otra?