Hace un poco más de una semana me encontré a un perro; un Pointer joven, vigoroso, que paseaba a una señora mayor. Aquella era una persona frágil que se aferraba a la correa en un vano intento de frenar la carrera de aquel animal. Así que, agarré al perro por el collar y se paró en seco.
Me encantan los perros, y éste en particular era un ejemplar precioso, excelente para la caza de liebres y perdices, pero no apto para la ciudad.
–Este animal la va a tirar –comenté; aunque era obvio.
–Se llama Raf –dijo ella–. Ya me ha tirado tres veces y todavía me duele el hombro derecho. ¡Y sólo hace seis semanas que me lo regaló mi hija! Estoy furiosa. Estoy furiosa, volvió a repetir. Estoy furiosa contra todo. Tengo ochenta y tres años y estoy furiosa. ¡No hay derecho!
– ¿Y por qué no lo saca su hija? – aventuré.
–Me lo regaló para obligarme a salir. Sabe usted, llevaba tiempo sin salir. Desde que murió mi hijo. ¡No hay derecho! ¿Qué he hecho yo para que me pasen estas cosas? Aquel sábado tenía que haber venido a comer y no apareció, y el domingo tampoco. El lunes fui a su casa y lo encontré muerto en la cama. Muerte súbita, dijeron los médicos y sólo tenía cincuenta años. ¡No hay derecho!
Raf se había sentado y esperaba pacientemente que se reanudase el paseo.
– ¿Quizás tuviera la tensión alta o algún problema cardiaco?– insinué.
–Que yo sepa estaba perfectamente. Un poco gordo tal vez.
–Lo siento. Es un golpe muy duro, pero a todos se nos mueren seres queridos. No le expliqué que la vida es una enfermedad incurable porque ella lo sabía.
–Es el segundo hijo que se me muere, sabe usted. Hace años, tenía otra hija que todavía iba al instituto. Salió a la calle, se enfrió y se murió a los pocos días. Parece imposible, pero así fue. ¡Qué he hecho yo para que me pasen esas cosas! Así que no voy más a la iglesia. No quiero saber nada de Dios. Estoy furiosa.
Era una mujer menuda, algo enclenque, pero tenía una voz vehemente. A esta hora tardía, los escasos peatones que se apresuraban hacía sus hogares giraban un momento la cabeza hacía aquella mujer furiosa que gesticulaba en la acera, recriminando al destino.
Su hija quiso regalarle un animal más pequeño y tranquilo, pero a ella no le gustan los perros pequeños.
–Éste es cariñoso y se porta muy bien en casa. Le quiero mucho. Y ahora que le quiero, también lo tendré que perder. Si no lo regalo me acabará matando; o lo que es peor me dejará en una silla de ruedas.
Acaricié la cabeza del perro; éste meneó el rabo como si fuera un látigo y puso sus dos patas delanteras sobre la pechera de mi camisa dejando unas huellas polvorientas. Él tenía ganas de jugar, pero yo no.
–Raf, te tienes que portar mejor –le dije. Siguió retozando a mí alrededor mientras yo sacaba una tarjeta de visita de la cartera.
–Si un día quiere venderlo, se lo compraría –dije–. Ahí tiene mi teléfono y mi nombre: Juan González. Llámeme por la noche.
Me imaginaba dueño de aquel ejemplar. Correría conmigo en el parque por la mañana y me lo llevaría al campo. Quizás así perdería el incipiente buche que asomaba bajo mi camisa.
Me encantan los perros.
–Siento mucho todo lo que le ha pasado. Lo siento de verás, señora…
–Me llamo Mercedes –dijo–. Perdone que le cuente todo eso, pero estoy furiosa – volvió a decir–.
–Si me lo vende, podrá visitarlo tantas veces como quiera –añadí antes de alejarme.
Me habría gustado poder hacer algo más, pero el dolor y la desgracia son como la muerte, sólo le pertenecen a uno, y por mucho que se diga no se pueden compartir.
Nunca me llamó, y cuando ya me había olvidado del asunto, ocho días después, nos volvimos a encontrar.
Estaba sentado a la terraza de un café cuando vi pasar a Raf. Iba muy modoso. Parecía otro.
–Raf, ven aquí Raf –llamé.
En su mirada hubo una chispa de alegría. Dio un tirón a la correa pero se tuvo que parar.
–Ya no puede correr –dijo Mercedes–. Tiene freno.
También ella parecía otra. Tenía la cara radiante, cómo si todas sus desgracias no fueran más que una pesadilla. ¡Y yo que me preocupaba por ella!
–Mírelo –. Efectivamente, al pobre animal le habían puesto un freno que le cruzaba la boca como si fuera un caballo.
–Me alegro de verla mejor –le dije– aunque sentía algo de rencor al contemplar a este perro con tanta necesidad de correr y saltar reducido a mero esclavo de una anciana caprichosa.
–Este animal se volverá neurótico –vaticiné, al despedirnos.
Al cruzar la calle, volvió la cara hacía mí, sonriendo, agitó la mano en señal de adiós. En este instante una moto la arrolló, y el perro salió disparado. Ella yacía en el suelo; tenía una herida muy fea en la cabeza. Las ruedas de la moto seguían girando al aire en medio de un seto y el motorista intentaba incorporarse, aturdido por el golpe.
–Esta mujer no miró – repetía–. Ella no miró.
Se formó un corro de gente alrededor de ellos.
–Raf– grité–. Raf ven aquí.
Tardé media hora en encontrarle. Arrastraba la correa por
la acera, olfateando despreocupadamente el rastro de sus
congéneres. Me dio un par de lametazos al reconocerme. Le quité
el freno y fuimos a correr al parque.
–Este perro es un ejemplar precioso –comentó un hombre que se paró para acariciarle la cabeza. Raf meneó el rabo cómo si fuera un látigo y le puso las dos patas delanteras sobre la pechera de la camisa pero, a él, las huellas no le molestaron.
–Si un día quiere venderlo, aquí tiene mi teléfono –dijo– entregándome una tarjeta de visita. Llámeme por la noche.