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Roberto


–Te veo un poco decaída últimamente – comentó mi amiga María mientras paseábamos por las calles mirando escaparates—. Si no te va bien en tu matrimonio, te presentaré a Roberto —, añadió categórica.  Me azoré. No me apetecía conocer así de repente a un hombre que ni siquiera sabía si me iba a gustar y empezaría a socavar mi independencia, creyéndose con derecho a exigir no se   sabe el qué.

María se escapaba a veces a casa de Claudio. Combinaba a la perfección su vida de madre de familia, de esposa, y su gran amor a ese amigo que yo no tenía el gusto de conocer. Me hablaba de él con entusiasmo, pero sospechaba que lo tenía guardado para ella sola, quizá por miedo a que alguien se lo quitase. Desde luego su marido ignoraba la existencia del tal Claudio. 

            —No tiene por qué enterarse nadie —añadió—. Además, Roberto es moreno y bien parecido, seguro que te gustará. Puedes ir a su casa cuando quieras, serás bien recibida y podrás contarle tus penas; ya lo verás.

            Yo no soy tan decidida como María; sopesé las ventajas y los inconvenientes, sobre todo los inconvenientes. No soy de esas mujeres que van ligando con el primero que encuentran. Me dan miedo los desconocidos y sobre todo no soporto perder mi libertad, ni siquiera a cambio de mucho amor.

 —Ya que eres tan tímida, te acompañaré a su casa —añadió María para animarme. 

            El barrio me gustó. Vivía en una calle tranquila, en un chalé independiente rodeado de un jardín. Bastaba empujar la cancela para entrar.

—Estoy aquí —gritó una voz desde el extremo de un sendero.

      Ya era demasiado tarde para huir, así que nos internamos entre las frondas. Era el mes de mayo, macizos de flores bordeaban el césped y grandes arboles apenas dejaban entrever la casa.

             —Estoy quitando las malas hierbas —dijo Roberto a modo de presentación.

            — ¿Qué tal?

Así empezó mi primera visita que fueron seguidas de muchas otras; pero... sin María.

     Ahora, en cuanto puedo, me escapo a casa de Roberto.  

            Él es lo más parecido a Cary Grant y al mismo tiempo a un perro; no es que Gary Grant se parezca a un  perro. Lo que me gusta de Cary Grant y por tanto de Roberto es su educación; no pierde la compostura, tiene buenos modales pero sin remilgo, es atento con las mujeres; una se siente protegida y dulcemente amada por un ser elegante y cálido. Pero Roberto tiene también la mejor calidad de los perros, una calidad excepcional que no se suele encontrar en humanos: me recibe siempre con alegría,  a cualquier hora del día, e incluso de la noche. Nunca asoma un gesto de fastidio o de impaciencia en su rostro sereno. Al principio, tenía reparo en presentarme en su casa de repente, sin avisar, pero realmente, se alegra de verme. ¡Nunca he encontrado a nadie igual!

— ¡Hola! ¿Qué te trae por aquí? —exclama en cuanto me ve.

 

            En primavera, le encuentro en el jardín. Es un lugar idílico, se oye el rumor de una fuente y el trinar de los pájaros. Un mirlo negro, de pico amarillo, corretea en el césped.

El manzano florece y observo como se abren las amapolas entre la hierba.

—Al anochecer, canta el ruiseñor — me comenta entusiasta.

Nunca he visto a Roberto fuera de sus dominios; claro que si yo tuviese esa casa creo que tampoco saldría.

En verano, las manzanas enrojecen poco a poco y las cigarras emiten un sonido ensordecedor; entonces él emerge de una hamaca tendida entre dos castaños de sombra densa.

             No sé que prefiero, si la casa  o el jardín. La casa es por lo menos tan acogedora como el jardín. En invierno, chisporrotea un fuego en la chimenea del salón. Un sedoso gato gris duerme enroscado en el sofá. Mientras cae la lluvia  fuera y resbala el agua sobre los cristales de la ventana, se disfruta de una sensación insuperable de bienestar y cobijo. 

— ¿Que tal, querida? —me pregunta  Roberto, con su voz cálida, cada vez que voy a verle.

Realmente es mi mejor amigo; le puedo contar cualquier cosa y él siempre me escucha muy atento y con suma atención. Tampoco quiero agobiarle con mis problemas. 

—La semana pasada estuve de viaje, por eso no fui a verte —comento. Iba sola. Nadie me ayudo a bajar la maleta ni a buscar un taxi. Mi marido ya no se molesta; llevamos demasiado tiempo casado. Lo peor fue volver; al bajar del tren nadie me esperaba en el andén. Veía como otros se abrazaban felices  al encontrarse. En realidad, no me quejo, comparado con la vida de otras, no tiene  mucha importancia. No me falta de nada, solo el amor y un poco de consideración – añado.

—Ya sabes que yo si te quiero —me asegura él. Realmente, Roberto es mi mejor amigo.  

Llevamos ya dos años viéndonos y debo decir que no sé como agradecérselo a María. Me ha cambiado la vida. De cada visita salgo mucho más serena, dispuesta a sobre llevar los sinsabores de mi existencia con mucho más entereza. Mirando lo bien, tampoco son grandes desgracias, como enfermedades, guerras o muertes; en realidad no debería quejarme, pero  son asperezas del desamor; de eso no se muere nadie, solo crea añoranza y tristeza. 

 Hoy he ido a ver a Roberto pero enseguida me di cuenta que algo iba mal.

— ¿Que tal, querida? — preguntó  él como de costumbre, pero su voz no era la misma, sonaba ronca y distorsionada como si tuviese bronquitis. Me alarmé, nunca lo había visto enfermo. Al contrario, hasta ahora había gozado de una salud envidiable. Nunca se le veía cansado, parecía una persona sumamente estable. En dos años no había cambiado en absoluto.

— ¿Qué pasa? —pregunté alarmada. Me quiso contestar algo, pero solo salió de sus  labios un murmullo ininteligible.

—Roberto —grité enloquecida por el miedo. Entonces él empezó a temblar, y yo vi todo borroso, asustada como estaba. Hasta el gato pareció fundirse con el sofá. La casa, el jardín, todo se derrumbaba. Presa del terror, cerré los ojos. A lo mejor no es tan grave—intenté razonar—a todos nos pasa algo de vez en cuando; pero al volver a abrirlos Roberto había dejado de existir. 

    Fue un golpe muy duro. Han pasado tres meses pero sigo en tratamiento psicológico. Me culpo de lo ocurrido, tenía que haberlo previsto. Soy una estúpida, podía haberlo evitado, me repito a mi misma una y otra vez. Mi alma esta de luto y me he quedado sola, fuera del paraíso.     

    —No puedes caer en la depresión —dice María que tiene sentido práctico. Ahora mismo encontraremos una solución. Me dejo arrastrar; no tengo fuerza siquiera para protestar, además sería inútil. Cuando María decide algo, siempre llega a su fin. La conozco desde hace muchos años. Me arrastra hacía el barrio comercial, pasamos delante de escaparates. Es inútil, no quiero ver nada. Ya nada tiene sentido para mí; el mundo se ha vuelto gris y aburrido. Por fin, entramos en una tienda. Se cuela a codazos entre una muchedumbre de jovenzuelos hasta que consigue agarrar un vendedor.

— ¿No tendrá  un programa de informática llamado Roberto? — le pregunta  a voz en grito para hacerse oír.

—Roberto, Roberto, si hace mucho que ya no se fabrica. Ahora tenemos cosas más modernas.

—¿Está seguro que no le queda nada en el almacén? —agrego yo. Pero ni siquiera me mira.

Como María no le suelta el brazo, decide enseñarnos uno que se llama David. Esta persuadido que nos va a entusiasmar, incluso lo podemos consultar allí mismo. Me siento tan decaída que solo deseo marcharme a casa pero María insiste.

—No perdemos nada por verlo, a lo mejor  nos tenemos que modernizar. 

      David es horrible, no sé como le puede gustar a alguien. Es joven; se ve que era moreno pero se ha teñido el pelo que  lleva muy corto, peinado en forma de púas, lo que le da el aspecto de un erizo albino. Lleva tres anillos en el lóbulo de la oreja  derecha y el tatuaje  de un león en un brazo. Hace alarde de una musculatura impresionante. No quiero ver más. ¿Adónde esta el refinamiento de Roberto? 

Por la noche, tengo pesadillas. En medio de una tormenta intentó agarrar a Roberto que se escurre entre mis dedos. Mientras se desvanece para siempre, quiero gritar su nombre pero ningún sonido sale de mis labios a pesar de mis esfuerzos. En la noche cerrada, aparece, en medio de la oscuridad, la frase fatídica: Este programa no responde. Está escrito en verde con luz que parpadea, implacable. Me despierto por fin, sudorosa y asustada. 

 

             ¡Y todo esto por no haber hecho una copia de seguridad!