La
caravana, formada por una larga retahíla de camellos, progresaba
lentamente en dirección al oasis de Tamraset. Mario había
renunciado a dejarse llevar por el lento balanceo del camello.
Prefería andar al lado de los animales con su mismo paso regular
y cansino, aunque sus pies se hundieran en la arena del desierto
como en una alfombra demasiado blanda. No, no era el momento de
pensar en alfombras.
Sacó la libreta del bolsillo de la camisa y, después de escuchar con atención, apuntó:
El viento desgranaba la cima de las dunas y provocaba una
fina lluvia de polvo amarillo, mientras su silbido, cual melodía
sinuosa, quebraba a ratos el impresionante silencio.
Le gustó la frase; la pondría en su blog de viaje. Aunque, lo de polvo amarillo le recordó la última trifulca con Celia.
Entre los pelos de la alfombra del salón ella había encontrado arena. Los únicos que podían ensuciar la alfombra eran él o el gato, dado que ella siempre se quitaba los zapatos al entrar en casa. Él era el único culpable de haber traído todo aquel polvo amarillo, ya que el gato, el pobre, sólo sembraba meaditas. Además, como ella había observado en el transcurso de los años, a él no le importaba que tuviese que pasarse las horas limpiando, e incluso insinuaba que bien podría haber traído esta arena sólo para fastidiarla.
Guardó la libreta; no iba a entrar en detalles de su vida privada: que estuviera casado con una maniática de la limpieza no interesaría a sus lectores. Contempló las dunas que le rodeaban y cuyas sombras tenebrosas contrastaban con el color dorado de las laderas iluminadas por el sol del amanecer. El frío de la noche dejaba paso, poco a poco, a un intenso calor. El aire recalentado vibraba a ras de suelo, deformando las imágenes, y daba al paisaje un aspecto onírico. Así que, cuando por fin divisaron en el horizonte la mancha verde del oasis, no supo si se trataba de un espejismo o de algo real, hasta que, al acercarse, se fueron recortando las siluetas de las palmeras sobre el azul del cielo y las masas oscuras de las jaimas de los nómadas.
Mario se introdujo dentro de una de las tiendas donde reinaba un relativo frescor, y un leve tufo ácido que le era familiar. Cegado como estaba por la luz del sol, tardó un momento en distinguir en la penumbra a dos mujeres abanicando un minúsculo fogón donde hervía el agua de una tetera. Sentado en cuclillas con los demás hombres, aspiró con deleite el aroma del té con menta, y mientras sorbía despacio la infusión, observó los pocos utensilios de aquella gente cuyo único lujo eran las alfombras.
Cuando sus ojos se acostumbraron a la poca luz, pudo ver que estaba sentado sobre una de ellas con arabescos rojos. Como la de su casa.
“¡Dios mío¡ ¿será posible? ”—exclamó para sus adentros después de observarla con más detenimiento ―. Juraría que es idéntica. El sobresalto fue tal que desparramó parte de su bebida. Deshaciéndose en excusas, intentó limpiar con el pañuelo la mancha oscura que se había formado en la alfombra, mientras una mujer, solícita, le ofrecía otro vaso del brebaje aromático.
“No es tan raro”—pensó. Después de todo, la suya había sido tejida en Marrakech, según le aseguró el vendedor marroquí; procedería pues del mismo taller. Al mirarla con atención descubrió en una esquina, en medio del último arabesco, una hebra de lana azul que sobresalía del tejido. Exactamente igual que en la de su casa.
“Vaya, siempre pensé que la había arrancado el gato, tan aficionado a afilarse las zarpas en cualquier lugar pero, quizás todas tengan esa peculiaridad. Se lo contaré a Celia para que vea qué pequeño es el mundo”.
Cuando, días después, volvió por fin a su apartamento, la encontró a ella sentada en el suelo del salón, con un trapo mojado en la mano.
—Estoy intentando quitar esta mancha oscura de la alfombra— dijo —Debe de ser pis del gato, aunque me parece que huele diferente. ¡A ver qué hacemos con este animal!
También he pasado la aspiradora, pero tampoco hay quién quite la arena.
Una leve fragancia a té con menta flotaba en el aire cuando él se dejó caer sin fuerza en su sillón favorito.