No
sé si convendrá respirar el vaho” —reflexionó Adela mientras
levantaba la tapa de la olla. El potaje hervía a borbotones. Con
una cuchara de madera removió los garbanzos y un olor a chorizo
y verduras invadió la cocina; entonces añadió una morcilla
picante, de las que le gustaban a él. “Así será perfecto”
—decidió. Con un cazo sacó un poco de caldo; lo miró largo rato
antes de atreverse a probar dos gotas, el sabor era excelente,
nada amargo como había temido, pero no sabía si las proporciones
eran las correctas porque carecía de experiencia. Fue sacando,
una por una, las diez hojas de adelfa que flotaban en medio de
la sopa. “Parecen laurel —pensó, mientras las tiraba por la taza
del váter—sólo que mortífero”. Se secó las manos en el delantal
y apagó el gas antes de poner un cubierto encima la mesa. Ahora
sólo quedaba esperar.
Como todos los sábados, él llegó tarde, bien entrada la noche. Completamente borracho, tropezó con la alfombra y soltó una retahíla de tacos, a cuáles más groseros. Agazapada en el sillón, ella le esperaba despierta; una extraña calma la invadía como si este espectáculo tan repetido no la concerniese. Aguantaría los golpes por última vez. Él se había vuelto muy violento pero ella no esperaría a que la matase, como a tantas otras. Más valía pasarse unos años en la cárcel y no volver a verle jamás. Se comportaba como una alimaña, y eso no tenía remedio. De nada serviría huir porque tarde o temprano la encontraría y le clavaría una navaja. Ella le pertenecía, y él jamás aceptaría perderla.
—Te calentaré el potaje —dijo, dirigiéndose a la cocina —; pero él la agarró del brazo y le soltó una patada.
—Más deprisa, zorra— gritó furioso. Tenía la cara congestionada y la nariz de un feo color violáceo. Ella se liberó de un tirón, y reapareció pronto con un plato humeante.
—Cómetelo caliente... y que te aproveche— musitó con sorna.
Al intentar sentarse, él se tambaleó. Quiso aferrarse al respaldo de la silla pero la arrastró en su caída.
—Me estalla la cabeza, estoy mareadísimo —llegó a murmurar, agarrándose las sienes con las manos, antes de desmayarse.
Y ahora yacía en el suelo, inerte, bajo la mirada despectiva de Adela. “Hasta en eso, no tengo suerte” —pensó. Temerosa, le empujó con el pie, pero no reaccionó. “Demasiado bebido, me iré a acostar, no creo que se despierte hasta mañana.”
Volvió a guardar el potaje antes de subir la escalera. Echó un último vistazo al entrar en el dormitorio: seguía en la misma posición, solamente sus ronquidos —que más bien parecían estertores— perturbaban el silencio de la noche. De todas formas, cerró la puerta con el pestillo antes de meterse en la cama: no quería sorpresas desagradables.
Estaba rendida. Abrió la ventana de par en par. En el jardín, los árboles proyectaban unas sombras alargadas bajo la luz de la luna llena y se oía, a intervalo regular, la nota musical de un sapo buscando pareja. El aroma de la vegetación llenó la habitación.
“¿Por qué siempre tenemos que estropearlo todo?" —se preguntó mientras se acostaba, pero aquello no tenía respuesta.
Pisó la hierba húmeda con verdadero deleite. Se sentía libre y tan ligera que casi no rozaba el suelo al andar, cuando, de pronto, vio a su madre observándola, inmóvil, en la ribera de un riachuelo que serpenteaba en medio de la pradera. En realidad no se parecía a su madre, era una mujer mucho más joven, pero sin embargo ella sabía que era su madre. Cuando pasó a su lado seguía de pie, mirándola calladamente mientras el aroma dulzón de las adelfas llenaba el ambiente. Se despertó sobresaltada. Por la ventana abierta el frescor del alba penetraba en el cuarto. Miró el reloj: las seis. Entonces lo recordó todo. Al acecho, se puso a escuchar. Los latidos de su corazón retumbaban en su pecho. No se oía nada; ni siquiera el crujir de las maderas. De puntillas, entreabrió la puerta, atenta a cerrarla de golpe si fuera necesario, pero la casa estaba en silencio. Se asomó a la barandilla de la escalera y desde allí distinguió las dos piernas de su marido en la misma posición, en el suelo de la sala. No se había movido. Bajo despacio, procurando no meter ruido, vigilando el cuerpo inerte.
“Habrá muerto—susurró, incrédula—. Ni siquiera tuve que matarlo” —suspiró, aliviada—. “Por fin, Dios se habrá apiadado de mí”. Tocó con la punta de un dedo la cara hinchada; los ojos entreabiertos miraban fijamente al vacío. No supo que pensar, no estaba frío, pero tampoco caliente. “Si ha muerto, hará poco tiempo”—pensó mientras descolgaba el teléfono para llamar al médico.
“Los caminos de Dios son inescrutables. Paciencia, hija mía —le había dicho el párroco mientras se tomaban una taza de café en la cocina—.No te apures, vendrá la Dolores a ayudarte por las mañanas.”
Necesitaba reflexionar. Sólo la desesperación le había
llevado a querer cometer un asesinato. Ahora, él jamás volvería
a maltratarla, porque jamás volvería a moverse, ni a gritar
insultos. El íctus cerebral le había dejado en estado vegetativo
irreversible; y esto podía durar años, según los médicos. Yacía
inmóvil en la cama del dormitorio, lleno de sondas... y a ella
se le había acabado el rencor. No podía vengarse de un ser tan
indefenso, arrancando uno de estos tubos que le conectaba
todavía a la vida.
“Los caminos de Dios son inescrutables —recordó, mientras se sentaba a comer, sola, en la cocina— ,pero yo me tomaré el atajo”. El potaje recalentado ya no era tan bueno; masticó despacio los garbanzos y se bebió todo el caldo. “Quizás le falte un poco de sal” —murmuró, antes de acostarse en el sofá del salón.