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Tófolo

¿Por qué no tiras esta correa? —gritó su madre desde el vestíbulo.  Emilio no contestó. ¡Cómo iba a tirarla si tenía que pasear a Tófolo! ¡Qué cosa se le ocurría¡

 Ella, con el pretexto de limpiar, se había apoderado de la casa desde que a él le abandonó su mujer; espiaba todos sus gestos, rebuscaba en los cajones ordenando no se sabía el qué. Lo miró con suspicacia, y antes de marcharse— gracias a Dios no vivía con él —le recordó que se comiera las uvas que dejaba en la cocina.

 

    El perro, Tófolo, es un setter de pelaje suave, ojos marrones y mirada bondadosa, como él dice. Es un poco alocado, le gusta corretear a su antojo y no hay quien lo tenga sujeto. Por otra parte, como es un animal pacífico, se le puede dejar suelto sin ninguna preocupación.
 

     Ahora Emilio vive solo, y la ventaja de tener un perro es que se relaciona con otros dueños de animales. Su casa está enfrente del parque, así que por la mañana silba, agarra la correa y sale a caminar. Disfruta del frescor de los parterres recién regados y de la fragancia de la hierba segada. Del perro no hay que preocuparse, lleva mucho tiempo haciendo lo mismo.

 

     — ¡Paseando a Tófolo! — exclamó Ana el otro día.

     Ella tiene un foxterrier bastante histérico, que ladra a todas horas con una voz aguda muy desagradable. A Emilio le gustan los perros grandes, de voz grave, por eso tiene a Tófolo, y además, no ladra.

     Conoció a Ana un día en que Tófolo había desaparecido como siempre entre los arbustos; ella le observó a él, silbando, y con la cadena en la mano.

     — ¿Ha perdido a su perro? —le preguntó gentilmente. Desde entonces, pasean juntos cuando se encuentran.

 

     Si tienes un perro conoces a otras personas.


     Unos dueños de canes se reúnen por la mañana junto a la estatua de Pérez Galdos, que está leyendo un libro de piedra, impertérrito, mientras una paloma posada encima de su cabeza otea los alrededores. Forman una familia, todos con correa. Los animales también se conocen, algunos chapotean en el agua de la fuente y luego se sacuden vigorosamente salpicándoles a todos ¡Menos mal que es verano!

     Hay perros de todas las razas, desde un mastín corpulento hasta un yorkshire un poco cursi con un lacito rojo que su ama extrae con cuidado de una cesta. También hay un rottweiler; es el único que lleva bozal y siempre va sujeto desde que mordió a una niña que iba corriendo. A ninguno de ellos le gusta este animal, es una fiera imprevisible y tiene mucha fuerza. Para el resto de los contertulios, un perro es un amigo, incluso más que un amigo; no una alimaña. No quieren ser descorteses con su dueño, pero si pudieran evitarían su presencia.
 

    A la mujer de Emilio no le gustaban los animales. Nunca tuvieron ninguno; ni siquiera un gato.

     Pensándolo bien, es mejor que ella se haya ido.

    Si él tuviera que elegir entre ella y Tófolo, no tendría la menor duda.
 

    —¡Hola! —gritaba él al entrar en casa después del trabajo.

    —¡Hola! —contestaba ella sin ningún entusiasmo desde el fondo de una habitación. Mientras que un perro acude dando brincos de alegría, te cubre la cara de cálidos lametazos; se ve que te quiere con toda su alma perruna y sin restricción; no importa que estés feo o viejo o incluso que seas mala persona. Es un amor incondicional y desbordante. Además, si quieres salir, no tiene pereza, siempre está dispuesto a acompañarte. En vez de vagar solo por los senderos, tienes la compañía de un ser animoso; no discute tus opiniones, no te lleva la contraria y nunca te pone mala cara.

     Pensándolo bien, es mejor que ella se haya ido.

 

    —Me gustaría conocer a Tófolo, no hay quién le vea el pelo —le dijo Carlos el otro día.

    Carlos es el dueño de un perro salchicha con el morro afilado que anda a ras de suelo sobre el césped, husmeando todo lo que encuentra; a veces, a Emilio le recuerda a una rata.

    — Ya sabes —contestó él —es muy independiente y se conoce el parque. No obedece; le gusta volver a casa por su cuenta, rasca la puerta cuando vuelve de sus andanzas y no hay que preocuparse.

 

     A él, no le gusta Carlos.
 

— ¿Por qué no tiras esta correa de una vez? —gritó su madre cuando entró en el vestíbulo ¡Si, después de todo, tú no tienes perro!
 

Emilio no contestó. ¿Para qué?

 

Quizá algún día comprara uno, probablemente un setter de color canela y pelaje suave; incluso podría llamarse Tófolo.

 

Porque si tienes un perro conoces a muchas personas.