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Malos tratos

Me han maltratado, me han pisoteado, hasta me han vomitado encima, por eso me fui, explicaba ella cuando entré en el salón de  actos de la asociación de alcohólicos anónimos. Hay cosas que no se pueden tolerar; exijo un mínimo de respecto.

 Su discurso fue muy aplaudido. Era ella, no había lugar a dudas, incluso todavía llevaba puesta la misma gorra que el último día en que salimos juntos. Me quedé atónito. Por fin me vio. Me había quedado parado, como petrificado, delante de la puerta. Me contempló a mí y a mi sombra y se echó a llorar. Me miro con resentimiento y supe que era inútil pedirle perdón; hiciera lo que hiciese nunca volvería conmigo.

Todo empezó aquella mañana cuando me desperté. Un rayo de sol entraba en el dormitorio; se filtraba por un hueco entre las persianas, iluminando partículas de polvo que bailaban arrastradas por el aire. Intenté retener la respiración para evitar absorberlas pero hubiese muerto asfixiado; así que opté por morir envenenado por la polución. De todas formas ya estaba medio muerto.  Tenía un dolor de cabeza insoportable. La víspera había bebido tanto que no recordaba ni cómo, ni cuando, regresé a casa. Era lunes, las once y no había ido a trabajar.

Con la mano tanteé debajo de la cama con la esperanza de encontrar mis zapatillas pero, de repente, algo me agarró de un dedo. Al retirar el brazo y sacudirlo vi una cosa negra y flácida que se soltó y desapareció en aquel hueco.

—Amalia, Amalia —grité, aterrorizado.

Amalia es la asistenta. Me miró como si estuviera loco cuando le ordené, sin levantarme, traer la aspiradora y limpiar debajo de la cama. El aparato se atascó, pero fue sólo un momento.

—Me parece que se ha tragado uno de sus calcetines—dijo la mujer—.Si quiere lo podemos recuperar.

Pero yo no estaba dispuesto a comprobar qué era aquello, así que le mandé tirar por la ventana todo el contenido de la bolsa de la aspiradora.

 Miramos los dos como el viento se llevaba nubes de polvo y como un velo negro desaparecía tras la esquina de la calle.

—Debería dejar de beber —me aconsejó—. Por ese motivo le dejó su mujer y ahora cada día está más trastornado.

 Salió de la habitación dando un portazo, pero ¿quién era yo para recriminarla?

No me di cuenta de que algo me faltaba hasta dos días después de aquel suceso. Caminábamos, mi amigo Julián y yo, por la calle Mayor cuando un niño que no tendría más de siete años empezó a burlarse.

—No tiene sombra, no tiene sombra —repetía sin parar.

Y todo el mundo a mirar. Julián tenía su sombra de las cuatro de la tarde y yo nada. Entonces comprendí lo sucedido.

 ¿Pero qué haría mi sombra debajo de la cama? ¿Quizá al empaparme en alcohol estuviera ella también borracha?

Se puede vivir sin sombra pero te miran como si fueras un bicho raro y si buscas trabajo, desconfían. No me convenía; así que fui al médico. Me dijo lo que ya sabía: mi hígado no resistiría mucho tiempo si seguía bebiendo; en cuanto a la sombra, no podía hacer nada. Me recomendó una tienda de aparatos ortopédicos porque era poco probable que volviera por sí sola.

Después de medirme, el vendedor sacó un modelo elástico que se encogía o se alargaba según la iluminación. Lo fijó a mis zapatos; di tres pasos y me siguió sin rechistar. Era una sombra gris azulada, más elegante que la antigua.  No quedaba mal, pero cuando vi el precio me pareció excesivo.

 ¡Hay que ver cómo se aprovechan de las desgracias ajenas!

 Pedí el catálogo. Había otro modelo bastante más económico: una sombra mediana, pero fija.

—Lo siento —dijo el vendedor—, no la trabajamos.

Como soy perezoso, no me sentía con ánimos para recorrer un sin fin de tiendas y me quedé con aquella.

— La puede meter en la lavadora pero, sobre todo, no la planche —me recomendó. La iba a doblar, pero me la lleve puesta. Anduve con cuidado, procurando que no la pisase nadie. Me tenía que durar mucho tiempo porque no estaba dispuesto a gastarme más dinero.

— ¿Y si me encontraba a la otra? No sé con cuál de las dos me quedaría, puede que con esta última. ¡Lo que son los caprichos!

Dos meses después de aquella compra, decidí poner un poco de orden en mi vida y empujé la puerta del salón de actos de alcohólicos anónimos y lo primero que vi fue a ella, mi verdadera sombra. La escuché quejarse amargamente y con razón. Todo lo que decía era verdad: la había arrastrado a lugares infames donde mis compañeros de borracheras la pisoteaban sin ninguna clase de miramientos, la rociaban con wisky y le tiraban huesos de aceituna. Iba a decirle que de ahora en adelante la cuidaría, pero la mirada de odio que dedicó a mi nueva acompañante me hizo desistir.