Como
a Julia, mi mujer, le encanta ampliar el círculo de nuestras
amistades, en cuanto se enteró de que teníamos nuevos vecinos,
en seguida los invitó a tomar una copa. Así que aquí los
tenemos, sentados en el salón. Es una pareja de unos treinta
años, sin hijos, ni perro. Respiramos tranquilos, probablemente
no resultarán muy ruidosos. Los que se fueron eran personas
agradables pero tenían una perrita Yorkshire nerviosa que nos
torturaba con sus ladridos nocturnos.
Alberto es informático y Mónica azafata.
— ¡Oh! ¡Cómo me habría gustado ser azafata! —exclama Julia—. Viajar de aquí para allá siempre ha sido mi sueño.
Pero Mónica no viaja, es azafata de congreso. Es una mujer nerviosa, se remueve en el sillón y me echa una mirada de reojo. Desprende un leve perfume a manzana. Yo le sonrío para tranquilizarla. Desde luego es preciosa: alta, delgada y elegante. Creo que mi mujer exagera en su afán de simpatizar con la gente. Es cómo una mosca que revolotea alrededor de un pastel, y resulta agobiante.
—¿Otro wisky? —propongo—. Desde luego estamos encantados de teneros como vecinos. Siempre es bueno tener a mano un informático—añado—. Y para cualquier cosa que necesitéis, aquí estamos.
Julia acerca el plato de las croquetas. —Comedlas mientras estén
calientes —dice.
El caso es que Mónica me recuerda a alguien; quizá a una actriz. Es como si la hubiera visto en alguna película. Claro con este tipazo podría haber trabajado en el cine.
¡Vaya tío! ¿Dónde habrá encontrado una mujer así?
Al remover el líquido ámbar en mi vaso tintinean los cubitos de hielo, y de pronto tintinean mis recuerdos.
Ese lunar debajo de la oreja derecha. Ese lunar que forma una pequeña protuberancia. Ese lunar me es familiar, lo he visto. No sé cuando, pero lo he visto.
—Voy a por más hielo —espeto.
Me late furiosamente el corazón mientras me dirijo a la cocina. La yema de mi dedo índice recuerda súbitamente la piel lisa, y de repente el tropezón con aquel pequeño bulto debajo del cabello. De pronto, desfila un ínfimo retazo de la película de mi vida; una escena que creía olvidada, que había procurado borrar de mi mente, pero que resurge como si fuera ayer. Aquel congreso en el hotel Melià, en Palma de Mallorca. A los altos cargos de la empresa nos ofrecieron acompañantes, azafatas, como las llamaban. Me presentaron un catálogo, como si fueran muebles o artículos de lujo —y desde luego que lo eran—. Y por qué no, me dije, Julia no se va a enterar. Elegí una pelirroja, que resultó teñida, pero era preciosa y después de invitarla a cenar fuimos a una discoteca y acabamos en mi habitación. No sé a qué hora se marchó. Debí de decepcionarla porque estaba agotado y bastante bebido, así que después de hacer el amor me quedé dormido, y cuando desperté se había esfumado como un sueño de cuentos de hadas. Pero, sí, recuerdo que me obsesioné con aquel lunar; pasaba y volvía a deslizar mi dedo encima como si aquella imperfección realzase la belleza de su cuerpo.
No, no puede ser. No puede ser la misma mujer, ahora, aquí, en Madrid, viviendo al otro lado del tabique. Mucha gente tiene lunares. De vuelta al salón, la miro de reojo. Ella es rubia, pero tampoco es un rubio natural, y tiene la melena más corta. Pero esos dedos tan largos y ese perfume a manzana no han cambiado. Es ella, no hay lugar a dudas, sólo que en aquel entonces no se llamaba Mónica. ¿Cómo se llamaba? Intento recordar. Soraya, eso es. Se llamaba Soraya.
Me dan ganas de susurrarle al oído: «Hola Soraya», a ver cómo reacciona. Pero ¿y Julia? ¿Y si se entera Julia?
¿Me habrá reconocido ella? Lo dudo. Yo soy un tipo corriente que no llama especialmente la atención y habrá visto muchos como yo.
Me acerco a Alberto. ¿Qué sabrá Alberto? Llevan casados seis meses. Me promete que pondrá a punto mi ordenador; parece un tipo servicial. Quizá sea un mirlo blanco. Me da pena. O quizá sea uno de esos hombres liberados que disfrutan con el mucho dinero que gana su mujer.
Casi echo de menos los ladridos nocturnos del Yorkshire.
A Julia le ha encantado Soraya. Digo, Mónica. La acompañará por el barrio para recomendarle algunas tiendas.
Desde aquella primera visita, ha pasado un poco más de un mes.
Julia y Mónica se han hecho amigas íntimas a pesar de mis
recomendaciones en contra. Hoy, cuando mi mujer ha vuelto de la
peluquería, casi no la reconocí. Entró en el comedor una mujer
pelirroja, de melena corta, se levantó la falda para enseñarme
una lencería roja muy sexy. Todo eso me lo recomendó Mónica, me
susurró al oído mientras hacíamos el amor; me dijo que te iba a
gustar. Paso el dedo una y otra vez debajo de su oreja derecha,
pero nada de nada, quizá podría pegarse alguna cosita.
—Y sabes, puede que me contraten de azafata en la misma empresa. Pagan bien. ¿Qué te parece?