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Ida y vuelta

Unos fresones rojos asomaban entre las tupidas hojas de los tiestos. Juan verificó la temperatura del invernadero y fue a abrir la jaula para dar de comer a los periquitos cuando uno se escapó. Después de revolotear entre las plantas se posó en una rama de rododendro y, entonces fue cuando saltó el gato.

— Maldito animal—gritó Juan —y le tiro el azadón con tan mala suerte que le alcanzó el vientre. Era el gato atigrado de los vecinos, un par de muchachos jóvenes y remilgados. El animal maulló de dolor, se arrastró hacia la puerta y murió. Cuando hubo recuperado al pájaro Juan depositó el gato muerto al lado del contenedor de basura. Yacía tieso como un viejo felpudo.

Empujó la verja del chalé de al lado.

—Es inútil buscar a Benito —dijo—, ha muerto.  Indicó con el dedo el bulto tirado al lado de los sacos de basura. Lo siento, no quise matarlo, sólo fue un accidente.

Cuando se acercaron al cadáver, el perro de Juan, un foxterrier nervioso, lo estaba olfateando. Emitió un ladrido desgarrador, una especie de lamento que no mejoró para nada la situación. Así que, por mucho que explicase lo ocurrido, lo denunciaron por maltrato a animales, tuvo que ir a juicio y pagar una cuantiosa multa.

Al poco tiempo los dos chicos compraron una perrita Yorkshire. El foxterrier y la perrita se hicieron muy amigos. Pasaban de un jardín a otro persiguiéndose y ladrando. Hasta que un día el perro de Juan apareció arrastrando una cosa informe, llena de tierra, que le colgaba del hocico.Llovía y eran las siete de la mañana. Juan ya había sacado el coche del garaje para ir a trabajar.

—Oye, cochino, trae esto aquí— ordenó.

El perro depositó a sus pies lo que parecía una rata. Al cogerla por el pezcuezo se dio cuenta de que era la perrita Yorkshire y estaba muerta.

Tuvo que taparse la boca con la mano para no chillar.

—¡Desgraciado! ¿Qué has hecho? ¿Quieres que me lleven a la cárcel? —murmuró—y soltó una patada rencorosa al perro.E l animal gimió y fue a esconderse debajo de los peldaños de la escalera.

 En la casa de los vecinos las persianas estaban todavía cerradas.

—Vaya par de holgazanes —masculló.

Giró la llave del coche y el motor se paró. Llegaría tarde. Entró precipitadamente en la cocina y llenó el fregadero de agua templada. Menos mal que este desgraciado no la ha destrozado, comprobó al introducir la perrita en el baño. Después de un champú, un secado y un cepillado cuidadoso, había recuperado un aspecto inmejorable.

Con la perrita debajo del brazo, Juan saltó el muro del jardín y depositó el animal delante de su caseta. Parecía mirar fijamente, descansando con placidez.

"Creerán que ha muerto de un infarto", pensó. Y se fue a trabajar.

Unos días más tarde, los vecinos llamaron al timbre. Iban los dos muy peinados, los pantalones ajustados y vestían camisas de marca.

 —Hola, ¿qué pasa? —preguntó Juan.

—Nos vamos. Hemos alquilado un piso en la ciudad.

—¿Y eso? A la perra no le gustará.

—De eso se trata, justamente, de la perra. Aquí en esta casa, algo pasa, ocurren fenómenos extraños y no es que creamos en fantasmas. La otra noche el animal se murió y lo enterramos y a la mañana siguiente lo encontramos, como si nada, delante de su caseta.

—Así que la perra vive. ¡Qué bien!—se congratuló Juan.

—No, lo que nos aterra es que seguía muerta y cuando lo contamos nos toman por locos.

—¿Quizás habíais bebido más de la cuenta?

—¡Qué va! Incluso el veterinario certificó la muerte.

—Lo siento. En efecto es de lo más raro. Os deseo lo mejor.

Cuando cerró la puerta una sonrisa de alegría se dibujó en su rostro.